AGNUS DEI
Reflexión acerca del título con que presenta San Juan
Bautista a Cristo: “El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” al inicio
del Evangelio de San Juan
Valdrá
seguro aquello de fray Luis de León: que de los Nombres divinos vale que cada
cual tenga sus gustos, sus preferencias, su dilección. Que los hay quienes al
título de “Rey”, se les conmueven
las entrañas todas; o los que caen de bruces a la sola voz “Señor”; o quienes aman y viven del nombre “Jesús” como servidor. Como no faltan quienes hallan la más bella
lumbre y música al título de Roca o
Pastor; Esposo, Verdad o Ladrón de
Medianoche.
Valdrá
lo de Fray Luis, cómo no… pero permítaseme excluir del listado a un nombre, un
solo Nombre de Cristo que se resiste a sumarse sin más a la larga nómina de
Nombres. Y no porque sea el más lustroso ni el más sublime. Pantocrátor dice más. Hijo Eterno, ni hablar. Se trata de un
Nombre casi insignificante; es más: se trata del Nombre donde la distancia
entre el Nombre y el Nombrado se estira de tal modo que no cabe ni pensar ni
imaginar un estiramiento mayor. Es el Nombre mayor de lo cual Dios no podría
ser analogado. Nombre que habita las fronteras más inhóspitas de la analogía,
allí donde éstas lindan con el equívoco. El Nombre que está bajo todo nombre…
hablamos del Cordero de Dios.
Y
no, no es un Nombre más. Es distinto. De tan inadecuado, se torna más creíble y
amable que todos los títulos ajustados a teológica razón. Tal vez sea
sencillamente el nombre más bello que haya recibido Nuestro Señor, y la prueba
o el fundamento de que sea tal radique justamente en lo infunda-mentable de su
fundamento…
Sí. No hay nada más bello que verle el Rostro a Jesús (el Infante, el muy Llagado, el bien Resucitado, el Rostro hecho Pan o el que fuere) y soplar sobre Él la voz “Cordero”... y notar qué bien le sienta.
No
necesita decodificaciones teológicas ni piadosas. Desnuda de toda retórica, la
voz Cordero lo nombra al Señor de un
modo misterioso y entrañable, cotidiano e inasible, tierno y tremendo. Como el
Cordero de Zubarán: sin aureola, sin estandarte, sin siquiera sangre, lo dice
al Señor prístino, sin más. De tan oblicua que es la referencia, de tantos
rebotes de espejo en espejo, la luz del Nombrado termina fluyendo en este
Nombre con tal frescura y vigor que pareciera manar del surgente y allí mismo
ser recibido. Por aquello de que el colmo de lo oblicuo es derecho. Un Nombre
cuya parábola o metáfora es tan lejana que la elipse devuelve el Nombre al foro
de lo nombrado. Por eso “Cordero”
refulge en tanta luz; por eso decirle al Hijo Eterno: “Cordero” es tan inmediato y directo como decirle al sol sol, o
luna a la luna.
No
en vano la Ciudad divina, el Cielo eterno, no será alumbrada ni por el sol ni
por la luna sino por este Cordero de Luz…
Y de allí que el Evangelio de San Juan, luego del prólogo-himno, comience con este señalamiento de Juan Bautista: este es el Cordero de Dios. Este es Quien en su purísima inocencia cargará sobre sí todo el pecado del mundo: lo asumirá, lo hará propio y saliendo del campamento como chivo expiatorio, morirá en vez de los culpables, en paga de sus culpas.
Pero
hay mucho más en la voz Cordero (y en el señalamiento de Juan) que la expiación
que quita el pecado del mundo. Esa lana blanca como la nieve, antigua como la
rueca, esa mirada inmensa y calma, esas manos talladas en roca prediluviana… y
ese gusto por el silencio, incluso en el peligro, incluso a la hora de teñir de
escarlata su lanar. Hay algo en el nombre Cordero que expresa muy bien una
cualidad inefable de Cristo: el que sea tan a la vez tierno y firme, dulce y
viril, hidalgo y feroz, manso y salvaje, lúdico y serio. Tal vez lo que se
anuda en el Cordero sea, al decir de Blake, “inocencia y experiencia”.
Pues es el Niño del Pesebre y el Hacedor del orbe… ese misterioso Cordero más antiguo que el Mundo, de la carta de Pedro.
El
Cordero que tenemos por Dios y Señor está vivo y degollado a la vez. Fluye de
su Pecho muy lastimado un intenso flujo de Sangre viva: no como se encharca en
su propio derrame un animal muerto sin pulso, sino que mana este torrente a la
presión fuerte de un Viviente. Como el Cordero místico del políptico de Van
Eyck, nuestro Dios-Cordero es garboso y erguido con porte de León, manso y humilde
con rasgos de borrego.
No
es que Dios buscó un animal entre todos, en busca de alguno que expresara lo
mejor posible la identidad de su Hijo. Decididamente fue al revés: Dios creó el
cordero mirando a su Hijo, previendo su Encarnación y lo creó ante todo para
decirlo, para que hubiera gramática, un modo de decir al Hijo, un modo de decir
lo inefable, de vocear ese infinito inasible en una sola voz e imagen: Cordero,
Agnus Dei.
Por
eso, no sólo el Cordero pascual del Éxodo, o el “como cordero llevado a
matadero” de Isaías, ni el Cordero de oro refulgente del templo de Salomón son
prefiguraciones de Cristo: sino que todo cordero es sombra y figura Suya. Todo
cordero habla de Él.
Quien pierda una tarde mirando
dormir a la cría de oveja o contemplando cómo da lúdicas cabriolas jugando con
su propia sombra, o cómo mira lejos con apacible gozo, y acercándose a su oído
le pregunte, con Blake, …Little Lamb who
made thee (…Pequeño Cordero, ¿quién te hizo, sabés acaso quién te hizo?),
quien esto susurre, entenderá que antes que hubiera Mundo, antes que los montes
y los mares, antes que las praderas y corrales hubo un dorado Cordero en Brazos
de su Padre, con cuya lana se urdieron y tejieron los Mundos.
Y
en el Cielo lo veremos como un diamante en todas sus incontables facetas: Puerta y Camino, Piedra y Juez, Luz y Vida,
Rey y León, Verbo y Salvador… pero todos estos atributos serán divinos
hilos con que se bordará una sola y compacta imagen, la de Jesús, el Cordero
eterno del Padre.
No en vano el Libro del Cordero del Apocalipsis, en 28 ocasiones nos habla de
Él, de su Cántico y su Boda, de su lumbre y potestad. Que Lutero siga
quejándose de que es un libro críptico que no revela: nuestra es la gracia de
poder leer “Cordero” y conmovernos enteros ante la manifestación tan diáfana
del Rostro de Dios.
Que
al llegar mi postrer día quiero pensar y decir: viví como un pobre pastorcico
apacentado por un Cordero; lleva a tu servidor, por manos de tu Ángel, para
sumarse a la multitud de eremitas que adoran al místico Cordero erguido sobre
el altar del Cielo, en las verdes colinas eternas. Y pueda allí volver a
decirte: yo soy niño y Tú Cordero y ambos respondemos al mismo nombre.
Monasterio del Cristo orante
Mendoza, Argentina
Frontal con hornacina del antiguo Altar Mayor de la
Basílica del Espíritu Santo, con el
Cordero del Apocalipsis y el Libro con los siete sellos.
Agnus Dei de Francisco de Zurbarán (c.1635)
(Museo del Prado)
San Juan Bautista niño con el Cordero, de Murillo (c.1670)
(Museo del Prado)
“La
adoración del Cordero místico”
de los hermanos Van Eyck (c.1432)
Forma parte del enorme políptico que se halla en la
Catedral de Gante, donde fuera bautizado Carlos V.
(Miran hacia el Altar del sacrificio rodeado de ángeles
con turíbulos, cuatro grupos: los fieles, las mártires, los paganos y judíos y
obispos, papas y religiosos)
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