DOS PALABRAS CASI AUSENTES
En el reciente Encuentro de Obispos en el
Vaticano, convocados por el Papa Francisco para tratar el tema de la protección de los menores en la Iglesia, se escucharon muchas opiniones y graves denuncias de víctimas. El tema
del encubrimiento de pederastas fue abordado con crudeza, así como situaciones
escabrosas deleznables.
Un sacerdote argentino hace una reflexión
sobre este sórdido tema, que abarca a muchos consagrados y que fue muy
difundido por los medios de comunicación globalizados. Donde destaca la
necesidad de predicar acerca de la fe y de la vida eterna.
He leído y escuchado en estos días muchas cosas sumamente interesantes y
verdaderas referidas a la crisis ocasionada por los abusos sexuales por parte
de miembros del clero.
Algunos creerán que soy ingenuo, pero yo no pierdo la esperanza
de que es posible un futuro mucho mejor que
el pasado reciente. Y no sólo es posible: creo que hay indicios
concretos de un cambio para mejor. Veo surgir algunos brotes que indican
que el camino de sanación se va vislumbrando.
No obstante, me hubiera gustado ver más presentes en los debates dos cuestiones clave que
abarcan y abrazan no sólo los casos de abusos sexuales de menores sino todas
las formas de grave infidelidad de los sacerdotes y obispos a su ministerio. No
voy a decir nada que no hayan sido dicho. Sólo quisiera decirlo de modo
sencillo y concreto, desde mi experiencia como sacerdote.
La primera expresión es TEMOR DE DIOS: los abusadores han incorporado
graves pecados en su rutina diaria, conviviendo con situaciones de criminalidad
y/o doble vida durante meses, años o décadas. Han dejado de percibir la
gravedad de sus actos y han perdido el temor de ofender a Dios y el
temor al castigo que –a lo largo de toda la Escritura- se anuncia a
los pecadores que no se arrepienten de corazón.
Esta pérdida del sentido del pecado es una consecuencia de la
anterior pérdida
del sentido de Dios, una apostasía práctica que convivió –en muchos
casos- con manifestaciones a veces incluso ampulosas de fe. Es evidente que esa
fe –manifestada y predicada- estaba muerta, era una religiosidad vacía,
escondida debajo de las apariencias diametralmente opuestas: algunas veces de
un liberalismo sin límites, otras en un rigorismo sobrehumano;
lgunas veces en una mímesis con el mundo, otras, en una aparente
oposición radical y feroz.
En ambos casos, puede aplicarse la severa advertencia de Pablo a los
Gálatas: “de Dios nadie se burla. Cada uno cosechará lo que siembre” (Gal
6, 7) y las más duras palabras salidas de boca del Señor: “Pero si alguien
escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él
que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar.
¡Ay del mundo a causa de los escándalos! Es inevitable que existan pero ¡ay de
aquel que los causa!” (Mt 18, 6-7)
La segunda expresión cuya presencia añoro es SACRILEGIO. Lo que
más me “pasma” de toda esta situación, lo que acaba por hacerme “volar la
cabeza” y lo que me hace vislumbrar el abismo de iniquidad en estas formas de
abuso y doble vida es pensar que quienes se anclaron en esas perversas conductas han
estado celebrando la Eucaristía y comulgando durante tanto tiempo en pecado
mortal. Y con esto no pretendo yo que todos los lectores puedan “sentir” de
igual modo la gravedad del pecado de sacrilegio (contra el primero y segundo
mandamiento) en relación con el de abuso (contra el quinto, el sexto, el
octavo). Tratar de jerarquizar la gravedad de estos pecados de modo matemático
es una empresa riesgosa que puede generar malentendidos, sobre todo ante
quienes no tienen el don de la fe.
Es evidente que cualquier persona moral y psíquicamente sana debe sentir
horror ante la sola idea de violentar la inocencia y la libertad de otro.
Abusar de menores tiene una gravedad ante la sola razón humana sólo comparable
al aborto. Pero en algún caso podría suceder que por carencias en la formación
algún sacerdote no llegara a discernir el daño –a menudo irreparable- que
ocasiona a sus víctimas.
Ahora bien: toda la formación sacerdotal que muchos –con sus luces y
sombras- hemos recibido se orienta a la Eucaristía, y a celebrar con dignidad y
piedad ese misterio. Y es por eso que esa pérdida es completamente inexcusable.
¿En qué momento un sacerdote puede acostumbrarse a subir al altar con el
corazón y el cuerpo manchado por la violación grave de los mandamientos de Dios,
de sus promesas de celibato y de la dignidad de otros? ¿Cuándo desapareció en
esos corazones la conciencia de la gravedad del sacrilegio de celebrar la
Eucaristía en pecado mortal, sin mediar ni siquiera el arrepentimiento y la
contrición perfecta?
Es necesario recordar aquí en toda su literalidad las palabras de San
Pablo a los Corintios, palabras diáfanas en su dureza implacable: “El
que come y bebe indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, come y bebe su
propia condenación” (1
Cor 11, 27)
Al señalar estas dos ausencias en el discurso sobre los abusos, lo
escribo con temor y temblor, sabiendo que estoy hecho del mismo barro de
aquellos que han herido tan gravemente a las víctimas, a Dios y a la Iglesia.
Lo escribo pidiendo al Señor que aumente mi fe, y que me sostenga en su mano
poderosa.
Por lo mismo que señalo, creo que todas las medidas por las
cuales se pretende prevenir el abuso sexual o cualquier otra forma de
abuso y de doble vida en los sacerdotes y obispos no pueden ser
eficaces si, además, no se recuperan:
- El sentido del pecado y de la majestad del Dios ofendido
.
- El sentido de la dignidad del otro, de ese “pequeño”, por quien
Cristo murió y vale la sangre de Cristo.
- El sentido auténtico de la santidad de la Eucaristía, y de la
terrible ruina espiritual que se sigue de profanar de manera sistemática y
habitual de la Presencia de Dios en el Sacramento.
En ese aspecto, una predicación sobre la Misericordia que no estuviese
suficientemente anclada en la Tradición y que no contemplara la totalidad del
mensaje bíblico, en lugar de prevenir los abusos, los puede favorecer. Es
necesario restaurar en el corazón de los fieles y de los sacerdotes la
conciencia de que nuestros pecados hieren el corazón de Dios y merecen un
castigo acorde a su grandeza. Esa grandeza de Dios que hacía temblar a
Isaías en el templo (Is 6, 3) o que llevó a Pedro a postrarse a los pies de
Jesús y decir: “apártate de mí… porque
soy un pecador” (Lc 5, 9)
Es evidente y nadie va a negar que lo más perfecto es obrar siempre
movidos por el amor. Pero siendo conscientes de la naturaleza humana, hay que
recordar lo que decía San Ignacio en los Ejercicios, en su predicación sobre el
Infierno: “si del amor de Dios me olvidase, que al menos el temor me haga
apartarme del pecado”.
p. Leandro Bonnin
sacerdote de la arquidiócesis argentina de Paraná
No hay comentarios:
Publicar un comentario