La celebración de los funerales
En la actualidad se escucha en predicaciones de funerales frases como:
«nuestro hermano ha muerto y ha resucitado», «goza ya de Dios en el
cielo», y otras semejantes.
«¿Son correctas esas frases?», «¿son católicas?».
Muchas veces, en los funerales,
se da gracias a Dios por el difunto,
pero pocas se pide por él, por su purificación final
y por su salvación eterna.
Una Carta pastoral del arzobispo de
Pamplona-Tudela muy clarificadora al respecto
No nos avergoncemos
de la Revelación divina,
-Sagradas Escrituras y Tradición viva-
siempre enseñada fielmente por la Iglesia, Madre y Maestra.
-Sagradas Escrituras y Tradición viva-
siempre enseñada fielmente por la Iglesia, Madre y Maestra.
Si queremos que el
edificio
de nuestras vidas personales y comunitarias
se fundamente en la fe de la Iglesia,
y no en la opinión de algunos,
debemos «perseverar en la enseñanza de los apóstoles»
de nuestras vidas personales y comunitarias
se fundamente en la fe de la Iglesia,
y no en la opinión de algunos,
debemos «perseverar en la enseñanza de los apóstoles»
La santidad y la
belleza de la vida de la Iglesia se manifiestan de un modo especial en las
comunidades parroquiales. En ellas, la vida humana queda dignificada de
forma sobre-humana por el Bautismo (nacimiento), por la Eucaristía
(memorial de la Pascua y anticipo del Cielo), por los demás sacramentos, por la
catequesis, por los funerales (muerte) o por la atención caritativa a pobres y
a enfermos.
En
esta ocasión, quiero fijarme especialmente en los funerales, que congregan en
el templo a tantos fieles, parientes, amigos y vecinos, en un momento
de especial profundidad humana. No todos son creyentes, ni todos
practicantes. Sin embargo, en alguna medida, todos intuyen el misterio de la Iglesia,
Esposa de Cristo, cuando recuerda como Madre la muerte de uno de sus hijos. De
ahí que debamos celebrar las exequias litúrgicas con el mayor esmero y
devoción. Mucho colaboran a ello los coros parroquiales, a quienes hemos de
agradecer su preciosa participación en la Liturgia.
Nuestro
mayor agradecimiento es para los sacerdotes, que una y otra vez bendicen y
santifican, con los ritos litúrgicos de las exequias, la muerte de sus
feligreses. No nos cansemos de celebrar funerales, aunque sean muy numerosos
en algunas parroquias y en ocasiones parezca que nuestro trabajo no es
apreciado. «Hacedlo todo, para la gloria de Dios» (cf. 1Co 10,31). Si aquello
que debemos hacer lo hacemos poniendo toda nuestra atención y nuestro amor por
aquellos que Dios nos ha confiado, no caeremos en una rutina vacía y agobiante,
sino que cada vez celebraremos las exequias con más esperanza y gozo
espiritual. Hay algo que me preocupa hace tiempo en relación con este tema y
que no debo ocultaros.
La
semana pasada me escribía un diocesano refiriéndome algunas expresiones que
venía oyendo en predicaciones de funerales, como «nuestro hermano ha muerto y
ha resucitado», «goza ya de Dios en el cielo», y otras semejantes. «¿Son
correctas esas frases?», me preguntaba, «¿son católicas?». Y añadía su
extrañeza por el hecho de que muchas veces en los funerales se da gracias a
Dios por el difunto, pero pocas se pide por él, por su purificación
final y por su salvación eterna.
Responderé
a estas preguntas recordando el Credo y ateniéndome a lo que enseña el
Catecismo de la Iglesia Católica, que es también mi enseñanza como obispo y la
de todos los obispos católicos en comunión con el Papa.
Muerte y resurrección no son
simultáneas.
Así lo enseña la fe de la Iglesia,
formulada desde el principio. «Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde
aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo
humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para
sometérselo todo» (Flp 3,20-21). Habla el Apóstol de la segunda venida de
Cristo, la última y definitiva. Entonces se realizará la resurrección de los
muertos, en el último día, en la Parusía, que ciertamente no se ha producido
todavía.
Así lo enseña el Catecismo: «Por la
muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la
vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma.
Así como Cristo ha resucitado y vive para siempre, todos nosotros resucitaremos
en el último día» (Catecismo, nº 1016).
La resurrección de la carne en el
último día, que va más allá de la simple inmortalidad del alma, es algo tan
importante que San Pablo sufrió gustoso las burlas de los atenienses por
defender esta verdad de fe (cf. Hch 17,32-34). Sigamos nosotros hoy su ejemplo.
“Todos tenemos que comparecer ante el
tribunal de Cristo para recibir cada
cual por lo que haya hecho mientras tenía este cuerpo, sea el bien o el mal”
(2Cor 5,10).
Ésta es la fe siempre confesada por la
Iglesia, que el Catecismo hoy declara: «Cada hombre, después de morir, recibe
en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere
su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar
inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente
para siempre» (Catecismo, nº 1022). Si olvidamos esto, vaciamos de sentido la
Pasión y Muerte de Cristo, que ha tomado en serio nuestros pecados, y hacemos
vanas sus propias palabras en el Evangelio (cf. Mt 25,31-46).
El purgatorio existe, gracias a Dios.
Y digo «gracias a Dios» pues no pocos
vamos a necesitarlo, si por la misericordia de Dios morimos en su amistad pero
aún necesitados de purificación. «Los que mueren en la gracia y en la amistad
de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna
salvación [son las «benditas almas del purgatorio»], sufren después de su
muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en
la alegría del cielo» (Catecismo, nº 1030).
Es algo que se entiende muy bien, si se
explica adecuadamente, pues todos somos conscientes de que, en nuestro estado
actual, tenemos muchos apegos, vicios, etc. que nos separan de Dios y que
necesitamos purificar para entrar verdaderamente en el cielo. Dios mismo tendrá
que quitarnos nuestros harapos y ponernos el vestido de fiesta necesario para
el banquete eterno.
Debemos ofrecer sufragios en favor de
las benditas almas del purgatorio.
Así lo ha enseñado la Iglesia desde sus
inicios, en toda su tradición litúrgica y en varios Concilios: «Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha
honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en
particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan
llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las
limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos»
(Catecismo, nº 1032).
También esto es algo que el pueblo
cristiano siempre ha entendido perfectamente, y nosotros hoy no debemos
ocultarlo. La unión de los bautizados en Cristo es tan fuerte, que ni siquiera
la muerte puede romperla. Por lo tanto, nuestras oraciones siguen beneficiando
a los hermanos que aún se encuentran en la purificación del purgatorio
(purificatorio), al igual que ellos interceden por nosotros. No es pequeño el
consuelo que en esta verdad pueden encontrar aquellos que han perdido a un ser
querido.
No nos avergoncemos de la Palabra
divina, siempre enseñada fielmente por la Iglesia, Madre y Maestra. Si
queremos que el edificio de nuestras vidas personales y comunitarias se
fundamente en la fe de la Iglesia, y no en la opinión de algunos, debemos
«perseverar en la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42).
Aunque un ángel del cielo nos anunciara
otras doctrinas, no debemos creerle (cf. Gál 1,6-9). Jesucristo concedió su
autoridad a los apóstoles y ahora el Papa y los obispos hemos de seguir
confirmando en la fe católica a nuestros fieles.
Atrevernos a comunicar la verdad a
nuestros hermanos es la acción que mejor expresa el amor y el respeto que por
ellos tenemos.
+ Francisco Pérez González,
Arzobispo de Pamplona y Obispo de
Tudela
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