UN CANAL PARA LLEVARNOS A DIOS:
LA “VIA PULCHRITUDINIS”
Una reflexión del Papa
Benedicto XVI
acerca de la
importancia de las obras de arte (música, pintura, literatura, arquitectura…)
ante un mundo tan
materializado
y que hace del “feísmo”
un culto devastador.
El lenguaje de las
formas, de los colores y de los sonidos,
expresado con belleza
es una manera de manifestar
la trascendencia de la persona humana,
y -en modo excelso-
aquellas obras que “hablan” de la fe.
También la Sagrada
Liturgia necesita de estas expresiones bellas, que la Iglesia posee en
abundancia en su depósito bimilenario de arte cristiano.
Hoy quiero reflexionar brevemente sobre uno de estos canales que
pueden llevarnos a Dios y ser también una ayuda en el encuentro con Él: es la
vía de las expresiones artísticas, parte de la «via pulchritudinis» —«la
vía de la belleza»— de la cual he hablado en otras ocasiones y que el
hombre de hoy debería recuperar en su significado más profundo.
Tal vez os ha sucedido alguna vez ante una escultura, un cuadro,
algunos versos de una poesía o un fragmento musical, experimentar una profunda
emoción, una sensación de alegría, es decir, de percibir claramente que ante
vosotros no había sólo materia, un trozo de mármol o de bronce, una tela
pintada, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más gran de,
algo que «habla», capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar
el alma.
Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano,
que se cuestiona ante la realidad visible, busca descubrir su sentido profundo
y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos.
El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de ir más
allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de infinito.
Más aún, es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una
belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Una obra de arte puede
abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsándonos hacia lo alto.
Pero hay expresiones artísticas que son auténticos caminos hacia
Dios, la Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con
Él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que expresan la
fe.
Podemos encontrar un ejemplo cuando visitamos una catedral
gótica: quedamos arrebatados por las líneas verticales que se recortan hacia el
cielo y atraen hacia lo alto nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras al mismo
tiempo nos sentimos pequeños, pero con deseos de plenitud…
O cuando entramos en una iglesia románica: se nos invita de forma
espontánea al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos
edificios está de algún modo encerrada la fe de generaciones.
O también, cuando escuchamos un fragmento de música sacra que
hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro espíritu se ve como
dilatado y ayudado para dirigirse a Dios.
Vuelve a mi mente un concierto de piezas musicales de Johann
Sebastian Bach, en Munich, dirigido por Leonard Bernstein. Al concluir el
último fragmento, en una de las Cantatas, sentí, no por razonamiento, sino en
lo más profundo del corazón, que lo que había escuchado me había transmitido
verdad, verdad del sumo compositor, y me impulsaba a dar gracias a Dios.
Junto a mí estaba el obispo luterano de Munich y espontáneamente
le dije: «Escuchando esto se comprende: es verdad; es verdadera la fe tan
fuerte, y la belleza que expresa irresistible mente la presencia de la verdad
de Dios».
¡Cuántas veces cuadros o frescos, fruto de la fe del artista, en
sus formas, en sus colores, en su luz, nos impulsan a dirigir el pensamiento a
Dios y aumentan en nosotros el deseo de beber en la fuente de toda belleza!
Es profundamente verdadero lo que escribió un gran artista, Marc
Chagall: que durante siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto
colorido de la Biblia. ¡Cuántas veces entonces las expresiones artísticas pueden
ser ocasiones para que nos acordemos de Dios, para ayudar a nuestra oración o
también a la conversión del corazón!
Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, en
la basílica de «Notre Dame» de París, en 1886, precisamente escuchando el canto
del Magníficat durante la Misa de Navidad, percibió la presencia de Dios. No
había entrado en la iglesia por motivos de fe; había entrado precisamente para
buscar argumentos contra los cristianos, y, en cambio, la gracia de Dios obró
en su corazón.
Queridos amigos, os invito a redescubrir la importancia de este camino también para la oración,
para nuestra relación viva con Dios. Las ciudades y los pueblos en todo el
mundo contienen tesoros de arte que expresan la fe y nos remiten a la relación
con Dios.
Por eso, la visita a los lugares de arte no ha de ser sólo
ocasión de enriquecimiento cultural —también esto—, sino sobre todo un momento
de gracia, de estímulo para reforzar nuestra relación y nuestro diálogo con el
Señor, para detenerse a contemplar —en el paso de la simple realidad exterior a
la realidad más profunda que significa— el rayo de belleza que nos toca, que
casi nos «hiere» en lo profundo y nos invita a elevarnos hacia Dios.
Gracias.
(31/08/2011)
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