Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

25 de febrero de 2019

FALTA DE TEMOR DE DIOS Y GRAVÍSIMO SACRILEGIO


DOS PALABRAS CASI AUSENTES

En el reciente Encuentro de Obispos en el Vaticano, convocados por el Papa Francisco para tratar el tema de la protección de los menores en la Iglesia, se escucharon muchas opiniones y graves denuncias de víctimas. El tema del encubrimiento de pederastas fue abordado con crudeza, así como situaciones escabrosas deleznables.
Un sacerdote argentino hace una reflexión sobre este sórdido tema, que abarca a muchos consagrados y que fue muy difundido por los medios de comunicación globalizados. Donde destaca la necesidad de predicar acerca de la fe y de la vida eterna.


He leído y escuchado en estos días muchas cosas sumamente interesantes y verdaderas referidas a la crisis ocasionada por los abusos sexuales por parte de miembros del clero.
Algunos creerán que soy ingenuo, pero yo no pierdo la esperanza de que es posible un futuro mucho mejor  que el pasado reciente. Y no sólo es posible: creo que hay indicios concretos de un cambio para mejor. Veo surgir algunos brotes que indican que el camino de sanación se va vislumbrando.
No obstante, me hubiera gustado ver más presentes en los debates dos cuestiones clave que abarcan y abrazan no sólo los casos de abusos sexuales de menores sino todas las formas de grave infidelidad de los sacerdotes y obispos a su ministerio. No voy a decir nada que no hayan sido dicho. Sólo quisiera decirlo de modo sencillo y concreto, desde mi experiencia como sacerdote.
La primera expresión es TEMOR DE DIOS: los abusadores han incorporado graves pecados en su rutina diaria, conviviendo con situaciones de criminalidad y/o doble vida durante meses, años o décadas. Han dejado de percibir la gravedad de sus actos y han perdido el temor de ofender a Dios y el temor al castigo que –a lo largo de toda la Escritura- se anuncia a los pecadores que no se arrepienten de corazón.
Esta pérdida del sentido del pecado es una consecuencia de la anterior pérdida del sentido de Dios, una apostasía práctica que convivió –en muchos casos- con manifestaciones a veces incluso ampulosas de fe. Es evidente que esa fe –manifestada y predicada- estaba muerta, era una religiosidad vacía, escondida debajo de las apariencias diametralmente opuestas: algunas veces de un liberalismo sin límites, otras en un rigorismo  sobrehumano; lgunas veces en una mímesis con el mundo, otras, en una aparente oposición radical y feroz.
En ambos casos, puede aplicarse la severa advertencia de Pablo a los Gálatas: “de Dios nadie se burla. Cada uno cosechará lo que siembre” (Gal 6, 7) y las más duras palabras salidas de boca del Señor: “Pero si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar. ¡Ay del mundo a causa de los escándalos! Es inevitable que existan pero ¡ay de aquel que los causa!” (Mt 18, 6-7)
La segunda expresión cuya presencia añoro es SACRILEGIO. Lo que más me “pasma” de toda esta situación, lo que acaba por hacerme “volar la cabeza” y lo que me hace vislumbrar el abismo de iniquidad en estas formas de abuso y doble vida es pensar que quienes se anclaron en esas perversas conductas han estado celebrando la Eucaristía y comulgando durante tanto tiempo en pecado mortal. Y con esto no pretendo yo que todos los lectores puedan “sentir” de igual modo la gravedad del pecado de sacrilegio (contra el primero y segundo mandamiento) en relación con el de abuso (contra el quinto, el sexto, el octavo). Tratar de jerarquizar la gravedad de estos pecados de modo matemático es una empresa riesgosa que puede generar malentendidos, sobre todo ante quienes no tienen el don de la fe.
Es evidente que cualquier persona moral y psíquicamente sana debe sentir horror ante la sola idea de violentar la inocencia y la libertad de otro. Abusar de menores tiene una gravedad ante la sola razón humana sólo comparable al aborto. Pero en algún caso podría suceder que por carencias en la formación algún sacerdote no llegara a discernir el daño –a menudo irreparable- que ocasiona a sus víctimas.
Ahora bien: toda la formación sacerdotal que muchos –con sus luces y sombras- hemos recibido se orienta a la Eucaristía, y a celebrar con dignidad y piedad ese misterio. Y es por eso que esa pérdida es completamente inexcusable. ¿En qué momento un sacerdote puede acostumbrarse a subir al altar con el corazón y el cuerpo manchado por la violación grave de los mandamientos de Dios, de sus promesas de celibato y de la dignidad de otros? ¿Cuándo desapareció en esos corazones la conciencia de la gravedad del sacrilegio de celebrar la Eucaristía en pecado mortal, sin mediar ni siquiera el arrepentimiento y la contrición perfecta?
Es necesario recordar aquí en toda su literalidad las palabras de San Pablo a los Corintios, palabras diáfanas en su dureza implacable: “El que come y bebe indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11, 27)
Al señalar estas dos ausencias en el discurso sobre los abusos, lo escribo con temor y temblor, sabiendo que estoy hecho del mismo barro de aquellos que han herido tan gravemente a las víctimas, a Dios y a la Iglesia. Lo escribo pidiendo al Señor que aumente mi fe, y que me sostenga en su mano poderosa.
Por lo mismo que señalo, creo que todas las medidas por las cuales se pretende prevenir el abuso sexual o cualquier otra forma de abuso y de doble vida en los sacerdotes y obispos no pueden ser eficaces si, además, no se recuperan:
  • El sentido del pecado y de la majestad del Dios ofendido                 .
  • El sentido de la dignidad del otro, de ese “pequeño”, por quien Cristo murió y vale la sangre de Cristo.
  • El sentido auténtico de la santidad de la Eucaristía, y de la terrible ruina espiritual que se sigue de profanar de manera sistemática y habitual de la Presencia de Dios en el Sacramento.
En ese aspecto, una predicación sobre la Misericordia que no estuviese suficientemente anclada en la Tradición y que no contemplara la totalidad del mensaje bíblico, en lugar de prevenir los abusos, los puede favorecer. Es necesario restaurar en el corazón de los fieles y de los sacerdotes la conciencia de que nuestros pecados hieren el corazón de Dios y merecen un castigo acorde a su grandeza. Esa grandeza de Dios que hacía temblar a Isaías en el templo (Is 6, 3) o que llevó a Pedro a postrarse a los pies de Jesús y decir: “apártate de mí… porque soy un pecador” (Lc 5, 9)
Es evidente y nadie va a negar que lo más perfecto es obrar siempre movidos por el amor. Pero siendo conscientes de la naturaleza humana, hay que recordar lo que decía San Ignacio en los Ejercicios, en su predicación sobre el Infierno: “si del amor de Dios me olvidase, que al menos el temor me haga apartarme del pecado”.

p. Leandro Bonnin
sacerdote de la arquidiócesis argentina de Paraná


24 de febrero de 2019

DESPRENDERSE DE LO QUE HAY DE MUNDANO EN LA IGLESIA


LA IGLESIA SE ABRE AL MUNDO
NO PARA OBTENER EL APLAUSO DE LOS HOMBRES SINO PARA LLEVARLOS A DIOS.

Existe la tentación de considerar una Iglesia satisfecha de sí misma, 
que se acomoda en este mundo, que es autosuficiente 
y se adapta a los criterios del mundo. 
Ante esto, la Iglesia debe hacer una y otra vez el esfuerzo 
de desprenderse de esta secularización suya interna 
y volver a estar de nuevo abierta a Dios. 
Con esto sigue las palabras de Jesús: 
“No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,16), 
y es precisamente así como Él se entrega al mundo. 



Discurso del Papa BENEDICTO XVI  en el Konzerthaus de Friburgo de Brisgovia
a los católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad.
Domingo 25 de septiembre de 2011


Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece una ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y testimonio como “valerosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos” (Lumen gentium, 35), como el Concilio Vaticano II define a quienes, basándose en la fe, se preocupan como ustedes del presente y del futuro. En sus ambientes de trabajo defienden con entusiasmo la causa de la fe y de la Iglesia, algo que verdaderamente –como sabemos– no es siempre fácil en el tiempo actual.

Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?

A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: Usted y yo.

Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay  motivos para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la comunidad de los creyentes en su conjunto están llamados a una conversión continua.

¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata tal vez de una renovación como la que emprende, por ejemplo, un propietario mediante la reestructuración o pintura de su edificio? ¿O acaso se trata de una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y expeditivo un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia, y aquí no podemos afrontarlos todos. Pero por lo que se refiere al motivo fundamental del cambio, éste consiste en la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.

En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión. Los tres Evangelios sinópticos destacan distintos aspectos del envío a la misión: la misión se basa ante todo en una experiencia personal: “Vosotros sois testigos” (Lc 24, 48); se expresa en relaciones: “Haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19); trasmite un mensaje universal: “Proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15). 

Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, este testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI, “trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que ella se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima” (Carta encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, deberá continuamente también tomar distancias respecto a su entorno, deberá, por decirlo así, desligarse del mundo.

En efecto, la misión de la Iglesia se deriva del misterio del Dios uno y trino, del misterio de su amor creador. Y el amor no está presente en Dios sólo de un modo cualquiera: Él mismo lo es, es por su naturaleza amor. Y el amor de Dios no quiere quedarse aislado en sí mismo, sino que por su naturaleza quiere difundirse. En la Encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, este amor ha alcanzado a la humanidad – esto es, a nosotros – de modo particular; y esto por el hecho de que Cristo, el Hijo de Dios, ha salido, por decirlo así, de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre; no sólo para ratificar al mundo en su ser terrenal, y ser para él como un mero acompañante que lo deja tal como es, sino para transformarlo. Del evento cristológico forma parte algo incomprensible, pues incluye –como dicen los Padres de la Iglesia– un sacrum commercium, un intercambio entre Dios y los hombres. Los Padres lo explican del modo siguiente: nosotros no tenemos nada que podríamos dar a Dios; sólo podemos poner ante Él nuestro pecado. Y Él lo acoge, lo asume como propio y nos da a cambio a sí mismo y su gloria.

Se trata de un intercambio verdaderamente desigual, que se lleva a cabo en la vida y la pasión de Cristo. Él se hace pecador, toma sobre sí el pecado, asume lo que es nuestro y nos da lo que es suyo. Pero después, en el desarrollo del pensamiento y de la vida a la luz de la fe, se ha ido aclarando que nosotros no le damos sólo el pecado, sino que Él nos ha dado la capacidad; desde lo íntimo nos da la fuerza de darle también algo positivo, nuestro amor, de entregarle la humanidad en sentido positivo.

Naturalmente, está claro que únicamente gracias a la generosidad de Dios el hombre, el mendicante que recibe la riqueza divina, puede no obstante dar también algo a Dios; Dios hace que el don nos sea soportable haciéndonos capaces de convertirnos en quienes pueden darle algo.

La Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada por sí misma ante Aquel que la ha fundado, de modo que se pudiera decir: ¡La hemos hecho muy bien! Su sentido consiste en ser instrumento de la redención, en dejarse impregnar por la Palabra de Dios y en introducir al mundo en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge en la atención condescendiente del Redentor para con los hombres. Cuando es realmente Ella misma, está siempre en movimiento, debe ponerse constantemente al servicio de la misión que ha recibido del Señor. Por eso debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo, del cual ella precisamente forma parte, dedicarse sin reservas a estas preocupaciones, para continuar y hacer presente el intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.

En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo, también una tendencia contraria, es decir, la de una Iglesia satisfecha de sí misma, que se acomoda en este mundo, es autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo. Así, no es raro que dé mayor importancia a la organización y a la institucionalización, que no a su llamada de estar abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el prójimo.

Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe hacer una y otra vez el esfuerzo de desprenderse de esta secularización suya y volver a estar de nuevo abierta a Dios. Con esto sigue las palabras de Jesús: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,16), y es precisamente así como Él se entrega al mundo. En cierto sentido, la historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior.

En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas similares– han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente su pobreza terrena. De este modo, comparte el destino de la tribu de Leví que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino que, como parte de la herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y sus signos. La Iglesia compartía en aquellos momentos históricos con esta tribu la exigencia de una pobreza que se abría hacia el mundo, para separarse de sus lazos materiales, y de este modo también su obra misionera volvía a ser creíble.

Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia desprendida del mundo resulta más claro. Liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible.

La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia, queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado.

No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero que en realidad no es más que convención y costumbre.

Digámoslo con otras palabras: para el hombre, la fe cristiana es siempre un escándalo, y no sólo en nuestro tiempo. Creer que el Dios eterno se preocupa de los seres humanos, que nos conoce; que el Inasequible se ha convertido en un determinado momento y lugar en accesible; que el Inmortal ha sufrido y muerto en la cruz; que a los mortales se nos haya prometido la resurrección y la vida eterna; para nosotros los hombres, creer todo esto es sin duda una auténtica osadía.

Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular el cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido recientemente por los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una situación peligrosa cuando estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; esto es, cuando esconden la verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.

Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de buscar el verdadero distanciamiento del mundo, de desprenderse con audacia de lo que hay de mundano en la Iglesia. Naturalmente, esto no quiere decir retirarse del mundo, es más bien lo contrario. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres –tanto a los que sufren como a quienes los ayudan–, precisamente también en el ámbito social y caritativo, la particular fuerza vital de la fe cristiana. “Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia” (Carta encíclica Deus caritas est25).

Ciertamente, también las obras caritativas de la Iglesia deben prestar una atención constante a la exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Sólo la profunda relación con Dios hace posible una plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con Dios.

Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto para la Iglesia desligada del mundo testimoniar, según el Evangelio, con palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del amor de Dios. Esta tarea, además, nos remite más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto, incluye la relación  con la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad de la Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos que el darse a sí mismo.

Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada uno en su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y testimoniar el amor de Dios y su misericordia. Gracias por su atención.


SOBRE EL BUEN PASTOR



 PASTORES DABO VOBIS



"El pastor debe ser discreto en el silencio y útil al hablar,
a fin de que no diga lo que debe callar,
ni calle lo que debe decir.
Pues, así como hablar incautamente conduce al error,
así también un silencio indiscreto
deja en el error a quienes podían ser instruidos.

Ocurre con frecuencia que los pastores imprudentes,  temiendo perder el aplauso de los hombres,
tienen mucho miedo de decir con libertad lo que es recto.
Éstos, conforme a la voz de la Verdad,
en modo alguno sirven ya
con el celo que los pastores tienen por la custodia de la grey,
sino que, al contrario,
lo hacen con el de los asalariados;
pues, al esconderse en su silencio, huyen cuando llega el lobo".

San Gregorio Magno


22 de febrero de 2019

LA VERDADERA REFORMA EN LA IGLESA


TRES MONJES REBELDES

Son tiempos que se habla mucho de “revolución” y “cambio de estructuras”, de "reformas" y "protocolos de prevención", y hoy asistimos a un vendaval de noticias de miserias execrables en miembros de la Iglesia, especialmente de hombres y mujeres consagrados.

En este contexto, es buenos volver a las fuentes. Y es una brisa de aire fresco ver la película que produjo la Juventud Masculina de Shoenstatt de Madrid.



Se trata de una modesta producción, realizada por jóvenes universitarios católicos españoles, que no son actores profesionales, con una notable pasión por mostrarnos las raíces verdaderas de Europa.

El guión es impecable y muestra la importancia de una sólida y auténtica vida cristiana. A pesar de recrear situaciones del siglo XI, los planteos son de una asombrosa actualidad.

Estos jóvenes de Schoenstatt han dedicado cuatro años a rodar y editar la película que les ha servido para encontrarse con Dios. Por eso el director afirma que el mensaje del film, a pesar de estar basado en una historia de hace más de diez siglos, es de una acuciante actualidad “porque nos habla de valores eternos como la constancia, de perseverancia, de confianza, humildad, esfuerzo, valor,… Los valores no entienden de ideologías ni de distinciones, son para todos”.
Además subraya que tiene un mensaje especial para los jóvenes ya que pretende “hacer despertar de la anestesia tóxica de lo efímero, del “aquí y ahora”. Las cosas en la vida tardan y nada llega sin esfuerzo
Está basada en la novela “Tres monjes rebeldes” de M. Raymon o.c.s.o. que cuenta la salida de un grupo de monjes del monasterio benedictino francés de Molesme, en busca de un lugar solitario en el que poder buscar a Dios con mayor autenticidad y sencillez, según la Regla de San Benito en su pureza. Los monjes propulsores de este movimiento reformista fueron: Roberto, al que se le debe la orientación más austera del monacato benedictino, Alberico, a quien se debe la primera organización de la observancia típica del Císter y Esteban Harding, el creador de la actual Orden Cisterciense.

Al ver esta película, crece el deseo de profundizar en la vida religiosa de los benedictinos y de los cistercienses, cuyos monasterios fueron faros de una luz esplendorosa, que hacía cuestionar la vida de fe de los habitantes de la época.

Es necesario volver a leer la vida de los grandes santos de todos los tiempos, que son modelos y ejemplos a seguir en una sociedad materialista y agnóstica.

San Roberto de Molesmes y los santos Alberico y Esteban Harding de Citeaux nos hablan de altas cumbres de espiritualidad, de la búsqueda de la santidad, de aquellas virtudes y valores imperecederos.

Para verla:

https://youtu.be/CZmGCAGLWBg

21 de febrero de 2019

LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO


PRINCIPIO VISIBLE Y FUNDAMENTO PERPETUO DE LA UNIDAD DE FE DE LA IGLESIA




La Fiesta litúrgica de la CÁTEDRA DE SAN PEDRO es una celebración muy importante, que se remonta a los primeros siglos del cristianismo, para recordarnos lo que, con precisión, expresa el Concilio Vaticano II: Pedro es el principio visible y fundamento perpetuo de la unidad de fe de la Iglesia (cfr. L.G. 23), por mandato explícito del Señor.

El Evangelio que hoy se lee (siguiendo la actual traducción que se usa en España) dice:

"... tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no la derrotarán..." (cfr. Mat. 16,18)

Palabras divinas que son de una actualidad viva en estos tiempos de tantas miserias humanas que se muestran con desoladora crudeza.

Un poema profano, del escritor español Pedro Antonio de Alarcón, expresa esta realidad, con breve y admirable prosa: 

ROMA

de Pedro Antonio de Alarcón


¡Sólo tú por dos veces el imperio!
¡oh Roma! ¡Has ejercido en las edades!
¡Sólo tú de dos ínclitas ciudades
envuelves en la púrpura el misterio!

Dos veces asombrado el hemisferio
contempló tu grandeza o tus maldades,
según fueron del orbe potestades
León o Borgia, César o Tiberio.

De Persépolis, Ninive y Cartago
no queda más que fúnebres ruinas:
cálida arena y solitarias palmas;

¡y tú, inmortal en medio del estrago,
al perecer las águilas latinas,
conquistaste el imperio de las almas!



La oración colecta de este día es explícita:

DIOS TODOPODEROSO
TE PEDIMOS QUE NINGUNA TRIBULACIÓN NOS PERTURBE
YA QUE NOS HAS EDIFICADO SOBRE LA PIEDRA
DE LA CONFESIÓN APOSTÓLICA.
Por Jesucristo, nuestro Señor.






En la Basílica vaticana de San Pedro, la llamada "gloria de Bernini" en el ábside central: el vitral de un sol de alabastro con una paloma (representación del Espíritu Santo) y un trono de bronce que contiene en su interior la silla que usaba san Pedro, sostenida por cuatro santos Padres de la Iglesia: san Agustín y san Ambrosio (por la latina) y san Atanasio y san Juan Crisóstomo (por la oriental). La mirada del peregrino-romero que llega allí, se dirige inevitablemente a este maravilloso conjunto iconográfico, lleno de simbolismos. 



La antiquísima escultura negra de san Pedro sedente, en la basílica vaticana, en este día se reviste de una soberbia capa roja y se le coloca la tiara papal. 



20 de febrero de 2019

EL MARAVILLOSO DEPÓSITO LITERARIO DE LA IGLESIA


BANALIZACIÓN DEL LENGUAJE DE LA IGLESIA
Por Ignacio Valente
(19 de abril de 1970)

Ignacio Valente es el seudónimo literario de José Miguel Ibáñez, sacerdote, poeta y crítico literario, que acaba de publicar un volumen con algunas de sus más selectas columnas de crítica literaria aparecidas durante las últimas décadas en el diario El Mercurio de Santiago de Chile. 

Tomamos un artículo de ellos, donde se expresa –en el año 1970-la admiración por el riquísimo depósito literario de la Iglesia y la devaluación que ha tenido lugar en los últimos decenios, con una orfandad grave de plumas destacadas, que nos muestren la profundidad y la anchura del misterio del Dios vivo en palabras actuales. Y que denotan un desolador vacío cultural.



E
ntre las piezas literarias que más admiro a través de los siglos, se cuentan algunas que –por su origen y sentido– cabe llamar religiosas, palabras concebidas y escritas de cara al mysterium tremendum del Dios vivo. No me refiero a obras de intención artística formal, como los poemas de San Juan de la Cruz, sino a una espléndida variedad de himnos, cantos, salmos, discursos y oraciones de impresionante poder, compuestos –muy al margen de la vida literaria de su tiempo– para el esplendor de la liturgia o las necesidades de la predicación, por almas encendidas en el amor de Dios, profetas y apóstoles y santos y videntes.

   La Iglesia Católica puede exhibir una larga muestra de estos poemas que, sin serlo de intención, lo son por su belleza fulgurante: en ellos el Espíritu ha dejado su marca de fuego a través de las edades.

  Por eso me llena de desolación comprobar que los textos sagrados de nuestro tiempo no se escriben ya en la Iglesia, sino muy lejos de ella, en esas tinieblas exteriores donde el vacío de Dios o la nostalgia de lo sacro toman a veces cuerpo en formas profanas de paradójica religiosidad: Kafka, Rilke, D.H. Lawrence, Michaux, D. Thomas...

   En la Iglesia, en el reino de la sacralidad propiamente dicha, la expresión verbal parece hoy abandonada de la Poesía. El lenguaje de la liturgia novísima, de la predicación, de las pastorales, solo rara vez alcanza el esplendor de la belleza o la intuición del misterio, y con la mayor frecuencia se entrega a la aridez de la sociología, al tedio del sentimentalismo, al parloteo de las frases hechas que se creen expresivas del hombre actual.

  “Cambio de estructuras, a nivel de base, consciente de la realidad, al servicio del hombre, líder natural, promoción y realización, en grupo y en equipo, asamblea y amistad fraternal y desarrollo y amor, amor, amor…”. Lenguaje de informe técnico mezclado con efusión emocional, sin grandeza, sin destino, salvo cuando se tiene el acierto de volver a formas remotas de recia austeridad.

  Todo lenguaje, más allá de sus contenidos abstractos, delata al hombre que habla y su situación en la existencia. Textos venerables de otros tiempos, hoy caídos en desuso, contienen de tal modo el aliento numinoso de la experiencia de Dios, que hasta hoy nos transmiten la conmoción del espíritu que los engendró.

  ¿Qué hay detrás de las palabras de la actual literatura eclesiástica? Por lo general, nada. El ojo crítico adivina al funcionario de buena voluntad que, queriendo poner al día ritos y doctrina, profiere las fórmulas que su excelente intención le dicta. Pero son muy distintas las palabras concebidas en estado puro de gracia, que brotan de un corazón viviente en la presencia de Dios, y las palabras de oficio surgidas de la aridez de un corazón reseco que, para colmo, habla a partir de un profundo vacío cultural.

  La Iglesia fue en otros siglos el hogar de la creación artística; hoy sus instituciones son el último alero que buscaría espontáneamente un alma creadora. Sus teosociólogos han abandonado la belleza; sus funcionarios han barrido el suelo de las sacristías con los restos del humanismo cristiano. El mal gusto ha invadido esos lares donde, en otro tiempo, el Espíritu Santo desposaba a la Poesía. Para resucitarla, no bastarían algunas personas de buena voluntad, sean quienes sean; se trata de todo un proceso cultural, es decir, anticultural.

   Quién sabe qué padecimientos y cismas, purificaciones y dolores harán falta para dar sabor al insípido argot eclesiástico; para que entre nosotros vuelvan a resonar los cánticos del rey David, las premoniciones terribles de Isaías, la grandiosa sencillez de los relatos evangélicos o el acento apocalíptico de Juan, prolongados en una descendencia viva y actual.

  Hay, por cierto, en la liturgia anterior y en el lenguaje religioso clásico muchas fórmulas donde hoy ya no nos reconocemos: giros del gusto de otros tiempos, retóricas pasadas, distancias jerárquicas y tratamientos ligados a otros cuadros de cultura y sensibilidad.

  Pero aún con esa salvedad, en los ritos e himnos y lecturas vigentes desde remotos tiempos, ¡cuánto sentido de Dios y de su inaudita proximidad, qué aurea de majestad y grandeza, qué sentimiento desbordante de lo sagrado, de lo fascinante y terrible a la vez, de lo infinitamente lejano y de lo infinitamente próximo!

  Esos hombres sabían de Dios, y no de oídas. Tenían el sentido del misterio. Y no en vano el misterio religioso es el hermano mayor del misterio poético, de la intuición de lo inefable en el lenguaje humano. Así la palabra sacramental resonaba en el cielo y en la tierra, convocaba a las potencias angélicas y a los poderes tenebrosos del mundo, a las cumbres, y abismos de todo lo creado; y por esta vía alcanzaba un alto sentido de cultura, de creación, de belleza y dominio y apaciguamiento.

  Hoy el misterio se disipa en beneficio de otros acentos, también necesarios sin duda para la Iglesia: el sentido de la comunidad humana, del ámbito social donde se enuncia la palabra de Dios; el sentido ético de los deberes y exigencias que comporta la fe religiosa; y el sentido emocional de lo amatorio, de lo íntimo y lo fraterno en la relaciones humanas y divinas.

  Pero ¡qué banalidad irremediable en su expresión! ¡Qué dejo de falsete en cada palabra! ¡Cómo naufragan toda poesía, toda grandeza, todo misterio en los ásperos y prosísticos escollos del compromiso y las responsabilidades, de la militancia y la solidaridad, de lo comunitario, de la palabra amor repetida en tono sensiblero hasta la exasperación!

  Y es que en el mundo católico actual no se ve creación de lenguaje, tal vez por falta de experiencia propia y original que lo requiera. En su reemplazo, se toman préstamos y solo préstamos de lenguajes surgidos de otras experiencias, y generalmente gastados hasta el límite del slogan. Como los que provienen de la subcultura sociológica, o erótica, o política de nuestros días.

  En la fraseología eclesiástica se encontrarán la invariable problemática estructural del subdesarrollo, la inexorable dulzura del amor en casi todas sus especies, la construcción de un mundo de paz, justicia y amor, etc. Se cree que esas cosas hacen temblar de gozo al hombre contemporáneo, y que están más cerca de la vida. ¿Quién no ve que es solo la parte más trivial y retórica, más pobre y mecánica de una pseudo-cultura lo que allí se recoge?

  Justo cuando al hombre contemporáneo se le desfondan sus propios ídolos y empieza a mirar al cielo, desesperado, se encuentra con las tardías reverencias eclesiásticas ante los altares de la ciencia y la técnica, del sexo y el desarrollo, de la historia y la civilización. Tan ingenuo se lo cree, como para entusiasmarse con la retórica de un camino que él ya viene haciendo de vuelta.

  Lo que llega al hombre, hoy como ayer, es la palabra viva del Evangelio, nacida de una experiencia original y, por eso mismo, encarnada en la forma de una revelación poética.

  El día en que el catolicismo renuncie a fáciles concesiones y se convierta otra vez en una energía cultural; el día en que irradie una experiencia suya de la realidad y recupere su vieja potencia creadora de cultura; cuando renueve su alianza inmemorial con las humanidades como una etapa esencial de su tarea salvadora: ese día volverá a producir formas auténticas de expresión, dispondrá de un verdadero lenguaje donde existir y operar, y el signo distintivo de ese lenguaje será, como siempre, la Poesía.

(Ignacio Valente, Crítica Escogida,
Ed. Tácitas, Santiago de Chile, 2018, p. 55-58).