Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

14 de septiembre de 2015

LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ

EL MOLINERO
 “Stat Crux, dum vólvitur orbis”
(la Cruz permanece mientras el mundo gira)
Meditación-cuento del Monasterio del Cristo orante en el día de la Fiesta Litúrgica de la Exaltación de la Santa Cruz.

No, no era olor a humedad. Al menos en esa acepción de encierro, de sótano lúgubre y sombrío. No. Claro que distaba mucho de saber a prado y rosas. El aroma aludía sin conflictos a un lugar entrañable, añejo y profundo. Aunque este terna de referencias humanas sólo ofrezca un pálido reflejo a lo entrañable, añejo y profundo del lugar en que me hallaba. Percibí una ligera familiaridad con el olor de la barrica en bodega. Sí, era olor a madera… a madera antiquísima, a roble estacionado, mezclado con… no sé qué vasta gama de sensaciones.
Si empiezo por los aromas no es porque sí, sino porque era el único de mis sentidos activo, al menos en ese primer compás.
Lo corriente es, ante lo insólito, suponer la variable más cotidiana: estoy soñando. Y no sabría decir por qué, pero no, no pasó ni por un instante por mi cabeza esa posibilidad. Si algo me sentía –aunque no por los sentidos- era despierto en un grado superlativo.
Y ocurrió entonces lo que mi torpeza estropeará casi por completo al afrontar esta desmedida pretensión por verbalizar lo inefable.
Ese cúmulo de aromas intensos y vivaces fue creciendo y percibí ya con más nitidez fragancias distinguibles: olí eso tan sutil como es la flor de la viña, olí –insisto- madera, muchas maderas, olí sangre, olí sudor, olí piedra mojada, olí harina, fuego, sal, aceite, y hasta agua limpia, que tan mal hacen en creer muda en su aroma.
Y cuando ese crescendo majestuoso llegó a su cumbre, como cuando tras la obertura se levanta lentamente el telón y se alumbra progresivamente la escena del primer acto, con cierta semejanza, mis sentidos todos fueron despertando y recibiendo a la Realidad que ante mí acontecía. El negro absoluto fue cediendo y mis ojos, como quien acostumbra la vista a la penumbra, comenzaron a percibir el entorno, que nunca superó la media luz.
Si bien no fue lo primero, pronto me vi a mí mismo. Y aunque resulte curioso, me percaté de algo esencial: estaba yo ahí, era yo mismo. Moví las manos ante mí como última corroboración y sí, era yo y respondía a mí mismo. Pude moverme, y cuando crujió algo bajo mis pies me di cuenta de que llevaba un rato escuchando sonidos que suavemente habían iniciado un fraseo sereno, constante, melodioso y ritmado… pero a la vez algo salvaje e imprevisible.
Los sonidos, al igual que los aromas, se superponían en una sinfónica gama de procedencias: primaba el seco crujir de maderas. Digo, en volumen, no así en protagonismo, pues por detrás de la firme percusión una serena y persistente fricción de piedras de algún modo llevaba la melodía. Prosaica y preciosa a la vez. Pero había más, mucho más, en la armonía sonora; recuerdo entre los agudos: agua corriendo y engranajes de hierro silbando. Y sobre todo, ese pedal de fondo, estable, macizo, pero a la vez grácil: como si un gravoso viento soplara embravecido fuera de ese ámbito protegido. Pero no desentonaba ni arruinaba la armonía musical: su lejano sonido y sobre todo su lejana bravura ofrecía un fondo oscuro y compacto al cristalino sonar de piedra, herraje y madera.

Mientras… mi vista ganó ciudadanía. Aunque es el día de hoy que todavía dudo si es que realmente vi o si mis demás sentidos, tan despabilados como exacerbados en su capacidad perceptora me hacían ver, por interpósito sentido, lo que creía ver “visualmente”. No lo sé.
Pero las imágenes me acompañan desde entonces: en una serena penumbra me descubrí parado sobre un delgado peldaño de una crujiente escalera caracol. Había polvo en el aire; tanto, que me hizo acordar a ese aire denso que se genera en la Liturgia cuando el incienso baña las ofrendas del altar. Pero no era humo: era polvo. Y vi mucha madera: cruzada, encastrada, y sobre todo una robusta viga vertical en constante movimiento. Mejor dicho: imperturbablemente quieta en su eje, rotaba sobre sí cual potente perforadora.
Y cuando me incliné para mirar hacia abajo, lo entendí todo, o mejor dicho, entendí el escenario: ¡estaba en el interior de un molino de viento! Ni más ni menos.
Allí abajo, dos inmensas piedras recibían intacta la fuerza de la columna de madera que traducía toda la bravura del viento recogida por las aspas, en la minuciosa fricción con que la piedra superior giraba con incansable saña sobre la roca basal. Algo se trituraba entre ellas: evidentemente –pensé- se trataría de algún grano sometido a violenta molienda y que hecho harina se derramaba por los laterales de la piedra. ¡En mi vida había visto una harina tan, tan blanca! Pero ningún cernidor o lo que fuera parecía recogerla, sino que la molienda la despedía casi como un surgente de agua mana a raudales sin coto ni mesura. De modo que el piso completo del molino se veía como nevado, y entendí que esta luminosa blancura era la que alumbraba –a media luz- todo el recinto.
Me di cuenta entonces que mi mano derecha llevaba un buen rato entumecida y aferrada a la baranda de la escalera. Me aflojé. Y pude entre los dedos leer al tacto esa suavísima harina, que al frotarla con más esmero entre mis yemas –como lo hacía la molienda- más que polvo me supo a aceite. Tiempo después (aunque ‘tiempo’ expresa muy mal el modo en que allí se hilvanaban los sucesos) me percaté que esta molienda en escala entre manos, sabía más a caricia y braile que a tortuosa tritura. Y sospeché así que tampoco la inmensa muela pétrea ejercía ciega violencia.
Afuera el viento sonaba cada vez más virulento: daba gusto sentirse protegido en ese ámbito cálido y seguro. Supe después que afuera nevaba a rabiar en gélido invierno. Mientras allí dentro, seguramente por la fricción de la molienda, reinaba un calor envolvente y acogedor.
Si me fue dificultoso narrar los detalles externos que enmarcan aquella experiencia, más lo será abordar lo que sigue: mi experiencia interna. Cuál, mi sensación; cuál, mi ánimo, mi vivencia. Y es que, en insalvable conjunción, sentí gozo y dolor, sentí refugio y miedo, sentí paz y vértigo. Ganas de salir corriendo y de quedarme allí para siempre.
Y lloré. A mares.
— ¿Por qué lloras? —escuché de una voz nítida y gruesa.

¬— ¿Quién eres? —pregunté haciendo caso omiso a la pregunta recibida.

— Soy el que pregunta por tus lágrimas —respondió la Voz con impecable lógica.

—No sé por qué lloro ni sé dónde estoy ni sé cómo llegué acá ni sé qué está pasando, ni sé… —no pude seguir con mi compulsiva ráfaga de nesciencia, pues el viento se había embravecido mucho más, al punto que crujía entero el entramado de cabios, durmientes y engranajes. La muela, muda y sonora, aceleraba su faena. Y no sé por qué, pero al ver su labor pensé en toda la virulencia del mundo, como expresándose en ese empecinamiento.
Y mezclé –por imprevista asociación- la imagen de la molienda con la prensada de uva, en esa masacre del lagar… Y bueno… es libre el lector de creerme o no, o incluso de creer que aun sin intención de engaño, lo que luego vi responda justamente a esa asociación que ya había hecho yo: y es que de la solera de la molienda empezó a chorrear mosto o algo semejante. Espesos hilos púrpuras drenaban por los cuatro costados de la inmensa piedra que ya no supe si molía el grano de trigo o la uva del parral… o qué. Casi sin imagen, gravité y caí sobre un solo concepto: sacrificio.
Fue entonces que me asusté.

Y en vez de indagar por lo que extrañamente había visto, pregunté sin más:
— ¿Qué hago aquí?
La respuesta demoró, pero llegó:
—Nada. No te he traído aquí para que hagas algo. No siempre se trata de hacer. Permanece y contempla.

—Es que…

—Permanece y contempla —me interrumpió con abrupta firmeza la Voz.
Bajé la escalera y me acerqué hasta las piedras. Eran blancas e inmensas. Sólo la inferior mostraba manchas como de sangre. Irradiaba un calor tal que la creí una brasa incandescente.

Y aunque las piedras eran dos (no habría fricción posible sin esta otredad) parecían conformar un solo bloque de roca.
Su interacción me resultó, de nuevo, caricia y masacre a la vez. E imaginé el dorado e indefenso trigo, lleno de vida y sol, bajo el peso del…

— …del Amor del Padre y el pecado del Mundo —dijo con potencia la Voz, dejándome atónito, más que por la respuesta, por haber presenciado mi mudo pensamiento.


Asustado y atraído apuré la pregunta:
— ¿Cuál es Vuestro nombre y por qué no os veo?

— Muchos son mis nombres y ninguno termina de nombrarme. Tú sólo dime “Molinero”. Y no me ves, no en razón de lejanía, sino de extrema cercanía. No me ves no porque interfieran muchas cosas entre tú y Yo, sino por todo lo contrario: ocurre que estás en Mí.
Yo soy Molino y Molinero, Muela y Molienda, Aspa y Volandera.
Y te he traído a mis entrañas, a mi mundo interior, para que permanezcas y contemples.

— ¿Contemple qué?

— El Amor más grande. En erupción. En plena faena. Los engranajes del Sacrificio.
Tras decir esto, hizo silencio. Y retomó con Voz solemne y sonora:
— “Stat Crux, dum vólvitur orbis” —sentenció en impecable latín— ¿entiendes esto?

— Sí, claro —apuré yo, con suficiencia—: La Cruz está, o mejor, permanece, mientras el mundo gira y gira… Es el lema de los cartujos… se lee también en el obelisco de la Plaza san Pedro.

—No te pregunté lema de quién era ni dónde lucía ni cuánto latín sabías. Te pregunté si entiendes. Y no entiendes. No se entiende. La clave está en el centro.
Pensé en el centro del Molino. Su eje central por donde rotaba ese Leño frondoso transportando la furia del viento hasta el altar de la molienda. Pero pensé también, visto en planta, en el centro del Molino: la Muela, la Roca.
— Entiendo que hay un doble centro, según cuál…

— ¡No entiendes! —fulminó cortándome en seco—. La clave está en el centro: en el centro de la frase. En el “dum”… Te traje a contemplar el “dum”… para que presenciaras este “mientras” en plena acción.
Y agregó con tono afable, sereno y paciente:
— Muchos lo han entendido –válidamente- como un contrapunto: el mundo gira, desvaría, rodando y cambiando en hiperkinético desatino; en cambio: la Cruz, firme, estable, no se mueve. Es la fidelidad de Dios en contraposición a la volátil condición humana.

— Me recuerda la cúpula de las iglesias, donde la Cruz corona la esfera del mundo —intervine yo, ya casi como si se tratara de una charla de amigos debatiendo con crónica impericia asuntos subidos. Apoyé el codo sobre la Muela y me dispuse a dar cátedra:
— Como en aquella novela de Chesterton…

— ¡El codo! —me interrumpió con Voz de trueno, haciendo crujir el molino entero—. Nadie toca la Roca y, menos, con esa naturalidad. Sólo el sacerdote la besa. Y a Chesterton déjalo en paz. Es cierto que el Mundo no podría hacer equilibrio sobre la punta de una cruz, cual una pelota sobre el dedo de un malabarista. Pero tampoco convence aplicar la cruz encima de la esfera, cual frutilla sobre un postre. El duelo se resuelve cuando la cruz atraviesa el orbe por completo, de polo a polo.
El Molinero hizo una pausa. Por suerte, a mí se me habían acabado las ganas de interrumpirlo o de salpimentarle sus enseñanzas. Sólo atinaba a mirar. A “contemplar” como me había dicho. Pues las entrañas del Molino complementaban con notable didáctica lo que el Molinero venía diciendo. La Voz me nombró por mi nombre y agregó:
¬— Se trata de que el mundo gire no a diferencia de la Cruz, sino que gire sobre el eje de la Cruz. Desde estas entrañas del Molino podrás observarlo por ti mismo. Hay una pieza crucial en todo este entramado de engranajes que ves. Y está en el cabezal mismo del molino. En la encrucijada de las aspas se concentra todo el dispersante furor de la energía eólica. Allí opera el alma del molino: su función es transformar ese movimiento circular de las aspas en un rectísimo torno capaz de horadar sobre un solo punto el centro del orbe. Toda la dispersión centrífuga, todo el “vólvitur” del vueltear humano queda concentrado sobre un punto, sobre un solo eje que absorbe la diáspora del Hombre y lo enclava en su centro, su único centro, que es esta Muela, este Sacrificio.
La Voz viró sutilmente su timbre cuando añadió:
— La blanca piedra de molino es signo de contradicción: puesta al cuello puede hundirnos hasta el fondo del mar. Puesta en el centro de nuestras vueltas, nos salva y alimenta, transformando nuestros vientos y suspiros en Pan de Vida eterna.
— ¿Y por qué a mí, por qué yo debo presenciar esto? —animé, muy conmovido.
— Porque te he visto pelear contra vientos y lo más grave: te he pescado intentando atraparlos y encerrarlos. Y alcanza con que guardes en tu corazón estas entrañas del molino para recordar siempre que sin viento no hay molienda, y sin molienda no hay pan.
Estrella tus huracanes contra los brazos extendidos de esas aspas salvíficas, siempre dispuestas a recoger tus alocados bravíos y llevarlos al centro, a la molienda, a la Roca.

Deja que tu mundo gire. Permítele dar vueltas. Pero asegúrate del “mientras” con que la Cruz, de punta a punta, perfore y traspase -por tu más profundo centro- la totalidad de tus giros.
Tras un silencio, un bello silencio, remató con clara intención de ofrecer con ello una suerte de “finale molto maestosso”:
— Yo soy el Molinero, el que sueña con el corazón del trigo y con el aroma del pan. El que abraza los vientos nocturnos y los muele en secreto hasta la aurora de pan. Te dije que tú estabas en Mí. Y no te mentí. Pero ahora te digo, en verdad te digo: también Yo estoy en ti. Recogiendo tus vientos. Moliéndote el Pan de cada día.
Entendí que era hora de retirarme de allí. Mientras buscaba la puerta, se me vino aquel “romance del molinero” de Jaime Dávalos… y mientras recordaba su letra logré salir del Molino, que ahora pude ver en toda su majestad y esplendor desde afuera. Y pensé en el Quijote, claro. Tal vez mi amigo el Molinero algo de razón le hubiera dado: no en andarlo peleando, pero sí en que se tratara de un Gigante, que por obra de un Mago cobró la forma y función de un molino de viento.
Mientras se achicaba a mis espaldas la silueta del Molino, procurando volver a mi “vólvitur” pensé en qué día era. 14 de septiembre, me dijo la memoria: Fiesta de la Exaltación de la Cruz. Me conmoví al percatar la coincidencia y volví a mirar hacia el Molino: el sol ya se había puesto hacía rato. Sólo un tenue rosado quedaba sobre el horizonte. Y recortadas, majestuosas, las cuatro aspas abrazaban al Mundo… “como señal en el camino para viajeros libres”.
Y volví a llorar. Y me hinqué en la nieve, mientras por dentro, atesorando la Voz del Molinero y el ritmo de su faena, me vino al corazón el inicio de aquel añejo himno a la gloriosa Cruz:
“Vexilla regis prodeunt: fulget Crucis mysterium”
(Los estandartes del Rey se nos adelantan: es el misterio fulgurante de la Cruz).


No hay comentarios:

Publicar un comentario