UNA ENCÍCLICA PROFÉTICA
En estos días
nuevamente se presentan objeciones al celibato sacerdotal. Corrientes de
opinión con medios muy poderosos confunden y generan situaciones ambiguas.
Esto mismo ocurría
al concluir el Concilio Vaticano II, y el Papa San Pablo VI escribió una
Encíclica de gran valor magisterial. Con palabras claras y fundado en la
Tradición viva de la Iglesia, el Papa Montini expresa la riqueza y grandeza del
tesoro del celibato sacerdotal, que la Iglesia custodia como un valor muy grande,
que excede lo temporal.
Vale la pena releer
este Documento papal en estos días de tantas imprecisiones. Se explicitan las
razones fundadas del sagrado celibato, su conveniencia y lo equivocado de sus
detractores.
ENCÍCLICA
SACERDOTALIS CAELIBATUS
DE SU SANTIDAD
PABLO VI
SOBRE EL CELIBATO SACERDOTAL
SACERDOTALIS CAELIBATUS
DE SU SANTIDAD
PABLO VI
SOBRE EL CELIBATO SACERDOTAL
A los obispos,
a los hermanos en el sacerdocio,
a los fieles de todo el mundo católico
a los hermanos en el sacerdocio,
a los fieles de todo el mundo católico
INTRODUCCIÓN
1. EL CELIBATO
SACERDOTAL HOY
Situación actual
1. El celibato
sacerdotal, que la Iglesia custodia desde hace siglos como perla preciosa,
conserva todo su valor también en nuestro tiempo, caracterizado por una profunda
transformación de mentalidades y de estructuras.
Pero en el clima de
los nuevos fermentos, se ha manifestado también la tendencia, más aún, la
expresa voluntad de solicitar de la Iglesia que reexamine esta institución suya
característica, cuya observancia, según algunos, llegaría a ser ahora
problemática y casi imposible en nuestro tiempo y en nuestro mundo.
Una promesa nuestra
al Concilio
2. Este estado de
cosas, que sacude la conciencia y provoca la perplejidad en algunos sacerdotes
y jóvenes aspirantes al sacerdocio y engendra confusión en muchos fieles, nos
obliga a poner un término a la dilación para mantener la promesa que hicimos a
los venerables padres del concilio, a los que declaramos nuestro propósito de
dar nuevo lustre y vigor al celibato sacerdotal en las circunstancias
actuales [1].
Entretanto, larga y fervorosamente hemos invocado las necesarias luces y ayudas
del espíritu Paráclito, y hemos examinado, en la presencia de Dios, los
pareceres y las instancias que nos han llegado de todas partes, ante todo de
varios pastores de la Iglesia de Dios.
Amplitud y gravedad
de la cuestión
3. La gran cuestión
relativa al sagrado celibato del clero en la Iglesia se ha presentado durante
mucho tiempo a nuestro espíritu en toda su amplitud y en toda su gravedad. Debe
todavía hoy subsistir la severa y sublimadora obligación para los que pretenden
acercarse a las sagradas órdenes mayores? Es hoy posible, es hoy conveniente la
observancia de semejante obligación? No será ya llegado el momento para abolir
el vínculo que en la Iglesia une el sacerdocio con el celibato? No podría ser
facultativa esta difícil observancia? No saldría favorecido el ministerio
sacerdotal, facilitada la aproximación ecuménica? Y si la áurea ley del sagrado
celibato debe todavía subsistir con qué razones ha de probarse hoy que es santa
conveniente? Y con qué medios puede observarse y cómo convertirse de carga en
ayuda para la vida sacerdotal?
La realidad y los
problemas
4. Nuestra atención
se ha detenido de modo particular en las objeciones que de varias formas se han
formulado o se formulan contra el mantenimiento del sagrado celibato.
Efectivamente, un tema tan importante y tan complejo nos obliga, en virtud de
nuestro servicio apostólico, a considerar lealmente la realidad y los problemas
que implica, pero iluminándolos, como es nuestro deber y nuestra misión, con la
luz de la verdad que es Cristo, con el anhelo de cumplir en todo la voluntad de
aquel que nos ha llamado a este oficio, y de manifestarnos como efectivamente
somos ante la Iglesia, el siervo de los siervos de Dios.
2. OBJECIONES
CONTRA EL CELIBATO SACERDOTAL
El celibato y el
Nuevo Testamento
5. Se puede decir que
nunca, como hoy, el terna del celibato eclesiástico se ha investigado con mayor
intensidad y bajo todos sus aspectos, en el plano doctrinal, histórico,
sociológico, psicológico y pastoral, y frecuentemente con intenciones fundamentalmente
rectas, aunque a veces la palabras puedan haberlas traicionado.
Miremos honradamente
las principales objeciones contra le ley del celibato eclesiástico, unido al
sacerdocio.
La primera parece que
proviene de la fuente más autorizada: el Nuevo Testamento, en el que se
conserva la doctrina de Cristo y de los apóstoles, no exige e! celibato de los
sagrados ministros, sino que más bien o propone como obediencia libre a una
especial vocación o a un especial carisma (cf. Mt 19, 11-12).
Jesús mismo no puso esta condición previa en la elección de los doce, como
tampoco los apóstoles para los que ponían al frente de las primeras comunidades
cristianas (cf. 1 Tim 3, 2-5; Tit 1, 5-6).
Los Padres de la
Iglesia
6. La íntima relación
que los Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos establecieron a lo
largo de os siglos, entre la vocación al sacerdocio ministerial la sagrada
virginidad encuentra su origen en mentalidades y situaciones históricas muy
diversas de las nuestras. Muchas veces en los textos patrísticos se recomienda
al clero, más que el celibato, la abstinencia con el uso del matrimonio, y las
razones que se aducen en favor de la castidad perfecta de los sagrados
ministros parecen a veces inspiradas en un excesivo pesimismo sobre la condición
humana de la carne, o en una particular concepción de la pureza necesaria para
el contacto con las cosas sagradas. Además los argumentos va no estarían en
armonía con todos los ambientes socioculturales, donde la Iglesia está llamada
hoy a actuar, por medio de sus sacerdotes.
Vocación y celibato
7. Una dificultad que
muchos notan consiste en el hecho de que con la disciplina vigente del celibato
se hace coincidir el carisma de la vocación sacerdotal con el carisma de la
perfecta castidad, como estado de vida del ministro de Dios; y por eso se
preguntan si es justo alejar del sacerdocio a los que tendrían vocación
ministerial, sin tener la de la vida célibe.
El celibato y la
escasez de clero
8. Mantener el
celibato sacerdotal en la Iglesia traería además un daño gravísimo, allí donde
la escasez numérica del clero, dolorosamente reconocida y lamentada por el
mismo concilio [2],
provoca situaciones dramáticas, obstaculizando la plena realización del plan
divino de la salvación y poniendo a veces en peligro la misma posibilidad del
primer anuncio del evangelio. Efectivamente, esta penuria de clero que
preocupa, algunos la atribuyen al peso de la obligación del celibato.
Sombras en el
celibato
9. No faltan tampoco
quienes están convencidos de que un sacerdocio con el matrimonio no sólo
quitaría la ocasión de infidelidades, desórdenes y dolorosas defecciones, que
hieren y llenan de dolor a toda la Iglesia, sino que permitiría a los ministros
de Cristo dar un testimonio más completo de vida cristiana, incluso en el campo
de la familia, del cual su estado actual los excluye.
Violencia a la
naturaleza
10. Hay también quien
insiste en la afirmación según la cual el sacerdote, en virtud de su celibato,
se encuentra en una situación física y psicológica antinatural, dañosa al
equilibrio y a la maduración de su personalidad humana. Así sucede -dicen- que
a menudo el sacerdote se agoste y carezca de calor humano, de una plena
comunión de vida y de destino con el resto de sus hermanos, y se vea forzado a
una soledad que es fuente de amargura y de desaliento. Todo esto ¿no indica
acaso una injusta violencia y un injustificable desprecio de valores humanos
que se derivan de la obra divina de la creación, y que se integran en la obra
de la redención, realizada por Cristo?
Formación inadecuada
11. Observando además
el modo como un candidato al sacerdocio llega a la aceptación de un compromiso
tan gravoso, se alega que en la práctica es el resultado de una actitud pasiva,
causada muchas veces por una formación no del todo adecuada y respetuosa de la
libertad humana, más bien que el resultado de una decisión auténticamente
personal; ya que el grado de conocimiento y de autodecisión del joven y su
madurez psicofísica son bastante inferiores, y en todo caso desproporcionadas
respecto a la entidad, a las dificultades objetivas y a la duración del
compromiso que toma sobre sí.
3. CONFIRMACIÓN DEL
CELIBATO ECLESIÁSTICO.
RECONOZCAMOS EL DON DE DIOS
12. No ignoramos que
se pueden proponer también otras objeciones contra el sagrado celibato. Es este
un tema muy complejo que toca en lo vivo la concepción habitual de la vida y
que introduce en ella la luz superior, que proviene de la divina revelación;
una serie interminable de dificultades se presentará a los que «no... entienden
esta palabra» (Mt 19, 11), no conocen u olvidan el «don de Dios»
(cf. Jn 4, 10) y no saben cuál es la lógica superior de esta
nueva concepción de la vida, y cual su admirable eficacia, su exuberante
plenitud.
Testimonio del pasado
y del presente
13. Semejante coro de
objeciones parece que sofocaría la voz secular y solemne de los pastores de la
Iglesia, de los maestros de espíritu, del testimonio vivido por una legión sin
número de santos y de fieles ministros de Dios, que han hecho del celibato
objeto interior y signo exterior de su total y gozosa donación al ministerio de
Cristo. No, esta voz es también ahora fuerte y serena; no viene solamente del
pasado, sino también del presente. En nuestro cuidado de observar siempre la
realidad, no podemos cerrar los ojos ante esta magnífica y sorprendente
realidad; hay todavía hoy en la santa Iglesia de Dios, en todas las partes del
mundo, innumerables ministros sagrados —subdiáconos, diáconos, presbíteros,
obispos— que viven de modo intachable el celibato voluntario y consagrado; y
junto a ellos no podemos por menos de contemplar las falanges inmensas de los
religiosos, de las religiosas y aun de jóvenes y de hombres seglares, fieles
todos al compromiso de la perfecta castidad; castidad vivida no por desprecio
del don divino de la vida, sino por amor superior a la vida nueva que brota del
misterio pascual; vivida con valiente austeridad, con gozosa espiritualidad,
con ejemplar integridad y también con relativa facilidad. Este grandioso
fenómeno prueba una, singular realidad del reino de Dios, que vive en el seno
de la sociedad moderna, a la que presta humilde y benéfico servicio de «luz del
mundo» y de «sal de la tierra» (cf. Mt 5, 13-114). No podemos
silenciar nuestra admiración; en todo ello sopla, sin duda ninguna, el espíritu
de Cristo.
Confirmación de la
validez del celibato
14. Pensarnos, pues,
que la vigente ley del sagrado celibato debe también hoy, y firmemente, estar
unida al ministerio eclesiástico; ella debe sostener al ministro en su elección
exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de Cristo y de la dedicación
al culto de Dios y al servicio de la Iglesia, y debe cualificar su estado de
vida, tanto en la comunidad de los fieles, como en la profana.
La potestad de la
Iglesia
15. Ciertamente, el
carisma de la vocación sacerdotal, enderezado al culto divino y al servicio
religioso y pastoral del Pueblo de Dios, es distinto del carisma que induce a
la elección del celibato como estado de vida consagrada (cf. n. 5, 7); mas, la
vocación sacerdotal, aunque divina en su inspiración, no viene a ser definitiva
y operante sin la prueba y la aceptación de quien en la Iglesia tiene la
potestad y la responsabilidad del ministerio para la comunidad eclesial; y por
consiguiente, toca a la autoridad de la Iglesia determinar, según los tiempos y
los lugares, cuáles deben ser en concreto los hombres y cuáles sus requisitos,
para que puedan considerarse idóneos para el servicio religioso y pastoral de
la Iglesia misma.
Propósito de la
encíclica
16. Con espíritu de
fe, consideramos, por lo mismo favorable la ocasión que nos ofrece la divina
providencia para ilustrar nuevamente y de una manera más adaptada a los hombres
de nuestro tiempo, las razones profundas del sagrado celibato, ya que, si las
dificultades contra la fe «pueden estimular el espíritu a una más cuidadosa y
profunda inteligencia de la misma» [3],
no acontece de otro modo con la disciplina eclesiástica, que dirige la vida de
los creyentes.
Nos mueve el gozo de
contemplar en esta ocasión y desde este punto, de vista la divina riqueza y
belleza de la Iglesia de Cristo, no siempre inmediatamente descifrable a los
ojos humanos, porque es obra del amor del que es cabeza divina de la Iglesia, y
porque se manifiesta en aquella perfección de santidad (cf. Ef 5,
25-27), que asombra al espíritu humano y encuentra insuficientes las fuerzas
del ser humano para dar razón de ella.
I. ASPECTOS
DOCTRINALES
1. LOS FUNDAMENTOS
DEL CELIBATO SACERDOTAL
El concilio y el
celibato
17. Ciertamente, como
ha declarado el Sagrado Concilio Ecuménico Vaticano II, la virginidad «no es
exigida por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de
la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias Orientales»[4],
pero el mismo sagrado concilio no ha dudado confirmar solemnemente la antigua,
sagrada y providencial ley vigente del celibato sacerdotal, exponiendo también
los motivos que la justifican para todos los que saben apreciar con espíritu de
fe y con íntimo y generoso fervor los dones divinos.
Argumentos antiguos
puestos a nueva luz
18. No es la primera
vez que se reflexiona sobre la «múltiple conveniencia» (1.c) del celibato para
los ministros de Dios; y aunque las razones aducidas han sido diversas, según
la diversa mentalidad y las diversas situaciones, han estado siempre inspiradas
en consideraciones específicamente cristianas, en el fondo de las cuales late
la intuición de motivos más profundos. Estos motivos pueden venir a mejor luz,
no sin el influjo del Espíritu Santo, prometido por Cristo a los suyos para el
conocimiento de las cosas venideras (cf. Jn 16, 13) y para
hacer progresar en el pueblo de Dios la inteligencia del misterio de Cristo y
de la Iglesia, sirviéndose también de la experiencia procurada por una
penetración mayor de las cosas espirituales a través de los siglos [5].
A. DIMENSIÓN
CRISTOLÓGICA
La novedad de Cristo
19. El sacerdocio
cristiano, que es nuevo, solamente puede ser comprendido a la luz de la novedad
de Cristo, pontífice sumo y eterno sacerdote, que ha instituido el sacerdocio ministerial,
como real participación de su único sacerdocio [6].
El ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios (1Cor 4,
1) tiene por consiguiente en él también el modelo directo y el supremo ideal
(cf. 1Cor 11, 1). El Señor Jesús, unigénito de Dios, enviado
por el Padre al mundo, se hizo hombre para que la humanidad, sometida al pecado
y a la muerte, fuese regenerada y, mediante un nuevo nacimiento (Jn 3,
5; Tit 3, 5), entrase en el reino de los cielos. Consagrado
totalmente a la voluntad del Padre (Jn 4, 34; 17, 4), Jesús realizó
mediante su misterio pascual esta nueva creación (2Cor 5, 17; Gál 6,
15), introduciendo en el tiempo y en el mundo una forma nueva, sublime y divina
de vida, que transforma la misma condición terrena de la humanidad (cf. Gál 3,
28).
Matrimonio y celibato
en la novedad de Cristo
20. El matrimonio,
que por voluntad de Dios continúa la obra de la primera creación (Gén 2,
18), asumido en el designio total de la salvación, adquiere también él nuevo
significado y valor. Efectivamente, Jesús le ha restituido su primitiva
dignidad (Mt 19, 38), lo ha honrado (cf. Jn 2,
1-11) y lo ha elevado a la dignidad de sacramento y de misterioso signo de su
unión con la Iglesia (Ef 5, 32). Así los cónyuges cristianos, en el
ejercicio del mutuo amor, cumpliendo sus específicos deberes y tendiendo a la
santidad que les es propia, marchan juntos hacia la patria celestial. Cristo,
mediador de un testamento mas excelente (Heb 8, 6), ha abierto
también un camino nuevo, en el que la criatura humana, adhiriéndose total y
directamente al Señor y preocupada solamente de él y de sus cosas (1Cor 7,
33-35), manifiesta de modo más claro y completo la realidad, profundamente
innovadora, del Nuevo Testamento.
Virginidad y
sacerdocio en Cristo mediador
21. Cristo, Hijo
único del Padre, en virtud de su misma encarnación, ha sido constituido
mediador entre el cielo y la tierra, entre el Padre y el género humano. En
plena armonía con esta misión, Cristo permaneció toda la vida en el estado de
virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los
hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el sacerdocio en Cristo
se refleja en los que tienen la suerte de participar de la dignidad y de la
misión del mediador y sacerdote eterno, y esta participación será tanto más
perfecta cuanto el sagrado ministro esté más libre de vínculos de carne y de
sangre [7].
El celibato por el
reino de los cielos
22. Jesús, que
escogió los primeros ministros de la salvación y quiso que entrasen en la
inteligencia de los misterios del reino de los cielos (Mt 13,
11; Mc 4, 11; Lc 8, 10), cooperadores de Dios con título
especialísimo, embajadores suyos (2Cor 5, 20), y les llamó amigos y
hermanos (Jn 15, 15; 20, 17), por los cuales se consagró a sí mismo,
a fin de que fuesen consagrados en la verdad (Jn 17, 19), prometió
una recompensa superabundante a todo el que hubiera abandonado casa, familia,
mujer e hijos por el reino de Dios (Lc 18, 29-30). Más aún,
recomendó también [8],
con palabras cargadas de misterio y de expectación, una consagración todavía
más perfecta al reino de los cielos por medio de la virginidad, como
consecuencia de un don especial (Mt 19, 11-12). La respuesta a este
divino carisma tiene como motivo el reino de los cielos (Ibíd.. v. 12);
e igualmente de este reino, del evangelio (Mc 20, 29-30) y del
nombre de Cristo (Mt 19,29) toman su motivo las invitaciones de
Jesús a las arduas renuncias apostólicas, para una participación más íntima en
su suerte.
Testimonio de Cristo
23. Es, pues, el
misterio de la novedad de Cristo, de todo lo que él es y significa; es la suma
de los más altos ideales del evangelio, y del reino; es una especial
manifestación de la gracia que brota del misterio pascual del redentor, lo que
hace deseable y digna la elección de la virginidad, por parte de los llamados
por el Señor Jesús, con la intención no solamente de participar de su oficio
sacerdotal, sino también de compartir con él su mismo estado de vida.
Plenitud de amor
24. La respuesta a la
vocación divina es una respuesta de amor al amor que Cristo nos ha demostrado
de manera sublime (Jn 15, 13; 3, 16); ella se cubre de misterio en
el particular amor por las almas, a las cuales él ha hecho sentir sus llamadas
más comprometedoras (cf. Mc 1, 21). La gracia multiplica con
fuerza divina las exigencias del amor que, cuando es auténtico, es total,
exclusivo, estable y perenne, estímulo irresistible para todos los heroísmos.
Por eso la elección del sagrado celibato ha sido considerada siempre en la
Iglesia «como señal y estímulo de caridad» [9];
señal de un amor sin reservas, estímulo de una caridad abierta a todos. Quién
jamás puede ver en una vida entregada tan enteramente y por las razones que
hemos expuesto, señales de pobreza espiritual, de egoísmo, mientras que por el
contrario es, y debe ser, un raro y por demás significativo ejemplo de vida,
que tiene como motor y fuerza el amor, en el que el hombre expresa su exclusiva
grandeza? Quién jamás podrá dudar de la plenitud moral y espiritual de una vida
de tal manera consagrada, no ya a un ideal aunque sea el más sublime, sino a
Cristo y a su obra en favor de una humanidad nueva, en todos los lugares y en
todos los tiempos?
Invitación al estudio
25. Esta perspectiva
bíblica y teológica, que asocia nuestro sacerdocio ministerial al de Cristo, y
que de la total y exclusiva entrega de Cristo a su misión salvífica saca el
ejemplo y la razón de nuestra asimilación a la forma de caridad y de
sacrificio, propia de Cristo redentor, nos parece tan fecunda y tan llena de
verdades especulativas y prácticas, que os invitamos a vosotros, venerables
hermanos, invitamos a los estudiosos de la doctrina cristiana y a los maestros
de espíritu y a todos los sacerdotes capaces de las intuiciones sobrenaturales
sobre su vocación, a perseverar en el estudio de estas perspectivas y penetrar
en sus íntimas y fecundas realidades, de suerte que el vínculo entre el
sacerdocio y el celibato aparezca cada vez mejor en su lógica luminosa y
heroica, de amor único e ilimitado hacia Cristo Señor y hacia su Iglesia.
B. DIMENSIÓN
ECLESIOLÓGICA
El celibato y el amor
de Cristo y del sacerdote por la Iglesia
26. «Apresado por
Cristo Jesús» (Fil 3, 12) hasta el abandono total de sí mismo en
él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor,
con que el eterno sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí
mismo todo por ella, para hacer de ella una esposa gloriosa, santa e inmaculada
(cf. Ef 5, 26-27).
Efectivamente, la
virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de
Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión, por
la cual los hijos de Dios no son engendrados ni por la carne, ni por la sangre
(Jn 1, 13)[10].
Unidad y armonía en
la vida sacerdotal: el ministerio de la Palabra
27. El sacerdote,
dedicándose al servicio del Señor Jesús y de su cuerpo místico en completa
libertad más facilitada gracias a su total ofrecimiento, realiza más plenamente
la unidad y la armonía de su vida sacerdotal [11].
Crece en él la idoneidad para oír la palabra de Dios y para la oración. De
hecho, la palabra de Dios, custodiada por la Iglesia, suscita en el sacerdote
que diariamente la medita, la vive y la anuncia a los fieles, los ecos más
vibrantes y profundos.
El oficio divino y la
oración
28. Así, dedicado
total y exclusivamente a las cosas de Dios y de la Iglesia, como Cristo
(cf. Lc 2, 49; 1Cor 7,. 32-33), su ministro,
a imitación del sumo sacerdote, siempre vivo en la presencia de Dios para interceder
en favor nuestro (Heb 9, 24; 7, 25), recibe, del atento y devoto
rezo del oficio divino, con el que él presta su voz a la Iglesia que ora
juntamente con su esposo [12],
alegría e impulso incesantes, y experimenta la necesidad de prolongar su
asiduidad en la oración, que es una función exquisitamente sacerdotal (Hch 6,
2).
El ministerio de la
gracia y de la Eucaristía
29. Y todo el resto
de la vida del sacerdote adquiere mayor plenitud de significado y de eficacia
santificadora. Su especial empeño en la propia santificación encuentra
efectivamente nuevos incentivos en el ministerio de la gracia y en el
ministerio de la eucaristía, en la que se encierra todo el bien de la
Iglesia [13] actuando
en persona de Cristo, el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda,
poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto.
Vida plenísima y
fecunda
30. ¿Qué otras
consideraciones más podríamos hacer sobre el aumento de capacidad, de servicio,
de amor, de sacrificio del sacerdote por todo el pueblo de Dios? Cristo ha
dicho de sí: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo;
pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12, 24). Y el apóstol Pablo
no dudaba en exponerse a morir cada día, para poseer en sus fieles una gloria
en Cristo Jesús (cf. 1Cor 14, 31). Así el sacerdote, muriendo
cada día totalmente a sí mismo, renunciando al amor legítimo de una familia
propia por amor de Cristo y de su reino, hallar la gloria de una vida en Cristo
plenísima y fecunda, porque como él y en él ama y se da a todos los hijos de
Dios.
El sacerdote célibe
en la comunidad de los fieles
31. En medio de la
comunidad de los fieles, confiados a sus cuidados, el sacerdote es Cristo
presente; de ahí la suma conveniencia de que en todo reproduzca su imagen y en
particular de que siga su ejemplo, en su vida íntima lo mismo que en su vida de
ministerio. Para sus hijos en Cristo el sacerdote es signo y prenda de las
sublimes y nuevas realidades del reino de Dios, del que es dispensador, poseyéndolas
por su parte en el grado más perfecto y alimentando la fe y la esperanza de
todos los cristianos, que en cuanto tales están obligados a la observancia de
la castidad, según el propio estado.
Eficacia pastoral del
celibato
32. La consagración a
Cristo, en virtud de un título nuevo y excelso cual es el celibato, permite
además al sacerdote, como es evidente también en el campo práctico, la mayor
eficiencia y la mejor actitud psicológica y afectiva para el ejercicio continuo
de la caridad perfecta, que le permitirá, de manera más amplia y concreta,
darse todo para utilidad de todos (2Cor 12, 15) [14] y
le garantiza claramente una mayor libertad y disponibilidad en el ministerio
pastoral [15],
en su activa y amorosa presencia en medio del mundo al que Cristo lo ha enviado
(Jn 17, 18), a, fin de que pague enteramente a todos los hijos de
Dios la deuda que se les debe (Rom 1, 14).
C. DIMENSIÓN
ESCATOLÓGICA
El anhelo del pueblo
de Dios por el reino celestial
33. El reino de Dios
que no es de este mundo (Jn 18, 36), está aquí en la tierra
presente en misterio y llegará a su perfección con la venida gloriosa del Señor
Jesús [16].
De este reino la Iglesia forma aquí abajo como el germen y el principio; y
mientras que va creciendo lenta, pero seguramente, siente el anhelo de aquel
reino perfecto y desea, con todas sus fuerzas, unirse a su rey en la
gloria [17].
En la historia, el
Pueblo de Dios, peregrino, está en camino hacia su verdadera patria (Fil 3,
20) donde se manifestará en toda su plenitud la filiación divina de los
redimidos (1Jn 3, 2) y donde resplandecerá definitivamente la
belleza transfigurada de la Esposa del Cordero divino [18].
El celibato como
signo de los bienes celestiales
34. Nuestro Señor y
Maestro ha dicho que «en la resurrección no se tomará mujer ni marido, sino que
serán como ángeles de Dios en el cielo» (Mt 22, 30). En el mundo de
los hombres, ocupados en gran número en los cuidados terrenales y dominados con
gran frecuencia por los deseos de la carne (cf. 1Jn 2, 16), el
precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos
constituye precisamente «un signo particular de los bienes celestiales» [19],
anuncia la presencia sobre la tierra de los últimos tiempos de la salvación
(cf. 1Cor 7, 29-31) con el advenimiento de un mundo nuevo, y
anticipa de alguna manera la consumación del reino, afirmando sus valores
supremos, que un día brillarán en todos los hijos de Dios. Por eso, es un
testimonio de la necesaria tensión del Pueblo de Dios hacia la meta última de
su peregrinación terrenal y un estímulo para todos a alzar la mirada a las
cosas que están allá arriba, en donde Cristo está sentado a la diestra del
Padre y donde nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, hasta que se
manifieste en la gloria (Col 3, 1-4).
2. EL CELIBATO EN
LA VIDA DE LA IGLESIA
En la antigüedad
35. El estudio de los
documentos históricos sobre el celibato eclesiástico sería demasiado largo,
pero muy instructivo. Baste la siguiente indicación: en la antigüedad cristiana
los padres y los escritores eclesiásticos dan testimonio de la difusión, tanto
en oriente como en occidente, de la práctica libre del celibato en los sagrados
ministros [20],
por su gran conveniencia con su total dedicación al servicio de Dios y de su
Iglesia.
La Iglesia de
Occidente
36. La Iglesia de
Occidente, desde los principios del siglo IV, mediante la intervención de
varios concilios provinciales y de los sumos pontífices, corroboró, extendió y
sancionó esta práctica [21].
Fueron sobre todo los supremos pastores y maestros de la Iglesia de Dios,
custodios e intérpretes del patrimonio de la fe y de las santas costumbres
cristianas, los que promovieron, defendieron y restauraron el celibato
eclesiástico, en las sucesivas épocas de la historia, aun cuando se
manifestaban oposiciones en el mismo clero y las costumbres de una sociedad en
decadencia no favorecían ciertamente los heroísmos de la virtud. La obligación
del celibato fue además solemnemente sancionada por el sagrado Concilio
ecuménico Tridentino [22] e
incluida finalmente en el Código de Derecho Canónico (can. 132,1) [nuevo can. 277].
El magisterio
pontificio más reciente
37. Los sumos
pontífices más cercanos a nosotros desplegaron su ardentísimo celo y su
doctrina para iluminar y estimular al clero a esta observancia [23] y
no querernos dejar de rendir un homenaje especial a la piadosísima memoria de
nuestro inmediato predecesor, todavía vivo en el corazón del mundo, el cual, en
el Sínodo romano pronunció, entre la sincera aprobación de nuestro clero de la
urbe, las palabras siguientes: «Nos llega al corazón el que... alguno pueda
fantasear sobre la voluntad o la conveniencia para la Iglesia católica de
renunciar a lo que, durante siglos y siglos, fue y sigue siendo una de las
glorias más nobles y más puras de su sacerdocio. La ley del celibato
eclesiástico, y el cuidado de mantenerla, queda siempre como una evocación de
las batallas de los tiempos heroicos, cuando la Iglesia de Dios tenía que combatir,
y salió victoriosa, por el éxito de su trinomio glorioso, que es siempre
símbolo de victoria: Iglesia de Cristo libre, casta y católica» [24]
La Iglesia de Oriente
38. Si es diversa la
legislación de la Iglesia de Oriente en materia de disciplina del celibato en
el clero, como fue finalmente establecida por el Concilio Trullano desde el año
692 [25],
y como ha sido abiertamente reconocido por el Concilio Vaticano II [26],
esto es debido también a una diversa situación histórica de aquella parte
nobilísima de la Iglesia, situación a la que el Espíritu Santo ha acomodado su
influjo providencial y sobrenaturalmente.
Aprovechamos esta
ocasión para expresar nuestra estima y nuestro respeto a todo el clero de las
Iglesias orientales y para reconocer en él ejemplos de fidelidad y de celo que
lo hacen digno de sincera veneración.
La voz de los Padres
orientales
39. Pero nos es
también motivo de aliento para perseverar en la observancia de la disciplina en
relación al celibato del clero, la apología que los padres orientales nos han
dejado sobre la virginidad. Resuena en nuestro corazón, por ejemplo, la voz de
san Gregorio Niseno, que nos recuerda que «la vida virginal es la imagen de la
felicidad que nos espera en el mundo futuro» [27],
y no menos nos conforta el encomio del sacerdocio, que seguimos meditando, de
san Juan Crisóstomo, ordenado a ilustrar la necesaria armonía que debe reinar
entre la vida privada del ministro del altar y la dignidad de la que está
revestido, en orden a sus sagradas funciones: «a quien se acerca al sacerdocio,
le conviene ser puro como si estuviera en el cielo» [28].
Significativas
indicaciones en la tradición oriental
40. Por lo demás no
es inútil observar que también en el oriente solamente los sacerdotes célibes
son ordenados obispos y los sacerdotes mismos no pueden contraer matrimonio
después de la ordenación sacerdotal; lo que deja entender que también aquellas
venerables Iglesias poseen en cierta medida el principio del sacerdocio
celibatario y el de una cierta conveniencia entre el celibato y el sacerdocio
cristiano, del cual los obispos poseen el ápice y la plenitud [29].
La fidelidad de la
Iglesia de Occidente a su propia tradición
41. En todo caso, la
Iglesia de Occidente no puede faltar en su fidelidad a la propia y antigua
tradición, y no cabe pensar que durante siglos haya seguido un camino que, en
vez de favorecer la riqueza espiritual de cada una de las almas y del Pueblo de
Dios, la haya en cierto modo comprometido; o que, con arbitrarias
intervenciones jurídicas, haya reprimido la libre expansión de las más
profundas realidades de la naturaleza y de la gracia.
Casos especiales
42. En virtud de la
norma fundamental del gobierno de la Iglesia Católica, a la que arriba hemos aludido
(n. 15), de la misma manera que por una parte queda confirmada la ley que
requiere la elección libre y perpetua del celibato en aquellos que son
admitidos a las sagradas órdenes, se podrá por otra permitir el estudio de las
particulares condiciones de los ministros sagrados casados, pertenecientes a
Iglesias o comunidades cristianas todavía separadas de la comunión católica,
quienes, deseando dar su adhesión a la plenitud de esta comunión y ejercitar en
ella su sagrado ministerio, fuesen admitidos a las funciones sacerdotales; pero
en condiciones que no causen perjuicio a la disciplina vigente sobre el sagrado
celibato.
Y que la autoridad de
la Iglesia no rehúye el ejercicio de esta potestad lo demuestra la posibilidad,
propuesta por el reciente concilio ecuménico, de conferir el sacro diaconado
incluso a hombres de edad madura, que viven en el matrimonio [30].
Confirmación
43. Pero todo esto no
significa relajación de la ley vigente y no debe interpretarse como un preludio
de su abolición. Y más bien que condescender con esta hipótesis, que debilita
en las almas el vigor y el amor que hace seguro y feliz el celibato, y oscurece
la verdadera doctrina que justifica su existencia y glorifica su esplendor,
promuévase el estudio en defensa del concepto espiritual y del valor moral de
la virginidad y del celibato [31].
Don que Dios dará si
se le pide
44. La sagrada
virginidad es un don especial, pero la Iglesia entera de nuestro tiempo,
representada solemne y universalmente por sus pastores responsables, y
respetando siempre, como ya hemos dicho, la disciplina de las Iglesias
Orientales, ha manifestado su plena certeza en el Espíritu de "que el don
del celibato, tan congruente con el sacerdocio del Nuevo Testamento, lo
otorgará generosamente el Padre, con tal de que los que por el sacramento del
orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún toda la Iglesia, lo pidan
con humildad e insistencia [32]
La oración del Pueblo
de Dios
45. Y hacemos en
espíritu un llamamiento a todo el Pueblo de Dios, para que, cumpliendo con su
deber de procurar el incremento de las vocaciones sacerdotales [33],
suplique instantemente al Padre de todos, al esposo divino de la Iglesia y al
Espíritu Santo, que es su alma, para que, por intercesión de la Bienaventurada
Virgen y Madre de Cristo y de la Iglesia, comunique especialmente en nuestro
tiempo este don divino, del cual el Padre ciertamente no es avaro, y para que
las almas se dispongan a él con espíritu de profunda fe y de generoso amor.
Así, en nuestro
mundo, que tiene necesidad de la gloria de Dios (cf. Rom 3,
23), los sacerdotes, configurados cada vez más perfectamente con el sacerdote
único y sumo, sean gloria refulgente de Cristo (2Cor 8, 23) y por
su medio sea magnificada «la gloria de la gracia» de Dios en el mundo de hoy
(cf. Ef 1, 6).
El mundo de hoy y el
celibato sacerdotal
46. Sí, venerables y
carísimos hermanos en el sacerdocio, a quienes amamos «en el corazón de
Jesucristo» (Fil 1, 8); precisamente el mundo en que hoy vivimos,
atormentado por una crisis de crecimiento y de transformación, justamente
orgulloso de los valores humanos y de las humanas conquistas, tiene urgente
necesidad del testimonio de vidas consagradas a los más altos y sagrados
valores del alma, a fin de que a este tiempo nuestro no le falte la rara e
incomparable luz de las más sublimes conquistas del espíritu.
La escasez numérica
de los sacerdotes
47. Nuestro Señor
Jesucristo no vaciló en confiar a un puñado de hombres, que cualquiera hubiera
juzgado insuficientes por número y calidad, la misión formidable de la
evangelización del mundo entonces conocido; y a este «pequeño rebaño» le
advirtió que no se desalentase (Lc 12, 32), porque con Él y por Él,
gracias a su constante asistencia (Mt 28, 20), conseguirían la
victoria sobre el mundo (Jn 16, 33). Jesús nos ha enseñado también
que el reino de Dios tiene una fuerza íntima y secreta, que le permite crecer y
llegar a madurar sin que el hombre lo sepa (Mc 4, 26-29). La mies
del reino de los cielos es mucha y los obreros, hoy lo mismo que al principio,
son pocos; ni han llegado jamás a un número tal que el juicio humano lo haya
podido considerar suficiente. Pero el Señor del reino exige que se pida, para
que el dueño de la mies mande los obreros a su campo (Mt 9, 37-38).
Los consejos y la prudencia de los hombres no pueden estar por encima de la
misteriosa sabiduría de aquel que en la historia de la salvación ha desafiado
la sabiduría y el poder de los hombres, con su locura y su debilidad (1Cor 1,
20-31).
El arrojo de la fe
48. Hacemos un
llamamiento al arrojo de la fe para expresar la profunda convicción de la
Iglesia, según la cual una respuesta más comprometedora y generosa a la gracia,
una confianza más explícita y cualificada en su potencia misteriosa y
arrolladora, un testimonio más abierto y completo del misterio de Cristo, nunca
la harán fracasar, a pesar de los cálculos humanos y de las apariencias
exteriores, en su misión de salvar al mundo entero. Cada uno debe saber que lo
puede todo en aquel que es el único que da la fuerza a las almas (Fil 4,
13) y el incremento a su Iglesia (1Cor 3, 6-7).
La raíz del problema
49. No se puede
asentir fácilmente a la idea de que con la abolición del celibato eclesiástico,
crecerían por el mero hecho, y de modo considerable, las vocaciones sagradas:
la experiencia contemporánea de la Iglesia y de las comunidades eclesiales que
permiten el matrimonio a sus ministros, parece testificar lo contrario. La
causa de la disminución de las vocaciones sacerdotales hay que buscarla en otra
parte, principalmente, por ejemplo, en la pérdida o en la atenuación del
sentido de Dios y de lo sagrado en los individuos y en las familias, de la
estima de la Iglesia como institución salvadora mediante, la fe y los
sacramentos; por lo cual, el problema hay que estudiarlo en su verdadera raíz.
3. EL CELIBATO Y
LOS VALORES HUMANOS
Renunciar al
matrimonio por amor
50. La Iglesia, como
más arriba decíamos (cf. n. 10), no ignora que la elección del sagrado
celibato, al comprender una serie de severas renuncias que tocan al hombre en
lo íntimo, lleva también consigo graves dificultades y problemas, a los que son
especialmente sensibles los hombres de hoy. Efectivamente, podría parecer que
el celibato no va de acuerdo con el solemne reconocimiento de los valores humanos,
hecho por parte de la Iglesia en el reciente concilio; pero una consideración
más atenta hace ver que el sacrificio del amor humano, tal corno es vivido en
la familia, realizado por el sacerdote por amor de Cristo, es en realidad un
homenaje rendido a aquel amor. Todo el mundo reconoce en realidad que la
criatura humana ha ofrecido siempre a Dios lo que es digno del que da y del que
recibe
El celibato, don de
la gracia
51. Por otra parte,
la Iglesia no puede y no debe ignorar que la elección del celibato, si se la
hace con humana y cristiana prudencia y con responsabilidad, está presidida por
la gracia, la cual no destruye la naturaleza, ni le hace violencia, sino que la
eleva y le da capacidad y vigor sobrenaturales. Dios, que ha creado al hombre y
lo ha redimido, sabe lo que le puede pedir y le da todo lo que es necesario a
fin de que pueda realizar todo lo que su creador y redentor le pide. San
Agustín, que había amplía y dolorosamente experimentado en sí mismo la
naturaleza del hombre, exclamaba: «Da lo que mandes y manda lo que
quieras« [34]
Dificultades
superables
52. El conocimiento
leal de las dificultades reales del celibato es muy útil, más aún, necesario,
para que con plena conciencia se dé cuenta perfecta de lo que su celibato pide
para ser auténtico y benéfico; pero con la misma lealtad no se debe atribuir a
aquellas dificultades un valor y un peso mayor del que efectivamente tienen en
el contexto humano y religioso, o declararlas de imposible solución.
El celibato no
contraría la naturaleza
53. No es justo
repetir todavía (cf. n. 10), después de lo que la ciencia ha demostrado va, que
el celibato es contra la naturaleza, por contrariar a exigencias físicas,
psicológicas y afectivas legítimas, cuya realización sería necesaria para
completar y madurar la personalidad humana: el hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios (Gén 1, 26-27), no es solamente carne, ni el
instinto sexual lo es en él todo; el hombre es también, y sobre todo,
inteligencia, voluntad, libertad; gracias a estas facultades es y debe tenerse
como superior al universo; ellas le hacen dominador de los propios apetitos
físicos, psicológicos y afectivos.
Mayor vinculación a
Cristo y a la Iglesia
54. El motivo
verdadero y profundo del sagrado celibato es, como ya hemos dicho, la elección
de una relación personal más íntima y completa con el misterio de Cristo y de
la Iglesia, a beneficio de toda la humanidad; en esta elección no hay duda de
que aquellos supremos valores humanos tienen modo de manifestarse en máximo
grado.
El celibato y la
elevación del hombre
55. La elección del
celibato no implica la ignorancia o desprecio del instinto sexual y de la
afectividad, lo cual traería ciertamente consecuencias dañosas para el
equilibrio físico o psicológico, sino que exige lúcida comprensión, atento
dominio de sí mismo y sabia sublimación de la propia psiquis a
un plano superior. De este modo, el celibato, elevando integralmente al hombre,
contribuye efectivamente a su perfección.
El celibato y la
maduración de la personalidad
56. El deseo natural
y legítimo del hombre de amar a una mujer y de formarse una familia son,
ciertamente, superados en el celibato; pero no se prueba que el matrimonio y la
familia sean la única vía para la maduración integral de la persona humana. En
el corazón del sacerdote no se ha apagado el amor. La caridad, bebida en su más
puro manantial (cf. 1Jn 4, 8-16), ejercitada a imitación de
Dios y de Cristo, no menos que cualquier auténtico amor, es exigente y concreta
(cf. 1Jn 3, 16-18), ensancha hasta el infinito el horizonte
del sacerdote, hace más profundo amplio su sentido de responsabilidad -índice
de personalidad madura, educa en él, como expresión de una más alta y vasta
paternidad, una plenitud y delicadeza de sentimientos [35],
que lo enriquecen en medida superabundante.
El celibato y el
matrimonio
57. Todo el Pueblo de
Dios debe dar testimonio al misterio de Cristo y de su reino, pero este
testimonio no es el mismo para todos. Dejando a sus hijos seglares casados la
función del necesario testimonio de una vida conyugal y familiar auténtica y
plenamente cristiana, la Iglesia confía a sus sacerdotes el testimonio de una
vida totalmente dedicada a las más nuevas y fascinadoras realidades del reino
de Dios.
Si al sacerdote le
viene a faltar una experiencia personal y directa de la vida matrimonial, no le
faltará ciertamente, a causa de su misma formación, de su ministerio y por la
gracia de su estado, un conocimiento acaso más profundo todavía del corazón
humano, que le permitirá penetrar aquellos problemas en su mismo origen y ser
así de valiosa ayuda, con el consejo y con la asistencia, para los cónyuges y
para las familias cristianas (cf. 1Cor 2, 15). La presencia,
junto al hogar cristiano, del sacerdote que vive en plenitud su propio
celibato, subrayará la dimensión espiritual de todo amor digno de este nombre,
y su personal sacrificio merecerá a los fieles unidos por el sagrado vínculo
del matrimonio las gracias de una auténtica unión.
La soledad del
sacerdote célibe
58. Es cierto; por su
celibato el sacerdote es un hombre solo; pero su soledad no es el vacío, porque
está llena de Dios y de la exuberante riqueza de su reino. Además, para esta
soledad, que debe ser plenitud interior y exterior de caridad, él se ha
preparado, se la ha escogido conscientemente, y no por el orgullo de ser
diferente de los demás, no por sustraerse a las responsabilidades comunes, no
por desentenderse de sus hermanos o por desestima del mundo. Segregado del,
mundo, el sacerdote no está separado del pueblo de Dios, porque ha sido
constituido para provecho de los hombres (Heb 5, 1), consagrado
enteramente a la caridad (cf. 1Cor 14, 4 s.) y al trabajo para
el cual le ha asumido el Señor [36].
Cristo y la soledad
sacerdotal
59. A veces la
soledad pesará dolorosamente sobre el sacerdote, pero no por eso se arrepentirá
de haberla escogido generosamente. También Cristo, en las horas más trágicas de
su vida, se quedó solo, abandonado por los mismos que él había escogido como
testigos y compañeros de su vida, y que había amado hasta el fin (Jn 13,
1); pero declaró: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16,
32). El que ha escogido ser todo de Cristo hallará ante todo en la intimidad
con él y en su gracia la fuerza de espíritu necesaria para disipar la
melancolía y para vencer los desalientos; no le faltará la protección de la
Virgen, Madre de Jesús, los maternales cuidados de la Iglesia a cuyo servicio
se ha consagrado; no le faltará la solicitud de su padre en Cristo, el obispo,
no le faltará tampoco la fraterna intimidad de sus hermanos en el sacerdocio y
el aliento de todo el pueblo de Dios. Y si la hostilidad, la desconfianza, la
indiferencia de los hombres hiciesen a veces no poco amarga su soledad, él
sabrá que de este modo comparte, con dramática evidencia, la misma suerte de
Cristo, como un apóstol, que no es más que aquel que lo ha enviado (cf. Jn 13,
16; 15, 18), como un amigo admitido a los secretos más dolorosos y gloriosos
del divino amigo, que lo ha escogido, para que con una vida aparentemente de
muerte, lleve frutos misteriosos de vida eterna (cf. Jn 15-16,
20).
II ASPECTOS
PASTORALES
1.LA FORMACIÓN
SACERDOTAL
Una formación adecuada
60. La reflexión
sobre la belleza, importancia e íntima conveniencia de la sagrada virginidad
para los ministros de Cristo y de la Iglesia impone también al que en ésta es
maestro y pastor el deber de asegurar y promover su positiva observancia, a partir
del momento en que comienza la preparación para recibir un don tan precioso.
De hecho, la
dificultad y los problemas que hacen a algunos penosa, o incluso imposible la
observancia del celibato, derivan no raras veces de una formación sacerdotal
que, por los profundos cambios de estos últimos tiempos, ya no resulta del todo
adecuada para formar una personalidad digna de un hombre de Dios (1Tim 6,
11).
La ejecución de las
normas del Concilio
61. El Sagrado
Concilio Ecuménico Vaticano II ha indicado ya a tal propósito criterios y
normas sapientísimas, de acuerdo con el progreso de la psicología y de la
pedagogía y con las nuevas condiciones de los hombres y de la sociedad
contemporánea [37].
Nuestra voluntad es que se den cuanto antes instrucciones apropiadas, en las
cuales el tema sea tratado con la necesaria amplitud, con la colaboración de
personas expertas, para proporcionar un competente y oportuno auxilio a los que
tienen en la Iglesia el gravísimo oficio de preparar a los futuros sacerdotes.
Respuesta personal a
la vocación divina
62. El sacerdocio es
un ministerio instituido por Cristo para servicio de su cuerpo místico que es
la Iglesia, a cuya autoridad, por consiguiente, toca admitir en él a los que
ella juzga aptos, es decir, a aquéllos a los que Dios ha concedido, juntamente
con las otras señales de la vocación eclesiástica, también el carisma del
sagrado celibato (cf. n. 15).
En virtud de este
carisma, corroborado por la ley canónica, el hombre está llamado a responder
con libre, decisión y entrega total, subordinando el propio yo al beneplácito
de Dios que lo llama. En concreto, la vocación divina se manifiesta en
individuos determinados, en posesión de una estructura personal propia, a la
que la gracia no suele hacer violencia. Por tanto, en el candidato al
sacerdocio se debe cultivar el sentido de la receptividad del don divino y de
la disponibilidad delante de Dios, dando esencial importancia a los medios
sobrenaturales.
El proceso de la
naturaleza y el proceso de la gracia
63. Pero es también
necesario que se tenga exactamente cuenta de su estado biológico para poderlo
guiar y orientar hacia el ideal del sacerdocio. Una formación verdaderamente
adecuada debe por tanto coordinar armoniosamente el plano de la gracia y el
plano de la naturaleza en sujetos cuyas condiciones reales y efectiva capacidad
sean conocidas con claridad. Sus reales condiciones deberán ser comprobadas
apenas se delineen las señales de la sagrada vocación con el cuidado más
escrupuloso, sin fiarse de un apresurado y superficial juicio, sino recurriendo
inclusive a la asistencia y ayuda de un médico o de un psicólogo competente. No
se deberá omitir una seria investigación anamnésica para comprobar la idoneidad
del sujeto aun sobre esta importantísima línea de los factores hereditarios.
Los no aptos
64. Los sujetos que
se descubran física y psíquica o moralmente ineptos, deben ser inmediatamente
apartados del camino del sacerdocio: sepan los educadores que éste es para
ellos un gravísimo deber; no se abandonen a falaces esperanzas ni a peligrosas
ilusiones y no permitan en modo alguno que el candidato las nutra, con
resultados dañosos para él y para la Iglesia. Una vida tan total y
delicadamente comprometida interna y externamente, como es la del sacerdocio
célibe, excluye, de hecho, a los sujetos de insuficiente equilibrio psicofísico
y moral, y no se debe pretender que la gracia supla en esto a la naturaleza.
Desarrollo de la
personalidad
65. Una vez
comprobada la idoneidad del sujeto, y después de haberlo recibido para recorrer
el itinerario que lo conducirá a la meta del sacerdocio, se debe procurar el
progresivo desarrollo de su personalidad, con la educación física, intelectual
y moral ordenada al control y al dominio personal de los instintos, de los
sentimientos y de las pasiones.
Necesidad de una
disciplina
66. Esta educación se
comprobará en la firmeza de ánimo con que se acepte una disciplina personal y
comunitaria, cual es la que requiere la vida sacerdotal. Tal disciplina, cuya
falta o insuficiencia es deplorable, porque expone a graves riesgos, no debe
ser soportada sólo como una imposición desde fuera, sino, por así decirlo,
interiorizada, integrada en el conjunto de la vida espiritual como un
componente indispensable.
La iniciativa
personal
67. El arte del
educador deberá estimular a los jóvenes a la virtud sumamente evangélica de la
sinceridad (cf. Mt 5, 37) y a la espontaneidad, favoreciendo
toda buena iniciativa personal, a fin de que el sujeto mismo aprenda a
conocerse y a valorarse, a asumir conscientemente las propias
responsabilidades, a formarse en aquel dominio de sí que es de suma importancia
en la educación sacerdotal.
El ejercicio de la
autoridad
68. El ejercicio de
la autoridad, cuyo principio debe en todo caso mantenerse firme, se inspirará
en una sabia moderación, en sentimientos pastorales, y se desarrollará como en
un coloquio y en un gradual entrenamiento, que consienta al educador una
comprensión cada vez más profunda de la psicología del joven y dé a toda la
obra educativa un carácter eminentemente positivo y persuasivo.
Una elección
consciente
69. La formación
integral del candidato al sacerdocio debe mirar a una serena, convencida y
libre elección de los graves compromisos que habrá de asumir en su propia
conciencia ante Dios y la Iglesia.
El ardor y la
generosidad son cualidades admirables de la juventud, e iluminadas y promovidas
con constancia, le merecen, con la bendición del Señor, la admiración y la
confianza de la Iglesia y de todos los hombres. A los jóvenes no se les ha de
esconder ninguna de las verdaderas dificultades personales y sociales que
tendrán que afrontar con su elección, a fin de que su entusiasmo no sea
superficial y fatuo; pero a una con las dificultades será justo poner de
relieve, con no menor verdad y claridad, lo sublime de la elección, la cual, si
por una parte provoca en la persona humana un cierto vacío físico y psíquico,
por otra aporta una plenitud interior capaz de sublimarla desde lo más hondo.
Una ascesis para la
maduración de la personalidad
70. Los jóvenes
deberán convencerse que no pueden recorrer su difícil camino sin una ascesis
particular, superior a la exigida a todos los otros fieles y propia de los
aspirantes al sacerdocio. Una ascesis severa, pero no sofocante, que consista
en un meditado y asiduo ejercicio de aquellas virtudes que hacen de un hombre
un sacerdote: abnegación de sí mismo en el más alto grado — condición esencial
para entregarse al seguimiento de Cristo (Mt 16, 24; Jn 12,
25)—; humildad y obediencia como expresión de verdad interior y de ordenada
libertad; prudencia y justicia, fortaleza y templanza, virtudes sin las que no
existir una vida religiosa verdadera y profunda; sentido de responsabilidad, de
fidelidad y de lealtad en asumir los propios compromisos; armonía entre
contemplación y acción; desprendimiento y espíritu de pobreza, que dan tono y
vigor a la libertad evangélica; castidad como perseverante conquista,
armonizada con todas las otras virtudes naturales y sobrenaturales; contacto
sereno y seguro con el mundo, a cuyo servicio el candidato se consagrará por
Cristo y por su reino.
De esta manera, el
aspirante al sacerdocio conseguirá, con el auxilio de la gracia divina, una
personalidad equilibrada, fuerte y madura, síntesis de elementos naturales y
adquiridos, armonía de todas sus facultades a la luz de la fe y de la íntima
unión con Cristo, que lo ha escogido para sí para el ministerio de la salvación
del mundo.
Períodos de
experimentación
71. Sin embargo, para
juzgar con mayor certeza de a idoneidad de un joven al sacerdocio y para tener
sucesivas pruebas de que ha alcanzado su madurez humana y sobrenatural,
teniendo presente que es más difícil comportarse bien en la cura de las almas a
causa de los peligros externos [38] será
oportuno que el compromiso del sagrado celibato se observe durante períodos
determinados de experimento, antes de convertirse en estable y definitivo con
el presbiterado [39].
La elección del
celibato como donación
72. Una vez obtenida
la certeza moral de que la madurez del candidato ofrece suficientes garantías,
estará él en situación de poder asumir la grave y suave obligación de la
castidad sacerdotal, como donación total de sí al Señor y a su Iglesia.
De esta manera, la
obligación del celibato que la Iglesia vincula objetivamente a la sagrada
ordenación, la hace propia personalmente el mismo sujeto, bajo el influjo de la
gracia divina y con plena conciencia y libertad, y como es obvio, no sin el
consejo prudente y sabio de experimentados maestros del espíritu, aplicados no
ya a imponer, sino a hacer más consciente la grande y libre opción; y en aquel
solemne momento, que decidirá para siempre de toda su vida, el candidato
sentirá no el peso de una imposición desde fuera, sino la íntima alegría de una
elección hecha por amor de Cristo.
2. LA VIDA
SACERDOTAL
Una conquista
incesante
73. El sacerdote no
debe creer que la ordenación se lo haga todo fácil y que lo ponga definitivamente
a seguro contra toda tentación o peligro. La castidad no se adquiere de una vez
para siempre, sino que es el resultado de una laboriosa conquista y de una
afirmación cotidiana. El mundo de nuestro tiempo da gran realce al valor
positivo del amor en la relación entre los sexos, pero ha multiplicado también
las dificultades y los riesgos en este campo. Es necesario, por tanto, que el
sacerdote, para salvaguardar con todo cuidado el bien de su castidad y para
afirmar el sublime significado de la misma, considere con lucidez y serenidad
su condición de hombre expuesto al combate espiritual contra las seducciones de
la carne en sí mismo y en el mundo, con el propósito incesantemente renovado de
perfeccionar cada vez más y cada vez mejor su irrevocable oblación, que la
compromete a una plena, leal y verdadera fidelidad.
Los medios
sobrenaturales
74. Nueva fuerza y
nuevo gozo aportará al sacerdote de Cristo el profundizar cada día en la
meditación y en la oración los motivos de su donación y la convicción de haber
escogido la mejor parte. Implorará con humildad y perseverancia la gracia de la
fidelidad, que nunca se niega a quien la pide con corazón sincero, recurriendo
al mismo tiempo a los medios naturales y sobrenaturales de que dispone. No
descuidará, sobre todo, aquellas normas ascéticas que garantiza la experiencia
de la Iglesia, que en las circunstancias actuales no son menos necesarias que
en otros tiempos [40].
Intensa vida
espiritual
75. Aplíquese el
sacerdote en primer lugar a cultivar con todo el amor que la gracia le inspira
su intimidad con Cristo, explorando su inagotable y santificador misterio;
adquiera un sentido cada vez más profundo del misterio de la Iglesia, fuera del
cual su estado de vida correría el riesgo de aparecerle sin consistencia e
incongruente.
La piedad sacerdotal,
alimentada en la purísima fuente de la palabra de Dios y de la santísima eucaristía,
vivida en el drama de la sagrada liturgia, animada de una tierna e iluminada
devoción a la Virgen Madre del sumo eterno sacerdote y reina de los
apóstoles [41],
lo pondrá en contacto con las fuentes de una auténtica vida espiritual, única
que da solidísimo fundamento a la observancia de la sagrada virginidad.
El espíritu del
ministerio sacerdotal
76. Con la gracia y
la paz en el corazón, el sacerdote afrontará con magnanimidad las múltiples
obligaciones de su vida y de su ministerio, encontrando en ellas, si las
ejercita con fe y con celo, nuevas ocasiones de demostrar su total pertenencia
a Cristo y a su Cuerpo místico por la santificación propia y de los demás. La
caridad de Cristo que lo impulsa (2Cor 5, 14), le ayudará no a
cohibir los mejores sentimientos de su ánimo, sino a volverlos más altos y
sublimes en espíritu de consagración, a imitación de Cristo, el sumo Sacerdote
que participó íntimamente en la vida de los hombres y los amó y sufrió por
ellos (Heb 4, 15); a semejanza del apóstol Pablo, que participaba
de las preocupaciones de todos (1Cor 9, 22; 2Cor 11,
29), para irradiar en el mundo la luz y la fuerza del evangelio de la gracia de
Dios (Hch 20, 24).
Defensa de los
peligros
77. Justamente celoso
de la propia e íntegra donación al Señor, sepa el sacerdote defenderse de
aquellas inclinaciones del sentimiento que ponen en juego una afectividad no
suficientemente iluminada y guiada por el espíritu, y guárdese bien de buscar
justificaciones espirituales y apostólicas a las que, en realidad, son
peligrosas propensiones del corazón.
Ascética viril
78. La vida
sacerdotal exige una intensidad espiritual genuina y segura para vivir del
Espíritu y para conformarse al Espíritu (Gál 5, 25); una ascética
interior exterior verdaderamente viril en quien, perteneciendo con especial
título a Cristo, tiene en él y por él crucificada la carne con sus
concupiscencias y apetitos (Gál 5, 24), no dudando por esto de
afrontar duras largas pruebas (cf. 1Cor 9, 26-27). El ministro
de Cristo podrá de este modo manifestar mejor al mundo los frutos del Espíritu,
que son: «caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad» (Gál 5,
22-23).
La fraternidad
sacerdotal
79. La castidad
sacerdotal se incrementa, protege y defiende también con un género de vida, con
un ambiente y con una actividad propias de un ministro de Dios; por lo que es
necesario fomentar al máximo aquella «íntima fraternidad
sacramental» [42],
de la que todos los sacerdotes gozan en virtud de la sagrada ordenación.
Nuestro Señor Jesucristo enseñó la urgencia del mandamiento nuevo de la caridad
y dio un admirable ejemplo de esta virtud cuando instituía el sacramento de la
eucaristía y del sacerdocio católico (Jn 13, 15 y 34-35), y rogó al
Padre celestial para que el amor con que el Padre lo amó desde siempre
estuviese en sus ministros y él en ellos (Jn 17, 26).
Comunión de espíritu
y de vida de los sacerdotes
80. Sea, por
consiguiente, perfecta la comunión de espíritu entre los sacerdotes e intenso
el intercambio de oraciones, de serena amistad y de ayudas de todo género. No
se recomendará nunca bastante a los sacerdotes una cierta vida común entre
ellos, toda enderezada al ministerio propiamente espiritual; la práctica de
encuentros frecuentes con fraternal intercambio de ideas, de planes y de
experiencias entre hermanos; el impulso a las asociaciones que favorecen la
santidad sacerdotal.
Caridad con los
hermanos en peligro
81. Reflexionen los
sacerdotes sobre la amonestación del concilio [43],
que los exhorta a la común participación en el sacerdocio para que se sientan
vivamente responsables respecto de los hermanos turbados por dificultades, que
exponen a serio peligro el don divino que hay en ellos. Sientan el ardor de la
caridad para con ellos, pues tienen más necesidad de amor, de comprensión, de
oraciones, de ayudas discretas pero eficaces, y tienen un título para contar
con la caridad sin límites de los que son y deben ser sus más verdaderos
amigos.
Renovar la elección
82. Queríamos
finalmente, como complemento y como recuerdo de nuestro coloquio epistolar con
vosotros, venerables hermanos en el episcopado, y con vosotros, sacerdotes y
ministros del altar, sugerir que cada uno de vosotros haga el propósito de
renovar cada año, en el aniversario de su respectiva ordenación, o también
todos juntos espiritualmente en el Jueves Santo, el día misterioso de la
institución del sacerdocio, la entrega total y confiada a Nuestro Señor
Jesucristo, de inflamar nuevamente de este modo en vosotros la conciencia de
vuestra elección a su divino servicio, y de repetir al mismo tiempo, con
humildad y ánimo, la promesa de vuestra indefectible fidelidad al único amor de
él y a vuestra castísima oblación (cf. Rom 12, 1).
3. DOLOROSAS
DESERCIONES
La verdadera
responsabilidad
83. En este punto,
nuestro corazón se vuelve con paterno amor, con gran estremecimiento y dolor
hacia aquellos desgraciados, mas siempre amadísimos y queridísimos hermanos
nuestros en el sacerdocio, que manteniendo impreso en su alma el sagrado
carácter conferido en la ordenación sacerdotal, fueron o son desgraciadamente
infieles a las obligaciones contraídas al tiempo de su consagración.
Su lamentable estado
y las consecuencias privadas y públicas que de él se derivan mueven a algunos a
pensar si no es precisamente el celibato propiamente responsable en algún modo
de tales dramas y de los escándalos que por ellos sufre el Pueblo de Dios. En
realidad, la responsabilidad recae no sobre el sagrado celibato en sí mismo,
sino sobre una valoración a su tiempo no siempre suficiente y prudente de las
cualidades del candidato al sacerdocio o sobre el modo con que los sagrados
ministros viven su total consagración.
Motivos para las
dispensas
84. La iglesia es
sensibilísima a la triste suerte de estos sus hijos y tiene por necesario hacer
toda clase de esfuerzos para prevenir o sanar las llagas que se le infieren con
su defección. Siguiendo el ejemplo de nuestros inmediatos predecesores, también
hemos querido y dispuesto que la investigación de las causas que se refieren a
la ordenación sacerdotal se extienda a otros motivos gravísimos no previstos por
la actual legislación canónica (cf. CIC can. 214) [nuevos cán. 290-291], que
pueden dar lugar a fundadas y reales dudas sobre la plena libertad y
responsabilidad del candidato al sacerdocio y sobre su idoneidad para el estado
sacerdotal, con el fin de liberar de las cargas asumidas a cuantos un diligente
proceso judicial demuestre efectivamente que no son aptos.
Justicia y caridad de
la Iglesia
85. Las dispensas que
eventualmente se vienen concediendo, en un porcentaje verdaderamente mínimo en
comparación con el gran número de sacerdotes sanos y dignos, al mismo tiempo
que proveen con justicia a la salud espiritual de los individuos, demuestran
también la solicitud de la Iglesia por la tutela del sagrado celibato y la
fidelidad integral de todos sus ministros. Al hacer esto, la Iglesia procede
siempre con la amargura en el corazón, especialmente en los casos
particularmente dolorosos en los que el negarse a rehusar llevar dignamente el
yugo suave de Cristo se debe a crisis de fe, o a debilidades morales, por lo
mismo frecuentemente responsables y escandalosas.
Llamamiento doloroso
86. Oh si supiesen
estos sacerdotes cuánta pena, cuánto deshonor, cuánta turbación proporcionan a
la santa Iglesia de Dios, si reflexionasen sobre la solemnidad y la belleza de
los compromisos que asumieron, y sobre los peligros en que van a encontrarse en
esta vida y en la futura, serían más cautos y más reflexivos en sus decisiones,
más solícitos en la oración y más lógicos e intrépidos para prevenir las causas
de su colapso espiritual y moral.
Solicitud hacia
sacerdotes jóvenes
87. La madre Iglesia
dirige particular interés hacía los casos de los sacerdotes todavía jóvenes que
habían emprendido con entusiasmo y celo su vida de ministerio. ¿No les es quizá
fácil hoy, en la tensión del deber sacerdotal, experimentar un momento de
desconfianza, de duda, de pasión, de locura? Por esto, la Iglesia quiere que,
especialmente en estos casos, se tienten todos los medios persuasivos, con el
fin de inducir al hermano vacilante a la calma, a la confianza, al
arrepentimiento, a la recuperación, y sólo cuando el caso ya no presenta
solución alguna posible, se aparta al desgraciado ministro del ministerio a él
confiado.
La concesión de las
dispensas
88. Si se muestra
irrecuperable para el sacerdocio, pero presenta todavía alguna disposición
seria y buena para vivir cristianamente como seglar, la Sede Apostólica,
estudiadas todas las circunstancias, de acuerdo con el ordinario o superior
religioso, dejando que al dolor venza todavía el amor, concede a veces la
dispensa pedida, no sin acompañarla con la imposición de obras de piedad y de
reparación, a fin de que quede en el hijo desgraciado, mas siempre querido, un
signo saludable del dolor maternal de la Iglesia y un recuerdo más vivo de la
común necesidad de la divina misericordia.
Estímulo y aviso
89. Tal disciplina,
severa y misericordiosa al mismo tiempo, inspirada siempre en justicia y en
verdad, en suma prudencia y discreción, contribuirá sin duda a confirmar a los
buenos sacerdotes en el propósito de una vida pura y santa y servirá de aviso a
los aspirantes al sacerdocio, para que con la prudente guía de sus educadores,
avancen hacia el altar con pleno conocimiento, con supremo desinterés, con
arrojo de correspondencia a la gracia divina y a la voluntad de Cristo y de la
Iglesia.
Consuelos
90. No queremos, por
fin, dejar de agradecer con gozo profundo al Señor advirtiendo que no pocos de
los que fueron desgraciadamente infieles por algún tiempo a su compromiso,
habiendo recurrido con conmovedora buena voluntad a todos los medios idóneos, y
principalmente a una intensa vida de, oración, de humildad, de esfuerzos
perseverantes sostenidos con la asiduidad al sacramento de la penitencia, han
vuelto a encontrar por gracia del sumo sacerdote la vía justa y han llegado a
ser, para regocijo de todos, sus ejemplares ministros.
4. LA SOLICITUD DEL
OBISPO
El obispo y sus
sacerdotes
91. Nuestros
queridísimos sacerdotes tienen el derecho y el deber de encontrar en vosotros,
venerables hermanos en el episcopado, una ayuda insustituible y valiosísima
para la observancia más fácil y feliz de los deberes contraídos. Vosotros los
habéis recibido y destinado al sacerdocio, vosotros habéis impuesto las manos
sobre sus cabezas, a vosotros os están unidos para el honor sacerdotal y en
virtud del sacramento del orden, ellos os hacen presentes a vosotros en la
comunidad de sus fieles, a vosotros os están unidos con ánimo confiado y
grande, tomando sobre sí, según su grado, vuestros oficios y vuestra
solicitud [44].
Al elegir el sagrado celibato, han seguido el ejemplo, vigente desde la
antigüedad, de los obispos de Oriente y Occidente. Lo que constituye entre el
obispo y el sacerdote un motivo nuevo de comunión y un factor propicio para
vivirla más íntimamente.
Responsabilidad y
caridad pastoral
92. Toda la ternura
de Jesús por sus apóstoles se manifestó con toda evidencia cuando Él los hizo
ministros de su cuerpo real y místico (cf. Jn 13-17); y
también vosotros, en cuya persona «está presente en medio de los creyentes
Nuestro Señor Jesucristo, pontífice sumo» [45],
sabéis que lo mejor de vuestro corazón y de vuestras atenciones pastorales se
lo debéis a los sacerdotes y a los jóvenes que se preparan para serlo [46].
Por ningún otro modo podéis vosotros manifestar mejor esta vuestra convicción
que por la consciente responsabilidad, por la sinceridad e invencible caridad
con la que dirigiréis la educación de los alumnos del santuario y ayudaréis con
todos los medios a los sacerdotes a mantenerse fieles a su vocación y a sus
deberes.
El corazón del obispo
93. La soledad humana
del sacerdote, origen no último de desaliento y de tentaciones, sea atendida
ante todo con vuestra fraterna y amigable presencia y acción [47] Antes
de ser superiores y jueces, sed para vuestros sacerdotes maestros, padres,
amigos y hermanos buenos y misericordiosos, prontos a comprender, a compadecer,
a ayudar. Animad por todos los modos a vuestros sacerdotes a una amistad
personal y a que se os abran confiadamente, que no suprima, sino que supere con
la caridad pastoral el deber de obediencia jurídica, a fin de que la misma
obediencia sea más voluntaria, leal y segura. Una devota amistad y una filial
confianza con vosotros permitirá a los sacerdotes abriros sus almas a tiempo,
confiaros sus dificultades en la certeza de poder disponer siempre de vuestro
corazón para confiaros también las eventuales derrotas, sin el servil temor del
castigo, sino en la espera filial de corrección, de perdón y de socorro, que
les animará a emprender con nueva confianza su arduo camino.
Autoridad y
paternidad
94. Todos vosotros,
venerables hermanos, estáis ciertamente convencidos de que devolver a un ánimo
sacerdotal el gozo y el entusiasmo por la propia vocación, la paz interior y la
salvación, es un ministerio urgente y glorioso que tiene un influjo
incalculable en una multitud de almas. Si en un cierto momento os veis
constreñidos a recurrir a vuestra autoridad y a una justa severidad con los
pocos que, después de haber resistido a vuestro corazón, causan con su conducta
escándalo al pueblo de Dios, al tomar las necesarias medidas procurad poneros
delante todo su arrepentimiento. A imitación de Nuestro Señor Jesucristo,
pastor y obispo de nuestras almas (1Pe 2, 25), no quebréis la caña
cascada, ni apaguéis la mecha humeante (Mt 12, 20); sanad como
Jesús las llagas (cf. Mt 9, 12), salvad lo que estaba perdido
(cf. Mt 18, 11), id con ansia y amor en busca de la oveja
descarriada para traerla de nuevo al calor del redil (cf. Lc 15,
4 s.) e intentad como Él, hasta el fin (cf. Lc 22, 48), el
reclamo al amigo infiel.
Magisterio y
vigilancia
95. Estamos seguros,
venerables hermanos, de que no dejaréis de tentar nada por cultivar asiduamente
en vuestro clero, con vuestra doctrina y prudencia, con vuestro fervor
pastoral, el ideal sagrado del celibato; y que no perderéis jamás de vista a
los sacerdotes que han abandonado la casa de Dios, que es su verdadera casa,
sea cual sea el éxito de su dolorosa aventura, porque ellos siguen siendo por
siempre hijos vuestros.
5. LA AYUDA DE LOS
FIELES
Responsabilidad de
todo el Pueblo de Dios
96. La virtud
sacerdotal es un bien de la Iglesia entera; es una riqueza y gloria no humana,
que redunda en edificación y beneficio de todo el pueblo de Dios. Por eso,
queremos dirigir nuestra afectuosa y apremiante exhortación a todos los fieles,
nuestros hijos en Cristo, a fin de que se sientan responsables también ellos de
la virtud de sus hermanos, que han tomado la misión de servirles en el
sacerdocio para su salvación. Pidan y trabajen por las vocaciones sacerdotales
y ayuden a los sacerdotes con devoción con amor filial, con dócil colaboración,
con afectuosa intención de ofrecerles el aliento de una alegre correspondencia
a sus cuidados pastorales. Animen a estos sus padres en Cristo a superar las
dificultades de todo género que encuentran para cumplir sus deberes con plena
fidelidad, para edificación del mundo. Cultiven con espíritu de fe y de caridad
cristiana un profundo respeto y una delicada reserva respecto al sacerdote, de
modo particular de su condición de hombre enteramente consagrado a Cristo y a
su Iglesia.
Invitación a los
seglares
97. Nuestra
invitación se dirige en particular a aquellos seglares que buscan más asidua e
intensamente a Dios y tienden a la perfección cristiana en la vida seglar.
Estos podrán con su devota y cordial amistad ser una gran ayuda a los sagrados
ministros. Los laicos, en efecto, integrados en el orden temporal y al mismo
tiempo empeñados en una correspondencia más generosa y perfecta a la vocación
bautismal, están en condiciones, en algunos casos, de iluminar y confortar al
sacerdote, que, en el ministerio de Cristo de la Iglesia, podría recibir daño
en la integridad de su vocación de ciertas situaciones y de cierto turbio
espíritu del mundo. De este modo, todo el Pueblo de Dios honrará a Nuestro
Señor Jesucristo en los que le representan y de los que Él dijo: «Quien a
vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me
ha enviado» (Mt 10, 40), prometiendo cierta recompensa al que
ejercite la caridad de alguna manera con sus enviados (Ibíd., v. 42).
CONCLUSIÓN
La intercesión de
María
98. Venerables
hermanos nuestros, pastores del rebaño de Dios que está debajo de todos los
cielos, y amadísimos sacerdotes hermanos e hijos nuestros: estando para
concluir esta carta que os dirigimos con el ánimo abierto a toda la caridad de
Cristo, os invitamos a volver con renovada confianza y con filial esperanza la
mirada y el corazón a la dulcísima Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, para
invocar sobre el sacerdocio católico su maternal y poderosa intercesión. El
Pueblo de Dios admira y venera en ella la figura y el modelo de la Iglesia de
Cristo en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con él. María
Virgen y Madre obtenga a la Iglesia, a la que también saludamos como virgen y
madre [48],
el que se gloríe humildemente y siempre de la fidelidad de sus sacerdotes al
don sublime de la sagrada virginidad, y el que vea cómo florece y se aprecia en
una medida siempre mayor en todos los ambientes, a fin de que se multiplique
sobre la tierra el ejército de los que siguen al divino Cordero adondequiera
que él vaya (Ap 14, 4).
Firme esperanza de la
Iglesia
99. La Iglesia
proclama altamente esta esperanza suya en Cristo; es consciente de la dramática
escasez del número de sacerdotes en comparación con las necesidades
espirituales de la población del mundo; mas está firme en su esperanza, fundada
en los infinitos y misteriosos recursos de la gracia, que la calidad espiritual
de los sagrados ministros engendrará también la cantidad, porque a Dios
todo le es posible (Mc 10, 27; Lc 1, 37).
En esta fe y en esta
esperanza sea a todos auspicio de las gracias celestes y testimonio de nuestra
paternal benevolencia, la bendición apostólica que os impartimos con todo el
corazón.
Dado en Roma, en San
Pedro, el 24 del mes de junio del año 1967, quinto de nuestro pontificado.
PAULUS PP. VI
NOTAS
[1] Carta del 10 octubre 1965 al Emmo. Card. E. Tisserant, leída en la
146 Congregación general, el 11 de octubre.
[2] Concilio Vaticano II, Decr. Christus Dominus, n. 35; Apostolicam actuositatem, n. 1; Presbyterorum ordinis, n. 10, 11; Ad gentes, n. 19, 38.
[20] Cf. Tertuliano, De exhort. castitatis, 13: PL 2, 978;
San Epifanio, Adv. haer. 2, 48, 9 y 59, 4: PL 41, 869. 1025;
San Efrén, Carmina nisibena, 18, 19, ed. G. Bickell. (Lipsiae
1866), 122; Eusebio de Cesárea, Demonstr. evang., 1, 9: PG 22, 81;
San Cirilo de Jerusalén, Catech., 12, 25: PG 33, 757; San
Ambrosio, De offic. ministr., 1, 50: PL 16, 97 s.; San
Austín, De moribus Eccl. cathol., 1, 32: PL 32, 1339; San
Jerónimo, Adv. Vigilant., 2: PL 23, 340-41; Sinesio, Obispo de
Tolem., Epist., 105: PG 66, 1485.
[23] San Pío X, Exhort. Haerent animo: ASS 41 (1908)
555-577; Benedicto XV, Carta al Arzob. de Praga F. Kordac, 29 enero
1920: AAS 12 (1920) 57 s.; Alloc. consist. 16 dic. 1920: AAS 12 (1920) 585-588;
Pío XI, Enc. Ad catholici sacerdoti: AAS 28 (1936) 24-30; Pío
XII, Exhort. Menti nostrae: AAS 42 (1950) 657-702;
Enc. Sacra virginitas: AAS 46 (1954) 161-191; Juan XXIII,
Enc. Sacerdotii nostri primordia: AAS 51
(1959) 554-556.
[24] Juan XXIII, Alocución a la Segunda sesión del Sínodo romano,
26 de enero de 1960: AAS 52 (1960) 235-236 (texto latino, 226).
Seminario Mater Ecclesiae en San Pablo, Brasil
Ordenación sacerdotal
El Papa Francisco en el Seminario de Filadelfia, USA
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