(del latín “incensum”,
participio
de “incendere”, 'encender')
Una breve reflexión testimonial de un sacerdote
al encender el incienso para la adoración al Santísimo Sacramento
“Que mi oración suba hasta ti como el incienso”
Salmo 140,2
“Y vino otro Ángel que se
ubicó junto al altar con un incensario de oro y recibió una gran cantidad de
perfumes, para ofrecerlos junto con la oración de todos los santos, sobre el
altar de oro que está delante del trono. Y el humo de los perfumes, junto con
las oraciones de los santos, subió desde la mano del Ángel hasta la presencia de
Dios”.
Apocalipsis, 8, 3-4
Anoche mientras preparaba el incensario
para concluir la Hora Santa –una de las cosas más sugestivas que se percibe en
el templo a oscuras con sólo los cirios, y con el humo del incienso acariciando el
sacrosanto Cuerpo- me impresionó una delicada analogía.
Había yo encendido el carbón y lo había arrojado dentro del turíbulo; pero, entretenido desenredando las cadenas, el pequeño cuboide negro parecía estar ya, de nuevo, apagado.
Había yo encendido el carbón y lo había arrojado dentro del turíbulo; pero, entretenido desenredando las cadenas, el pequeño cuboide negro parecía estar ya, de nuevo, apagado.
La sacristía estaba a oscuras para no romper el clima litúrgico de semipenumbra del templo, por lo que no se podía casi ver.
Pero de todos modos comencé a balancear el turíbulo con la esperanza de que en su interior aún hubiera fuego.
Y así fue: luego de tres o cuatro oscilaciones suaves, una chispa rojiza asomó en el interior del incensario... y a medida que aumentaba la velocidad del movimiento, el carboncito negro se tornó ígneo por completo, totalmente dispuesto ya para cumplir su noble misión de ser símbolo de nuestra creatural adoración.
Y caí en la cuenta de cuántas veces Dios Padre, viendo casi extinguido el ardor, me ha sacudido, una y otra vez, hacia un lado y hacia el otro, con una única intención: que renazca el calor y la luz.
Por eso, cuando el Padre te sacuda, no te asustes, ni te dejes dominar por el vértigo: Él tiene firmemente en su mano el extremo que te sustenta.
Solo tenés que dejarte balancear, y aprovechar tan preciada ocasión para que la fe y el amor vuelvan a fulgir.
P. Leandro Bonim
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