EN EL
TALLER DE JOSÉ
Una homilía de San
Josemaría Escrivá de Balaguer,
del 19 de marzo de 1963
referida a San José y su mística:
Maestro de vida interior,
trabajador empeñado en su
tarea,
servidor fiel de Dios
en relación continua con
Jesús.
La Iglesia entera reconoce en
San José a su protector y patrono. A lo largo de los siglos se ha hablado de
él, subrayando diversos aspectos de su vida, continuamente fiel a la misión que
Dios le había confiado. Por eso, desde hace muchos años, me gusta invocarle con
un título entrañable: Nuestro Padre y Señor.
San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en
su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús
mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo
Patriarca es, además, Maestro de vida
interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a
sabernos parte de la familia de Dios. San José nos da esas lecciones siendo,
como fue, un hombre corriente, un padre de familia, un trabajador que se ganaba
la vida con el esfuerzo de sus manos. Y ese hecho tiene también, para nosotros,
un significado que es motivo de reflexión y de alegría.
Al celebrar hoy su fiesta, quiero evocar su figura, trayendo a
la memoria lo que de él nos dice el Evangelio, para poder así descubrir mejor
lo que, a través de la vida sencilla del Esposo de Santa María, nos transmite
Dios.
La figura de San José en el Evangelio
Tanto San Mateo como San Lucas nos hablan de San José como de un
varón que descendía de una estirpe ilustre: la de David y Salomón, reyes de
Israel. Los detalles de esta ascendencia son históricamente algo confusos: no
sabemos cuál de las dos genealogías, que traen los evangelistas, corresponde a
María –Madre de Jesús según la carne– y cuál a San José, que era su padre según
la ley judía. Ni sabemos si la ciudad natal de San José fue Belén, a donde se
dirigió a empadronarse, o Nazaret, donde vivía y trabajaba.
Sabemos, en cambio, que no era una persona rica: era un trabajador, como millones de
otros hombres en todo el mundo; ejercía el oficio fatigoso y humilde que Dios
había escogido para sí, al tomar nuestra carne y al querer vivir treinta años
como uno más entre nosotros.
La Sagrada Escritura dice que
José era artesano. Varios Padres añaden que fue carpintero. San Justino,
hablando de la vida de trabajo de Jesús, afirma que hacía arados y yugos (S.
Justino, Dialogus cum Tryphone,
88, 2, 8 (PG 6, 687).); quizá, basándose en esas palabras, San Isidoro de
Sevilla concluye que José era herrero. En todo caso, un obrero que trabajaba en
servicio de sus conciudadanos, que tenía una habilidad manual, fruto de años de
esfuerzo y de sudor.
De las narraciones evangélicas se desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos
aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe
enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles,
asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan.
No estoy de acuerdo con la forma clásica de representar a San
José como un hombre anciano, aunque se haya hecho con la buena intención de
destacar la perpetua virginidad de María. Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá
con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la
energía humana.
Para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser
viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no
son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y
el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del
misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la
integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida
entre las criaturas. Quien no sea capaz de entender un amor así, sabe muy poco
de lo que es el verdadero amor, y desconoce por entero el sentido cristiano de
la castidad.
Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre como
tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea
perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo
esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las
fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea.
Pero el nombre de José
significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad,
dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino.
Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió –si se me permite hablar así–
la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca
ganar en generosidad. José podía hacer suyas las palabras que pronunció Santa
María, su esposa: Quia fecit mihi
magna qui potens est, ha hecho en mi cosas grandes Aquel que es
todopoderoso, quia respexit
humilitatem, porque se fijó en mi pequeñez (Lc I, 48–49.).
José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se
confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos
y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura
Santa alaba a José, afirmando que era justo (Cfr. Mt I, 19.). Y, en el lenguaje
hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor
de la voluntad divina (Cfr. Gen VII, 1; XVIII, 23–32; Ez XVIII, 5 ss; Prv XII,
10.); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Cfr. Tob VII, 5;
IX, 9.). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor,
cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus
hermanos, los demás hombres.
La fe, el amor y la esperanza de José
No está la justicia en la
mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda,
vital, porque el justo vive de la
fe (Hab II, 4.). Vivir de la fe: esas palabras que fueron luego
tantas veces tema de meditación para el apóstol Pablo, se ven realizadas con
creces en San José. Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni
formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante
no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino
expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor
cuando se le manifestó inesperada, sorprendente.
Porque la historia del Santo Patriarca fue una vida sencilla, pero no una vida fácil. Después de momentos
angustiosos, sabe que el Hijo de María ha sido concebido por obra del Espíritu
Santo. Y ese Niño, Hijo de Dios, descendiente de David según la carne, nace en
una cueva. Ángeles celebran su nacimiento y personalidades de tierras lejanas
vienen a adorarle, pero el Rey de Judea desea su muerte y se hace necesario
huir. El hijo de Dios es, en la apariencia, un niño indefenso, que vivirá en
Egipto.
Al narrar estas escenas en su Evangelio, San Mateo pone
constantemente de relieve la fidelidad
de José, que cumple los mandatos de Dios sin vacilaciones, aunque a veces
el sentido de esos mandatos le pudiera parecer oscuro o se le ocultara su
conexión con el resto de los planes divinos.
En muchas ocasiones los
Padres de la Iglesia y los autores espirituales hacen resaltar esta firmeza de la fe de San José. Refiriéndose
a las palabras del Ángel que le ordena huir de Herodes y refugiarse en Egipto
(Cfr. Mt II, 13.), el Crisóstomo comenta: Al
oír esto, José no se escandalizó ni dijo: eso parece un enigma. Tú mismo hacías
saber no ha mucho que El salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de
salvarse a sí mismo, sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje
y sufrir un largo desplazamiento: eso es contrario a tu promesa. José no
discurre de este modo, porque es un varón fiel. Tampoco pregunta por el tiempo
de la vuelta, a pesar de que el Ángel lo había dejado indeterminado, puesto que
le había dicho: está allí –en Egipto– hasta
que yo te diga. Sin embargo, no por eso se crea dificultades, sino que obedece
y cree y soporta todas las pruebas alegremente (S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 8, 3, (PG 57,
85).).
La fe de José no vacila, su
obediencia es siempre estricta y rápida. Para comprender mejor esta lección
que nos da aquí el Santo Patriarca, es bueno que consideremos que su fe es
activa, y que su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se
deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más
opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores.
José se abandonó sin
reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así
pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es
la verdadera sabiduría. De este modo, aprendió poco a poco que los designios
sobrenaturales tienen una coherencia divina, que está a veces en contradicción
con los planes humanos.
En las diversas
circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación
de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe toda su
experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo
que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá (Mt
II, 22.). Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de
que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de
retirarse a Galilea.
Así fue la fe de San José: plena, confiada, íntegra, manifestada
en una entrega eficaz a la voluntad de Dios, en una obediencia inteligente. Y,
con la fe, la caridad, el amor. Su fe se funde con el Amor: con el amor de Dios
que estaba cumpliendo las promesas hechas a Abraham, a Jacob, a Moisés; con el
cariño de esposo hacia María, y con el cariño de padre hacia Jesús. Fe y amor
en la esperanza de la gran misión que Dios, sirviéndose también de él –un
carpintero de Galilea–, estaba iniciando en el mundo: le redención de los
hombres.
Fe, amor, esperanza: estos son los ejes de la vida de San José y
los de toda vida cristiana. La entrega de San José aparece tejida de ese
entrecruzarse de amor fiel, de fe amorosa, de esperanza confiada. Su fiesta es,
por eso, un buen momento para que todos renovemos nuestra entrega a la vocación
de cristianos, que a cada uno de nosotros ha concedido el Señor.
Cuando se desea sinceramente vivir de fe, de amor y de
esperanza, la renovación de la entrega no es volver a tomar algo que estaba en
desuso. Cuando hay fe, amor y esperanza, renovarse es –a pesar de los errores
personales, de las caídas, de las debilidades– mantenerse en las manos de Dios:
confirmar un camino de fidelidad. Renovar la entrega es renovar, repito, la
fidelidad a lo que el Señor quiere de nosotros: amar con obras.
El amor tiene necesariamente sus características
manifestaciones. Algunas veces se habla del amor como si fuera un impulso hacia
la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia
personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El
amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma
de cruz. Mientras estemos en la tierra y no hayamos llegado a la plenitud de la
vida futura, no puede haber amor verdadero sin experiencia del sacrificio, del
dolor. Un dolor que se paladea, que es amable, que es fuente de íntimo gozo,
pero dolor real, porque supone vencer el propio egoísmo, y tomar el Amor como
regla de todas y de cada una de nuestras acciones.
Las obras del Amor son
siempre grandes, aunque se trate de cosas pequeñas en apariencia. Dios se ha
acercado a los hombres, pobres criaturas, y nos ha dicho que nos ama: Deliciae meae esse cum filiis hominum (Prv
VIII, 31.), mis delicias son estar entre los hijos de los hombres. El Señor nos
da a conocer que todo tiene importancia: las acciones que, con ojos humanos, consideramos
extraordinarias; esas otras que, en cambio, calificamos de poca categoría. Nada
se pierde. Ningún hombre es despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno su
propia vocación –en su hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de
las obligaciones que le corresponden por su estado, en sus deberes de
ciudadano, en el ejercicio de sus derechos–, estamos llamados a participar del
reino de los cielos.
Eso nos enseña la vida de San José: sencilla, normal y
ordinaria, hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente
monótonos, que se suceden los unos a los otros. Lo he pensado muchas veces, al
meditar sobre la figura de San José, y ésta es una de las razones que hace que
sienta por él una devoción especial.
Cuando en su discurso de clausura
de la primera sesión del concilio Vaticano II, el 8 de diciembre, el Santo
Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la misa se haría mención del nombre
de San José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por
teléfono para decirme: Rallegramenti!
¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio pensé en seguida en usted, en la alegría
que le habría producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que
representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso
valor sobrenatural de la vida de San José, el valor de una vida sencilla de
trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad.
Santificar el trabajo, santificarse en
el trabajo, santificar con el trabajo
Describiendo el espíritu de
la asociación a la que he dedicado mi vida, el Opus Dei, he dicho que se apoya,
como en su quicio, en el trabajo ordinario, en el trabajo profesional ejercido en medio del mundo.
La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única
de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los
hombres y llevar todas las cosas hacia Dios.
La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido
de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué
de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que
vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos.
Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos
adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese
encargo que se nos confía.
Dios nos saca de las
tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las
incidencias de la historia, y nos llama con voz fuerte, como un día lo hizo con
Pedro y con Andrés: Venite post
me, et faciam vos fieri piscatores hominum (Mt IV, 19.), seguidme y
yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo
ocupemos.
El que vive de fe puede
encontrar la dificultad y la lucha, el dolor y hasta la amargura, pero nunca el
desánimo ni la angustia porque sabe que su vida sirve, sabe para qué ha venido
a esta tierra. Ego sum lux mundi –exclamó
Cristo–; qui sequitur me non
ambulat in tenebris, sed habebit lumen vitae (Ioh VIII, 12.). Yo soy
la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que poseerá la luz
de la vida.
Para merecer esa luz de Dios
hace falta amar, tener la humildad de reconocer nuestra necesidad de ser
salvados, y decir con Pedro: Señor,
¿a quién iremos? Tú guardas palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y
conocido que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios (Ioh VI, 69–70.). Si
actuamos de verdad así, si dejamos entrar en nuestro corazón la llamada de
Dios, podremos repetir también con verdad que no caminamos en tinieblas, pues
por encima de nuestras miserias y de nuestros defectos personales, brilla la
luz de Dios, como el sol brilla sobre la tempestad.
La fe y la vocación de cristianos afectan a toda nuestra
existencia, y no sólo a una parte. Las relaciones con Dios son necesariamente
relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad. La actitud del hombre
de fe es mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nueva:
la que nos da Dios.
Vosotros, que celebráis hoy conmigo esta fiesta de San José,
sois todos hombres dedicados al trabajo en diversas profesiones humanas,
formáis diversos hogares, pertenecéis a tan distintas naciones, razas y
lenguas. Os habéis educado en aulas de centros docentes o en talleres y
oficinas, habéis ejercido durante años vuestra profesión, habéis entablado
relaciones profesionales y personales con vuestros compañeros, habéis
participado en la solución de los problemas colectivos de vuestras empresas y
de vuestra sociedad.
Pues bien: os recuerdo, una vez más, que todo eso no es ajeno a
los planes divinos. Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de
vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar,
contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales,
precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u
oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra
personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo; ese hogar, esa
familia vuestra; y esa nación, en la que habéis nacido y a la que amáis.
El trabajo acompaña inevitablemente la vida del hombre sobre la
tierra. Con él aparecen el esfuerzo, la fatiga, el cansancio: manifestaciones
del dolor y de la lucha que forman parte de nuestra existencia humana actual, y
que son signos de la realidad del pecado y de la necesidad de la redención.
Pero el trabajo en sí mismo no es una pena, ni una maldición o un castigo:
quienes hablan así no han leído bien la Escritura Santa.
Es hora de que los cristianos digamos muy alto que el trabajo es un don de Dios, y que no
tiene ningún sentido dividir a los hombres en diversas categorías según los
tipos de trabajo, considerando unas tareas más nobles que otras. El trabajo,
todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la
creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es vínculo de
unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia
familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y
al progreso de toda la Humanidad.
Para un cristiano, esas
perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como
participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo
diciéndole: Procread y
multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar,
y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra (Gen
I, 28.). Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos
presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el
hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y
santificadora.
Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo
está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo
así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú
y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del
cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle
también de tú a Tú, cara a cara.
Por eso el hombre no debe
limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor,
manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el
espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia
labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias,
porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por El, herederos de
sus promesas. Es justo que se nos diga: ora
comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios (1
Cor X, 31.).
El trabajo profesional es también apostolado, ocasión de entrega a los demás
hombres, para revelarles a Cristo y llevarles hacia Dios Padre, consecuencia de
la caridad que el Espíritu Santo derrama en las almas. Entre las indicaciones,
que San Pablo hace a los de Efeso, sobre cómo debe manifestarse el cambio que
ha supuesto en ellos su conversión, su llamada al cristianismo, encontramos
ésta: el que hurtaba, no hurte
ya, antes bien trabaje, ocupándose con sus manos en alguna tarea honesta, para
tener con qué ayudar a quien tiene necesidad (Eph IV, 28.). Los
hombres tienen necesidad del pan de la tierra que sostenga sus vidas, y también
del pan del cielo que ilumine y dé calor a sus corazones. Con vuestro trabajo
mismo, con las iniciativas que se promuevan a partir de esa tarea, en vuestras
conversaciones, en vuestro trato, podéis y debéis concretar ese precepto
apostólico.
Si trabajamos con este espíritu, nuestra vida, en medio de las
limitaciones propias de la condición terrena, será un anticipo de la gloria del
cielo, de esa comunidad con Dios y con los santos, en la que sólo reinará el
amor, la entrega, la fidelidad, la amistad, la alegría. En vuestra ocupación
profesional, ordinaria y corriente, encontraréis la materia –real, consistente,
valiosa– para realizar toda la vida cristiana, para actualizar la gracia que
nos viene de Cristo.
En esa tarea profesional vuestra, hecha cara a Dios, se pondrán
en juego la fe, la esperanza y la caridad. Sus incidencias, las relaciones y
problemas que trae consigo vuestra labor, alimentarán vuestra oración. El
esfuerzo para sacar adelante la propia ocupación ordinaria, será ocasión de
vivir esa Cruz que es esencial para el cristiano. La experiencia de vuestra
debilidad, los fracasos que existen siempre en todo esfuerzo humano, os darán
más realismo, más humildad, más comprensión con los demás. Los éxitos y las
alegrías os invitarán a dar gracias, y a pensar que no vivís para vosotros
mismos, sino para el servicio de los demás y de Dios.
Para servir, servir
Para comportarse así, para
santificar la profesión, hace falta ante todo trabajar bien, con seriedad
humana y sobrenatural. Quiero recordar ahora, por contraste, lo que cuenta uno
de esos antiguos relatos de los evangelios apócrifos: El padre de Jesús, que era carpintero,
hacía arados y yugos. Una vez –continúa la narración– le fue encargado un lecho, por cierta
persona de buena posición. Pero resultó que uno de los varales era más corto
que el otro, por lo que José no sabía qué hacerse. Entonces el Niño Jesús dijo
a su padre: pon en tierra los dos palos e iguálalos por un extremo. Así lo hizo
José. Jesús se puso a la otra parte, tomó el varal más corto y lo estiró,
dejándolo tan largo como el otro. José, su padre, se llenó de admiración al ver
el prodigio, y colmó al Niño de abrazos y de besos, diciendo: dichoso de mí,
porque Dios me ha dado este Niño (Evangelio de la infancia,
falsamente atribuido al apóstol Tomás, n. 13; en Los evangelios apócrifos, edición de A. Santos Otero,
Madrid 1956, p. 314–315.).
José no daría gracias a Dios
por estos motivos; su trabajo no podía ser de ese modo. San José no es el hombre de las soluciones fáciles y milagreras, sino el hombre de la
perseverancia, del esfuerzo y –cuando hace falta– del ingenio. El cristiano
sabe que Dios hace milagros: que los realizó hace siglos, que los continuó
haciendo después y que los sigue haciendo ahora, porque non est abbreviata manus Domini (Is
LIX, 1.), no ha disminuido el poder de Dios.
Pero los milagros son una manifestación de la omnipotencia
salvadora de Dios, y no un expediente para resolver las consecuencias de la
ineptitud o para facilitar nuestra comodidad. El milagro que os pide el Señor es la perseverancia en vuestra vocación
cristiana y divina, la santificación del trabajo de cada día: el milagro de
convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico, por el amor que
ponéis en vuestra ocupación habitual. Ahí os espera Dios, de tal manera que
seáis almas con sentido de responsabilidad, con afán apostólico, con
competencia profesional.
Por eso, como lema para
vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para
servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que
saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza
en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las
tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que
saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño
por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con humana perfección.
Pero también ese servir humano, esa capacidad que podríamos
llamar técnica, ese saber realizar el propio oficio, ha de estar informado por
un rasgo que fue fundamental en el trabajo de San José y debería ser
fundamental en todo cristiano: el espíritu de servicio, el deseo de trabajar
para contribuir al bien de los demás hombres. El trabajo de José no fue una
labor que mirase hacia la autoafirmación, aunque la dedicación a una vida
operativa haya forjado en él una personalidad madura, bien dibujada. El
Patriarca trabajaba con la conciencia de cumplir la voluntad de Dios, pensando
en el bien de los suyos, Jesús y María, y teniendo presente el bien de todos
los habitantes de la pequeña Nazaret.
En Nazaret, José sería uno de los pocos artesanos, si es que no
era el único. Carpintero, posiblemente. Pero, como suele suceder en los pueblos
pequeños, también sería capaz de hacer otras cosas: poner de nuevo en marcha el
molino, que no funcionaba, o arreglar antes del invierno las grietas de un
techo. José sacaba de apuros a muchos, sin duda, con un trabajo bien acabado.
Era su labor profesional una ocupación orientada hacia el servicio, para hacer
agradable la vida a las demás familias de la aldea, y acompañada de una
sonrisa, de una palabra amable, de un comentario dicho como de pasada, pero que
devuelve la fe y la alegría a quien está a punto de perderlas.
A veces, cuando se tratara de personas más pobres que él, José
trabajaría aceptando algo de poco valor, que dejara a la otra persona con la
satisfacción de pensar que había pagado. Normalmente José cobraría lo que fuera
razonable, ni más ni menos. Sabría exigir lo que, en justicia, le era debido,
ya que la fidelidad a Dios no puede suponer la renuncia a derechos que en
realidad son deberes: San José tenía que exigir lo justo, porque con la
recompensa de ese trabajo debía sostener a la Familia que Dios le había
encomendado.
La exigencia del propio derecho no ha de ser fruto de un egoísmo
individualista. No se ama la justicia, si no se ama verla cumplida con relación
a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una religiosidad cómoda,
olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser justo a los ojos de
Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se realice de hecho entre los
hombres. Y no sólo por el buen motivo de que no sea injuriado el nombre de
Dios, sino porque ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles
que hay en lo humano. Parafraseando un conocido texto del apóstol San Juan
(Cfr. 1 Ioh IV, 20.), se puede decir que quien afirma que es justo con Dios
pero no es justo con los demás hombres, miente: y la verdad no habita en él.
Como todos los cristianos que vivimos aquel momento, recibí
también con emoción y alegría la decisión de celebrar la fiesta litúrgica de
San José Obrero. Esa fiesta, que es una canonización del valor divino del
trabajo, muestra cómo la Iglesia, en su vida colectiva y pública, se hace eco
de las verdades centrales del Evangelio, que Dios quiere que sean especialmente
meditadas en esta época nuestra.
Ya hemos hablado mucho de este tema en otras ocasiones, pero
permitidme insistir de nuevo en la naturalidad y en la sencillez de la vida de
San José, que no se distanciaba de sus convecinos ni levantaba barreras
innecesarias.
El católico, asumiendo todo eso, sabrá hacer de su vida diaria
un testimonio de fe, de esperanza y de caridad; testimonio sencillo, normal,
sin necesidad de manifestaciones aparatosas, poniendo de relieve –con la
coherencia de su vida– la constante presencia de la Iglesia en el mundo, ya que
todos los católicos son ellos mismos Iglesia, pues son miembros con pleno
derecho del único Pueblo de Dios.
El trato de José con Jesús
Desde hace tiempo me gusta recitar una conmovedora invocación a
San José, que la Iglesia misma nos propone, entre las oraciones preparatorias
de la misa:
José, varón bienaventurado y
feliz,
al que fue concedido ver y oír
a Dios,
a quien muchos reyes quisieron
ver y oír,
y no oyeron ni vieron.
Y no sólo verle y oírle,
sino llevarlo en brazos,
besarlo, vestirlo y custodiarlo:
Ruega por nosotros.
Ruega por nosotros.
Esta oración nos servirá para entrar en el último tema que voy a
tocar hoy: el trato entrañable de José con Jesús.
Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento
de la propia vocación. Recordábamos antes aquellos primeros años llenos de
circunstancias en aparente contraste: glorificación y huida, majestuosidad de
los Magos y pobreza del portal, canto de los Angeles y silencio de los hombres.
Cuando llega el momento de presentar al Niño en el Templo, José, que lleva la
ofrenda modesta de un par de tórtolas, ve cómo Simeón y Ana proclaman que Jesús
es el Mesías. Su padre y su madre escuchaban con admiración, dice San Lucas.
Más tarde, cuando el Niño se queda en el Templo sin que María y José lo sepan,
al encontrarlo de nuevo después de tres días de búsqueda, el mismo evangelista
narra que se maravillaron.
José se sorprende, José se admira. Dios le va revelando sus
designios y él se esfuerza por entenderlos. Como toda alma que quiera seguir de
cerca a Jesús, descubre en seguida que no es posible andar con paso cansino,
que no cabe la rutina. Porque Dios no se conforma con la estabilidad en un
nivel conseguido, con el descanso en lo que ya se tiene. Dios exige
continuamente más, y sus caminos no son nuestros humanos caminos. San José,
como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento
para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos.
Pero si José ha aprendido de Jesús a vivir de un modo divino, me
atrevería a decir que, en lo humano, ha enseñado muchas cosas al Hijo de Dios.
Hay algo que no me acaba de gustar en el título de padre putativo, con el que a
veces se designa a José, porque tiene el peligro de hacer pensar que las
relaciones entre José y Jesús eran frías y exteriores. Ciertamente nuestra fe
nos dice que no era padre según la carne, pero no es ésa la única paternidad.
A José —leemos en un sermón de San Agustín— no sólo se le debe
el nombre de padre, sino que se le debe más que a otro alguno. Y luego añade:
¿cómo era padre? Tanto más profundamente padre, cuanta más casta fue su
paternidad. Algunos pensaban que era padre de Nuestro Señor Jesucristo, de la
misma forma que son padres los demás, que engendran según la carne, y no sólo
reciben a sus hijos como fruto de su afecto espiritual. Por eso dice San Lucas:
se pensaba que era padre de Jesús. ¿Por qué dice sólo se pensaba? Porque el
pensamiento y el juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los
hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la piedad y a
la caridad de José, le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios.
José amó a Jesús como un padre ama a su hijo, le trató dándole
todo lo mejor que tenía. José, cuidando de aquel Niño, como le había sido
ordenado, hizo de Jesús un artesano: le transmitió su oficio. Por eso los
vecinos de Nazaret hablarán de Jesús, llamándole indistintamente faber y fabri
filius: artesano e hijo del artesano. Jesús trabajó en el taller de José y
junto a José. ¿Cómo sería José, cómo habría obrado en él la gracia, para ser
capaz de llevar a cabo la tarea de sacar adelante en lo humano al Hijo de Dios?
Porque Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en
rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su
espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan,
en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de
las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la
juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José.
No es posible desconocer la
sublimidad del misterio. Ese Jesús que es hombre, que habla con el acento de
una región determinada de Israel, que se parece a un artesano llamado José, ése
es el Hijo de Dios. Y ¿quién puede enseñar algo a Dios? Pero es realmente
hombre, y vive normalmente: primero como niño, luego como muchacho, que ayuda
en el taller de José; finalmente como un hombre maduro, en la plenitud de su
edad. Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los
hombres.
José ha sido, en lo humano, maestro de Jesús; le ha tratado
diariamente, con cariño delicado, y ha cuidado de El con abnegación alegre. ¿No
será ésta una buena razón para que consideremos a este varón justo, a este
Santo Patriarca en quien culmina la fe de la Antigua Alianza, como Maestro de
vida interior? La vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo
con Cristo, para identificarnos con El. Y José sabrá decirnos muchas cosas
sobre Jesús. Por eso, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho
la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento.
Maestro de vida interior,
trabajador empeñado en su tarea,
servidor fiel de Dios
en relación continua con Jesús:
éste es José.
Ite ad Ioseph. Con San José, el cristiano aprende lo
que es ser de Dios y estar plenamente entre los hombres, santificando el mundo.
Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que
llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret.
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