Hacia un acuerdo sobre el "Filioque"
por el Padre Rainiero Cantalamessa
Predicador de la Casa Pontificia y eminente
patrólogo
Meditación
sobre la fe
común de Oriente y Occidente en el Espíritu Santo
1. Tema controversial entre Oriente y Occidente
Durante
siglos, la doctrina de la procesión del Espíritu Santo en el seno de la
Trinidad ha sido el punto de mayor fricción y acusaciones recíprocas entre
Oriente y Occidente, a causa del famoso “Filioque”. Trato de reconstruir el
estado de la cuestión, para valorar mejor la gracia que Dios nos está haciendo
de un acuerdo también sobre este problema espinoso.
La fe de la Iglesia en el Espíritu Santo fue
definida, como se sabe, en el concilio ecuménico de Constantinopla del 381 con
las siguientes palabras: “...y (creemos) en el Espíritu Santo que es Señor y
dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, y con el Hijo recibe una misma
adoración y gloria y que habló por los profetas”i. Mirándolo bien, esta fórmula
contiene la respuesta a las dos preguntas fundamentales sobre el Espíritu
Santo. A la pregunta “¿quién es el Espíritu Santo?”, se responde que es “Señor”
(es decir, pertenece a la esfera del Creador, no de las criaturas), que procede
del Padre y es, en adoración, igual al Padre y al Hijo; a la pregunta “¿qué
hace el Espíritu Santo?”, se responde que “da la vida” (lo que resume toda la
acción santificadora, interior y renovadora del Espíritu) y que “habló por los
profetas” (lo que resume la acción carismática del Espíritu Santo).
A pesar de estos elementos de gran valor, es
necesario decir, aún así, que el artículo refleja un estadio aún provisional,
si no de la fe, al menos de la terminología sobre el Espíritu Santo. La laguna
más evidente es que en ella no se atribuye aún explícitamente al Espíritu Santo
el título de “Dios”. El primero en lamentar esta reticencia fue san Gregorio
Nacianceno que por su cuenta rompió todos los preámbulos escribiendo: “Y bien,
¿el Espíritu es Dios? ¡Ciertamente! ¿Entonces es consustancial (homoùsion)?
Cierto, si es verdad que es Dios”ii.Esta laguna se colmó, de hecho, en la
práctica de la Iglesia, la cual, superados los motivos contingentes que la habían
detenido hasta entonces, no dudó en atribuir al Espíritu Santo el título de
“Dios” y definirlo “consustancial” con el Padre y el Hijo.
Esta no era la única “laguna”. También desde el
punto de vista de la historia de la salvación, debía parecer extraño que la
única obra atribuida al Espíritu fuera la de haber hablado “por los profetas”,
quitando todas sus otras obras y sobre todo su actividad en el Nuevo
Testamento, en la vida de Jesús. También en este caso, el completar la fórmula
dogmática sucede espontáneamente en la vida de la Iglesia, como parece claro
por esta epíclesis de la liturgia llamada de Santiago, donde se le atribuye al
Espíritu también el título de consustancial (en cursiva las frases tomadas del
símbolo):
“Manda… tu santísimo Espíritu, Señor y
vivificador, que sentado contigo, Dios y Padre, y con tu Hijo unigénito; que
reina, consustancial y coeterno. Él ha hablado en la Ley, en los Profetas y en
el Nuevo Testamento; bajó en forma de paloma sobre nuestro Señor Jesucristo en
el río Jordán, descansando en Él, y bajó sobre los santos apóstoles… el día
santo de Pentecostés”iii.
Otro punto, el más importante, sobre el que la fórmula
conciliar no decía nada, era la relación entre el Espíritu Santo y el Hijo y,
en consecuencia, entre cristología y pneumatología. El único apunte en este
sentido consistía en la frase “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María
la Virgen” que probablemente se encontraba ya en el símbolo de fe que el
concilio de Constantinopla adoptó como base de su credo.
Sobre este punto la integración del símbolo
sucede de manera menos unívoca y pacífica. Algunos Padres griegos expresaron la
relación eterna entre el Hijo y el Espíritu Santo, diciendo que el Espíritu
Santo procede del Padre “a través del Hijo”, que es “imagen del Hijo”iv, que
“procede del Padre y recibe del Hijo”, que es el “rayo” que se difunde del sol
(el Padre) a través de su esplendor (el Hijo), la corriente que viene de la
fuente (el Padre) a través del río (el Hijo).
Cuando la discusión sobre el Espíritu Santo pasó
al mundo latino, para expresar esta relación se acuñó la frase según la cual el
Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo”. Las palabras “y del Hijo” en
latín suenan Filioque, y de aquí el sentido con el que se ha sobrecargado esta
palabra en las disputas entre oriente y occidente y las conclusiones
manifiestamente exageradas que, a veces, se han tomado.
Quien formuló primero la idea de que el Espíritu
Santo procede “del Padre y del Hijo” fue san Ambrosio (v). Él no estaba
influenciado por Tertuliano (que no conoce y no cita nunca), sino por las
expresiones apenas recordadas que leía en sus fuente griegas habituales: san
Basilio y también san Atanasio y Dídimo Alejandrino. Todos estos modos de
expresarse destacaban una cierta relación, por lo no aclarado y misterioso,
existente entre el Hijo y el Espíritu Santo, en su origen común en el Padre. Si
“a través del Hijo” quiere decir algo, este “algo” es lo que Ambrosio (quien
ignora, como todos los latino, la sutil distinción que existe en griego entre
“provenir”, ekporeuesthai, y “proceder”, proienai) intentó expresar con la
expresión “y del Hijo”.
San Agustín ha dado a la expresión “del Padre y
del Hijo” (en él no está aún la expresión literal Filioque) la justificación
teológica que ha caracterizado, a continuación, toda la pneumatología latina.
Él usa expresiones muy matizadas y no coloca al Padre y al Hijo sobre la misma
línea, en lo relacionado con el Espíritu Santo, como aparece en la bien
conocida afirmación: “El Espíritu Santo primariamente procede del Padre (de
Patre principaliter) y, por el don que el Padre hace al Hijo, sin ningún
intervalo de tiempo, de ambos al mismo tiempo” (vi).
Esta doctrina, además de muchos pasajes del Nuevo
Testamento (“Todo lo que el Padre posee es mío”, “Él (el Paráclito) tomará de
lo mío), era exigida por su concepción de las relaciones trinitarias como
relaciones basadas en el amor. Ésta permitía también resolver una objeción que
quedaba siempre sin respuesta: ¿qué parte de sí mismo no había expresado por
entero aún el Padre en la generación del Hijo, para justificar una segunda
operación trinitaria? ¿Qué distingue la procesión del Espíritu Santo de la
generación del Verbo?
Quien acuñó la expresión literal Filioque para
indicar la procesión “del Padre y del Hijo”, fue Fulgencio de Ruspe que,
también en otros casos, ha endurecido fórmulas precedentes, aún elásticas, de
la teología latina (vii) . Él silenció la aclaración de Agustín, según la cual
el Espíritu Santo procede “principalmente” del Padre, e insiste sin embargo en
decir que “procede del Hijo como (sicut) procede del Padre”, “enteramente
(totus) dal Padre y enteramente del Figlio”, nivelando así las dos relaciones
de origen (viii). Es en esta versión indiferenciada que la doctrina de la
procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo entrará en las definiciones
eclesiales, a partir del III Concilio de Toledo del 589 (ix).
Hasta que permaneció a este nivel, la cosa no
despertó protestas por parte de los orientales. En el año 809 tuvo lugar en
Aquisgrán, por deseo de Carlo Magno, un sínodo para patrocinar la introducción
del Filioque en el símbolo Niceno - Constantinopolitano que se comenzaba, en
algunas iglesias, a cantar en la Misa. El emperador, más que por convicciones
personales teológicas, era movido por el deseo de dar una justificación también
doctrinal a su política de emancipación del imperio de Oriente.
Al concluir el concilio, una delegación del
emperador fue a Roma, a ver al papa León III, para que adhiriera a la causa del
emperador. Sin embargo, a pesar de que compartía plenamente la doctrina del
Filioque, el Papa consideraba inoportuna su introducción en el símbolo y
mantuvo con firmeza su decisiónx. En esto él seguía la misma línea de actuación
seguida por la Iglesia griega, donde había existido, como hemos visto,
importantes integraciones y profundizaciones del artículosobre el Espíritu
Santo, sin por ello tener que cambiar el texto del símbolo. Sin embargo, ante
una nueva presión del emperador Enrique II de Alemania, en el 1014, el papa
Benedicto VIII aceptó que la palabra Filioque fuera introducida también en la
recitación litúrgica del credo, suscitando a continuación, las justas recriminaciones
del oriente ortodoxo
Hoy, en el clima de diálogo y mutua estima que se
busca establecer entre Ortodoxos e Iglesia católica, este problema no parece
ser un obstáculo insuperable para la plena comunión. Calificados representantes
de la teología ortodoxa están dispuestos a reconocer, con ciertas condiciones,
la legitimidad de la doctrina latina. Veamos como el teólogo Johannes Zizioulas
expone tales condiciones:
“La regla de oro tiene que ser la interpretación
que daba san Máximo Confesor de la pneumatología latina o sea: profesando la
doctrina del Filioque, los hermanos occidentales no quieren introducir una
segunda causa (aition) en Dios fuera del Padre, de otra parte el rol
intermediario del Hijo en el origen del Espíritu no tiene que ser limitado a la
divina economía, sino que se refiere también a la naturaleza divina. Si Oriente
y Occidente están dispuestos en nuestro tiempo a ambos hacer suyos estos dos
puntos de san Máximo, esto ofrecería una base suficiente para el acercamiento
de las dos tradiciones”(xi)
.
Con estas palabras se mantiene la posición
ortodoxa de que el Padre es la única causa “no causada” de la procesión del
Espíritu Santo: lo que no es incompatible con la posición anteriormente
expuesta de Agustín; de otra parte se reconoce la validez del punto de vista de
los latinos de atribuir al Hijo un rol activo en la procesión eterna del
Espíritu Santo del Padre, aunque no se comparte su precisación “como de un solo
principio” (tamquam ex uno principio).
El Catecismo de la Iglesia Católica habla, al
respecto, de una “legítima complementariedad que si bien no se ha vuelto
rígida, no impide la identidad de la fe en la realidad del misterio” (xii). En
la misma línea se expresa un documento del Pontificio Consejo para la Unidad de
los Cristianos, del 1995, solicitado por el papa Juan Pablo II y positivamente
acogido por exponentes de la teología ortodoxaxiii. Como signo de esta voluntad
de reconciliación, el mismo Juan Pablo II inició la práctica de omitir el
añadido Filioque “y del Hijo”, en ciertas celebraciones ecuménicas en San Pedro
y en otros lugares, en los que se proclamaba el credo en latín.
2. Hacia
una nueva síntesis
Como siempre,
cuando el diálogo es realizado realmente “en el Espíritu”, no se limita a
allanar las dificultades del pasado, sino que abre nuevas perspectivas. La
novedad más grande en la pneumatología actual no consiste solamente en
encontrar un acuerdo sobre el Filioque, sino en partir nuevamente desde la
Escritura en vista de una nueva síntesis más amplia y con una espectro de
preguntas menos condicionado por la historia pasada.
De esta relectura, ya iniciada tiempo atrás, ha
surgido un dato preciso: el Espíritu Santo, en la historia de la salvación, no
es enviado solo por el Hijo, sino que también es enviado sobre el Hijo; el Hijo
no es solo el que da al Espíritu, sino también el que lo recibe. El momento en
el cual se pasa de una a otra fase de la historia de la salvación, de Jesús que
recibe al Espíritu Santo a Jesús que envía al Espíritu, está constituido por el
acontecimiento de la Cruz (xiv).
En el documento del Pontificio Consejo para la Unidad
de los cristianos, ya mencionado, encontramos un hermoso texto que resume todas
estas intervenciones del Espíritu “sobre” Jesús: en el nacimiento, en el
bautismo, en el ofrecerse en sacrificio al Padre (Hb 9,14), en su
resurrecciónxv. Esta relación de reciprocidad que se encuentra en el plano
histórico no puede dejar de reflejar, de alguna manera, la relación existente
en la Trinidad. El mismo documento recordado llega a la siguiente conclusión:
“El rol del Espíritu en lo más íntimo de la
existencia humana del Hijo de Dios brota de una relación trinitaria eterna para
la cual el Espíritu, en su misterio de don de amor, caracteriza la relación
entre el Padre fuente del amor y el Hijo predilecto” (xvi).
¿Pero cómo concebir esta reciprocidad en el ámbito
trinitario? Es este el panorama que se abre a la reflexión actual de la
teología del Espíritu. La cosa que anima es que en esta dirección se están
moviendo juntas, en un diálogo fraterno y constructivo, teólogos de todas las
grandes Iglesias cristianas: ortodoxa, católica y protestante. Uno de los
puntos clave en los que se movía (y por los que estaba condicionada) la
reflexión de los Padres, y en particular de Agustín, fue la falta de reciprocidad
entre el Espíritu Santo y las otras dos personas divinas. Podemos llamar,
decían, al Espíritu Santo “Espíritu del Padre”, pero no podemos llamar al Padre
“Padre del Espíritu”; podemos llamar al Espíritu Santo “Espíritu del Hijo”,
pero no podemos llamar al Hijo “Hijo del Espíritu” (xvii).
Este es el punto en el que se intenta hoy superar
la dificultad. Es verdad que no podemos llamar a Dios “Padre del Espíritu”,
pero lo podemos llamar “Padre en el Espíritu”; es verdad que no podemos llamar
al Hijo “Hijo del Espíritu”, pero podemos llamarlo “Hijo en el Espíritu”. La
preposición usada en la Escritura para hablar del Espíritu Santo no es “desde”,
sino “en”; es “en el Espíritu” que Cristo grita Abba en la tierra (cfr. Lc 10,
21). Si admitimos que esto que sucede en la historia es un reflejo de lo que
sucede eternamente en la Trinidad, tenemos que concluir que es “en el Espíritu”
que el Hijo pronuncia su Abba eterno en la generación del Padrexviii. El
teólogo ortodoxo Olivier Clément ha anticipado esta conclusión diciendo que “El
Hijo nace del Padre en el Espíritu” (xix).
De todo esto emerge un nuevo modo de concebir las
relaciones trinitarias. El Verbo y el Espíritu proceden simultáneamente del
Padre. Es necesario renunciar a toda idea de precedencia entre los dos, no solo
cronológica, sino también lógica. Como única es la naturaleza que constituye
las tres divinas Personas, también es única la operación que tiene su fuente en
el Padre y que constituye al Padre “Padre, al Hijo “Hijo” y al Espíritu “Espíritu”.
Hijo y Espíritu Santo no deben ser vistos uno después del otro, o uno al lado
del otro, sino “uno en el otro”. Generación y procesión no son “dos actos
separados”, sino dos aspectos, o dos resultados, de un único acto (xx).
¿Cómo concebir y expresar este acto abismal del
que florece, en conjunto, la rosa mística de la Trinidad? Estamos ante el
núcleo más íntimo del misterio trinitario que se sitúa más allá de cualquier
concepto y analogía humana. Muy sugestiva me parece la indicación ofrecida, a
este propósito, por el mismo teólogo ortodoxo Olivier Clément. Él habla de una
“unción eterna” del Hijo por parte del Padre mediante el Espírituxxi. Esta
intuición tiene un sólido fundamento patrístico en la fórmula “ungente, ungido
y unción” usada en la más antigua teología de los Padres. San Ireneo había
escrito:
“En el nombre de 'Cristo' se suponen uno que
ungió, el que fue ungido y la unción misma con que fue ungido. En efecto, lo
ungió el Padre y el Hijo fue ungido, en el Espíritu Santo que es la unción” (xxii).
San Basilio tomó literalmente esta afirmación,
repetida a su vez por san Ambrosio (xxiii). En el origen, se refería
directamente a la unción histórica de Jesús en su bautismo del Jordán.
Sucesivamente, esta unción fue considerada realizada al momento de la encarnación
(xxiv); pero ya en la época de los Padres se comenzó a volver hacia atrás.
Justino, Ireneo, Orígenes habían hablado de una “unción cósmica” del Verbo, es
decir, de una unción que el Padre confiere al Verbo en vista de la creación del
mundo, en cuanto “por medio suyo el Padre ha ungido y dispuesto cada cosa” (xxv).
Eusebio de Cesarea va aún más allá, viendo
realizada la unción en el momento mismo de la generación: “La unción consiste
en la generación misma del Verbo, por la cual el Espíritu del Padre pasa al
Hijo, a manera de fragancia divina” (xxvi). Más autorizada es la opinión de san
Gregorio de Nisa que dedica un capítulo entero a ilustrar la unción del Verbo a
través del Espíritu Santo, en su generación eterna del Padre. Él asume que el
nombre “Cristo”, el Ungido, pertenece al Hijo desde la eternidad:
“El óleo de la alegría tiene el poder del Espíritu
Santo, con el que Dios está ungido por Dios, así el unigénito está ungido por
el Padre... Como el justo no puede ser a la vez injusto, así el ungido no puede
no estar ungido. Ahora el que nunca está no-ungido, es ciertamente el ungido
desde siempre. Y cualquiera tiene que admitir que el que unge es el Padre y el
ungüento es el Espíritu Santo” (xxvii).
La imagen de la unción (porque se trata siempre de
una imagen) añade algo nuevo que no es expresado por la imagen más habitual de
la espiración. En Occidente, es habitual repetir que el Espíritu se llama así
porque es espirado y espira. En esta visión, el Espíritu Santo desempeña un
papel “activo” sólo fuera de la Trinidad, ya que inspira las Escrituras, los
profetas, los santos, etc., mientras que en la Trinidad tendría sólo la
cualidad pasiva de ser espirado por el Padre y el Hijo.
Esta ausencia de un papel activo del Espíritu
dentro de la Trinidad, considerada quizás la mayor laguna de la pneumatología
tradicional, se supera de esta manera. De hecho, si se reconoce al Hijo un
papel activo en relación con el Espíritu, expresado por la imagen de la
espiración, también se reconoce un papel activo del Espíritu Santo en relación
con el Hijo, expresado por la imagen de la unción. No se puede decir, del
Verbo, que es “el Hijo del Espíritu Santo”, pero se puede decir de él que es
“el Ungido del Espíritu”.
3. El Espíritu de verdad y el Espíritu de caridad
La renovada escucha de las Escrituras permite
constatar, incluso desde otro punto de vista, la complementariedad de los dos
pneumatologías, oriental y occidental. Se observó, en el ámbito del mismo Nuevo
Testamento, un mayor énfasis, por parte de Juan, del "Espíritu de
verdad" y, por parte de Pablo, del “Espíritu de caridad” (xxviii).“Espíritu
de verdad”, en el Cuarto Evangelio, es otro nombre del Paráclito (Jn 14,
16-17); los adoradores del Padre deben adorarlo “en Espíritu y en verdad”; él
lleva “a toda la verdad”; su unción “da la ciencia y enseña todas las cosas” (1
Jn 2, 20.27). Para Pablo, sin embargo, el efecto principal del Espíritu es
“derramar el amor” en los corazones; fruto del Espíritu es “amor, alegría y
paz” (Ga 5, 21); el amor constituye “la ley del Espíritu” (Rm 8, 2), el amor es
“el mejor camino”, el don del Espíritu Santo más grande de todos (cfr. 1 Co 12,
31).
Como sucedió con la doctrina sobre Cristo, también
esta diferente acentuación sobre el Espíritu Santo permanece en la tradición,
y, una vez más, Oriente refleja mayormente la perspectiva juaniana y Occidente
la paulina. La pneumatología ortodoxa dio mayor relevancia al Espíritu luz, y
la latina al Espíritu amor. Esta diversidad está clarísima, en todo caso, en
las dos obras que más han influido en el desarrollo de sus respectivas
teologías del Espíritu Santo. En el tratado Sobre el Espíritu Santo de san
Basilio, no juega ningún papel el tema del Espíritu amor, mientras que
desempeña uno central el tema del Espíritu “luz inteligible” (xxix); en el
tratado Sobre la Trinidad de san Agustín, no juega ningún rol el tema del
Espíritu luz, mientras sabemos que desempeña uno central el del Espíritu como
amor.
La luz, con los fenómenos que normalmente la
acompañan (la transfiguración de la persona y su completa inmersión interior y
exterior en la luz) es el elemento más constante entre los orientales, en la
mística del Espíritu Santo. “¡Ven, oh luz verdadera!”, son las primeras
palabras de una oración al Espíritu Santo de san Simeón el Nuevo Teólogo (xxx).También
la famosa “luz tabórica”, que tanta importancia tiene en la espiritualidad y la
iconografía oriental, está íntimamente vinculada al Espíritu Santo (xxxi). Un
texto del oficio ortodoxo dice que, en el día de Pentecostés, “gracias al
Espíritu Santo, el mundo entero recibió un bautismo de luz” (xxxii).
Concluyo con un pensamiento de san Agustín sobre
el Espíritu de amor que, aplicado en las relaciones entre las diversas
Iglesias, haría dar un paso decisivo hacia la unidad de los cristianos.
Comentando la doctrina de san Pablo en 1 Corintios 12, sobre los carismas, san
Agustín hace esta reflexión. Al oír nombrar todos esos maravillosos carismas
(profecía, sabiduría, discernimiento, sanaciones, lenguas), alguien podría
sentirse triste y excluido, porque piensa que él no posee nada de todo esto.
Pero cuidado, prosigue el santo,
“Si amas, no es poco lo que posees. En efecto,
si amas la unidad, todo lo que de ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú
también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la
envidia, es mío lo que tú posees. La envidia separa, la caridad une. Solo el
ojo en el cuerpo tiene la facultad de ver, pero ¿acaso el ojo ve solo para sí
mismo? No, él ve por la mano, por el pie y por todos los miembros... Solo la
mano actúa en el cuerpo; pero ésta no actúa solo para sí, actúa también para el
ojo. Si está a punto de recibir un golpe que no está dirigido a la mano sino al
rostro, ¿dice quizás la mano: 'No me muevo, porque el golpe no está dirigido a
mí'?” (xxxiii).
Este es el secreto de por qué la caridad es “el
camino más excelente” (1 Co 12, 31): me hace amar al cuerpo de Cristo, o a la
comunidad en la que vivo, y en la unidad todos los carismas, no solo algunos,
son “míos”. La caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de
uno el carisma de todos. Es suficiente con no hacer de sí mismos, sino de
Cristo, el centro de interés; no querer “vivir para sí, sino para el Señor”,
como dice el Apóstol (Rm 14, 7-8).
Aplicado a las relaciones entre las dos Iglesias,
la oriental y la occidental, este principio conduce a mirar lo que cada una
tiene diferente de la otra, no como un error o una amenaza, sino para
regocijarse como un tesoro para todos. Aplicado a nuestras relaciones diarias,
dentro de la misma Iglesia o de la comunidad en la que vivimos, ayuda a superar
los sentimientos naturales de frustración, de rivalidad y de celos.
“Bienaventurado aquel siervo -escribe san Francisco de Asís- que no se exalta
(yo añado: y no se regocija) más del bien que el Señor dice y obra por medio de
él, que del que dice y obra por medio de otro”xxxiv. Que el Espíritu Santo nos
ayude a dirigirnos por este camino exigente, pero al que se le han prometido
los frutos del Espíritu: el amor, el gozo y la paz.
REFERENCIAS:
i DS, 150.
ii Gregorio Nacianceno, Discursos, XXXI, 10 (PG
36, 144).
iii En A. Hänggi - I. Pahl, Prex Eucharistica,
Friburgo, Suiza, 1968, p. 250.
iv Cfr. Atanasio, Cartas a Serapion I, 24 (PG 26,
585s.); Cirilo de Alejandría, Comentario sobre Juan, XI, 10 (PG 74, 541C); S.
Juan Damasceno, Sobre la fe ortodoxa, I, 13 (PG 94, 856B).
v Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, I, 120
(“Spiritus quoque Sanctus, cum procedit a Patre et a Filio, non separatur”).
vi Agustín, La Trinidad, XV, 26,47.
vii Fulgencio de Ruspe, Epístolas, 14, 21 (CC 91,
p. 411); De fid, 6.54 (CC 91A, pp.716.747) (“Spiritus Sanctus essentialiter de
Patre Filioque procedit”); Liber de Trinitate, passim (CC 91A, pp. 633 ss).
viii Epístolas, 14, 28 (CC 91, p.420).
ix DS, 470. En el símbolo del I Concilio de Toledo
del 400 (DS, 188), Filioque es un añadido posterior.
x Cfr. Monumenta Germaniae Historica. Concilia,
t.II, p.II, 1906, pp. 235-244, y en PL 102, 971-976.
xi J. D.
Zizioulas, The Teaching of the 2nd Ecumenical Council on the Holy Spiriti in
historical and ecumenical perspective, en “Credo in Spiritum Sanctum”, vol. I,
Libreria Editrice Vaticana 1983, p. 54.
xii CIC, n. 248.
xiii Cfr. Les traditions Grecque et Latine
concernant la procession du Saint-Esprit, en “Service d’Information du Conseil
Pontifical pour la promotion de l’unité des Chrétiens”, n. 89, 1995, pp. 87-91.
xiv Cfr. Juan Pablo
II, Enc. Dominum et vivificantem, 13. 24. 41; Moltmann, El Espíritu de la vida,
Queriniana, Brescia 1994, pp. 85 ss.
xv Les
traditions..., cit., p.90.
xvi Les traditions..., cit., p. 90-91.
xvii Agustín, La Trinidad, V, 12, 13.
xviii Cfr. T. G. Weinandy, The Father’s Spirit of
Sonship. Reconceiving the Trinity, Edimburgo 1995.
xix O. Clément, Les mystiques chrétiens des
origines, París 1982 (trad. it. Alle fonti con i Padri, Città Nuova, Roma 1987,
p. 70).
xx Cfr. Moltmann, op. cit., p. 90; Weinandy, op.
cit., pp. 53-85.
xxi Cfr. O. Clément, op. cit. p.58.
xxii Ireneo, Contra
las herejías, III, 18,3.
xxiii Basilio, Sobre el Espíritu Santo, XII, 28
(PG 32, 116C); S. Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, I, 3, 44.
xxiv Gregorio Nacianceno, Discursos, XXX, 2 (PG
36, 105B).
xxv Ireneo, Demostración de la predicación
apostólica, 53 (SCh 62, p. 114); cfr. A. Orbe, La Unción del Verbo (Analecta
Gregoriana, vol. 113), Roma 1961, pp. 501-568.
xxvi Orbe, op.cit., p. 578.
xxvii Gregorio de Nisa, Contra Apolinar, 52 (PG
45, 1249 s.).
xxviii Cfr. E. Cothenet, Saint-Esprit, DBSuppl,
fasc. 60, 1986, col. 377.
xxix Basilio, Sobre el Espíritu Santo, IX, 22-23
(PG 32, 108 s.); XVI, 38 (PG 32, 137).
xxx Simeón el Nuovo Teólogo, Oración mística (SCh
156, p.150)
xxxi Gregorio Palamas, Homilía I sobre la
Transfiguración (PG 151, 433B-C).
xxxii Sinasario de Pentecostés, en Pentecostaire,
Diaconie apostolique, Parma 1994, p.407.
xxxiii Agustín, Tratados sobre Juan, 32, 8.
xxxiv Francisco de Asís, Admoniciones XVII (FF,
166).