Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

30 de septiembre de 2020

SCRIPTURAE SACRAE AFFECTUS

 EN EL 1600 ANIVERSARIO 

DEL DIES NATALI DE SAN JERÓNIMO, presbítero y Doctor de la Iglesia.






El Papa Francisco ha publicado una Carta Apostólica con el título: “SCRIPTURAE SACRAE AFFECTUS” donde se destaca la vida de este gran hombre, fiel y sabio servidor de la Sagrada Escritura, un gigante en la vida de la Iglesia.

Leemos en esta Carta pontificia:

“… el deseo inquieto y apasionado de un conocimiento más profundo del Dios de la Revelación llevó a Jerónimo a exhortar incesantemente a sus contemporáneos: «Lee muy a menudo las Divinas Escrituras, o mejor, nunca el texto sagrado se te caiga de las manos»"





Lo expresa con precisión la oración colecta de este día:
Dios nuestro, que otorgaste a san Jerónimo, presbítero,
amar con dedicación ardiente la Sagrada Escritura,
te pedimos que tu pueblo se alimente
con mayor abundancia de tu Palabra
y encuentre en ella la fuente de la Vida.
Sancti Hieronymus
Ora pro nobis!

Para leer el texto oficial completo en español:

http://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/papa-francesco-lettera-ap_20200930_scripturae-sacrae-affectus.html









28 de septiembre de 2020

EL QUE SE HUMILLA SERÁ ENSALZADO

FLECTAMUS GENUA! ADOREMOS DE RODILLAS

Para quien desea adorar a Dios de verdad,

siempre será actual la invitación

que repetidamente nos dirige la liturgia del Viernes Santo en la solemne oración universal: 

Flectamus genua!, ¡Doblemos las rodillas!

 

 

Al Santo Cura de Ars le gustaba referir la siguiente historia para exaltar la virtud de la humildad que tanto amaba:

Un día el diablo se apareció a San Mauricio con el propósito de ridiculizar su vida penitente y apartarlo de ella. Todo lo que tú haces, lo hago también yo, susurró Satanás al solitario de la Tebaida. Tú ayunas, y yo no como nunca; tú velas, y yo jamás duermo.

–Una cosa hago yo que tú no puedes hacer, replicó Mauricio.

¿Y cuál es?, dijo el diablo con curiosidad.

¡Humillarme!, respondió Mauricio.

Quien no es capaz de humillarse está imposibilitado para adorar, para ofrecer a Dios el obsequio reverente que su excelencia infinita reclama. Por eso algunos padres del desierto imaginaron al demonio como un ser carente de rodillas, incapaz por lo mismo de doblegar su ser ante la majestad divina. Se entiende que el Cardenal Ratzinger, inspirado en este hecho, escribiera en su obra El espíritu de la liturgia: «La incapacidad de arrodillarse aparece, por decirlo así, como la esencia de lo diabólico».

Por su intrínseca unidad físico-espiritual, al hombre no le es posible anonadarse ante la majestad de Dios, sino implicando también a su cuerpo. Al preguntarse si la adoración comporta actos corporales, Santo Tomás responde: Como escribe el Damasceno, puesto que estamos compuestos de doble naturaleza, la intelectual y la sensible, ofrecemos doble adoración a Dios: una espiritual, que consiste en la devoción interna de nuestra mente, y otra corporal, que consiste en la humillación exterior de nuestro cuerpo. Y puesto que en todo acto de latría, lo exterior se refiere a lo interior como a lo más principal, esta adoración exterior tiene por fin la interior. En efecto, los signos exteriores de humillación del cuerpo excitan a someterse con el corazón a Dios, pues nos es connatural el llegar a lo inteligible a través de lo sensible (S. Th., II-II, q. 84, a.2, c).

No debería dejar de inquietarnos la notable mengua que ha experimentado el gesto de arrodillarse en nuestras modernas celebraciones litúrgicas. Hay que prestar atención a ciertos residuos racionalistas que han permeado el culto católico en las últimas décadas. No es posible adorar cabalmente sin arrodillarse; difícilmente podrá doblegar su voluntad quien antes no ha sido capaz de flectar sus rodillas. Se trata de una dimensión tan fundamental, «que una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central», dice Ratzinger en su obra mencionada más arriba. Y en otro lugar señala con igual convicción: «Por ello, doblar las rodillas en la presencia del Dios vivo es algo irrenunciable». Por otra parte, conmueve contemplar al mismo Cristo orando de rodillas en Getsemaní, como si sintiera la necesidad de postrarse ante la grandeza de su propia inmolación. 

No hace mucho leí en un viejo libro de liturgia esta sentida explicación sobre la razón del gesto de arrodillarse en el culto:

«El hombre orgulloso se yergue como si quisiera parecer más alto de lo que es, la humildad, en cambio, –reverente o penitente– acerca a la tierra, reduce la apariencia humana, postra de rodillas. De hinojos el hombre ha sacrificado casi la mitad de su estatura, forma parte del suelo y de la nada, tiene una modestia que quisiera hacer invisible. Parece que dijera: tú Señor eres tan grande, yo tan pequeño, tan próximo al lodo...

Quien se halla de rodillas está soldado a la dura piedra de este mundo, pero en su interior se ha superado, aceptando su pequeñez y contingencia, reconociendo la Majestad de Dios. Y así se cumple una vez más que el que se humilla será ensalzado...» (Alberto Wagner de Reyna, Introducción a la liturgia, Buenos Aires 1948, pp. 126-127).

Para quien desea adorar a Dios de verdad, siempre será actual la invitación que repetidamente nos dirige la liturgia del Viernes Santo en la solemne oración universal: Flectamus genua!, ¡Doblemos las rodillas! Y también aquella otra de la liturgia tradicional durante el tiempo de Cuaresma: Humiliate capita vestra Deo!, ¡Humillad vuestras cabezas ante Dios! Es la condición para que Dios nos pueda levantar.

 

15 de septiembre de 2020

TAN PRONTO COMO SEA POSIBLE, ES NECESARIO VOLVER A LA CELEBRACIÓN PRESENCIAL DE LA EUCARISTÍA.

 

"VOLVEMOS CON ALEGRÍA A LA EUCARISTÍA"



Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de la Iglesia Católica sobre la celebración de la liturgia durante y después de la pandemia del COVID 19

 

 

      La pandemia debida al virus Covid 19 ha producido alteraciones no sólo en las dinámicas sociales, familiares, económicas, formativas y laborales, sino también en la vida de la comunidad cristiana, incluida la dimensión litúrgica.

 

     Para impedir el contagio del virus ha sido necesario un rígido distanciamiento social, que ha tenido repercusión sobre un aspecto fundamental de la vida cristiana: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt 18,20); «Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del Pan y en las oraciones. Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común » (Hch 2,42.44).

 

         La dimensión comunitaria tiene un significado teológico: Dios es relación de Personas en la Trinidad Santísima; crea al hombre en la complementariedad relacional entre hombre y mujer porque «no es bueno que el hombre esté solo» (Gén 2,18), se relaciona con el hombre y la mujer y los llama, a su vez, a la relación con Él: como bien intuyó san Agustín, nuestro corazón está inquieto hasta que encuentra a Dios y descansa en Él (cf. Confesiones, I, 1).

 

         El Señor Jesús inició su ministerio público llamando a un grupo de discípulos para que compartieran con Él la vida y el anuncio del Reino; de este pequeño rebaño nace la Iglesia. Para describir la vida eterna, la Escritura usa la imagen de una ciudad: la Jerusalén del cielo (cf. Ap 21); una ciudad es una comunidad de personas que comparten valores, realidades humanas y espirituales fundamentales, lugares, tiempos y actividades organizadas, que concurren en la construcción del bien común. Mientras los paganos construían templos dedicados a la divinidad, a los que las personas no tenían acceso, los cristianos, apenas gozaron de la libertad de culto, rápidamente edificaron lugares que fueran domus Dei et domus ecclesiae, donde los fieles pudieran reconocerse como comunidad de Dios, pueblo convocado para el culto y constituido en asamblea santa.

 

         Por eso, Dios puede proclamar: «Yo seré vuestro Dios y tú serás mi pueblo » (cf. Éx 6,7; DI 14,2). El Señor se mantiene fiel a su Alianza (cf. Dt 7,9) e Israel se convierte, por tanto, en Morada de Dios, lugar santo de su presencia en el mundo (cf. Éx 29,45; Lev 26,11-12). Por eso, la casa del Sefior supone la presencia de la familia de los hijos de Dios.

 

También hoy, en la plegaria de dedicación de una nueva iglesia, el Obispo pide que ésta sea lo que tiene que ser por su propia naturaleza:

 

«...sea siempre lugar santo...,
Que en este lugar el torrente de tu gracia

lave las manchas de los hombres,
para que tus hijos, Padre, muertos al pecado, r

enazcan a la vida nueva.
Que tus fieles, reunidos junto a este altar,

celebren el memorial de la Pascua
y se fortalezcan con la Palabra y el Cuerpo de Cristo.
Que resuene aquí la alabanza jubilosa
que armoniza las voces de los ángeles y de los hombres, y que suba hasta Ti la plegaria

por la salvación del mundo.

Que los pobres encuentren aquí misericordia,
los oprimidos alcancen la verdadera libertad,
y todos los hombres sientan

la dignidad de ser hijos tuyos,

hasta que lleguen, gozosos, a la Jerusalén celestial».

 

         La comunidad cristiana no ha buscado nunca el aislamiento y nunca ha hecho de la iglesia una ciudad de puertas cerradas. Formados en el valor de la vida comunitaria y en la búsqueda del bien común, los cristianos siempre han buscado su inserción en la sociedad, incluso siendo conscientes de una alteridad: estar en el mundo sin pertenecer a él y sin someterse a él (cf. Carta a Diogneto, 5-6).

 

         También, en la emergencia pandémica, ha surgido un gran sentido de responsabilidad: los Obispos y sus conferencias territoriales, en escucha y colaboración con las autoridades civiles y con los expertos, han estado dispuestos para asumir decisiones difíciles y dolorosas, hasta la suspensión prolongada de la participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía.

 

         Esta Congregación está profundamente agradecida a los Obispos por el compromiso y el esfuerzo realizados por intentar dar una respuesta, del mejor modo posible, a tma situación imprevista y compleja.

 

         Sin embargo, tan pronto como las circunstancias lo permitan, es necesario y urgente volver a la normalidad de la vida cristiana, que tiene como casa el edificio de la iglesia, y la celebración de la liturgia, particularmente de la Eucaristía, como «la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza... » (Sacrosanctum Concilium, 1O).

 

         Conscientes del hecho de que Dios no abandona jamás a la humanidad que ha creado, y que incluso las pruebas más duras pueden dar frutos de gracia, hemos aceptado la lejanía del altar del Señor como un tiempo de ayuno eucarístico, útil para redescubrir la importancia vital, la belleza y la preciosidad inconmensurable.

 

         Tan pronto como sea posible, es necesario volver a la Eucaristía con el corazón purificado, con un asombro renovado, con un crecido deseo de encontrar al Señor, de estar con Él, de recibirlo para llevarlo a los hermanos con el testimonio de una vida plena de fe, de amor y de esperanza.

 

         Este tiempo de privación nos puede dar la gracia de comprender el corazón de nuestros hermanos mártires de Abitinia (inicios del siglo IV), los cuales respondieron a sus jueces con serena determinación, incluso de frente a una segura condena a muerte: «Sine Dominico non possumus». El absoluto non possumus (no podemos) y la riqueza de significado del sustantivo neutro Dominicum (lo que es del Señor) no se pueden traducir con una sola palabra. Una brevísima expresión compendia una gran riqueza de matices y significados que se ofrecen hoy a nuestra meditación:

 

·         No podemos vivir, ser cristianos, realizar plenamente nuestra humanidad y sus deseos de bien y de felicidad que habitan en el corazón sin la Palabra del Señor, que en la celebración toma cuerpo y se convierte en Palabra viva, pronunciada por Dios para quien hoy abre su corazón a la escucha;

 

·         No podemos vivir como cristianos sin participar en el Sacrificio de la Cruz en el que el Señor Jesús se da sin reservas para salvar, con su muerte, al hombre que estaba muerto por el pecado; el Redentor asocia a sí a la humanidad y la reconduce al Padre; en el abrazo del Crucificado encuentra luz y consuelo todo sufrimiento humano;

 

 

·         No podemos sin el banquete de la Eucaristía, mesa del Señor a la que somos invitados como hijos y hermanos para recibir al mismo Cristo Resucitado, presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad en aquel Pan del cielo que nos sostiene en los gozos y en las fatigas de la peregrinación terrena;

 

·         No podemos sin la comunidad cristiana, la familia del Señor: tenemos necesidad de encontrar a los hermanos que comparten la filiación divina, la fraternidad de Cristo, la vocación y la búsqueda de la santidad y de la salvación de sus almas en la rica diversidad de edad, historias personales, carismas y vocaciones;

 

·         No podemos sin la casa del Señor, que es nuestra casa, sin los lugares santos en los que hemos nacido a la fe, donde hemos descubierto la presencia providente del Señor y hemos descubierto el abrazo misericordioso que levanta al que ha caído, donde hemos consagrado nuestra vocación a la vida religiosa o al matrimonio, donde hemos suplicado y dado gracias, hemos reído y llorado, donde hemos confiado al Padre nuestros seres queridos que han finalizado ya su peregrinación terrena;

 

·         No podemos sin el día del Señor, sin el Domingo que da luz y sentido a la sucesión de los días de trabajo y de las responsabilidades familiares y sociales.

 

         Aun cuando los medios de comunicación desarrollen un apreciado servicio a los enfermos y aquellos que están imposibilitados para ir a la iglesia, y han prestado un gran servicio en la transmisión de la Santa Misa en el tiempo en el que no había posibilidad de celebrarla comunitariamente, ninguna transmisión es equiparable a la participación personal o puede sustituirla.

 

         Más aun, estas transmisiones, pos sí solas, corren el riesgo de alejar de un encuentro personal e íntimo con el Dios encarnado que se ha entregado a nosotros no de modo virtual, sino realmente, diciendo: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre habita en Mí y Yo en él» (Jn 6,56).

 

         Este contacto físico con el Señor es vital, indispensable, insustituible. Una vez que se hayan identificado y adoptado las medidas concretas para reducir al mínimo el contagio del virus, es necesario que todos retomen su lugar en la asamblea de los hermanos, redescubran la insustituible preciosidad y belleza de la celebración, requieran y atraigan, con el contagio del entusiasmo, a los hermanos y hermanas desanimados, asustados, ausentes y distraídos durante mucho tiempo.

 

         Este Dicasterio tiene la intención de reiterar algunos principios y sugerir algunas líneas de acción para promover un rápido y seguro retorno a la celebración de la Eucaristía.

 

         La debida atención a las normas higiénicas y de seguridad no puede llevar a la esterilización de los gestos y de los ritos, a la incitación, incluso inconscientemente, de miedo e inseguridad en los fieles.

 

         Se confía en la acción prudente pero firme de los Obispos para que la participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía no sea reducida por parte de las autoridades públicas a una "reunión", y no sea considerada como equiparable o, incluso, subordinada a formas de agregación recreativas.

 

         Las normas litúrgicas no son materia sobre la cual puedan legislar las autoridades civiles, sino sólo las competentes autoridades eclesiásticas (cf. Sacrosanctum Concilium, 22).

 

 

         Se facilite la participación de los fieles en las celebraciones, pero sin improvisados experimentos rituales y con total respeto de las normas, contenidas en los libros litúrgicos, que regulan su desarrollo. En la liturgia, experiencia de sacralidad, de santidad y de belleza que transfigura, se pregusta la armonía de la bienaventuranza eterna: se tenga cuidado, pues, de la dignidad de los lugares, de las objetos sagrados, de las modalidades celebrativas, según la autorizada indicación del Concilio Vaticano II:

 

«Los ritos deben resplandecer con noble sencillez»

(Sacrosanctum Concilium, 34).

 

         Se reconozca a los fieles el derecho a recibir el Cuerpo de Cristo y de adorar al Señor presente en la Eucaristía en los modos previstos, sin limitaciones que vayan más allá de lo previsto por las normas higiénicas emanadas por parte de las autoridades públicas o de los Obispos.

 

         En la celebración eucarística, los fieles adoran a Jesús Resucitado presente; y vemos que fácilmente se pierde el sentido de la adoración, la oración de adoración. Pedimos a los Pastores que, en sus catequesis, insistan sobre la necesidad de la adoración.

 

         Un principio seguro para no equivocarse es la obediencia. Obediencia a las normas de la Iglesia, obediencia a los Obispos. En tiempos de dificultad (pensamos, por ejemplo, en las guerras, las pandemias) los Obispos y las Conferencias Episcopales pueden dar normativas provisorias a las que se debe obedecer. La obediencia custodia el tesoro confiado a la Iglesia. Estas medidas dictadas por los Obispos y por las Conferencias Episcopales finalizan cuando la situación vuelve a la normalidad.

 

         La Iglesia continuará protegiendo la persona humana en su totalidad. Ésta testimonia la esperanza, invita a confiar en Dios, recuerda que la existencia terrena es importante, pero mucho más importante es la vida eterna: nuestra meta es compartir la misma vida con Dios para la eternidad. Ésta es la fe de la Iglesia, testimoniada a lo largo de los siglos por legiones de mártires y de santos, un anuncio positivo que libera de reduccionismos m1idimensionales, de ideologías: a la preocupación debida por la salud pública, la Iglesia une el anuncio y el acompañamiento por la salvación eterna de las almas.

 

         Continuamos, pues, confiándonos a la misericordia de Dios, invocando la intercesión de la bienaventurada Virgen María, salus infirmorum et auxilium christianorum, por todos aquellos que son probados duramente por la pandemia y por cualquier otra aflicción, perseveremos en la oración por aquellos que han dejado esta vida y, al mismo tiempo, renovemos el propósito de ser testigos del Resucitado y anunciadores de una esperanza cierta, que trasciende los límites de este mundo.

 

En la Ciudad del Vaticano, a 15 de agosto de 2020 Solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María

 

El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida el 3 de septiembre de 2020 al infrascrito Cardenal Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los sacramentos, ha aprobado la presente Carta y ha ordenado su publicación.

 

+ Robert Card. Sarah
Prefecto

 


12 de septiembre de 2020

¿QUÉ DEBE CAMBIAR EN LA IGLESIA?

 

EL CRECIENTE DISTANCIAMIENTO DE LA VIDA DE LA IGLESIA DE MUCHOS BAUTIZADOS.

 

Palabras del Papa emérito Benedicto XVI


      "Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia.

 

      Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?

 

      A la Madre Teresa de Calcuta le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: Usted y yo.   

      Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay motivos para un cambio, de que existe esa necesidad: cada cristiano y la comunidad de los creyentes en su conjunto están llamados a una conversión continua".

 

(Discurso 25 de Septiembre de 2011)




4 de septiembre de 2020

EN ESTOS TIEMPOS PANDÉMICOS

 SANTA TERESA DE CALCUTA

(1910-1997)


Sólo admirar su ejemplar vida, 

cercana como nadie al drama humano de las pestes en su amada Calcuta, 

y pedir su intercesión en estos tiempos pandémicos.






1 de septiembre de 2020

ECOTEOLOGÍA

 JUBILEO DE LA TIERRA

1 de septiembre – 4 de octubre – 2020


Que durante el tiempo en que celebremos el Jubileo de la Tierra tengamos presentes estas palabras de San Buenaventura acerca de la contemplación de la creación como obra del Creador: 

“Algunos se deleitan en la belleza del cielo y de las creaturas, pero ignoran su fuerza, como los paganos necios;

otros se deleitan en entender la fuerza de cielos y estrellas que se apoyan en su propio conocimiento, como los antiguos filósofos.

Pero otros contemplan el cielo, para venerar allí a la feliz Trinidad, según aquello del Salmo: cuando contemplo el cielo, obra de tus manos. Y así miran al cielo los verdaderos cristianos”.

Y que este “Jubileo de la tierra 2020” sea un  “Tiempo de la Creación” y sirva a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a descubrir al Creador en la belleza de la creación, en el amor a nuestros hermanos, así como fundamentalmente, en el culto y adoración a la Eucaristía donde a cada instante en cualquier lugar del mundo, los creyentes cristianos entonan junto a los santos y los ángeles custodios de la creación, este himno de alabanza al Creador: “Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo. La plenitud de toda la tierra es tu gloria” (Is 6,3).