Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

28 de septiembre de 2020

EL QUE SE HUMILLA SERÁ ENSALZADO

FLECTAMUS GENUA! ADOREMOS DE RODILLAS

Para quien desea adorar a Dios de verdad,

siempre será actual la invitación

que repetidamente nos dirige la liturgia del Viernes Santo en la solemne oración universal: 

Flectamus genua!, ¡Doblemos las rodillas!

 

 

Al Santo Cura de Ars le gustaba referir la siguiente historia para exaltar la virtud de la humildad que tanto amaba:

Un día el diablo se apareció a San Mauricio con el propósito de ridiculizar su vida penitente y apartarlo de ella. Todo lo que tú haces, lo hago también yo, susurró Satanás al solitario de la Tebaida. Tú ayunas, y yo no como nunca; tú velas, y yo jamás duermo.

–Una cosa hago yo que tú no puedes hacer, replicó Mauricio.

¿Y cuál es?, dijo el diablo con curiosidad.

¡Humillarme!, respondió Mauricio.

Quien no es capaz de humillarse está imposibilitado para adorar, para ofrecer a Dios el obsequio reverente que su excelencia infinita reclama. Por eso algunos padres del desierto imaginaron al demonio como un ser carente de rodillas, incapaz por lo mismo de doblegar su ser ante la majestad divina. Se entiende que el Cardenal Ratzinger, inspirado en este hecho, escribiera en su obra El espíritu de la liturgia: «La incapacidad de arrodillarse aparece, por decirlo así, como la esencia de lo diabólico».

Por su intrínseca unidad físico-espiritual, al hombre no le es posible anonadarse ante la majestad de Dios, sino implicando también a su cuerpo. Al preguntarse si la adoración comporta actos corporales, Santo Tomás responde: Como escribe el Damasceno, puesto que estamos compuestos de doble naturaleza, la intelectual y la sensible, ofrecemos doble adoración a Dios: una espiritual, que consiste en la devoción interna de nuestra mente, y otra corporal, que consiste en la humillación exterior de nuestro cuerpo. Y puesto que en todo acto de latría, lo exterior se refiere a lo interior como a lo más principal, esta adoración exterior tiene por fin la interior. En efecto, los signos exteriores de humillación del cuerpo excitan a someterse con el corazón a Dios, pues nos es connatural el llegar a lo inteligible a través de lo sensible (S. Th., II-II, q. 84, a.2, c).

No debería dejar de inquietarnos la notable mengua que ha experimentado el gesto de arrodillarse en nuestras modernas celebraciones litúrgicas. Hay que prestar atención a ciertos residuos racionalistas que han permeado el culto católico en las últimas décadas. No es posible adorar cabalmente sin arrodillarse; difícilmente podrá doblegar su voluntad quien antes no ha sido capaz de flectar sus rodillas. Se trata de una dimensión tan fundamental, «que una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central», dice Ratzinger en su obra mencionada más arriba. Y en otro lugar señala con igual convicción: «Por ello, doblar las rodillas en la presencia del Dios vivo es algo irrenunciable». Por otra parte, conmueve contemplar al mismo Cristo orando de rodillas en Getsemaní, como si sintiera la necesidad de postrarse ante la grandeza de su propia inmolación. 

No hace mucho leí en un viejo libro de liturgia esta sentida explicación sobre la razón del gesto de arrodillarse en el culto:

«El hombre orgulloso se yergue como si quisiera parecer más alto de lo que es, la humildad, en cambio, –reverente o penitente– acerca a la tierra, reduce la apariencia humana, postra de rodillas. De hinojos el hombre ha sacrificado casi la mitad de su estatura, forma parte del suelo y de la nada, tiene una modestia que quisiera hacer invisible. Parece que dijera: tú Señor eres tan grande, yo tan pequeño, tan próximo al lodo...

Quien se halla de rodillas está soldado a la dura piedra de este mundo, pero en su interior se ha superado, aceptando su pequeñez y contingencia, reconociendo la Majestad de Dios. Y así se cumple una vez más que el que se humilla será ensalzado...» (Alberto Wagner de Reyna, Introducción a la liturgia, Buenos Aires 1948, pp. 126-127).

Para quien desea adorar a Dios de verdad, siempre será actual la invitación que repetidamente nos dirige la liturgia del Viernes Santo en la solemne oración universal: Flectamus genua!, ¡Doblemos las rodillas! Y también aquella otra de la liturgia tradicional durante el tiempo de Cuaresma: Humiliate capita vestra Deo!, ¡Humillad vuestras cabezas ante Dios! Es la condición para que Dios nos pueda levantar.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario