Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.
30 de septiembre de 2020
SCRIPTURAE SACRAE AFFECTUS
28 de septiembre de 2020
EL QUE SE HUMILLA SERÁ ENSALZADO
FLECTAMUS GENUA! ADOREMOS DE RODILLAS
Para quien desea adorar a Dios de verdad,
siempre será actual la invitación
que repetidamente nos dirige la liturgia del Viernes Santo en la solemne
oración universal:
Flectamus genua!, ¡Doblemos las rodillas!
Al Santo Cura de Ars le gustaba referir la
siguiente historia para exaltar la virtud de la humildad que tanto amaba:
Un día el diablo se apareció a San Mauricio con el
propósito de ridiculizar su vida penitente y apartarlo de ella. Todo lo
que tú haces, lo hago también yo, susurró Satanás al solitario de la
Tebaida. Tú ayunas, y yo no como nunca; tú velas, y yo jamás duermo.
–Una cosa hago yo que tú no puedes hacer, replicó Mauricio.
–¿Y cuál es?, dijo el diablo con curiosidad.
–¡Humillarme!, respondió Mauricio.
Quien no es capaz de humillarse está imposibilitado
para adorar, para ofrecer a Dios el obsequio reverente que su excelencia
infinita reclama. Por eso algunos padres del desierto imaginaron al demonio
como un ser carente de rodillas, incapaz por lo mismo de doblegar su ser ante
la majestad divina. Se entiende que el Cardenal Ratzinger, inspirado en este
hecho, escribiera en su obra El espíritu de la liturgia: «La incapacidad de arrodillarse aparece, por decirlo así, como la
esencia de lo diabólico».
Por su intrínseca unidad físico-espiritual, al
hombre no le es posible anonadarse ante la majestad de Dios, sino implicando
también a su cuerpo. Al preguntarse si la adoración comporta actos corporales,
Santo Tomás responde: Como escribe el Damasceno, puesto que estamos
compuestos de doble naturaleza, la intelectual y la sensible, ofrecemos doble
adoración a Dios: una espiritual, que consiste en la devoción interna de
nuestra mente, y otra corporal, que consiste en la humillación exterior de
nuestro cuerpo. Y puesto que en todo acto de latría, lo exterior se refiere a
lo interior como a lo más principal, esta adoración exterior tiene por fin la
interior. En efecto, los signos exteriores de humillación del cuerpo excitan a
someterse con el corazón a Dios, pues nos es connatural el llegar a lo
inteligible a través de lo sensible (S. Th., II-II, q. 84, a.2,
c).
No debería dejar de inquietarnos la notable mengua
que ha experimentado el gesto de arrodillarse en nuestras modernas
celebraciones litúrgicas. Hay que prestar atención a ciertos residuos
racionalistas que han permeado el culto católico en las últimas décadas. No es
posible adorar cabalmente sin arrodillarse; difícilmente podrá doblegar su
voluntad quien antes no ha sido capaz de flectar sus rodillas. Se trata de una
dimensión tan fundamental, «que una fe o
una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un
punto central», dice Ratzinger en su obra mencionada más arriba. Y en otro
lugar señala con igual convicción: «Por ello, doblar las rodillas en la
presencia del Dios vivo es algo irrenunciable». Por otra parte, conmueve
contemplar al mismo Cristo orando de rodillas en Getsemaní, como si sintiera la
necesidad de postrarse ante la grandeza de su propia inmolación.
No hace mucho leí en un viejo libro de liturgia
esta sentida explicación sobre la razón del gesto de arrodillarse en el culto:
«El
hombre orgulloso se yergue como si quisiera parecer más alto de lo que es, la
humildad, en cambio, –reverente o penitente– acerca a la tierra, reduce la
apariencia humana, postra de rodillas. De hinojos el hombre ha sacrificado casi
la mitad de su estatura, forma parte del suelo y de la nada, tiene una modestia
que quisiera hacer invisible. Parece que dijera: tú Señor eres tan grande, yo
tan pequeño, tan próximo al lodo...
Quien se
halla de rodillas está soldado a la dura piedra de este mundo, pero en su
interior se ha superado, aceptando su pequeñez y contingencia, reconociendo la
Majestad de Dios. Y así se cumple una vez más que el que se humilla será
ensalzado...» (Alberto
Wagner de Reyna, Introducción a la liturgia, Buenos Aires 1948, pp. 126-127).
Para quien desea adorar a Dios de verdad, siempre
será actual la invitación que repetidamente nos dirige la liturgia del Viernes
Santo en la solemne oración universal: Flectamus genua!, ¡Doblemos
las rodillas! Y también aquella otra de la liturgia tradicional durante el
tiempo de Cuaresma: Humiliate capita vestra Deo!, ¡Humillad
vuestras cabezas ante Dios! Es la condición para que Dios nos pueda levantar.
15 de septiembre de 2020
TAN PRONTO COMO SEA POSIBLE, ES NECESARIO VOLVER A LA CELEBRACIÓN PRESENCIAL DE LA EUCARISTÍA.
"VOLVEMOS CON ALEGRÍA A LA EUCARISTÍA"
Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de la Iglesia
Católica sobre la celebración de la liturgia durante y después de la pandemia
del COVID 19
La pandemia debida
al virus Covid 19 ha producido alteraciones no sólo en las dinámicas sociales,
familiares, económicas, formativas y laborales, sino también en la vida de la
comunidad cristiana, incluida la dimensión litúrgica.
Para
impedir el contagio del virus ha sido necesario un rígido distanciamiento
social, que ha tenido repercusión sobre un aspecto fundamental de la vida cristiana: «Donde dos o tres están reunidos en mi
nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt 18,20); «Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la
fracción del Pan y en las oraciones. Los creyentes vivían todos unidos y tenían
todo en común » (Hch 2,42.44).
La
dimensión comunitaria tiene un significado teológico: Dios es relación
de Personas en la Trinidad Santísima; crea al hombre en la
complementariedad relacional entre hombre y mujer porque «no es bueno que el hombre esté solo» (Gén 2,18), se relaciona con
el hombre y la mujer y los llama, a su vez, a la relación con Él: como bien
intuyó san Agustín, nuestro corazón está inquieto hasta que encuentra a Dios y
descansa en Él (cf. Confesiones, I, 1).
El
Señor Jesús inició su ministerio público llamando a un grupo de discípulos para
que compartieran con Él la vida y el anuncio del Reino; de este pequeño rebaño
nace la Iglesia. Para describir la vida eterna, la Escritura usa la imagen de
una ciudad: la Jerusalén del cielo (cf. Ap 21); una ciudad es una comunidad de
personas que comparten valores, realidades humanas y espirituales
fundamentales, lugares, tiempos y actividades organizadas, que concurren en la
construcción del bien común. Mientras los paganos construían templos dedicados
a la divinidad, a los que las personas no tenían acceso, los cristianos, apenas
gozaron de la libertad de culto, rápidamente edificaron lugares que fueran domus
Dei et domus ecclesiae, donde los fieles pudieran reconocerse como
comunidad de Dios, pueblo convocado para el culto y constituido en asamblea
santa.
Por
eso, Dios puede proclamar: «Yo seré
vuestro Dios y tú serás mi pueblo » (cf. Éx 6,7; DI 14,2). El Señor se
mantiene fiel a su Alianza (cf. Dt 7,9) e Israel se convierte, por tanto, en
Morada de Dios, lugar santo de su presencia en el mundo (cf. Éx 29,45; Lev
26,11-12). Por eso, la casa del Sefior supone la presencia de la familia de los
hijos de Dios.
También hoy, en la plegaria de
dedicación de una nueva iglesia, el Obispo pide que ésta sea lo que tiene que
ser por su propia naturaleza:
«...sea siempre lugar santo...,
Que en este lugar el torrente de tu gracia
lave las manchas de los hombres,
para que tus hijos, Padre, muertos al pecado, r
enazcan a la vida nueva.
Que tus fieles, reunidos junto a este altar,
celebren el memorial de la Pascua
y se fortalezcan con la Palabra y el Cuerpo de Cristo.
Que resuene aquí la alabanza jubilosa
que armoniza las voces de los ángeles y de los hombres, y que suba hasta Ti la
plegaria
por la salvación del mundo.
Que los pobres encuentren aquí misericordia,
los oprimidos alcancen la verdadera libertad,
y todos los hombres sientan
la dignidad de ser hijos tuyos,
hasta que lleguen, gozosos, a la Jerusalén celestial».
La
comunidad cristiana no ha buscado nunca el aislamiento y nunca ha hecho de la
iglesia una ciudad de puertas cerradas. Formados en el valor de la vida
comunitaria y en la búsqueda del bien común, los cristianos siempre han buscado
su inserción en la sociedad, incluso siendo conscientes de una alteridad: estar
en el mundo sin pertenecer a él y sin someterse a él (cf. Carta a Diogneto,
5-6).
También,
en la emergencia pandémica, ha surgido un gran sentido de responsabilidad: los
Obispos y sus conferencias territoriales, en escucha y colaboración con las
autoridades civiles y con los expertos, han estado dispuestos para asumir
decisiones difíciles y dolorosas, hasta la suspensión prolongada de la participación
de los fieles en la celebración de la Eucaristía.
Esta
Congregación está profundamente agradecida a los Obispos por el compromiso y el
esfuerzo realizados por intentar dar una respuesta, del mejor modo posible, a
tma situación imprevista y compleja.
Sin embargo, tan pronto como las circunstancias lo permitan, es
necesario y urgente volver a la normalidad de la vida cristiana, que tiene como
casa el edificio de la iglesia, y la celebración de la liturgia,
particularmente de la Eucaristía, como «la cumbre a la cual tiende la
actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su
fuerza... » (Sacrosanctum Concilium, 1O).
Conscientes
del hecho de que Dios no abandona jamás a la humanidad que ha creado, y
que incluso las pruebas más duras pueden dar frutos de gracia, hemos aceptado
la lejanía del altar del Señor como un tiempo de ayuno eucarístico, útil para
redescubrir la importancia vital, la belleza y la preciosidad inconmensurable.
Tan
pronto como sea posible, es necesario volver a la Eucaristía con el corazón
purificado, con un asombro renovado, con un crecido deseo de encontrar al
Señor, de estar con Él, de recibirlo para llevarlo a los hermanos con el
testimonio de una vida plena de fe, de amor y de esperanza.
Este
tiempo de privación nos puede dar la gracia de comprender el corazón de
nuestros hermanos mártires de Abitinia (inicios del siglo IV), los cuales
respondieron a sus jueces con serena determinación, incluso de frente a una
segura condena a muerte: «Sine Dominico non possumus». El
absoluto non possumus (no podemos) y la riqueza de significado del
sustantivo neutro Dominicum (lo que es del Señor) no se pueden traducir con una
sola palabra. Una brevísima expresión compendia una gran riqueza de matices y
significados que se ofrecen hoy a nuestra meditación:
·
No podemos vivir, ser cristianos, realizar plenamente nuestra humanidad
y sus deseos de bien y de felicidad que habitan en el corazón sin la Palabra
del Señor, que en la celebración toma cuerpo y se convierte en Palabra viva,
pronunciada por Dios para quien hoy abre su corazón a la escucha;
·
No podemos vivir como cristianos sin participar en el Sacrificio de la
Cruz en el que el Señor Jesús se da sin reservas para salvar, con su muerte, al
hombre que estaba muerto por el pecado; el Redentor asocia a sí a la humanidad
y la reconduce al Padre; en el abrazo del Crucificado encuentra luz y consuelo
todo sufrimiento humano;
·
No podemos sin el banquete de la Eucaristía, mesa del Señor a la que
somos invitados como hijos y hermanos para recibir al mismo Cristo Resucitado,
presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad en aquel Pan del cielo que nos
sostiene en los gozos y en las fatigas de la peregrinación terrena;
·
No podemos sin la comunidad cristiana, la familia del Señor: tenemos
necesidad de encontrar a los hermanos que comparten la filiación divina, la
fraternidad de Cristo, la vocación y la búsqueda de la santidad y de la
salvación de sus almas en la rica diversidad de edad, historias personales, carismas
y vocaciones;
·
No podemos sin la casa del Señor, que es nuestra casa, sin los lugares
santos en los que hemos nacido a la fe, donde hemos descubierto la presencia
providente del Señor y hemos descubierto el abrazo misericordioso que levanta
al que ha caído, donde hemos consagrado nuestra vocación a la vida religiosa o
al matrimonio, donde hemos suplicado y dado gracias, hemos reído y llorado,
donde hemos confiado al Padre nuestros seres queridos que han finalizado ya su
peregrinación terrena;
·
No podemos sin el día del Señor, sin el Domingo que da luz y sentido a
la sucesión de los días de trabajo y de las responsabilidades familiares y
sociales.
Aun
cuando los medios de comunicación desarrollen un apreciado servicio a los
enfermos y aquellos que están imposibilitados para ir a la iglesia, y han
prestado un gran servicio en la transmisión de la Santa Misa en el tiempo en el
que no había posibilidad de celebrarla comunitariamente, ninguna transmisión es
equiparable a la participación personal o puede sustituirla.
Más
aun, estas transmisiones, pos sí solas, corren el riesgo de alejar de un
encuentro personal e íntimo con el Dios encarnado que se ha entregado a
nosotros no de modo virtual, sino realmente, diciendo: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre habita en Mí y Yo en él» (Jn
6,56).
Este
contacto físico con el Señor es vital, indispensable, insustituible. Una vez
que se hayan identificado y adoptado las medidas concretas para reducir al
mínimo el contagio del virus, es necesario que todos retomen su lugar en la
asamblea de los hermanos, redescubran la insustituible preciosidad y belleza de
la celebración, requieran y atraigan, con el contagio del entusiasmo, a los
hermanos y hermanas desanimados, asustados, ausentes y distraídos durante mucho
tiempo.
Este
Dicasterio tiene la intención de reiterar algunos principios y sugerir algunas
líneas de acción para promover un rápido y seguro retorno a la celebración de
la Eucaristía.
La
debida atención a las normas higiénicas y de seguridad no puede llevar a
la esterilización de los gestos y de los ritos, a la incitación, incluso
inconscientemente, de miedo e inseguridad en los fieles.
Se
confía en la acción prudente pero firme de los Obispos para que la
participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía no sea reducida
por parte de las autoridades públicas a una "reunión", y no sea
considerada como equiparable o, incluso, subordinada a formas de agregación
recreativas.
Las
normas litúrgicas no son materia sobre la cual puedan legislar las autoridades
civiles, sino sólo las competentes autoridades eclesiásticas (cf. Sacrosanctum
Concilium, 22).
Se
facilite la participación de los fieles en las celebraciones, pero sin
improvisados experimentos rituales y con total respeto de las normas,
contenidas en los libros litúrgicos, que regulan su desarrollo. En la liturgia,
experiencia de sacralidad, de santidad y de belleza que transfigura, se
pregusta la armonía de la bienaventuranza eterna: se tenga cuidado, pues, de la
dignidad de los lugares, de las objetos sagrados, de las modalidades
celebrativas, según la autorizada indicación del Concilio Vaticano II:
«Los ritos deben
resplandecer con noble sencillez»
(Sacrosanctum
Concilium, 34).
Se
reconozca a los fieles el derecho a recibir el Cuerpo de Cristo y de adorar al
Señor presente en la Eucaristía en los modos previstos, sin limitaciones que
vayan más allá de lo previsto por las normas higiénicas emanadas por parte de
las autoridades públicas o de los Obispos.
En
la celebración eucarística, los fieles adoran a Jesús Resucitado presente; y
vemos que fácilmente se pierde el sentido de la adoración, la oración de
adoración. Pedimos a los Pastores que, en sus catequesis, insistan sobre la
necesidad de la adoración.
Un
principio seguro para no equivocarse es la obediencia. Obediencia a las normas
de la Iglesia, obediencia a los Obispos. En tiempos de dificultad (pensamos,
por ejemplo, en las guerras, las pandemias) los Obispos y las Conferencias
Episcopales pueden dar normativas provisorias a las que se debe obedecer. La
obediencia custodia el tesoro confiado a la Iglesia. Estas medidas dictadas por
los Obispos y por las Conferencias Episcopales finalizan cuando la situación
vuelve a la normalidad.
La
Iglesia continuará protegiendo la persona humana en su totalidad. Ésta
testimonia la esperanza, invita a confiar en Dios, recuerda que la existencia
terrena es importante, pero mucho más importante es la vida eterna: nuestra
meta es compartir la misma vida con Dios para la eternidad. Ésta es la fe de la
Iglesia, testimoniada a lo largo de los siglos por legiones de mártires y de
santos, un anuncio positivo que libera de reduccionismos m1idimensionales, de
ideologías: a la preocupación debida por la salud pública, la Iglesia une el
anuncio y el acompañamiento por la salvación eterna de las almas.
Continuamos,
pues, confiándonos a la misericordia de Dios, invocando la intercesión de la
bienaventurada Virgen María, salus
infirmorum et auxilium christianorum, por todos aquellos que son probados
duramente por la pandemia y por cualquier otra aflicción, perseveremos en la
oración por aquellos que han dejado esta vida y, al mismo tiempo, renovemos el
propósito de ser testigos del Resucitado y anunciadores de una esperanza
cierta, que trasciende los límites de este mundo.
En la Ciudad del Vaticano, a 15 de agosto de 2020
Solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María
El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia
concedida el 3 de septiembre de 2020 al infrascrito Cardenal Prefecto de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los sacramentos, ha
aprobado la presente Carta y ha ordenado su publicación.
+ Robert Card. Sarah
Prefecto
12 de septiembre de 2020
¿QUÉ DEBE CAMBIAR EN LA IGLESIA?
EL CRECIENTE DISTANCIAMIENTO DE LA VIDA DE LA IGLESIA DE MUCHOS BAUTIZADOS.
Palabras
del Papa emérito Benedicto XVI
"Desde
hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa,
constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados
de la vida de la Iglesia.
Surge,
pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez,
adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las
personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?
A la
Madre Teresa de Calcuta le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo
primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: Usted y yo.
Este
pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la Religiosa quiere
decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la jerarquía, el
Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro
lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay motivos para un cambio, de
que existe esa necesidad: cada cristiano y la comunidad de los creyentes en su
conjunto están llamados a una conversión continua".
(Discurso
25 de Septiembre de 2011)
4 de septiembre de 2020
EN ESTOS TIEMPOS PANDÉMICOS
SANTA TERESA DE CALCUTA
(1910-1997)
Sólo admirar su ejemplar vida,
cercana como nadie al drama humano de las pestes en su amada Calcuta,
y pedir su intercesión en estos tiempos pandémicos.
1 de septiembre de 2020
ECOTEOLOGÍA
JUBILEO DE LA TIERRA
1 de septiembre – 4 de octubre – 2020
Que
durante el tiempo en que celebremos el Jubileo de la Tierra tengamos presentes
estas palabras de San
Buenaventura acerca de la contemplación de la creación como obra del
Creador:
“Algunos se
deleitan en la belleza del cielo y de las creaturas, pero ignoran su fuerza,
como los paganos necios;
otros se deleitan
en entender la fuerza de cielos y estrellas que se apoyan en su propio
conocimiento, como los antiguos filósofos.
Pero otros
contemplan el cielo, para venerar allí a la feliz Trinidad, según aquello del
Salmo: cuando contemplo el cielo, obra de
tus manos. Y así miran al cielo los verdaderos cristianos”.
Y que este “Jubileo
de la tierra 2020” sea un “Tiempo de la
Creación” y sirva a todos los hombres y mujeres de buena voluntad a descubrir al Creador en la belleza
de la creación, en el amor a nuestros hermanos, así como fundamentalmente, en
el culto y adoración a la Eucaristía donde a cada instante en
cualquier lugar del mundo, los creyentes cristianos entonan junto a los santos
y los ángeles custodios de la creación, este himno de alabanza al
Creador: “Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo. La plenitud
de toda la tierra es tu gloria” (Is 6,3).