“Visibile
ad invisibile ordinetur eique subordinetur”
("Lo visible ordenado y subordinado a lo invisible)
(Sacrosanctum
Concilium, 2).
El suave susurro, el manso y
sereno silbo del Misterio, fue ahogado por la estridencia de lo que se nos
había tornado una obsesión: explicarlo todo...
“Hay cosas que sólo se perciben a media luz”.
La
frase pertenece a una de esas novelas intensas del inmenso Tolstoi:
Resurrección. Aunque cabe decir, sin riesgo a estar exagerando, que la máxima
resuena como un pedal de fondo de la Literatura occidental completa.
Cambiándole apenas una o dos palabras, puede estar en boca del Zorro del
Principito, del Padre Brown de Chesterton, de algún cura borracho de Graham
Green, en un poema de Dante, Rilke o Claudel
.
La penumbra, el entrevelamiento, no sólo como clima o atmósfera, sino también
como una táctica cognitiva para acceder a ciertas realidades a las que ni la
nocturna oscuridad, ni la estridencia cenital favorecen.
¿A
qué me refiero con “ciertas” realidades?
A todo aquello que es más de lo que es.
Es decir, que cuenta con un frente y un fondo; cálido y frondoso traspatio al
que no se accede más que desde el prolijo frente.
Claro, en verdad de todo lo real podemos decir que cuenta con forma y figura
hasta la sepultura... pero hay cosas y cosas. O mejorado: hay traspatios y
traspatios.
Fácil es sospechar las razones por las que la oscuridad entorpece el acceso.
Pero, ¿qué daño puede infligirle el mezzogiorno? Titila el cursor mientras me
debato entre dar la fatigosa explicación filosófica o decirlo en sombras... Tal
vez de entre las cosas que sólo se perciben a media luz esté la misma
explicación de que hayan cosas que sólo se perciben a media luz...
Pues digamos entonces tan sólo que la luz meridiana, esa de la hora sin sombras,
desluce por completo el encanto del traspatio en juego.
Un niño soplando un panadero; un anciano absorto en sus propias manos,
hamacándose al crepúsculo; el asombro ante un regalo inmerecido; un potrillo en
la punta de un cerro mirando quedo el planeo de aguiluchos; el aroma a tierra
mojada y el dominó de recuerdos que destraba; la henchida gota de lluvia
colgada del alambrado; el extraño silencio previo a una nevada... son más que
eso. Y a ese “más” sólo se accede a media luz. O mejor, ese “más” sólo esplende
a trasluz.
Bien.
Y yo proclamo, sin más preámbulos: el Cristo viviente, Señor y Dios nuestro,
presente y presenciable en medio de nosotros, es una de esas “cosas” que sólo
lucen a media luz.
Pero
retrocedamos algunos casilleros para tomar envión desde el terreno firme de las
rocosas verdades teológicas.
Dios, Realidad infinita, ha resuelto darse a conocer. Y no parcialmente sino
del todo. Todo Dios cognoscible en la Carne de Uno de la Trinidad.
Este desafío divino no es menor. ¿Cómo hacer para que este Universal concreto,
Infinito preciso, sea “entregable” de un modo completo y cabal a la percepción
del diminuto microbio humano? Para san Juan Damasceno, por ejemplo, no hay
milagro más grande que éste. Y dirá, hablando de la deslumbrante Transfiguración
en el Tabor, que ese episodio es de algún modo el intervalo, la escueta
interrupción del auténtico milagro, que es el del resto de la vida oculta y
pública de Cristo: el milagro continuo de lograr conservar en serena opacidad
el indomable refulgir de su flamígera condición divina.
Y
Dios, en su asombroso ingenio, le puso nombre a este milagro continuo: se
llamará Misterio.
¿Qué es el Misterio? No es lo recóndito, lo inaccesible, la recámara secreta
intratrinitaria donde Dios custodia bajo siete llaves ciertas intimidades
divinas que no está dispuesto a revelar. No. Misterio es la salvífica Voluntad
divina resuelta a darnos a conocer el bagaje completo de su Ser, sin recortes
ni censuras.
Lo que sí: “comprimido”. Es —nos guste o no— el único formato factible.
A esta increíble y asombrosa compresión de información —inevitable para hacer
posible la transferencia de datos al diminuto disco humano— se le ha llamado en
la Escritura y la Tradición: “el Misterio”. Invalorable destreza divina que
hace capaz de apretar el Océano completo en un dedal sin dejar en la cuenca una
sola gota.
Y
acá entra en escena una de las confusiones más ramplonas en que se ha enredado
nuestra generación eclesial.
Y es considerar como sosias del misterio, lo misterioso.
Minúsculo malentendido (parvus error in principio), que se tornó con las
décadas descontroladamente inmenso (magnus in fine).
La raíz del malentendido es evidente: un mal ejercicio de etimología. Pero
también —convengamos— por rozarse ambos conceptos en cierto segmento. Veamos.
Lo
misterioso dice secreto. Alude de algún modo a una intención de ocultamiento, a
un querer esconder, a una privación deliberada de divulgación. Lo misterioso,
por tanto, es lo contrario a lo transparente, a lo diáfano, límpido y franco.
Pero lo diáfano, límpido y franco son características propias del Misterio, que
es —digámoslo una vez más— la genuina e ingenua, cristalina y abierta expresión
de un Dios sin disimulos. Lo que ocurre es que el Misterio es una realidad
infinita, y por eso mismo, sin contornos; y por eso mismo, inasible. Es un
objeto sin fondo. Y en esto es que se acerca al concepto de misterioso. Pues,
al igual que éste, no se termina de conocer. Pero a diferencia abrupta con
éste, tal fenómeno se da no en virtud de una intención de ocultamiento por
parte del sujeto sino en virtud de lo ilimitado del objeto.
Lo
misterioso encripta deliberadamente su diminuto objeto.
El Misterio expone abiertamente[1] su inmensidad.
“Os
he dado a conocer Todo...” dice el Señor (Jn 15,15). Pero este “Todo”
eficazmente entregado, precisa de un delicado “descompresor” que complete el
milagro y haga contundentemente posible que el Hombre conozca a Dios.
Y a esto es que llamamos —con la complicidad de todas las artes bellas— la
insustituible “media luz”.
La media luz, como un demorado goteo de cristales, derrama suavemente las
gigantescas Verdades divinas, en el inerme y minúsculo corazón humano, cual si
fueran levísimas hojas de otoño zigzagueando su cauto aterrizaje.
El
Misterio —ampliando la gama de analogías— es como la belleza con que un niño
puede ser candoroso, transparente y tan a la vez tímido y callado. La franqueza
de ese niño equidista notablemente del desvergonzado y desinhibido farabute,
cuanto del chico raro y retorcido, intrigante y rebuscado, cargado de oscuros
secretos y mentiras.
El Misterio, como luna llena de Pascua, equidista en su estilo lumínico tanto
de la estridencia solar como de la noche cerrada.
El Misterio, como dice el Señor, es la pascua del ver: “me verán... me dejarán
de ver... me volverán a ver” (Jn 16,16).
*****
El Concilio, en su acorde inicial (SC 1), blanqueando de entrada su nítido y
límpido propósito de incrementar, vigorizar (áugere) la vida de los cristianos,
decide arrancar por una punta crucial: la Liturgia de la Iglesia, a fin de
desempolvarla [2] y promoverla en orden a este “áugere”. Y dirá sin dilaciones
que el meollo, la brújula, para ejecutar este “instaurandam atque fovendam”
consistirá en repensar cómo expresar el Misterio, que es “Mysterium Christi”.
Desglosado un poco, pormenorizan los Padres conciliares: cómo expresar esa
maravillosa tensión paradojal entre lo humano y lo divino de la Iglesia, que
también es en sí misma Misterio; cómo expresar y articular la plena dependencia
y referencia de lo visible —que abunda en su fisonomía terrena— al orden
invisible, al cual se ordena y subordina [3] como lo hace lo humano respecto a
lo divino, su presencia terrenal respecto a la Jerusalén Celestial.
Cómo —diríamos desde lo ya dicho— descomprimir correctamente el Misterio en el
corazón del hombre de hoy. Procurando evitar los dos fracasos posibles: que
falle el proceso y el destinatario se quede con un “punto rar” absolutamente
ininteligible; o bien, que se descomprima correctamente, pero el desopilante
peso destroce el disco, y se cuelgue todo y este pobre hombre se quede sin
revelación ni sistema.
Prosaica
analogía me ha salido. Volvamos más bien a la analogía estética, pues desde la
Belleza se entiende bastante mejor cómo es esto de velar y revelar en graciosa
y lúdica dinámica. O bajemos, mejor aún, a los hechos contundentes...
¿Qué
distingue al “Ecce quam bonum” del “Toma mi mano hermano”, o el “Ubi Caritas”
del “Como Cristo nos amó”? ¿Tan sólo –más allá del idioma- un detalle de
estilo, de ritmo musical?
No. Hay algo “más”. Y este plus es la media luz, la penumbra en que lo sacro se
revela y vela a la vez, en un inatrapable juego de amor, que nos deja
“pagando”; que deja al alma —diría fray Juan, en preciosa onomatopeya— en un no
sé qué que queda balbuciendo.
La
confundida pretensión pastoral de los años setenta, afanada en “echar luz”
sobre el Misterio, a fin de sacarlo del supuesto oscurantismo en que la Iglesia
vieja encriptaba las verdades de la fe, fracasó.
Los polvos del oscurantismo se tornaron lodos iluministas. Y —como remataría
Jesús— el final de ese hombre fue peor que al principio...
¿Qué pasó?
Prendimos todas las reflectoras que encontramos a mano sobre el inerme ícono de
Cristo. Buscando —ciertamente, y valga decirlo con todas las letras— ponerlo en
relieve, ofrecerlo sin escatimosos recortes, sin disimulos ni claves, a la
lectura franca, desnuda y abierta de todos fieles.
Pero arruinamos el cometido.
Lo saturamos de luz y le rompimos el encanto. Sí, dije bien: el encanto.
Pues se trata de eso: de un encantamiento que ejerce el Misterio cuando se le
permite manifestarse por sí mismo, sin iluminación artificial, sin traductores
simultáneos, ni subtitulados, ni comentadores ni aclaradores.
Como le dice Lewis a Malcolm, cuando la descripción (del Misterio) cobra la
forma de algo minuciosamente bueno y logrado, se torna inexorablemente falsa.
Y
algo de esto nos pasó.
El suave susurro, el manso y sereno silbo del Misterio, fue ahogado por la
estridencia de lo que se nos había tornado una obsesión: explicarlo todo.
¡No lo aclares
que oscurece! parece suplicarnos hoy el Misterio mismo, cuando
interferimos su estilo comunicacional, su exquisita “media luz”. Pues no se
cumple en esto lo del dicho popular: lo que abunda no daña. Aquí, lo que sobra,
estorba. El exceso no es un simple desecho prescindible, sino que genera su
efecto contrario. Como el confianzudo genera desconfianza; como el pacifista
desata agresividad; como el exceso de ruido deja sordo y el silencio dilata la
capacidad auditiva.
Así, quien procurando alejarse de una religión mistérica, oscurantista,
iniciática, promueve un acercamiento excesivo al Misterio, un acostumbramiento,
una desmedida “familiaridad”... corre el riesgo de que se le cumpla el Evangelio
(Mc 6,1-6).
Jesús
es taxativo: nadie es profeta en su tierra. Lo interesante y no siempre
reparado es que el impedimento no es coyuntural. Esta imposibilidad de hacer
milagros en Nazareth no obedece a una obstinación puntual y casual de los
nazarenos de turno. De ahí que el Señor traiga a colación la inexorable
profecía. La excesiva familiaridad no
favorece la fe de nadie; no favorece —objetivamente— el acceso al Misterio.
El
misterio es como la belleza: se da a quien se le acerca en puntas de pie, y se
repliega ante quien la aborda con atropello. El Misterio, al igual que la
Belleza —que es Nombre divino— fascina y cautiva en la sola y justa medida en
que provoca. Y provoca porque se muestra y oculta a la vez. En la misma medida
en que se expone franca y límpidamente, lo expuesto produce la inconfundible
experiencia de haber un “más” siempre inasible, como lo es el horizonte, que
por más que lo corramos, se corre con nosotros. Y esa experiencia de haber
siempre un “más” inatrapable... cautiva, encanta, nos mantiene en vilo,
atónitos, enamorados.
Quien, en medio de este proceso, nos prenda abruptamente la luz, nos quiebra el
clima y nos arruina el encuentro.
Y
me pregunto demorado: eso que la penumbra es a la visión, ¿qué será respecto a
la escucha? Pues hay un hablar y un callar; tajantes ambos. ¿Pero qué se dice
del orden del verbal cuando éste logra instalarse en ese umbral de bronces y
cobres de aurora? San Benito dedica un capítulo entero a este tópico: De Taciturnitate. Y sí, es eso mismo:
el taciturno no es ni el mudo ni el locuaz. Es el que habla, piensa y hasta
reza “a media voz”. Como contempla “a media luz”.
En
esto anda la Iglesia. Procurando reencontrarse con la mistagogía.
Para
restituir el encantamiento perdido.
Sí: perdido. No es bueno engañarnos más en esto.
Así como le hace daño al país el autismo del gobierno negando la inflación,
negando haber equivocado el rumbo, y trastocando los números del Indec; tampoco
en la Iglesia nos sienta bien insistir en una supuesta “primavera” en que
fructificaría el Concilio, cuando en el año 50 iban a Misa 13 millones de
católicos y hoy sólo van un millón setecientos mil...
Algo pasó. Algo hicimos mal.
Y si bien difícilmente ese “algo” admita el singular y sea un complejo
conglomerado de asuntos, me atrevo a ubicar en la cumbre del ranking a esta
cuestión: desencantamos el Misterio, cuyo poder de fascinación corría
enteramente por cuenta propia. Queriendo aclararlo, lo oscurecimos todo.
Si
hay un camino de retorno —como estaba abocado a diseñar nuestro amado Papa
Benedicto— éste ha de tener como eje transversal la recuperación del sentido
del Misterio.
Dicho en positivo: nos urge aceitar una auténtica mistagogía.
Dicho en negativo: nos urge acallar a los ruidosos explicadores. Y esto, en
todos los órdenes: al exégeta que quiere apabullarnos y “desencantarnos” la
Lectio divina con su fruncido criticismo histórico, habrá que decirle
—amablemente—: ¡no aclare, que oscurece! Al moralista o director espiritual que
quiere cuadricularnos en tablitas y planillas de cálculo el estado de gracia y pecado
en que nos hallamos, habrá que decirle —insisto: amablemente— ¡no aclare, que
oscurece! Al animador litúrgico, empeñado en atorarnos con sus minuciosos
guiones y carteles, habrá que decirle —con no menor amabilidad— ¡no aclare, que
oscurece! E via dicendo...
Y
entonces, cuando todas las nerviosas voces se apacigüen, y las estridentes
luces se entrevelen, y el Misterio desnudo y abierto quede nimbando en sereno
susurro ante el Hombre actual, éste podrá hacer la experiencia que han hecho
todas las generaciones: constatar que Dios no estaba ni en el trueno ni el
huracán, ni en el chirrido de trompetas ni en el tremolar del orbe... sino en
la brisa ligera que vela y desvela la amorosa identidad del Dios auténtico, tan
íntimo y cercano como inatrapable.
Y
entonces, la cosa andará, porque, como dice el Principito: Quand le mystère est
trop impressionnant, on n'ose pas désobéir.
el Athonita
[1]
“Yo he hablado abiertamente al mundo” (Jn 18,20). Este denso adverbio “palam” o
“parresía” admite espantosas traducciones. Lo abierto como modalidad es un modo
muy logrado de decirlo en castellano sin contaminar el concepto con lo
explícito, lo desinhibido o lo exhaustivo. Abierto —cuando de Cielo se trata—
incluye el rasgo de inconcluso.
[2]
Valga acotar que el verbo orfébricamente escogido por los Padres conciliares es
el verbo “instauro” que dice refrescar, restablecer, revitalizar, renovar,
volver al origen; no “reformar” como se suele traducir torpemente.
[3] Visibile ad invisibile ordinetur eique subordinetur (SC 2).