DE
LA ABUNDANCIA DEL CORAZÓN HABLA LA BOCA
(Lc. 6, 45)
Un texto del maravilloso libro
del cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación del Culto Divino,
titulado: LA FUERZA DEL SILENCIO FRENTE
A LA DICTADURA DEL RUIDO" que es muy a propósito para la reflexión de
la perícopa evangélica del título (ver número 27)
LA LENGUA ES
COMO EL TIMÓN DE UNA NAVE....
La regla del Carmelo ordena “… evítese con cuidado el mucho
hablar, porque (…) en el mucho hablar no faltará pecado”. En efecto, el
apóstol Santiago enseña la importancia de la mortificación de la lengua:
“Si alguno no peca de palabra, ese es un hombre perfecto, capaz
también de refrenar su cuerpo. Si ponemos freno en la boca a los caballos para
que nos obedezcan, dirigimos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque
sean tan grandes y las empujen los vientos fuertes, un pequeño timón las dirige
adonde quiere la voluntad del piloto. Del mismo modo, la lengua es un miembro
pequeño, pero va presumiendo de grandes cosas. ¡Mirad que poco fuego basta para
quemar un gran bosque! Así también la lengua es un fuego, un mundo de
iniquidad; es ella, de entre nuestros miembros, la que contamina todo el cuerpo
y, encendida por el infierno, inflama el curso de nuestra vida desde el
nacimiento. Todo género de fieras y aves, reptiles y animales marinos puede
domarse y de hecho ha sido domado por el hombre; sin embargo, ningún hombre es
capaz de domar su lengua. Es un mal siempre inquieto y está lleno de veneno
mortífero. Con ella bendecimos a quien es Señor y Padre, y con ella maldecimos
a los hombres, hechos a semejanza de Dios. De la misma boca salen la bendición
y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así” (St. 3, 2-10)
El apóstol Santiago compara la lengua con el timón de una nave.
Un pedazo de madera permite guiar toda la embarcación. El hombre que domina su
lengua controla su vida, como el marinero domina la nave. Y al contrario: el
hombre que habla demasiado es un navío borracho. Sí: la palabrería, esa
tendencia malsana a exteriorizar los tesoros del alma exhibiéndolos a tiempo y
a destiempo, hace mucho daño a la vida espiritual. Su movimiento parte en
dirección inversa a la de la vida espiritual que se interioriza y se profundiza
constantemente para acercarse a Dios.
Arrastrado hacia afuera por la necesidad de contarlo todo, el
charlatán se halla lejos de Dios y de cualquier actividad profunda. Toda su
vida recorre sus labios y se vierte en torrentes de palabras que llevan consigo
los frutos cada vez más pobres de su pensamiento y de su alma. No le queda
tiempo para recogerse, para pensar, para vivir en profundidad. Con la agitación
que crea en torno a él, impide a los demás el trabajo y el recogimiento
fecundos.
El charlatán vano y superficial es un ser peligroso. La
costumbre tan extendida hoy de testimoniar en público gracias divinas
concedidas en lo más íntimo del hombre, lo expone a la superficialidad, a la
autoviolación de la amistad interior con Dios y a la vanidad.
Hoy la palabra fácil y la imagen vulgar son las dueñas de muchas
vidas. Tengo la sensación de que el hombre moderno no sabe detener el flujo
ininterrumpido de palabras sentenciosas, falsamente morales, y el deseo
bulímico de íconos adulterados.
El silencio de los labios parece algo imposible para el hombre
de Occidente. También los medios de comunicación tientan a todos a perderse en
una jungla superabundante de palabras, imágenes y ruidos. Las pantallas
luminosas necesitan un alimento pantagruélico para distraer a la humanidad y
destruir las conciencias. El hecho de callar reviste la apariencia de
debilidad, ignorancia o falta de voluntad. En el régimen moderno el hombre
silencioso se convierte en aquel que no sabe defenderse. Es un sub-hombre. El
hombre que se dice fuerte es, por el contrario, un ser de palabras. Arrasa y
ahoga al otro en el torrente de su discurso.
Hoy hay muchas personas ebrias de palabras, personas
constantemente agitadas, incapaces de callar y de respetar a los demás. Han
perdido el sosiego y la dignidad.
Para no dañar nuestra alma ni la de los demás, para que nuestra
conducta o nuestras palabras no nos lleven a graves caídas, son necesarias la
mesura y la moderación. La conquista del silencio posee el acre sabor de las
batallas ascéticas, pero Dios ha querido ese combate asequible para el hombre.
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