PERMANECER FIELES
“IMPORTUNE ET OPPORTUNE”
Homilía de Mons. Georg
Gänswein,
Prefecto de la Casa Pontificia
y Secretario de Benedicto XVI,
en la ordenación de 27 sacerdotes del Opus Dei
Basílica de San Eugenio, Roma, 22 de mayo de 2021
Eminencia,
Reverendísimo y queridísimo Prelado don Fernando,
Excelencias,
Reverendos
hermanos en el ministerio sacerdotal y diaconal,
Queridos padres y familiares, queridas hermanas y hermanos y, sobre todo, queridos ordenandos.
Cada época, también la nuestra, tiene su lenguaje. Cada época tiene su sensibilidad lingüística. Y cada época tiene también sus palabras preferidas. Hoy, en los primeros puestos de la clasificación de las palabras preferidas, figura una palabra: progresivo o, aún más de moda, progresista. Aparece en todas partes el contemporáneo progresista, el político progresista, la mujer progresista, el cristiano progresista, el párroco, el obispo progresista. Ser progresistas está de moda, se considera “in” (lo contrario de “out”)
¿Qué esperan los fieles de un joven que dentro de poco deberá y podrá acompañarles como sacerdote? ¿Un vice-párroco progresista? ¿Un trabajador progresista en la viña del Señor? ¿Quién se puede permitir no ser progresista? ¡Se le trataría inmediatamente como arrinconado, y punto!
Pero de los textos de la liturgia de hoy, que acabamos de escuchar —y, esperemos que también, comprender—, los Hechos de los Apóstoles (Hch 10,35-43), la Carta del Apóstol Pablo a los Corintios (2Co 5,14-20) y el Evangelio de Juan (Jn.10,11-16), salen a nuestro encuentro palabras absolutamente distintas, que van en otra dirección. Solo tres palabras: testigos, embajadores de Cristo, Buen Pastor.
Son tres expresiones que es posible sintetizar con otro término, con otra palabra: “permanecer”.
Hoy, permanecer, es una palabra poco valorada, no amada en absoluto. Suena a insistir en las propias posiciones, a inmovilismo. Suscita la sospecha de la debilidad, del miedo, de la terquedad y de la obstinación. No pocos dicen: “me mantengo en mis trece”, o “seguiré anticuado”, y pierden el tren, se quedan atrás, no al paso de los tiempos.
Y hay otros que lamentan no haber permanecido; una vez se pusieron en camino o se dejaron arrastrar de mala gana, y ahora ven que las cosas se les escapan de las manos. Empiezan a tener miedo se su propia valentía: ¡Ay, si tan sólo hubiésemos permanecido! ¡Si hubiéramos permanecido en el país de Egipto cuando estábamos sentados junto a la olla de carne! (cfr. Ex 16,3), decían también los israelitas después de haber experimentado el desierto: ¡ojalá fuera como entonces! Es una actitud peligrosa. No se puede rebobinar la cinta del tiempo, no se puede detener. El que permanece quieto no necesariamente está seguro, puede incluso estar débil.
Pero hay otro modo de permanecer: ir adelante y, sin embargo, permanecer. Pero no sentados o bloqueados, sino fieles a una decisión tomada. Permanezco fiel a la palabra dada. Esto es todo lo contrario de terquedad: es firmeza, es fidelidad. Estoy en aquello que un día prometí, hasta en condiciones difíciles, incluso contracorriente.
Y hay situaciones en las que —lo sabemos todos— es fácilmente verse tentado de decir: “basta, me voy, lo tiro todo por la borda”. Situaciones en las que es tan importante decir: yo permanezco.
Pero sólo permanecer no basta. La cuestión es: ¿dónde se pretende permanecer? ¿Junto a quién permanecer? “Permaneced en Mí”, sin peros, dice Cristo (cfr. Jn 15,9). Apartarse de Él no significa progreso —progresista—sino declive, caída, caída libre. Puede haber progreso en la fe, en la esperanza y en el amor sólo si permanecemos en Cristo y en su Palabra. Quien recibe la consagración sacerdotal, queridos diáconos, ha decidido permanecer junto a Él, junto al Señor. Su vida se mantiene y cae con el Señor. Vuestra vida se mantiene y cae con el Señor, sí. El sacerdocio, el sacerdote se mantiene y cae con el permanecer en Cristo. En la comunión con Cristo el sacerdote está seguro, el sacramento del Orden le da esa certeza.
Y lo que constituye vuestro futuro, queridos diáconos, y vuestro servicio sacerdotal no es el producto de vuestros conocimientos, de vuestras capacidades. A través del sacramento sois consagrados a Cristo, a través del vínculo con Él recibís lo que no podríais procuraros solos.
En vuestro ministerio podréis trasmitir lo que no proviene de vosotros mismos, y por eso nadie puede hacerse sacerdote a sí mismo. El sacerdote está vinculado al mandato de llevar a los hombres a Jesucristo y animarles a permanecer en Él y en su Palabra.
Ser —y repito— sacerdote se mantiene y cae con el permanecer en el Señor, con la fe en el Señor. Otras profesiones no están vinculadas a la fe, pueden subsistir prescindiendo de ella. El sacerdocio no. Por eso, ser sacerdote se mantiene y cae incluso con la explícita promesa de Dios, por el que esa fe se sostiene, por el Espíritu Santo, al que dentro de poco invocaremos, junto a los candidatos a la ordenación, con el Veni Creator Spíritus.
La ordenación sacerdotal es sello sacramental con ese Espíritu, es signo de la iniciativa de Dios que precede toda decisión humana y a pesar de toda humana debilidad. El sello lleva la imagen de Cristo impresa con el fuego del Espíritu y que, por tanto, ninguna mano de hombre puede borrar, en imborrable. El sacramento del orden imprime en el alma un caracter indelebilis, un marco espiritual indeleble, de una vez para siempre (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1582)
Queridos diáconos, una de las preguntas que, dentro de poco, se os hará es: “¿Estás dispuesto a estar cada vez más estrechamente unido a Cristo, consagrándote a Dios, para la salvación de los hombres?” (cfr. Ritual de ordenación, n. 124). Este es el punto, esta es la cuestión: se pide fidelidad, se pide valentía, se pide firmeza, se pide fe.
Espero que cada uno de vosotros pueda decir, quiera decir: mantengo mi palabra, permanezco fiel.
Queridas hermanas y hermanos, desde siempre la Iglesia da la bendición con la señal de la Cruz, porque, desde Cristo, la Cruz se ha convertido en el signo distintivo del amor, la característica exclusiva del ser cristiano. Por medio de la señal de la Cruz, la Iglesia nos dice dónde está la fuente de toda bendición, de toda transformación y de toda fecundidad. Y así podemos decir que la expresión más hermosa para describir la tarea del sacerdote es que debe ser “un hombre que bendice”. Y es capaz, puede serlo y debe serlo a partir del Señor.
Pero esa tarea comporta poner la propia vida bajo el misterio de la cruz. Y para eso son necesarias valentía y humildad juntas. Valentía y humildad porque no derivan de la confianza en las propias capacidades ni en los propios talentos, sino de la fidelidad a la palabra dada y de la fe, ya que el sacerdote tiene que dar algo que trasciende todo lo que es humano, que encierra en sí lo divino.
El sacerdote, de hecho, no es simplemente un funcionario de una institución, como requiere la sociedad para que se realicen determinadas funciones. No, él hace algo que ningún hombre puede realizar a partir de sí mismo. En el nombre de Jesucristo, pronuncia las palabras de remisión de nuestros pecados, y así modifica, a partir de Dios, nuestras condiciones de vida. Y sobre las ofrendas del pan y del vino, pronuncia las palabras de la transubstanciación, haciéndolo presente a Él mismo, al Resucitado, su Carne, su Sangre, abriendo así los hombres a Dios y llevándolo a Él. El sacerdocio no es simplemente una función sino un sacramento. Dios se sirve de un hombre para trabajar, a través de él, entre los hombres. Esa audacia de Dios que, a pesar de conocer nuestras debilidades, se encomienda a hombres y se fía de hombres para actuar y para estar, y esa audacia divina es la verdadera riqueza encerrada en el sacerdocio católico.
Para todos nosotros, queridos hermanos y hermanas, todo esto significa que en el sacerdote no debemos ver en primer lugar una personalidad excepcional, que quizá ni siquiera lo sea. Ciertamente debemos honrar las buenas cualidades que un sacerdote tiene, pero debemos cuidarnos de no apreciar en el sacerdote sólo al hombre. Es eso, pero es mucho más. Mejor aún, debemos reconocer que el sacerdote nos da algo que no es deducible de las posibilidades de este mundo.
Queridos ordenandos, si sois conscientes de estas cosas, a ellas enfocaréis vuestro futuro servicio en la viña del Señor. Si estáis persuadidos de poder dirigir la ruta de la vida de los hombres porque anunciáis el Verbo de Dios que se hizo carne, Jesucristo, entonces cuando tengáis éxito no os lo adjudicaréis a vosotros mismos. Entonces padeceréis una sana relativización, un sano redimensionamiento, vuestra persona retrocederá ante vuestro servicio, ante vuestra tarea.
Cuando los sacerdotes y los mismos obispos ya no tienen el valor de anunciar el Evangelio con fuerza e íntegramente, sino que dispensan opiniones e ideas propias, es una desgracia. ¿No tenemos ya bastante con lo ocurrido recientemente? (*N.A.: se refiere a los sucesos de la Iglesia en Alemania)
Y quien quiere incluso inventar una nueva iglesia, abusa —abusa, repito— de su autoridad espiritual. Dicho en términos un poco más humorísticos y ligeramente provocativos, queridos diáconos, podréis contar muchas peores de las que hagáis si hablaseis sólo en vuestro nombre. Podéis, debéis anunciar a los hombres la Buena Nueva con la que vosotros mismos os confrontaréis mientras viváis, porque es un ideal que no habéis inventado vosotros, y os deseo el valor necesario para asumir de todo corazón este desafío.
Y os deseo la humildad necesaria para reconocer que sois portadores de la Buena Nueva, y que vosotros no sois la Buena Nueva.
Y os deseo el valor y, a la vez, la humildad de decir y de hacer lo que se debe decir y hacer en el nombre de Jesucristo, importune et opportune (2Tm 4,2).
Y si vivís y actuáis según esta conciencia, entonces no seréis ni cobardes ni presuntuosos, sino agradecidos, agradecidos desde lo más hondo del corazón. En el fondo del alma podréis experimentar que en todo lo que hacéis estáis sostenidos y guiados por Aquel que os ha llamado a su servicio, Jesucristo, el Hijo Resucitado del Dios vivo.
Queridos diáconos, en esta hora de vuestra ordenación sacerdotal os encomendamos todos a María, a la Madre de Señor. La Iglesia os encomienda a Ella así como Cristo le encomendó a todos los futuros discípulos en el discípulo que Él amaba. Estando junto a la Madre de Dios estáis en el puesto correcto. Pero no olvidéis que Él encomendó también la Madre a Juan. Él confía la Iglesia a nosotros sacerdotes, y sólo con gran humildad e incondicional confianza en su gracia podemos tener el valor de realizar este servicio por los hombres, y también de vivirlo por eso como servicio de la alegría.
Permaneced toda vuestra vida junto a la
Madre: bajo su manto se está seguro porque estáis a la sombra de Cristo, de la
Luz, de la Resurrección. Amén.
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