Pasión de Nicodemo
JM de Prada
ABC . 20 de
abril de 2019
"...Abandonar las cautelas y los respetos humanos,
las expresiones brumosas o ambiguas
que me permitían ser aceptado y aplaudido de todos..."
Cristo es bajado de la Cruz por José de Arimatea y Nicodemo.
Vitral de la iglesia de San Juan Bautista en Rijeka, Croacia.
CUANDO supe que
ya había expirado sobre el madero, decidí subir al Gólgota, para visitarlo por
última vez. Volvía a hacerlo de noche, como siempre lo había hecho hasta
entonces, aprovechando que mis colegas del Sanedrín ya se habían retirado y mis
hermanos fariseos dormían, aprovechando que de noche todos los gatos son
pardos.
Por
elegir siempre la clandestinidad de la noche para visitar a Jesús algunos me
llamaban con desdén el "discípulo tibio". A Jesús lo quise y admiré mucho, pero
no hasta el extremo de confesar mi amor y admiración en público, no hasta el
extremo de poner en riesgo mi posición, no hasta el extremo de vencer los
respetos humanos y abandonar las cautelas.
Siempre he sido hombre que abomina de exageraciones y desafueros; siempre me han causado disgusto y escándalo quienes se expresan con demasiado ardor y crudeza.
Y, en honor a la verdad, me habían incomodado las filípicas vehementes que Jesús lanzaba contra mis hermanos fariseos; o el denuedo un tanto energúmeno que empleó al expulsar a los mercaderes del templo. Aunque su predicación me parecía siempre sugestiva, mi temple moderado se horrorizaba ante sus afirmaciones netas que me obligaban a tomar partido, abandonando las expresiones brumosas o ambiguas que me permitían ser aceptado y aplaudido por todos.
Siempre he sido hombre que abomina de exageraciones y desafueros; siempre me han causado disgusto y escándalo quienes se expresan con demasiado ardor y crudeza.
Y, en honor a la verdad, me habían incomodado las filípicas vehementes que Jesús lanzaba contra mis hermanos fariseos; o el denuedo un tanto energúmeno que empleó al expulsar a los mercaderes del templo. Aunque su predicación me parecía siempre sugestiva, mi temple moderado se horrorizaba ante sus afirmaciones netas que me obligaban a tomar partido, abandonando las expresiones brumosas o ambiguas que me permitían ser aceptado y aplaudido por todos.
Para
no mancharme las manos con la sangre de Jesús evité presentarme en la sesión
del Sanedrín que lo juzgó y me encerré en casa, donde en secreto exhalé gemidos
desgarrados, convencido de que así no estaba haciendo el juego a sus asesinos,
convencido de que abstenerme de intervenir no equivale a consentir.
Cuando supe que Jesús ya había expirado en el Gólgota, corrí dispuesto a expiar mi culpa. Por suerte, era otra de vez de noche; y, para entonces, mis colegas del Sanedrín y mis hermanos fariseos ya no podían censurarme, pues los muertos ya no molestan a nadie. Y, participando en el entierro de Jesús, podía además amansar mis remordimientos. Me hice acompañar por un criado, al que cargué con cien libras de mirra y áloe.
Cuando supe que Jesús ya había expirado en el Gólgota, corrí dispuesto a expiar mi culpa. Por suerte, era otra de vez de noche; y, para entonces, mis colegas del Sanedrín y mis hermanos fariseos ya no podían censurarme, pues los muertos ya no molestan a nadie. Y, participando en el entierro de Jesús, podía además amansar mis remordimientos. Me hice acompañar por un criado, al que cargué con cien libras de mirra y áloe.
Cuando llegué al Gólgota me tropecé con José de
Arimatea, que trataba en vano de desclavar los pies de Jesús del madero. Corrí
a ayudarlo, tirando con ambas manos del clavo chorreante de sangre, sin
atreverme a mirar el rostro de Jesús, por miedo a encontrarme con un rictus de
reproche.
Cabizbajo, ayudé a poner su cuerpo en los brazos de su madre doliente; y luego ayudé a cargar con Él, mientras nos encaminábamos todos a un huerto próximo, donde había una cueva destinada para sepultura de Jesús. Mientras las mujeres limpiaban sus llagas y lo embalsamaban con las cien libras de mirra y áloe que yo había hecho cargar a mi criado miré mis manos, todavía tintas en la sangre de los pies de Jesús, y me las llevé a la cara irreflexivamente.
Cabizbajo, ayudé a poner su cuerpo en los brazos de su madre doliente; y luego ayudé a cargar con Él, mientras nos encaminábamos todos a un huerto próximo, donde había una cueva destinada para sepultura de Jesús. Mientras las mujeres limpiaban sus llagas y lo embalsamaban con las cien libras de mirra y áloe que yo había hecho cargar a mi criado miré mis manos, todavía tintas en la sangre de los pies de Jesús, y me las llevé a la cara irreflexivamente.
Sentí entonces el contacto de aquella sangre en mi rostro
como un agua lustral que lavaba mi cobardía y me obligaba a nacer de nuevo. Y
entonces la cabeza se me llenó de un viento que no sabía de dónde venía ni
adónde iba; y me di cuenta de que tenía que hablar de lo que sabía, que tenía
que testimoniar lo que había visto, que tenía que abandonar mis prevenciones y
gritar en los terrados lo que Jesús me había contado en un susurro, cuando lo visitaba
de noche, por miedo a los judíos.
Aquella sangre me ardía en el rostro, me
infundía valor para erguirme y humildad para arrodillarme, me obligaba a
abandonar las cautelas y los respetos humanos, las expresiones brumosas o
ambiguas que me permitían ser aceptado y aplaudido de todos.
Y estaba dispuesto
a hacerlo a plena luz del sol, sin esconderme nunca más de nadie.
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