El Valor de las
Circunstancias
Las
circunstancias en las que realizamos nuestros actos son importantes en orden a
su valor moral.
Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor o que una cosa mala se haga peor. Lo que no podrán hacer nunca las circunstancias es que un objeto intrínsecamente malo se convierta en moralmente bueno.
Por: Antonio Orozco-Delclós | Fuente:
Arvo net
A pesar de su "relatividad", el bien es algo
"objetivo" (1), que está ahí, con independencia de mi opinión o voluntad
particular. Los actos humanos, para ser moralmente buenos:
1) deben tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables al fin último
de la persona; y
2) deben ser realizados no con simple "buena intención", sino con
"intención buena"", esto es, con intención real y rectamente
ordenada, en último extremo, al último fin, que es Dios.
El acto externo (u objeto), y el interno (o intención), son como dos caras de
la misma moneda, dos aspectos de un mismo acto. Para que una moneda sea buena,
de modo que valga lo que anuncia, es preciso que sus dos caras -no una sola- sean
buenas y no falsas. Bastaría que una cara fuese falsa, para que toda la moneda lo
fuera. Así también, para que un acto humano sea moralmente bueno, es necesario
que tanto el objeto como la intención sean buenos. Intención y objeto son, por
eso, dos principios fundamentales de moralidad.
Ahora bien, ¿basta la consideración conjunta del objeto y de la intención para
calificar con exactitud la moralidad de un acto humano? La moral católica ha
advertido siempre que se debe contar con otro principio o fuente de moralidad,
que si no es "fundamental" es, sin embargo, importante, y a veces mucho.
Todo acto humano se realiza entreverado con una serie de circunstancias que
aumentan o disminuyen su propia bondad o maldad. Lo sustancial es el complejo
"objeto + intención" del acto; pero toda sustancia -en términos
clásicos- existe sustentando unos "accidentes". Así, por ejemplo, las
manzanas pueden ser más o menos grandes, más o menos sabrosas, coloradas o
blandas: el tamaño, el color, el sabor, son los "accidentes" de la
sustancia "manzana". Y para que una manzana sea sabrosa y digestiva
no basta que sea un simple fruto del manzano. Ha de haber madurado en
determinadas condiciones de temperatura, humedad, etc. Una manzana puede
resultar una buena manzana o una mala manzana.
Las circunstancias son, pues, como los accidentes, importantes para la sustancia
tanto de las cosas como de los actos humanos en su aspecto moral, y le afectan
más o menos profundamente. Suelen señalarse las siguientes:
I. Las que afectan al objeto moral:
a) tiempo: es diversa la maldad de un pensamiento, por ejemplo, según dure
pocos minutos, o muchas horas
b) lugar: no es lo mismo blasfemar en una iglesia, que en otro sitio; u ofender
a una persona en público o en privado;
c) cantidad: es diversa la bondad de una limosna pequeña o magnánima; así como
la maldad de un robo de unas pocas monedas, o de una suma considerable;
d) efectos: el robo de una misma cantidad de dinero no tiene la misma gravedad
moral si se hace a un pobre o a un rico, porque sus consecuencias son muy
diversas. Es muy distinto dar mala o buena doctrina en una revista de ámbito
limitado, que en una publicación muy difundida en televisión, etc. Esta es la
más importante de ias circunstancias que afectan al objeto moral.
II. Las que afectan al sujeto:
e) la condición de quién obra: sería más grave la exposición de un error
doctrinal por una persona de gran prestigio que por otra a quien casi nadie
hiciera caso
.
f) modo de obrar: la modalidad de la acción denota una mayor o menor bondad o
malicia. Por ejemplo, la delicadeza con que se hace una corrección, o la
brutalidad con que se comete un asesinato;
g) medios empleados: el uso de determinados medios matiza la moralidad de la
acción. Así, el robo a mano armada es más grave que el simple robo o el hurto;
h) motivos circunstanciales: se trata de intenciones concomitantes al fin
principal, pues no causan el acto, que se haría sin ellas. Por ejemplo, el que
realiza un acto de servicio por caridad, pero esperando alguna compensación
humana: agradecimiento, retribución, elogios. Las intenciones torcidas
secundarias, aunque por sí sólo disminuyen la bondad del acto, son importantes,
porque poco a poco van ahogando la intención principal, y pueden llegar a
sustituirla. En cambio, los motivos buenos refuerzan la intensidad de la acción
buena (2).
Lo Que Pueden Cambiar Las Circunstancias
"Algunas circunstancias mudan la especie moral o teológica del acto".
Así, el lugar del robo puede mudar la especie, haciendo que un robo simple se
convierta en robo sacrílego (si se comete en una iglesia); los pecados contra
la castidad no tienen la misma especie moral según se cometan con uno mismo o
con otra persona, y según su condición (por ejemplo, un casado o un soltero).
Ciertas circunstancias pueden cambiar también la especie teológica (es decir,
el carácter grave y leve de un pecado de la misma especie moral); por ejemplo:
la cantidad robada hace que el robo sea pecado venial o mortal; una injuria,
por sus circunstancias, puede ser grave o leve. Todas las circunstancias que
mudan la especie moral o teológica del acto deben declararse expresamente en la
confesión.
"En realidad, este tipo de circunstancias, aunque en sentido físico son
sólo accidentales, en sentido moral ya rebasan este carácter, y entran a formar
parte del objeto o del fin. Así, el lugar sagrado, en el caso del robo
sacrílego, entra en la sustancia del acto, pues implica una nueva relación a la
norma moral, y esto cambia esencialmente el objeto. De ahí la obligación de
confesarla. No es esencialmente lo mismo una simple fornicación que un
adulterio. Igualmente, cuando un motivo circunstancial pasa a ser la intención
principal del acto, le da una moralidad esencial que en otro caso no
tendría" (3).
Es obvio que hay circunstancias que, moralmente, son irrelevantes; por ejemplo,
la hora en que se asiste a Misa. Las que influyen en la moralidad del acto son
las que añaden una nueva conformidad o disconformidad con el orden de la razón.
Lo Que No Pueden
Cambiar Las Circunstancias
Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor o que una cosa
mala se haga peor. Lo que no podrán hacer nunca las circunstancias es que un
objeto intrínsecamente malo se convierta en moralmente bueno. Unas setas
venenosas, por bien aderezadas que estén, nunca llegarán a ser saludables.
Tampoco unos gramitos de arsénico, aunque se hallen espolvoreados en una
sabrosísima tarta helada. Y una fruta podrida, aunque esté almibarada, jamás
llegará a ser digestiva. Es decir, por mucho que cambien las circunstancias lo
que es sustancialmente malo, malo se queda. Nunca podrá ser bueno matar a un
inocente--sea o no nacido--aunque su muerte produjera grandes beneficios o
evitara grandísimas catástrofes. Cosa análoga cabe decir, por ejemplo, de la
negación del salario justo y posible, o de la mentira.
La importancia de las circunstancias no debe oscurecer la verdad proclamada
incesantemente por la recta razón y el Magisterio de la Iglesia: que hay normas
morales que ninguna circunstancia o conjunto de circunstancias eximen de su
estricto cumplimiento. "La norma suprema de la vida humana--recordamos el
Concilio Vaticano 11--es la misma ley divina, eterna, objetiva y
universal" (4). Ya Pío Xll hubo de denunciar la falsedad de la llamada
"ética de la situación". En un importante discurso, dijo así:
"La ética nueva (adaptada a las circunstancias), dicen sus autores, es
eminentemente individual. En la determinación de la conciencia, cada hombre en
particular se encuentra directamente con Dios y ante El se decide, sin intervención
de ninguna ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de ningún culto o
confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí sólo existe el yo del hombre y el
YO de Dios personal; no del Dios de la ley sino del Dios Padre, con quien el
hombre debe unirse con amor filial (...) La intención recta y la respuesta
sincera, son lo que Dios considera; la acción no le importa. Por ello, la
respuesta puede ser la de cambiar la fe católica por otros principios, la de
divorciarse, la de interrumpir la gestación, la de rehusar la obediencia a la
autoridad competente en la familia, en la Iglesia, en el Estado; y así, en
otras cosas" (5). Todo dependería de las circunstancias, o, en otros
términos, de la "situación" en la que se halle la persona, que
siempre es única e irrepetible.
Es cierto que toda decisión moral concierne a un individuo "en
situación", en circunstancias concretas, singulares, que a veces son
irrepetibles, y que no siempre existen normas morales absolutamente
obligatorias que pueden aplicarse con independencia de la situación. Es ésta
una verdad de antiguo conocida por la ética católica que afirma la necesidad de
la rectitud de intención--aunque no baste--para que las acciones sean buenas.
Porque sólo con intención recta, es decir, derechamente dirigida no al interés
personal sino al bien en sí --a Dios, en definitiva--podrá formarse un buen
juicio de conciencia, y obrar prudentemente, después de un atento examen de las
normas morales correspondientes aplicadas a cada caso concreto (6).
Sin rectitud de intención, las pasiones fácilmente enturbian el juicio, porque
embotan la mente o desvían la voluntad (7). En cambio, la intención recta
facilita las decisiones buenas, y, si se ha errado, la rectificación. De este
modo, la ética cristiana "revela un sentido de la actividad personal y
contiene en si todo cuanto de justo y positivo puede haber en la llamada ética
según la situación, evitando sus confusiones y desviaciones" (8).
Manteniendo el hecho incuestionable de la existencia de normas que obligan en
todos los casos. Así, por ejemplo, "el odio a Dios, la blasfemia, la
idolatría, la defección de la verdadera fe, el perjurio, el homicidio, el falso
testimonio, la calumnia, el adulterio y la fornicación, la masturbación, el
robo y la rapiña, la sustracción de lo que es necesario a la vida, la
defraudación del salario justo, el acaparamiento de los víveres de primera
necesidad y el aumento injustificado de los precios, la barracota fraudulenta,
las injustas maniobras de especulación--todo ello--está gravemente prohibido
por el Legislador Divino" (9).
El Papa Pio Xll salía al paso de una posible objeción: "Se preguntará de
qué modo puede la ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria
en un caso particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único y de
una vez". Pues bien, responde Pio Xll: "Ella lo puede y lo hace,
porque, precisamente a causa de su universalidad, la ley moral comprende
necesaria e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican
sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella lo hace con una lógica tan
concluyente, que aun la conciencia del simple fiel percibe inmediatamente Y con
plena certeza la decisión que se debe tomar" (10). "Esto vale
especialmente para las obligaciones negativas de la ley moral, para las que
exigen un no hacer, un dejar de lado. Pero no para estas solas. Las
obligaciones fundamentales* de la ley moral están basadas en la esencia, en la
naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales, y valen, por consiguiente,
en todas partes donde se encuentre el hombre" (11).
En efecto, ya hemos dicho en otro momento que allí donde hay persona humana,
por el mismo hecho, allí hay Decálogo; porque los Diez Mandamientos no son un
pegote adosado a la vida humana, sino que emanan de su misma naturaleza (12).
Por lo demás, "Las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por lo
mismo que sobrepasan a las de la ley natural, están basadas sobre la esencia
del orden sobrenatural constituido por el Divino Redentor" (13).
Errores de la "Ética de la situación
Después de enumerar las obligaciones fundamentales, concluye: "No hay
motivo para dudar. Cualquiera que sea la situación del individuo, no hay más
remedio que obedecer.
"Por lo demás--continúa Pio XII--, a la ética de situación oponemos tres
consideraciones o máximas.
"La primera: Concedemos que Dios quiere ante todo y siempre la intención
recta; pero ésta no basta. Él quiere además, la obra buena.
"La segunda: No está permitido hacer el mal para que resulte un bien (cfr.
Rom 3, 8).
Pero esta ética obra--tal vez sin darse cuenta de ello--según el principio de
que "el bien santifica los medios".
"La tercera: Puede haber situaciones en las cuales el hombre--y en
especial el cristiano--no pueda ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la
misma vida, por salvar su alma. Todos los mártires nos lo recuerdan. Y son muy
numerosos, también en nuestro tiempo (...) ¿habrían, por consiguiente, contra
la situación, incurrido fútilmente --y hasta equivocándose--en la muerte sangrienta?
Ciertamente que no; v ellos, con su sangre, son los testigos más elocuentes de
la verdad, contra la nueva moral" (14).
Más recientemente insistía la Santa Sede en el error, más difundido aún:
"Se equivocan, por tanto, los que ahora sostienen en gran número que, para
servir de regla a las acciones particulares, no se pueden encontrar ni en la
naturaleza humana, ni en la ley revelada, ninguna norma absoluta e inmutable
fuera de aquella que se expresa en la ley general de la caridad y del respeto a
la dignidad humana. Como prueba de esta aserción aducen que, en las que
llamamos normas de la ley natural o preceptos de la Sagrada Escritura, no se
deben ver sino expresiones de una forma de cultura particular, en un momento
determinado de la historia.
"Sin embargo, cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la
sabiduría filosófica ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad,
están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes
inmutables inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana;
leyes que se revelan idénticas en todos los seres dotados de razón" (15).
Siempre es posible cumplir la ley moral
En ocasiones, las circunstancias en las que se halla la persona, son tales que
ponen muy cuesta arriba el cumplimiento de la ley moral; las dificultades
pueden ser ser grandes. Por eso--dice el Papa Juan Pablo II--si "es
siempre muy importante poseer una recta concepción del orden moral, de sus
valores y normas; la importancia aumenta, cuanto más numerosas y graves se
hacen las dificultades para respetarlos" (16). Es necesario entonces andar
alerta, porque no dejarán de oírse las voces de la comodidad, del egoísmo, de
la sensualidad--incluso voces externas, de parientes, amigos, conocidos--, que intenten
convencernos de que en ese momento somos una excepción que nos dispensa de
cumplir la ley moral universal y objetiva. Es preciso no olvidar que el
designio de Dios Creador responde a las exigencias más profundas del hombre
(17); que no es un "capricho", obra de un Dios que se complace en
mortificarnos, sino de un Padre que no quiere más que el bien auténtico de sus
hijos; que su yugo es suave y su carga ligera (18); que si bien las fuerzas
humanas son escasas y pueden parecer nulas, la gracia de Dios nunca falta y es
omnipotente.
Dios no es injusto. Su ley es siempre justa y sabia, fruto de su Amor
inconmensurable. En Dios --parafraseando la Escritura--"el amor y la
justicia se besan", y como consecuencia de ambos atributos divinos, Dios
nos exige cumplir siempre la ley moral--también en esas circunstancias
difíciles, incluso heroicas--, y al mismo tiempo nos presta su fortaleza, el
poder cumplirla siempre: también "ahora ".
Hablando de las dificultades que a veces se presentan en la vida conyugal para
cumplir la ley de Dios, Juan Pablo II recuerda a los esposos que "no
pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino
que deben considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con valentía
las dificultades" (19). No se trata de ocultarlas ni de rendirse ante
ellas, tranquilizando la conciencia con un "no puedo", o "es
demasiado para mí ahora", en esta "situación" tan enojosa.
El Papa insiste en que la llamada "ley de gradualidad"--el hecho de
que hayamos de ascender paso a paso hacia la perfección humana y cristiana--no
debe confundirse con una supuesta "gradualidad de la ley, como si hubiera
varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y
situaciones" (20).
"Se nos puede preguntar--decía Juan Pablo Il en otra ocasión--, en efecto,
si la confusión entre la "gradualidad de la ley" y la "ley de la
gradualidad" no tiene su explicación también en una estima escasa por la
ley de Dios. Se mantiene que ésta no es adecuada para todo hombre, para toda
situación, y, por ello, se desea sustituirla por un orden distinto del orden
divino" (21). Ante ese grave error, el Papa recuerda que la ley que, en el
Antiguo Testamento, constituía una carga pesada, "se convirtió por obra de
Dios en carga ligera y fuente de libertad". La ley "no está solamente
impuesta desde el exterior, sino también y sobre todo, otorgada en el
interior" (22), es algo muy nuestro, hasta el punto de que sin ella
nosotros mismos dejaríamos de ser (23).
"Mantener que existen situaciones en las cuales no es de hecho posible a
los esposos ( y esto que dice el Papa vale para todos, en cualquier caso) ser
fieles a todas las exigencias de la verdad de amor conyugal, equivale a olvidar
este acontecimiento de gracia que caracteriza a la Nueva Alianza: la gracia del
Espíritu Santo hace posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas, no es
posible" (24). Y concluye Juan Pablo II su discurso, recordando que
"Todos, incluidos los cónyuges, somos llamados a la santidad, y es vocación
ésta que puede exigir también el heroísmo. No debe olvidarse" (25).
Obviamente se requieren ciertas "condiciones humanas -psicológicas,
morales y espirituales- que son indispensables para comprender y vivir el valor
y la norma moral".
"No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia
y la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en
Dios y en su gracia, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de
la Eucaristía y de la reconciliación" (26). No es poco, pero lo que no es
honesto es decir que "no se puede", sin luchar seriamente por vivir
esas virtudes, por los demás, elementales. "Ayúdate y Dios te
ayudará", en toda circunstancia, en toda situación; y vencerás. Quizá
sufrirás derrotas; quizás muchas derrotas. Y Dios te levantará siempre con su
misericordia, con tal de que tengas la honradez de no decir "no
puedo". Y, al cabo, con la gracia de Dios, podrás llamarte vencedor.
(I) DOCUMENTACION DOCTRINAL, nn. 42 y 43,
(2) Cfr. R. GARCIA DE HARO, Cuestiones fundamentalesde Teologia Moral,
Ed. Eunsa, Pamplona 1980, p. 60;
(3) Ibidem, pp. 61-62;
(4)DignitatisHumar*ae, 3;
(5) PIO XII, Discurso, 18-lV-1952;
(6) Cfr. Ibidem; Decreto de la C.D.F., 2-11-1956, CE 1327/2;
(7) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad en el pensamlento, Ed. Rialp,
Madrid 1977, pp. 113-145;
(8) PIO XII, 1. c.,
(9) Ibidem;
(10) Ibidem; cfr. S. Th., qq. 47-57;
(11) Ibidem;
(12) Cfr. ANTONIO OROZCO, La libertad y la ley moral, Cuadernos Mundo
Cristiano, nº. 35, Madrid 1983;
(13) PIO XII, I .c.;
(14) Ibidem;
(15) S.C.D.F., Declaración Persona humana, 29-X11-1975, n. 4;
(16) JUAN PABLO II, Exh. Apost. Famlllaris consortio, 34;
(17) Cfr. Ibidem;
(18); (19) JUAN PABLO 11, I.c.
(20) Ibidem,
(21) JUAN PABLO II, Discurso, 7-lX-1983;
(22) Ibidem;
(23) Cfr. ANTONIO OROZCO, o.c.;
(24) JUAN PABLO II, I .c.;
(25) Ibidem;
(26) JUAN PABLO II, Famillaris consortio, n. 33.