LA
IGLESIA SE ABRE AL MUNDO
NO PARA
OBTENER EL APLAUSO DE LOS HOMBRES SINO PARA LLEVARLOS A DIOS.
Existe la tentación de considerar
una Iglesia satisfecha de sí misma,
que se acomoda en este mundo, que es
autosuficiente
y se adapta a los criterios del mundo.
Ante esto, la Iglesia
debe hacer una y otra vez el esfuerzo
de desprenderse de esta secularización
suya interna
y volver a estar de nuevo abierta a Dios.
Con esto sigue las
palabras de Jesús:
“No son del mundo,
como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,16),
y es precisamente
así como Él se entrega al mundo.
Discurso
del Papa BENEDICTO XVI en el Konzerthaus de Friburgo
de Brisgovia
a los católicos comprometidos
en la Iglesia y en la sociedad.
Domingo 25 de septiembre de 2011
Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están
comprometidos de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece una
ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y
testimonio como “valerosos
pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos” (Lumen gentium, 35), como el Concilio
Vaticano II define a quienes, basándose en la fe, se preocupan como ustedes del
presente y del futuro. En sus ambientes de trabajo defienden con entusiasmo la
causa de la fe y de la Iglesia, algo que verdaderamente –como sabemos– no es
siempre fácil en el tiempo actual.
Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un
creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de
la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia?
¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras,
para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?
A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según
ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: Usted
y yo.
Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la
Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la
jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los
bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay
motivos para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la
comunidad de los creyentes en su conjunto están llamados a una conversión
continua.
¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata tal
vez de una renovación como la que emprende, por ejemplo, un propietario
mediante la reestructuración o pintura de su edificio? ¿O acaso se trata de una
corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y expeditivo
un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia, y aquí no
podemos afrontarlos todos. Pero por lo que se refiere al motivo fundamental del
cambio, éste consiste en la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia
misma.
En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a
esta misión. Los tres Evangelios sinópticos destacan distintos aspectos del
envío a la misión: la misión se basa ante todo en una experiencia personal:
“Vosotros sois testigos” (Lc 24, 48); se expresa en relaciones:
“Haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19); trasmite un
mensaje universal: “Proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,
15).
Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del
mundo, este testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y
relativizado el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI,
“trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que ella
se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se
aproxima” (Carta encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión,
deberá continuamente también tomar distancias respecto a su entorno, deberá,
por decirlo así, desligarse del mundo.
En efecto, la misión de la
Iglesia se deriva del misterio del Dios uno y trino, del misterio de su amor
creador. Y el amor no está presente en Dios sólo de un modo cualquiera: Él
mismo lo es, es por su naturaleza amor. Y el amor de Dios no quiere
quedarse aislado en sí mismo, sino que por su naturaleza quiere difundirse. En
la Encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, este amor ha alcanzado a la
humanidad – esto es, a nosotros – de modo particular; y esto por el hecho de
que Cristo, el Hijo de Dios, ha salido, por decirlo así, de la esfera de su ser
Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre; no sólo para ratificar al mundo
en su ser terrenal, y ser para él como un mero acompañante que lo deja tal como
es, sino para transformarlo. Del evento cristológico forma parte algo
incomprensible, pues incluye –como dicen los Padres de la Iglesia– un sacrum commercium, un
intercambio entre Dios y los hombres. Los Padres lo explican del modo
siguiente: nosotros no tenemos nada que podríamos dar a Dios; sólo podemos
poner ante Él nuestro pecado. Y Él lo acoge, lo asume como propio y nos da a
cambio a sí mismo y su gloria.
Se trata de un intercambio
verdaderamente desigual, que se lleva a cabo en la vida y la pasión de Cristo.
Él se hace pecador, toma sobre sí el pecado, asume lo que es nuestro y nos da
lo que es suyo. Pero después, en el desarrollo del pensamiento y de la vida a
la luz de la fe, se ha ido aclarando que nosotros no le damos sólo el pecado,
sino que Él nos ha dado la capacidad; desde lo íntimo nos da la fuerza de darle
también algo positivo, nuestro amor, de entregarle la humanidad en sentido
positivo.
Naturalmente, está claro que
únicamente gracias a la generosidad de Dios el hombre, el mendicante que recibe
la riqueza divina, puede no obstante dar también algo a Dios; Dios hace que el
don nos sea soportable haciéndonos capaces de convertirnos en quienes pueden
darle algo.
La Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada
por sí misma ante Aquel que la ha fundado, de modo que se pudiera decir: ¡La
hemos hecho muy bien! Su sentido consiste en ser instrumento de la redención,
en dejarse impregnar por la Palabra de Dios y en introducir al mundo en la
unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge en la atención condescendiente
del Redentor para con los hombres. Cuando es realmente Ella misma, está siempre
en movimiento, debe ponerse constantemente al servicio de la misión que ha
recibido del Señor. Por eso debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones
del mundo, del cual ella precisamente forma parte, dedicarse sin reservas a
estas preocupaciones, para continuar y hacer presente el intercambio sagrado
que comenzó con la Encarnación.
En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin
embargo, también una tendencia contraria, es decir, la de una Iglesia satisfecha de sí
misma, que se acomoda en este mundo, es autosuficiente y se adapta a los
criterios del mundo. Así, no es raro que dé mayor importancia a la organización
y a la institucionalización, que no a su llamada de estar abierta a Dios y a
abrir el mundo hacia el prójimo.
Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe hacer una y otra vez el esfuerzo
de desprenderse de esta secularización suya y volver a estar de nuevo abierta a
Dios. Con esto sigue las palabras de Jesús: “No son del mundo, como
tampoco yo soy del mundo” (Jn 17,16), y es precisamente así como Él
se entrega al mundo. En cierto sentido, la historia viene en ayuda de la
Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido en
modo esencial a su purificación y reforma interior.
En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en
expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas
similares– han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de
formas mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a
abrazar plenamente su pobreza terrena. De este modo, comparte el destino de la
tribu de Leví que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la única
tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino que, como parte de la
herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y
sus signos. La Iglesia compartía en aquellos momentos históricos con esta tribu
la exigencia de una pobreza que se abría hacia el mundo, para separarse de sus
lazos materiales, y de este modo también su obra misionera volvía a ser
creíble.
Los ejemplos históricos
muestran que el testimonio misionero de la Iglesia desprendida del mundo
resulta más claro. Liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la
Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo
entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con
más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del
prójimo. La tarea misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería
determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible.
La Iglesia se abre al mundo, no
para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias
pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y
conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín:
Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que
está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi
verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la
Iglesia, queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede
realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado.
No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la
Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la
plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy,
sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente
precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando
lo que sólo aparentemente es fe, pero que en realidad no es más que convención
y costumbre.
Digámoslo con otras palabras: para el hombre, la fe cristiana es
siempre un escándalo, y no sólo en nuestro tiempo. Creer que el Dios eterno se
preocupa de los seres humanos, que nos conoce; que el Inasequible se ha
convertido en un determinado momento y lugar en accesible; que el Inmortal ha
sufrido y muerto en la cruz; que a los mortales se nos haya prometido la
resurrección y la vida eterna; para nosotros los hombres, creer todo esto es
sin duda una auténtica osadía.
Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular
el cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido recientemente por los
dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una situación
peligrosa cuando estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario
de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; esto es, cuando esconden la verdadera
exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.
Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de
buscar el verdadero distanciamiento del mundo, de desprenderse con audacia de lo que hay de mundano en la Iglesia.
Naturalmente, esto no quiere decir retirarse del mundo, es más bien lo
contrario. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de
comunicar a los hombres –tanto a los que sufren como a quienes los ayudan–,
precisamente también en el ámbito social y caritativo, la particular fuerza
vital de la fe cristiana. “Para la Iglesia, la caridad no es una especie de
actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que
pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia
esencia” (Carta encíclica Deus caritas est, 25).
Ciertamente, también las obras
caritativas de la Iglesia deben prestar una atención constante a la exigencia
de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un creciente
alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Sólo la profunda relación con
Dios hace posible una plena atención al hombre, del mismo modo que sin una
atención al prójimo se empobrece la relación con Dios.
Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto
para la Iglesia desligada del mundo testimoniar, según el Evangelio, con
palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del amor de Dios. Esta tarea, además, nos remite
más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto, incluye la relación
con la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad de la
Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al mismo tiempo lo
más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos que el darse a
sí mismo.
Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la
bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada uno en
su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y testimoniar el amor de
Dios y su misericordia. Gracias por su atención.
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