BANALIZACIÓN DEL LENGUAJE
DE LA IGLESIA
Por Ignacio Valente
(19 de abril de 1970)
Ignacio Valente es el seudónimo literario de José Miguel
Ibáñez, sacerdote, poeta y crítico literario, que acaba de publicar un volumen
con algunas de sus más selectas columnas de crítica literaria aparecidas
durante las últimas décadas en el diario El Mercurio de Santiago
de Chile.
Tomamos un artículo
de ellos, donde se expresa –en el año 1970-la admiración por el riquísimo depósito
literario de la Iglesia y la devaluación que ha tenido lugar en los últimos
decenios, con una orfandad grave de plumas destacadas, que nos muestren la
profundidad y la anchura del misterio del Dios vivo en palabras actuales. Y que
denotan un desolador vacío cultural.
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ntre las piezas
literarias que más admiro a través de los siglos, se cuentan algunas que –por
su origen y sentido– cabe llamar religiosas, palabras concebidas y escritas de
cara al mysterium tremendum del Dios vivo. No me refiero a
obras de intención artística formal, como los poemas de San Juan de la Cruz,
sino a una espléndida variedad de himnos, cantos, salmos, discursos y oraciones
de impresionante poder, compuestos –muy al margen de la vida literaria de
su tiempo– para el esplendor de la liturgia o las necesidades de la
predicación, por almas encendidas en el amor de Dios, profetas y apóstoles y
santos y videntes.
La Iglesia Católica puede exhibir una larga
muestra de estos poemas que, sin serlo de intención, lo son
por su belleza fulgurante: en ellos el Espíritu ha dejado su marca de fuego a
través de las edades.
Por eso me
llena de desolación comprobar que los textos sagrados de
nuestro tiempo no se escriben ya en la Iglesia, sino muy lejos de ella, en esas
tinieblas exteriores donde el vacío de Dios o la nostalgia de lo sacro toman a
veces cuerpo en formas profanas de paradójica religiosidad: Kafka, Rilke, D.H.
Lawrence, Michaux, D. Thomas...
En la Iglesia, en el reino de la sacralidad
propiamente dicha, la expresión verbal parece hoy abandonada de la Poesía. El
lenguaje de la liturgia novísima, de la predicación, de las pastorales, solo
rara vez alcanza el esplendor de la belleza o la intuición del misterio, y con
la mayor frecuencia se entrega a la aridez de la sociología, al tedio del
sentimentalismo, al parloteo de las frases hechas que se creen expresivas
del hombre actual.
“Cambio de estructuras, a nivel de base,
consciente de la realidad, al servicio del hombre, líder natural, promoción y
realización, en grupo y en equipo, asamblea y amistad fraternal y desarrollo y
amor, amor, amor…”. Lenguaje de
informe técnico mezclado con efusión emocional, sin grandeza, sin destino,
salvo cuando se tiene el acierto de volver a formas remotas de recia
austeridad.
Todo lenguaje,
más allá de sus contenidos abstractos, delata al hombre que habla y su
situación en la existencia. Textos venerables de otros tiempos, hoy caídos en
desuso, contienen de tal modo el aliento numinoso de la experiencia de Dios,
que hasta hoy nos transmiten la conmoción del espíritu que los engendró.
¿Qué hay detrás de las palabras de la actual
literatura eclesiástica? Por lo general, nada. El ojo crítico adivina al
funcionario de buena voluntad que, queriendo poner al día ritos y
doctrina, profiere las fórmulas que su excelente intención le dicta. Pero son
muy distintas las palabras concebidas en estado puro de gracia, que brotan de
un corazón viviente en la presencia de Dios, y las palabras de oficio surgidas
de la aridez de un corazón reseco que, para colmo, habla a partir de un
profundo vacío cultural.
La Iglesia fue
en otros siglos el hogar de la creación artística; hoy sus instituciones son el
último alero que buscaría espontáneamente un alma creadora. Sus teosociólogos
han abandonado la belleza; sus funcionarios han barrido el suelo de las
sacristías con los restos del humanismo cristiano. El mal gusto ha invadido
esos lares donde, en otro tiempo, el Espíritu Santo desposaba a la Poesía. Para
resucitarla, no bastarían algunas personas de buena voluntad, sean quienes
sean; se trata de todo un proceso cultural, es decir, anticultural.
Quién sabe qué padecimientos y cismas,
purificaciones y dolores harán falta para dar sabor al insípido argot
eclesiástico; para que entre nosotros vuelvan a resonar los cánticos del rey
David, las premoniciones terribles de Isaías, la grandiosa sencillez de los
relatos evangélicos o el acento apocalíptico de Juan, prolongados en una
descendencia viva y actual.
Hay, por
cierto, en la liturgia anterior y en el lenguaje religioso clásico muchas
fórmulas donde hoy ya no nos reconocemos: giros del gusto de otros tiempos,
retóricas pasadas, distancias jerárquicas y tratamientos ligados a otros
cuadros de cultura y sensibilidad.
Pero aún con esa salvedad, en los ritos e
himnos y lecturas vigentes desde remotos tiempos, ¡cuánto sentido de Dios y de
su inaudita proximidad, qué aurea de majestad y grandeza, qué sentimiento
desbordante de lo sagrado, de lo fascinante y terrible a la vez, de lo
infinitamente lejano y de lo infinitamente próximo!
Esos hombres sabían de Dios, y no de oídas.
Tenían el sentido del misterio. Y no en vano el misterio religioso es el
hermano mayor del misterio poético, de la intuición de lo inefable en el
lenguaje humano. Así la palabra sacramental resonaba en el cielo y en la
tierra, convocaba a las potencias angélicas y a los poderes tenebrosos del
mundo, a las cumbres, y abismos de todo lo creado; y por esta vía alcanzaba un
alto sentido de cultura, de creación, de belleza y dominio y apaciguamiento.
Hoy el
misterio se disipa en beneficio de otros acentos, también necesarios sin duda
para la Iglesia: el sentido de la
comunidad humana, del ámbito social donde se enuncia la palabra de Dios; el
sentido ético de los deberes y exigencias que comporta la fe religiosa; y el
sentido emocional de lo amatorio, de lo íntimo y lo fraterno en la relaciones
humanas y divinas.
Pero ¡qué banalidad irremediable en su
expresión! ¡Qué dejo de falsete en cada palabra! ¡Cómo naufragan toda poesía,
toda grandeza, todo misterio en los ásperos y prosísticos escollos del compromiso y
las responsabilidades, de la militancia y la solidaridad,
de lo comunitario, de la palabra amor repetida en tono sensiblero
hasta la exasperación!
Y es que en el
mundo católico actual no se ve creación de lenguaje, tal vez por falta de
experiencia propia y original que lo requiera. En su reemplazo, se toman
préstamos y solo préstamos de lenguajes surgidos de otras experiencias, y
generalmente gastados hasta el límite del slogan. Como los que
provienen de la subcultura sociológica, o erótica, o política de nuestros días.
En la fraseología eclesiástica se encontrarán la invariable problemática
estructural del subdesarrollo, la inexorable dulzura del amor en casi todas sus
especies, la construcción de un mundo de paz, justicia y amor, etc. Se cree
que esas cosas hacen temblar de gozo al hombre contemporáneo, y que
están más cerca de la vida. ¿Quién no ve que es solo la parte más trivial y
retórica, más pobre y mecánica de una pseudo-cultura lo que allí se recoge?
Justo cuando
al hombre contemporáneo se le desfondan sus propios ídolos y
empieza a mirar al cielo, desesperado, se encuentra con las tardías reverencias
eclesiásticas ante los altares de la ciencia y la técnica, del sexo y el desarrollo,
de la historia y la civilización. Tan ingenuo se lo cree, como para
entusiasmarse con la retórica de un camino que él ya viene haciendo de vuelta.
Lo que llega al hombre, hoy como
ayer, es la palabra viva del Evangelio, nacida de una experiencia original y,
por eso mismo, encarnada en la forma de una revelación poética.
El día en que el catolicismo renuncie a
fáciles concesiones y se convierta otra vez en una energía cultural; el día en
que irradie una experiencia suya de la realidad y recupere su
vieja potencia creadora de cultura; cuando renueve su alianza inmemorial con
las humanidades como una etapa esencial de su tarea salvadora:
ese día volverá a producir formas auténticas de expresión, dispondrá de un
verdadero lenguaje donde existir y operar, y el signo distintivo de ese
lenguaje será, como siempre, la Poesía.
(Ignacio
Valente, Crítica Escogida,
Ed. Tácitas, Santiago
de Chile, 2018, p. 55-58).
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