FLECTAMUS GENUA! ADOREMOS DE RODILLAS
Para quien desea adorar a Dios de verdad,
siempre será actual la invitación
que repetidamente nos dirige la liturgia del Viernes Santo en la solemne
oración universal:
Flectamus genua!, ¡Doblemos las rodillas!
Al Santo Cura de Ars le gustaba referir la
siguiente historia para exaltar la virtud de la humildad que tanto amaba:
Un día el diablo se apareció a San Mauricio con el
propósito de ridiculizar su vida penitente y apartarlo de ella. Todo lo
que tú haces, lo hago también yo, susurró Satanás al solitario de la
Tebaida. Tú ayunas, y yo no como nunca; tú velas, y yo jamás duermo.
–Una cosa hago yo que tú no puedes hacer, replicó Mauricio.
–¿Y cuál es?, dijo el diablo con curiosidad.
–¡Humillarme!, respondió Mauricio.
Quien no es capaz de humillarse está imposibilitado
para adorar, para ofrecer a Dios el obsequio reverente que su excelencia
infinita reclama. Por eso algunos padres del desierto imaginaron al demonio
como un ser carente de rodillas, incapaz por lo mismo de doblegar su ser ante
la majestad divina. Se entiende que el Cardenal Ratzinger, inspirado en este
hecho, escribiera en su obra El espíritu de la liturgia: «La incapacidad de arrodillarse aparece, por decirlo así, como la
esencia de lo diabólico».
Por su intrínseca unidad físico-espiritual, al
hombre no le es posible anonadarse ante la majestad de Dios, sino implicando
también a su cuerpo. Al preguntarse si la adoración comporta actos corporales,
Santo Tomás responde: Como escribe el Damasceno, puesto que estamos
compuestos de doble naturaleza, la intelectual y la sensible, ofrecemos doble
adoración a Dios: una espiritual, que consiste en la devoción interna de
nuestra mente, y otra corporal, que consiste en la humillación exterior de
nuestro cuerpo. Y puesto que en todo acto de latría, lo exterior se refiere a
lo interior como a lo más principal, esta adoración exterior tiene por fin la
interior. En efecto, los signos exteriores de humillación del cuerpo excitan a
someterse con el corazón a Dios, pues nos es connatural el llegar a lo
inteligible a través de lo sensible (S. Th., II-II, q. 84, a.2,
c).
No debería dejar de inquietarnos la notable mengua
que ha experimentado el gesto de arrodillarse en nuestras modernas
celebraciones litúrgicas. Hay que prestar atención a ciertos residuos
racionalistas que han permeado el culto católico en las últimas décadas. No es
posible adorar cabalmente sin arrodillarse; difícilmente podrá doblegar su
voluntad quien antes no ha sido capaz de flectar sus rodillas. Se trata de una
dimensión tan fundamental, «que una fe o
una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un
punto central», dice Ratzinger en su obra mencionada más arriba. Y en otro
lugar señala con igual convicción: «Por ello, doblar las rodillas en la
presencia del Dios vivo es algo irrenunciable». Por otra parte, conmueve
contemplar al mismo Cristo orando de rodillas en Getsemaní, como si sintiera la
necesidad de postrarse ante la grandeza de su propia inmolación.
No hace mucho leí en un viejo libro de liturgia
esta sentida explicación sobre la razón del gesto de arrodillarse en el culto:
«El
hombre orgulloso se yergue como si quisiera parecer más alto de lo que es, la
humildad, en cambio, –reverente o penitente– acerca a la tierra, reduce la
apariencia humana, postra de rodillas. De hinojos el hombre ha sacrificado casi
la mitad de su estatura, forma parte del suelo y de la nada, tiene una modestia
que quisiera hacer invisible. Parece que dijera: tú Señor eres tan grande, yo
tan pequeño, tan próximo al lodo...
Quien se
halla de rodillas está soldado a la dura piedra de este mundo, pero en su
interior se ha superado, aceptando su pequeñez y contingencia, reconociendo la
Majestad de Dios. Y así se cumple una vez más que el que se humilla será
ensalzado...» (Alberto
Wagner de Reyna, Introducción a la liturgia, Buenos Aires 1948, pp. 126-127).
Para quien desea adorar a Dios de verdad, siempre
será actual la invitación que repetidamente nos dirige la liturgia del Viernes
Santo en la solemne oración universal: Flectamus genua!, ¡Doblemos
las rodillas! Y también aquella otra de la liturgia tradicional durante el
tiempo de Cuaresma: Humiliate capita vestra Deo!, ¡Humillad
vuestras cabezas ante Dios! Es la condición para que Dios nos pueda levantar.
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