Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

5 de enero de 2020

EL TAPIZ PORTEÑO DE LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS

UN CUENTO DE MUJICA LAINEZ
y UN TAPIZ HISTÓRICO PORTEÑO

LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS

Uno de los cuentos (el número 34) del libro “Misteriosa Buenos Aires” de Manuel Mujica Lainez, está ambientado en la Gran Aldea colonial dentro de la iglesia porteña de San Juan Bautista (en la esquina de Piedras y Alsina) en el alba del día de la Epifanía del Señor del año 1822.

El relato del autor nos ubica en la Buenos Aires de comienzos del siglo XIX. Habían transcurrido 200 años de la creación de la diócesis de la Santísima Trinidad en el puerto de Buenos Aires en la gobernación del Río de la Plata y la vida de la Gran Aldea estaba impregnada del Evangelio.

Lo transcribimos como un homenaje al Año Jubilar que celebra la arquidiócesis de Buenos Aires, que fue creada en marzo de 1620 (su Cuarto Centenario en este año)




Hace buen rato que el pequeño sordomudo anda con sus trapos y su plumero entre las maderas del órgano: A sus pies, la nave de la iglesia de San Juan Bautista yace en penumbra. La luz del alba -el alba del día de los Reyes- titubea en las ventanas y luego, lentamente, amorosamente, comienza a bruñir el oro de los altares.
Cristóbal lustra las vetas del gran facistol y alinea con trabajo los libros de coro casi tan voluminosos como él.
Detrás está el tapiz, pero Cristóbal prefiere no mirarlo hoy.
De tantas cosas bellas y curiosas como exhibe el templo, ninguna le atrae y seduce como el tapiz de La Adoración de los Reyes; ni siquiera el Nazareno misterioso, ni el San Francisco de Asís de alas de plata, ni el Cristo que el Virrey Ceballos trajo de Colonia del Sacramento y que el Viernes Santo dobla la cabeza, cuando el sacristán tira de un cordel.
El enorme lienzo cubre la ventana que abre sobre la calle de Potosí, y se extiende detrás del órgano al que protege del sol y de la lluvia. Cuando sopla viento y el aire se cuela por los intersticios, muévense las altas figuras que rodean al Niño Dios.
Cristóbal las ha visto moverse en el claroscuro verdoso. Y hoy no osa mirarlas.
Pronto hará tres años que el tapiz ocupa ese lugar. Lo colgaron allí, entre el arrobado aspaviento de las capuchinas, cuando lo obsequió don Pedro Pablo Vidal, el canónigo, quien lo adquirió en pública almoneda por dieciséis onzas peluconas. Tiene el paño una historia romántica. Se sabe que uno de los corsarios argentinos que hostigaban a las embarcaciones españolas en aguas de Cádiz, lo tomó como presa bélica con el cargamento de una goleta adversaria. El señor Fernando VII enviaba el tapiz, tejido según un cartón de Tiziano, a su gobernador de Filipinas, testimoniándole el real aprecio. Quiso el destino singular que en vez de adornar el palacio de Manila viniera a Buenos Aires, al templo de las monjas de Santa Clara.
El sordomudo, que es apenas un adolescente, se inclina en el barandal. Allá abajo, en el altar mayor, afánanse los monaguillos encendiendo las velas. Hay mucho viento en la calle. Es el viento quemante del verano, el de la abrasada llanura. Se revuelve en el ángulo de Potosí y Las Piedras y enloquece las mantillas de les devotas. Mañana no descansarán los aguateros, y las lavanderas descubrirán espejismos de incendio en el río cruel. Cristóbal no puede oír el rezongo de las ráfagas a lo largo de la nave, pero siente su tibieza en la cara y en las manos, como el aliento de un animal. No quiere darse vuelta porque el tapiz se estará moviendo y alrededor del Niño se agitarán los turbantes y las plumas de los séquitos orientales.
Ya empezó la primera misa. El capellán abre los brazos y relampaguea la casulla hecha con el traje de una Virreina. Asciende hacia las bóvedas la fragancia del incienso.
Cristóbal entrecierra los ojos. Ora sin despegar los labios. Pero a poco se yergue, porque él, que nada oye, acaba de oír un rumor a sus espaldas. Sí, un rumor, un rumor levísimo, algo que podría compararse con una ondulación ligera producida en el agua de un pozo profundo, inmóvil hace años. El sordomudo está de pie y tiembla. Aguza sus sentidos torpes, desesperadamente, para captar ese balbucir. Y abajo el sacerdote se doblega sobre el Evangelio, en el esplendor de la seda y de los hilos dorados, y lee el relato de la Epifanía.
Son unas voces, unos cuchicheos, desatados a sus espaldas. Cristóbal ni oye ni habla desde que la enfermedad le dejó así, aislado, cinco años ha. Le parece que una brisa trémula se le ha entrado por la boca y por el caracol del oído y va despertando viejas imágenes dormidas en su interior.
Se ha aferrado a los balaústres, el plumero en la diestra. A infinita distancia, el oficiante refiere la sorpresa de Herodes ante la llegada de los magos que guiaba la estrella divina.
“Et apertis thesaurus suis” -canturrea el capellán- “obtulerunt ei munera, aurum, thus et myrrham”.
Una presión física más fuerte que su resistencia obliga al muchacho a girar sobre los talones y a enfrentarse con el gran tapiz.

Entonces en el paño se alza el Rey mago que besaba los pies del Salvador y se hace a un lado, arrastrando el oleaje del manto de armiño. Le suceden en la adoración los otros Príncipes, el del bello manto rojo que sostiene un paje caudatario, el Rey negro ataviado de azul. Oscilan las picas y las partesanas. Hiere la luz a los yelmos mitológicos entre el armonioso caracolear de los caballos marciales. Poco a poco el séquito se distribuye detrás de la Virgen María, allí donde la mula, el buey y el perro se acurrucan en medio de los arneses y las cestas de mimbre. Y Cristóbal está de hinojos escuchando esas voces delgadas que son como subterránea música.

Delante del Niño a quien los brazos maternos presentan, hay ahora un ancho espacio desnudo. Pero otras figuras avanzan por la izquierda, desde el horizonte donde se arremolina el polvo de las caravanas y cuando se aproximan se ve que son hombres del pueblo, sencillos, y que visten a usanza remota. Alguno trae una aguja en la mano; otro, un pequeño telar; éste lanas y sedas multicolores; aquél desenrosca un dibujo en el cual está el mismo paño de Bruselas diseñado prolijamente bajo una red de cuadriculadas divisiones. Caen de rodillas y brindan su trabajo de artesanos al Niño Jesús. Y luego se ubican entre la comitiva de los magos, mezcladas las ropas dispares, confundidas las armas con los instrumentos de las manufacturas flamencas.
Una vez más queda desierto el espacio frente a la Santa Familia. En el altar, el sacerdote reza el segundo Evangelio.
Y cuando Cristóbal supone que ya nada puede acontecer, que está colmado su estupor, un personaje aparece delante del establo. Es un hombre muy hermoso, muy viril, de barba rubia. Lleva un magnífico traje negro, sobre el cual fulguran el blancor del cuello de encajes y el metal de la espada. Se quita el sombrero de alas majestuosas, hace una reverencia y de hinojos adora a Dios. Cabrillea el terciopelo, evocador de festines, de vasos de cristal, de orfebrerías, de terrazas de mármol rosado. Junto a la mirra y los cofres, Tiziano deja un pincel. Las voces apagadas, indecisas, crecen en coro. Cristóbal se esfuerza por comprenderlas, mientras todo ese mundo milagroso vibra y espejea en tomo del Niño.
Entonces la Madre se vuelve hacia el azorado mozuelo y hace un imperceptible ademán, como invitándolo a sumarse a quienes rinden culto al que nació en Belén.
Cristóbal escala con mil penurias el labrado facistol, pues el Niño está muy alto. Palpa, entre sus dedos, los dedos aristocráticos del gran señor que fue el último en llegar y que le ayuda a izarse para que pose los labios en los pies de Jesús. Como no tiene otra ofrenda, vacila y coloca su plumerillo al lado del pincel y de los tesoros.
Y cuando, de un salto peligroso, el sordomudo desciende a su apostadero de barandal, los murmullos cesan, como si el mundo hubiera muerto súbitamente. El tapiz del corsario ha recobrado su primitiva traza. Apenas ondulan sus pliegues acuáticos cuando el aire lo sacude con tenue estremecimiento.
Cristóbal recoge el plumero y los trapos. Se acaricia las yemas y la boca. Quisiera contar lo que ha visto y oído, pero no le obedece la lengua. Ha regresado a su amurallada soledad donde el asombro se levanta como una lámpara deslumbrante que transforma todo, para siempre.


LA IGLESIA DE SAN JUAN BAUTISTA Y  EL CONVENTO DE LAS CLARISAS EN BUENOS AIRES

SU ANTIGUO TAPIZ DE LA 
 "LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS"

En el lugar donde hoy se levanta la Iglesia de San Juan Bautista (en Alsina y Piedras, en Buenos Aires) en el año 1650 existía una modestísima capilla de adobe (eran las periferias de la gran Aldea colonial) bajo la advocación de San Juan Bautista y estaba destinada al Curato de indios. Fue erigida por el tercer obispo de Buenos Aires, fray Cristóbal de la Mancha y Velazco.

Al ver el deterioro de esta humilde capilla, el vecino de la ciudad, Juan de San Martín, manda levantar un nuevo templo en 1719, concluyéndose en 1725.

Fue totalmente reedificada a partir de 1777, y terminada en 1795. Inicialmente funcionó como Vice-parroquia de los Naturales, y pasó a ser parte del Convento de las Monjas Capuchinas, llegadas a Buenos Aires en 1747. 

La iglesia estuvo ligada al establecimiento de las monjas capuchinas en Buenos Aires; tenía amplios claustros rodeados de columnatas, y un magnífico huerto. En uno de los patios llamados "De los Capuchinos", hay una estatua de mármol de Santa Clara, patrona secundaria de la Ciudad de Buenos Aires.

Este templo conservaba valiosos tesoros, entre ellos un inmenso tapiz de 1657, representando la adoración de los Reyes Magos. A la derecha del altar se encuentran los restos de Don Pedro Melo de Portugal y Villena, quinto virrey del Río de la Plata, fallecido en 1797.
 
Bajo el coro se halla una cripta que contiene las tumbas de doscientos setenta monjas Clarisas Capuchinas.

Fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1942.

En 1747 habían llegado a Buenos Aires, procedentes de Chile y España, veinte religiosas Clarisas que se alojaron primero en la pensión de Salvador del Castillo y luego en la primitiva iglesia de San Nicolás. En 1754 se mudaron al nuevo Convento de Nuestra Señora del Pilar, en San Juan Bautista, donde las hermanas de la congregación vivieron en clausura hasta 1981. Hoy la Iglesia pertenece a la congregación de los padres del Sagrado Corazón de Jesús de Betharram.

Un lugar de mucha historia porteña

Actualmente se pueden ver el torno, el locutorio, las salas del coro y el antecoro, los confesionarios y el comulgatorio -datan del siglo XVIII-, que se abría a través de la reja que comunica con el templo.

Incendio del Teatro de la Ranchería

El nuevo templo de la esquina de la calle Potosí con Las Piedras fue inaugurado el 15 de agosto de 1795, con fuegos artificiales. Una bengala cayó en el techo del Teatro de La Ranchería, ubicado a dos cuadras de allí y lo incendió. Como fue de día no había gente. Un grupo de soldados bajo las órdenes del entonces Subteniente Juan José Viamonte acudió para evitar que el fuego se propagara a las casas vecinas. El teatro terminó destruido por completo

Invasiones Inglesas

En el histórico patio de la casa parroquial, llamado de la Reconquista, están enterrados los combatientes de las Invasiones Inglesas de 1806 y 1807, tanto patriotas como ingleses. En esa época la iglesia funcionó como hospital y las monjas atendieron a todos los combatientes por igual.
Santiago de Liniers, el 12 de agosto, antes de emprender la lucha contra el invasor inglés concurrió a la iglesia de San Juan, con un grupo de patriotas, para invocar la protección de Clara de Asís cuya fiesta celebraban en el Vetus Ordo en ese día sus hijas espirituales. Días antes había encomendado a las oraciones y sacrificios de la comunidad el triunfo de las armas patriotas. Como la victoria se consiguió en la festividad de la santa, el Cabildo de Buenos Aires declaró a Santa Clara Patrona menor de la Ciudad.


Adiós al Convento

En la iglesia lo que queda del Convento es la reja del coro bajo, con sus pinches agresivos según ordena la regla. El resto de la manzana fue vendido en 1981 y se construyó el hotel Intercontinental que ha reciclado la biblioteca y el refectorio del monasterio, que está destinado a sala de conferencias.

Confesionario

Según las disposiciones referentes a la clausura, el capellán y los confesores extraordinarios no podían pasar a la zona de clausura de las monjas ni ellas podían salir de la misma.

En un altar lateral sobre el ala derecha hay una puerta muy pequeña y disimulada en la talla del retablo. Al abrirla, hay un cuarto diminuto, de no más de 1,20 metros de lado, donde todavía está el sillón en el que el sacerdote pasaba largas horas escuchando a las monjas en confesión.
Las monjas, desde la clausura, se confesaban a través de una abertura realizada en la pared y cubiertas por una reja. En el caso de las capuchinas, el claustro y las celdas han sido demolidos.

Las Hormigas del Virrey

El 22 de abril de 1797 fue enterrado en el Altar Mayor, el quinto virrey del Río de la Plata, don Pedro Melo de Portugal y Villena, fallecido, el día 15 de ese mes, repentinamente en ejercicio de su mandato.

Siguiendo su voluntad, fue sepultado con el hábito de Santiago, sosteniendo su espada por la empuñadura, a la altura del pecho. El alto funcionario mandó esculpir sobre su lápida: “Aquí yace, por afecto a las vírgenes esposas de Jesucristo, el Excelentísimo Señor D. Pedro Melo de Portugal y Villena”, aclarando que había fallecido a los 63 años, 11 meses y 16 días.

En 1910, el capellán D. Pedro Sardoy, siguiendo el rastro de las hormigas, llegó hasta la tumba del Virrey, descubriendo que las mismas habían anidado en su cráneo y que en sus manos, sostenía la regia espada. Fue entonces que, una vez aniquilados los insectos, se le retiró la empuñadura, (reemplazada por una de hierro) y con su oro, se fundió una rica patena de celebración sacramental.


La Iglesia de San Juan Bautista en la actualidad


El tapiz histórico: 

una obra magnífica hecho por tejedores flamencos hacia 1580


Existe una historia sobre el tapiz "La adoración de los Reyes Magos" tejido según el lienzo del pintor Tiziano.

En 1580 reinaba en España Felipe II “el Prudente”, por entonces el monarca más poderoso de la Tierra. Este soberano encomendó a los grandes maestros tapiceros de “Bruselas Bravante”, en los Países Bajos, un bello tapiz decorativo inspirado en un motivo religioso del Tiziano: “La Adoración de los Reyes Magos” (1559), remitiendo para ello una copia en cartón.

LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS de TIZIANO (1559)

Los orfebres trabajaron sin descanso y al cabo de un tiempo, finalizaron su labor, y enviaron la obra a la corte, donde fue colocada en una pared del Palacio Real de Madrid, bien a la vista de todos.

El fabuloso tapiz mide siete metros de largo por cinco de alto. 

En 1657 el rey Felipe IV obsequió el tapiz a las Clarisas de Madrid, religiosas capuchinas de la Orden de San Francisco, quienes recibieron el presente con entusiasmo, colocándole junto al coro bajo, donde estuvo expuesto hasta 1808, época de Fernando VII.

Este monarca decidió homenajear al gobernador de las Islas Filipinas enviándole de regalo el magnífico tapiz y hacia tan remoto destino lo despachó a bordo de un buque de su armada en 1815. Ocurrió que en las islas Canarias, la nave se topó con el “Vigilancia”, buque corsario argentino que, al comando de Walter Davies Chitty, cuñado del Almirante Brown, la capturó y se hizo de su carga. 

Una vez en Buenos Aires, el “Vigilancia” desembarcó el botín y siguiendo la costumbre de la época, el gobierno porteño lo declaró “buena presa” para ponerlo a remate público.

Ocurrió que el canónigo de la Catedral porteña, presbítero Dr. Pedro Pablo Vidal, se interesó por la magnífica obra de arte, pagando por ella la suma de 19 onzas de oro (equivalente a once mexicanos del mismo metal), importe que abonó en “pelucones”, monedas de uso corriente, así llamadas por representar al monarca español con una gran peluca. El sacerdote, que mucho sabía de arte y algo de tapices, comprendió desde el primer momento que aquella textura, sus vivos colores y la justeza de su copiado, eran evidencia de que se hallaba frente a una pieza de incalculable valor y en vista de ello, tras determinar su autenticidad, la envió como obsequio al Convento de Santa Clara, a cargo de las hermanas capuchinas.

El tapiz fue colgado – por su tamaño – en el coro donde se encuentra el órgano de tubos.

En años posteriores, una de las religiosas, apiadándose de las monjas ancianas que en pleno invierno debían arrodillarse en el piso helado durante las misas, decidió hacer unos tapetes cortando varios rectángulos del tapiz.

En otro momento, al romperse un vitral lateral, las hermanas no tuvieron mejor idea que cubrir el boquete con lo que quedaba de la tela, a efectos de que la lluvia, el granizo y la humedad no estropeasen el antiguo órgano del templo.

Alrededor de 1870, siendo abadesa la Madre Carmen, llegaron a Buenos Aires directivos de una fábrica de gobelinos de París, con la misión de certificar tanto la antigüedad como la autenticidad de la pieza.

Cuando las Clarisas se retiran de este convento porteño, en 1981, no tenían lugar en su nuevo convento en Paso del Rey de la localidad de Moreno. Por ello entregaron el tapiz para ser colocado en la sede de la Conferencia Episcopal Argentina, Suipacha 1034, previa tarea de restauración por expertos maestros artesanos.



Se puede observar, detrás de los obispos, el tapiz de la Adoración de los Reyes Magos en la sede de la CEA, Suipacha 1034 en Buenos Aires, en diciembre de 2018

Cuando el Papa San Juan Pablo II inauguró en el año 1987 esta sede de la CEA, el tapiz se colgó en la sala principal de reuniones de los Obispos argentinos. Es el tapiz del que habla Mujica Lainez en su cuento.



Tapiz de "La adoración de los Reyes Magos", en la sede la Conferencia Episcopal Argentina.(detalle)

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