UN DIAGNÓSTICO PRECISO DE LA CRISIS ACTUAL DE LA IGLESIA A PARTIR DE LA HISTORIA DEL MONACATO
Hace pocos días atrás, el obispo de Trondheim -una de las tres diócesis católicas de Noruega- fue invitado a hablar en el Capitulo General de la Orden de los Cistercienses reunido en Asís.
Este joven obispo monseñor Erik Varden fue nombrado por el Papa Francisco en octubre de 2019, y anteriormente fue Abad cisterciense y antes de ello, fue luterano.
Es un texto largo, de una
profundidad colosal. Es una maravilla para leer y releer muchas veces.Y para subrayar.
Podría titularse:
CUANDO LO HUMANO
PREVALECE SOBRE LA DIVINO LA IGLESIA NO FLORECE
Al Capítulo General de la OCSO, reunido en la Domus Pacis, Asís
2 de septiembre de 2022
Reverendas madres y reverendos padres en el Señor,
En los últimos dos años la biografía del obispo ortodoxo Meletios Kalamaras se ha vuelto una referencia frecuente para mí. Me refiero al libro de Stephen Lloyd-Moffett’s, Beauty for Ashes (BELLEZA DONDE HUBO CENIZAS, 2010).
Él nació en 1933 e ingresó a un monasterio a los veintiún años. Allí vivió una vida de austeridad. En 1968 fue nombrado secretario del Santo Sínodo de la Iglesia Ortodoxa Griega y se mudó a Atenas. Algunos jóvenes en búsqueda de una renovación de la Iglesia y de una vida monástica radical se reunieron en torno a él. Surgió así una comunidad. En 1979, el Padre Meletios viajó con un grupo de doce personas al Monte Athos con la intención de establecerse allí.
Sin embargo, el plan naufragó: Meletios fue elegido obispo de Préveza, cerca de Nicópolis. Él asumió la carga episcopal sin renunciar a su condición de monje. Cuando llegó a la diócesis esta se encontraba sumida en el escándalo. Con el tiempo se operó una transformación, tal como lo sugiere el título de la biografía. Esta situación nos llega al corazón.
CUANDO LO HUMANO PREVALECE SOBRE LO DIVINO
¿Quién de
nosotros no ha vivido la experiencia de ver reducido al polvo un proyecto muy
querido, con la esperanza de que, de alguna manera, una nueva belleza pudiera
resurgir de esas cenizas como un ave Fénix? ¿Cómo procedió Meletios? Responder a
esta pregunta acabadamente llevaría mucho tiempo. Me limitaré a destacar una
idea clave que fundamenta todo el resto. La Iglesia es un misterio divino que
debe ser entendido como tal, insistía Meletios. Cuando lo humano prevalece
sobre lo divino, la Iglesia no florece. «El antropocentrismo -escribió él en
2001- mata la Iglesia y su vida».
Estas son
palabras duras, pero necesitamos oírlas ya que vivimos en un mundo centrado en
sí mismo. Con esto no quiero decir que la maldad y el egoísmo de nuestra época
sean mayores que antes; solamente que ésta se ha distanciado tanto de toda
noción de transcendencia que la única referencia disponible en cuestiones
existenciales es la subjetividad.
Esta no es sólo
una tendencia de la sociedad secular. La encontramos también presente en la
Iglesia. En la mayoría de los casos surge de buenas intenciones. No hace mucho
vi una nueva traducción del salterio litúrgico. El pronombre personal masculino
en tercera persona singular (él) había sido eliminado casi por completo y
reemplazado por formas lingüísticas inclusivas o cambiado por la segunda
persona (tú), como si el texto estuviera dirigido a quien lo recita. Vosotros
podríais pensar: ¿no es admirable poder superar el sesgo de género y permitir a
todos, mujeres y hombres, reconocerse a sí mismos en el texto sagrado? La
respuesta es sí, si estuviéramos buscándonos a nosotros mismos allí. Esa no fue
la experiencia de nuestras madres y padres en la fe. Lo que buscaban en el
salterio no era su propio reflejo sino la imagen de Cristo, nuestro Señor. Modificaciones
como la que menciono aquí esfuman esta imagen hasta convertirla en un pálido
documento sobre el que imponemos nuestra propia imagen.
Este ejemplo es
sintomático de influencias destacables que han entrado incluso en la vida de la
Orden. Las últimas cinco o seis décadas han sido marcadas por adaptaciones
audaces.
Con el viento de
popa de Gaudium et spes en
sus velámenes, la Orden navegó resueltamente hacia la época postconciliar. Los
esfuerzos de adaptación fueron inmensos. Mucho de lo que se llevó a cabo fue
excelente. Algunos tesoros terminaron arrojados por la borda. El tráfico en el
mar de aquellos días era tan intenso que existía el peligro de ser arrastrado
por una inercia grupal, a veces con poca atención a la Estrella de la Mañana,
que señala el rumbo y el destino de la travesía.
LA INCULTURACIÓN
La inculturación
representaba otra forma diferente de adaptación. Nos la imaginamos como
referida a algo exótico: el esfuerzo de misioneros en tierras remotas para
aprender las lenguas y costumbres de aquellos lugares. Este es ciertamente uno
de sus aspectos y, ejercitado con decisión, puede dar frutos abundantes. Sin
embargo, me pregunto si hemos sido suficientemente conscientes de una forma
insidiosa de inculturación que consiste en rendirse a la mentalidad de un mundo
para el cual el término «Dios» ha dejado de tener significado. Escribiendo en
1999, la Madre Cristiana Piccardo nos ofrece un criterio seguro de
discernimiento:
La forma más grande de inculturación es, sin duda, la fidelidad al propio carisma monástico, unida a la escucha atenta a la Iglesia local. Inculturación significa atención a las riquezas de la cultura y la vida del lugar, pero aún más todavía es la introducción de la novedad cristiana como levadura viva y amante en la cultura local.Entre los instrumentos de las buenas obras, san Benito nos ofrece el siguiente: Sæculi actibus se facere alienum, «Sea vuestra conducta diferente al proceder del mundo». ¿Es así?
LA PRECARIEDAD
Mi propia vida
monástica ha sido también condicionada por otra adaptación más. Sin solución de
continuidad aparente, el discurso sobre la renovación de la Orden se convirtió
en un discurso sobre la precariedad, del mismo modo en que un pasaje musical es
modulado a una nueva tonalidad. Por un tiempo, la palabra «precariedad» fue el
mantra de nuestra adaptación. Mi impresión es que muchos la recibieron como una
palabra liberadora. Ella legitimaba la admisión de la preocupación y el
cansancio después de un largo período en el que nos asegurábamos unos a otros
que todo estaba mejorando constantemente. Sin embargo, la «precariedad» no
indica una dirección a seguir; más bien describe un alto en el camino. Existe
el riesgo de que en vez de continuar avanzando nos instalemos en la
precariedad, guardemos el mapa en un cajón, mientras vamos transformando
nuestros noviciados en enfermerías.
LA PETRIFICACIÓN DE LA RESIGNACIÓN PRESENTE
Esta actitud nos
conduce fácilmente hacia un cuarto tipo de adaptación. La llamaría la
adaptación al encantamiento del sueño. Una vez, durante una visita, le
pregunté a un monje anciano si no le preocupaba que pasaran los años sin que un
solo novicio perseverara. Él me miró sorprendido, como si mi pregunta fuera
obviamente tonta, y me respondió: «¡Para nada! Ahora todo se ha vuelto
tranquilo y agradable aquí y me puedo dedicar a mi vida espiritual». En otros
lugares, cuyo cierre futuro no podía ser descartado, escuché decir
frecuentemente: «Qué se le va a hacer, mientras yo pueda aún morir aquí». Al
inicio, esta declaración me conmovió. «Se trata de una expresión del amor
cisterciense al terruño», pensé. Pero gradualmente comencé a verla bajo una
óptica distinta. La generalización de una mentalidad como esta, cierra al
monasterio sobre sí mismo. Así, se convierte casi en un monumento triunfante de
una extinción anunciada, un temprano mausoleo, en apariencia testigo de una
gloria pasada, pero que no es sino la petrificación de la resignación presente.
A menudo se
asume que lo que enfrenta la Iglesia al mundo contemporáneo es su enseñanza en
temas de moral. Muchos demandan cambios en el magisterio. Dejando de lado la
cuestión de cual deba ser la respuesta eclesial a desafíos éticos específicos,
tal vez nuevos -una tarea que cada época debe afrontar-, me parece que esta
afirmación es errónea. No creo que el skandalon principal
sea moral. Creo que es metafísico: ¡La santidad de Dios! ¡El esplendor de su
gloria, manifestado en Cristo, por la infinita condescendencia de su gracia!
Estas realidades fundamentales, que eran totalmente evidentes para los
fundadores del Císter, se han vuelto incomprensibles para una época cuya perspectiva
es completamente horizontal. Somos hijos de este tiempo. Es algo de lo que
debemos ser conscientes y recordar siempre.
Pensemos en nuestros fundadores por un momento. ¿Cuáles eran sus preocupaciones? Al considerar la Regla de san Benito, sabían que tenían frente a ellos un estándar sublime, exigente y maravilloso que los regía. Ellos veían la Regla como un don divino por el cual se elevarían por encima de sí mismos, para comenzar a alcanzar la estatura de Cristo y ofrecer a Dios una oblación agradable. No se dejaron llevar por la exuberancia juvenil que cree que ya lo sabe todo.
Esteban
Harding había casi alcanzado la cuarentena: era un hombre con una rica
experiencia. Él sabía bien lo que significaba perder el celo y encontrarlo
nuevamente. San Roberto tenía setenta y un años, una edad formidable en la Europa
del siglo XI. Había sido superior de tres comunidades. Él y sus seguidores
estaban animados por el ardiente deseo de llegar más alto, de dar cada vez más,
conscientes de la obligación solemnemente asumida y de la dulce promesa de
Dios, que se recibe en proporción a nuestra generosidad.
Observemos el contraste, ¿quién, en nuestros días, desea aceptar una norma absoluta y vinculante? Aquello que Benedicto XVI llamó la «dictadura del relativismo» ha conseguido reconfigurar nuestra mentalidad, a la manera de los regímenes dictatoriales. No nos conformamos ya a ningún estándar, sino que conformamos los estándares a nosotros mismos. En vez de elevarnos a través de un arduo esfuerzo hasta normas que nos transcienden, hemos bajado el nivel de esas normas para hacerlas a nuestra medida.
LENGUAJE COMPLACIENTE
Adoptamos un lenguaje complaciente para describir este proceso. Decimos que estamos siendo «sensatos» y «maduros» al ejercitar la «libertad» y la «responsabilidad» para hacer la vida más «humana». Ciertamente, estas nociones tienen aspectos muy válidos. Sin embargo, el resultado final corre el riesgo de ser una pérdida de aspiración, y con ello de atracción. En vez de movernos dentro de la vida monástica como una realidad que conlleva la promesa de elevarnos y transfigurarnos, tendemos en cambio a plantar nuestras carpas en la llanura para desarrollar allí un modo de vida confortable, en el que la comodidad compensa largamente el estrechamiento de miras y la reducción de altura.
No es mi
intención realizar un discurso moralizante. Tengo compasión por las comunidades
y personas que sufren cansancio y se sienten desanimadas. ¡Yo sé bien lo que
significa estar cansado y desanimado! Es precisamente el cansancio y el
desánimo lo que ha fortalecido esta convicción: sólo seremos revitalizados si
abrazamos la absoluta centralidad de un eje teocéntrico que sea verticalmente
exigente. Tenemos que alejar nuestra mirada de nosotros mismos para evitar la
tentación de pensar que un monasterio existe para el beneficio de su comunidad.
Un monasterio no es un fin en sí mismo. Está llamado a ser un signo de la
belleza y la verdad transcendentes de Dios en el amor. «Mira hacia arriba, no
hacia abajo» es el más breve de los Dichos de los Padres del Desierto. Es una
palabra oportuna para nuestro tiempo.
NUESTRA PATRIA ES EL CIELO
A la luz de esta palabra también podemos comprender experiencias de disminución. Un monasterio es el cobijo material de un grupo de mujeres o de hombres llamados a dar testimonio del Reino de Dios en un determinado lugar, en un determinado tiempo y con un determinado propósito. Una comunidad es una realidad orgánica y viviente. Está en la naturaleza de las formas orgánicas de vida nacer, crecer, florecer, dar fruto y morir. San Benito nos urge a «tener la muerte presente a los ojos cada día». Este recordatorio se extiende a nuestra vida, tanto individual cuanto colectiva.
Un vistazo al Atlas
de la Orden Cisterciense es suficiente para darse cuenta del gran
número de sitios en los cuales la vida floreció por una estación y luego cesó.
Nuestra noción de los monasterios como lugares destinados a perdurar para
siempre es una idea romántica. Nuestra patria es el cielo. Tenemos que ser
libres de nuestros apegos afectivos, aún cuando representen valores espirituales.
«¿De qué le sirve a una monja estar desapegada del mundo si no se ha desapegado
de su propio desapego?», se pregunta la primera priora en la obra Diálogo de carmelitas de Bernanos. Lo
que importa es la vida divina que nos ha sido confiada, el fuego en nuestros
corazones que ha de ser pasado a otros, en el lugar, viejo o nuevo, en el que
Dios quiera ahora que brille con su cálida luz.
Nuestra Orden
nació de una destrucción cataclísmica durante una experiencia de exilio. Dios
hizo crecer frutos nuevos en medio de la desolación. ¿Cómo? En enero pasado
tuve la alegría de visitar Gethsemani. Todos los días me detenía en el claustro
frente a la cruz de los fundadores. Los primeros monjes la trajeron consigo
desde Melleray. Lleva esta inscripción: Vive
Jésus, vive sa croix ! Es decir, «¡Que Jesús viva en nosotros, a
través de nosotros, en este lugar; que su cruz se revele aquí como fuente de
vida!». Este era el único equipaje que los fundadores necesitaban para iniciar
la vida monástica en lo que entonces todavía era un «nuevo mundo».
Hace poco leí una carta que Dom Henri Le Saux, un monje establecido en un mundo antiguo pero nuevo para él (Arunachala, India), le escribió a su hermana Thérèse en 1955. Él se encontraba inmerso en una cultura que no tenía casi ninguna referencia cristiana.
Le Saux deseaba conocer a los portadores de esa cultura; sin
embargo, él comprendió que su principal tarea se desarrollaría en un nivel que
iba más allá de ese diálogo. Él escribió: «Aquí hay una gran necesidad de
monjes santos para hacerles comprender la santidad del cristianismo», y
agregaba «si rezas mucho tal vez el Señor me conceda la gracia de ser uno de
ellos, ya que lo único que [me] hace falta y lo único que me piden los hindúes
sinceros es la santidad».
Como monje, y ahora como obispo, estoy seguro de que nosotros tenemos la misma exigencia. Este es el mensaje que deseo transmitiros. El Señor ha querido que nuestras vidas se desplieguen en un mundo atravesado por la incertidumbre y la duda. Tenemos como misión hacer de nuestra vocación un sursum corda encarnado.
¡Que Jesús viva en nosotros para proclamar el poder vivificante de su cruz! Que el ejemplo de nuestros Padres nos inspire un amor profundo por la observancia de la Santa Regla para que nosotros, como ellos, tengamos «un deseo ardiente de transmitir a los sucesores el tesoro de virtudes que, por gracia divina, fue encontrado para la salvación de muchos» (Exordium Parvum 1, 16). Acompaño las deliberaciones del Capítulo con mis oraciones.
Recibid con ellas la expresión
de mi profunda estima y fraterno afecto.
+ fr. Erik Varden OCSO
Obispo de Trondheim
No hay comentarios:
Publicar un comentario