UNA COSMOVISIÓN CRISTIANA
Un texto de Louis Bouyer
que desarrolla la historia de la Creación invisible
y visible, del Pecado y de la Redención,
a partir de la magnífica exposición del Cardenal
Newman del “Mundo Invisible”.
Louis Bouyer (París, 17 de febrero 1913 – Ibidem, 22 de octubre 2004)
fue un luterano francés que fue recibido en la Iglesia Católica en 1939.
Como teólogo, participó en el Concilio Vaticano II, publicó múltiples libros e impartió clases de teología, abarcando muchas disciplinas. (ver debajo del artículo una breve biografía)
fue un luterano francés que fue recibido en la Iglesia Católica en 1939.
Como teólogo, participó en el Concilio Vaticano II, publicó múltiples libros e impartió clases de teología, abarcando muchas disciplinas. (ver debajo del artículo una breve biografía)
Con
el cardenal Joseph Ratzinger y otros, cofundó
la revista internacional Comumnio. Fue escogido dos veces por
el Papa para formar parte de la Comisión Teológica Internacional.
“El mundo de los
espíritus, buenos o malos, no es un mundo distinto al nuestro si tomamos a éste
en todo su espesor. Newman nos lo recuerda: para la Biblia como para toda la
tradición, judía y cristiana, no existe un mundo visible y otro mundo
invisible. El mundo visible es la parte emergente, para nosotros, de un
universo único cuyas profundidades se pierden más allá de donde pueden alcanzar
nuestras miradas oscurecidas. Porque para nosotros, aquello que no vemos
tampoco existe, ni acá ni allá.
Jacob
creyó poner la piedra que usó como almohada en un lugar solitario. Pero apenas
se cerraron los ojos de su carne, Dios le abrió los ojos del espíritu. Y
entonces vio a los ángeles subir y bajar en el mismo lugar donde antes había
visto no más que cosas banales. Y Newman concluye que las cosas visibles, o las
que llamamos de ese modo, no son más que los flecos de un vestido tejido en
torno a aquello que no vemos, pero que ellos ven a Dios sin cesar.
El sentido final de la cosmología que
los Padres de la Iglesia han tomado de la Escritura y que otorga mucho espacio
a los ángeles (y a los demonios), es que la creación no es de modo accesorio
sino esencial la creación de seres personales. El mismo Dios, el Dios de los
judíos, es Alguien. Y el evangelio afirma que ese Alguien nunca estuvo solo,
sino en eternas relaciones personales del Padre con el Hijo, y ellos dos con el
Espíritu. ¿Por qué motivo tal Dios crearía un mundo que no fuera, él también,
un mundo de personas, una ocasión de comunión?
La primera creación, por tanto, de los
teólogos antiguos, es una creación personal. Como dice Dionisio, el
Pseudo-Areopagita, es una ‘jerarquía celeste’. Ella extiende a la nada llamada
al ser, la circulación del amor y de vida de la ‘tearquía divina’, es decir, de
la Trinidad eterna.
Las criaturas originales son los
pensamientos del Padre en el Verbo sobre los cuales se posa la presencia del
Espíritu de amor y que, a su imagen, piensan y aman. El mundo al que llamamos
visible no es más que este pensamiento amante, común a las primeras criaturas,
objetivado a su vez por el único Creador, de modo que el universo sensible
proclama la gloria divina contemplada por la creación invisible. Él es la
comunicación y como el lugar de la comunidad entre los primeros espíritus creados.
La luz y la vida lo atraviesan, cántico de los ‘hijos de la aurora’, de
aquellos que, —nos dice el libro de Job—, cantan unánimes, desde el primer día,
al autor de todas las cosas.
Sin embargo, apareció una fisura que resquebrajó el coro de los primeros espíritus. Lucifer, que debía ser el ángel guardián del cosmos, se quiso hacer dios. Con los compañeros de su infidelidad, se estrelló de alguna manera sobre el mundo sensible. Y su rapiña orgullosa proyectó, eclipsando la claridad de Dios, la sombra de la muerte.
La belleza del
universo no desapareció por completo. Se hizo equívoca, ya no fue más el
cántico de las criaturas inteligibles, sino el reflejo de su conflicto, un
cruce de luz y de sombra, una vida que se nutre de la muerte a la que tiende.
Dios, por tanto, no abandonó la
superficie terrestre, que es su obra, al poder diabólico, ni tampoco a una
lucha interminable entre ángeles fieles e infieles. Él la había creado como un
espejo de la creación celestial. Desde el seno mismo de las aguas agitadas que
ya no reflejaban su imagen estelar, hizo resurgir, con el hombre, una
espiritualidad renovada. Ella podía, ella habría debido ser redimida del mundo
esclavizado. En torno a la libertad recobrada por el cosmos en el hombre
inocente, todas las cosas se incorporaron a él, refloreciendo en un paraíso, es
decir, en el jardín de Dios.
Pero el hombre, al que la humildad de la
obediencia amante había hecho el amigo de Dios, prefirió seguir, en su avidez,
al orgullo demoníaco. En vez de escuchar la Palabra divina, cedió a las
mentiras de las apariencias convertidas en engañosas. Y lejos de transformarse
en un dios, se hizo esclavo de Satanás, el cual no podía encontrar un imperio
que no fuera el de la muerte.
Pero Dios, una vez más, produjo un
redentor. El alma viviente del primer hombre, encarnándose en el mundo caído,
en vez de levantarlo, había consumado su postración. Pero el Espíritu
vivificante del Hombre nuevo, del Cristo, del Hijo eterno del Padre, se
encarnará a su vez en la humanidad pecadora. Recapitulando en sí mismo la
historia corrompida del hombre debilitado, cumplirá la obra de salvación que el
hombre había arruinado.
Anonadándose para obedecer al Padre, el
último Adán obtuvo la exaltación soñada por el primero, pero que la
concupiscencia le había impedido obtener. Por la Cruz, toda la humanidad,
asociada a un Divino jefe, entrará en la gloria prometida a los hijos de Dios.
Por ella, el cosmos físico, en la resurrección, será salvado, arrancado de las
sombras de la muerte, transportado al Reino de la luz, ese Reino del cual el
heredero es el Hijo mismo del amor del Padre y del que nosotros somos
co-herederos con Él.
Las
noventa y nueve ovejas que quedaron en el rebaño, es decir, los ángeles fieles,
no cesaron de alabar al único Señor. La única oveja perdida, que era la
humanidad, todo el cosmos en el cual había nacido, no solamente volvió al
rebaño, sino que fue llamada a ingresar, con el Pastor del rebaño, en el seno
del Padre, a sumergirse con el Hijo en el océano sin riberas de la luz y de la
vida en el Espíritu Santo.
Hasta la venida de Cristo a la tierra,
los ángeles fieles, como ese daimon del cual Sócrates tomó su
inspiración, no habían cesado de infundir a las almas prendadas de la justicia
el recuerdo del destino primero del hombre y del universo. En el laberinto de
las religiones que llamamos “naturales”, los huecos de las más altas filosofías
religiosas reanimaban de esa manera, incluso en medio del culto a los ídolos,
el presentimiento del Dios desconocido. Miguel
(‘¿Quién como Dios?’), el príncipe de las milicias celestiales, a pesar de
las tentaciones, de las caídas incesantes, mantenía el testimonio profético del
solo Señor y Dios, frente a los dioses multiplicados, a los señores
innumerables que se disputaban la adoración de los humanos. Gabriel (“Fuerza de Dios”), el arcángel
de las anunciaciones, en las Pascuas renovadas, presagiaba al Redentor
definitivo. Su pascua, la que no “pasará” más, nos hará “pasar” con él del
reino de las tinieblas al reino de la luz sin crepúsculo.
Finalmente, en la noche de Belén, descendió junto el Hijo único engendrado en el seno de la Virgen, el Primer nacido de los hermanos sin número, el coro de ángeles de la alabanza ininterrumpida en los cielos. Porque al hacerse carne la Palabra, el Espíritu de verdad puso en fuga al espíritu de mentira y la acción de gracias eterna del Hijo al Padre elevó a la humanidad al cielo.
Una
vez muerto Cristo en la Cruz, los sepulcros se abrieron y el velo del Templo se
rasgó. El nuevo Adán resurgió de los infiernos, arrastrando tras él a la
humanidad liberada, al cosmos eximido de las cadenas demoníacas. Él las empujó
al santuario celestial. Los ángeles, que habían descendido hacia nosotros sobre
el Hijo del hombre, nos hicieron remontar con él, como todo nuestro universo,
en el cuerpo del Resucitado del cual nos convertimos en miembros.
A partir de ahora, todo lo que la
Palabra emanada del silencio eterno había sacado de la nada se sumerge con ella
en el seno del Padre, con el júbilo angélico del Alleluia pascual.
Los dos querubines del santo de los
santos de Jerusalén, habiendo rodeado con su adoración perpetua el
propiciatorio figurado, ese espacio vacío ubicado encima del arca, la Schekinah
de la luz y de la vida —la Presencia divina en la nube de fuego—, se
manifestaba a Israel por la palabra profética. Ellos rodean ahora la tumba vacía
de la cual se elevó la carne donde la Palabra eterna estableció su tabernáculo
definitivo, para ‘morar entre nosotros, lleno de gracia y verdad’. Incluso los
dos ‘vigías’ nos lo dicen en la Ascensión: ‘Este Jesús que habéis visto subir
al cielo vendrá del mismo modo…’.
En la comunión eucarística, por
supuesto, Él viene sin cesar, para prepararnos a su retorno final, cuando nos
tomará con Él, porque ‘allí donde Él está, estaremos también nosotros’, y para
siempre. La Merkabah vista por Ezequiel, ese carro ardiente que se mueve como
el relámpago de Dios que es un fuego que consume, así como había arrebatado al
cielo en su estela a Elías, después de Enoc y Moisés, nos arrebatará también a
nosotros.
Con el Hijo del Hombre, con todo el
Reino de los santos, iremos al encuentro del Padre de los vivos. Ya cantamos en
la tierra, en la sagrada liturgia, el Sanctus de los
Serafines, los espíritus de fuego que no vuelven jamás su rostro. Entonces lo
acabaremos con el Benedictus de los Querubines, los
‘Vivientes’ que aclaman el advenimiento final de Aquel que vive por los siglos
de los siglos. Los Tronos, ‘ruedas’ resplandecientes que son miradas que nos
atraen invenciblemente, como ellas mismas son atraídas hacia esa luz
inaccesible donde mora Dios.
Será entonces cuando no habrá gemidos,
ni dolor, que todas las lágrimas serán enjugadas de todos los ojos, porque el
diablo y los suyos habrán sido devorados por la segunda muerte y la muerte ya
no existirá más, sino solamente Dios todo en todos.
Esta visión ¿es algo más que el último
mito, quizás el más bello de todos, en el que los sueños de la humanidad han
querido hechizar su miseria? Digamos más bien que es la última palabra de la
Palabra que hizo estallar todos los mitos, para reconstruir con sus símbolos el
mensaje que dirige a los hombres en su Hijo, nacido de mujer, ‘el Viviente que
da la vida’”.
Louis Bouyer, Prólogo al
libro Anges et démons,
Zodiaque, La Pierre-qui-Vire, 1972.
LOUIS BOUYER
Nacido en una familia protestante en
París, Louis Bouyer, tras recibir su licenciatura en la Sorbona,
estudió teología en las facultades protestantes de París y de Estrasburgo. Fue
ordenado ministro luterano en 1936 y sirvió como vicario de la parroquia luterana de la
Trinidad en París hasta la Segunda Guerra Mundial. En 1939, el
estudio de la cristología y la eclesiología de San Atanasio de Alejandría guió a
Bouyer a la Iglesia católica.
En 1944 fue recibido en
la Iglesia Católica en la Abadía de
Saint-Wandrille (Seine-Maritime),
entró en la Congregación del Oratorio de San
Felipe Neri y se mantuvo en ella el resto de su vida. Fue
profesor en el Instituto Católico de París hasta 1963 en que empezó a
enseñar en Inglaterra, España,
y los Estados Unidos. En 1969 escribió el
libro 'La descomposición del Catolicismo', en que presentó como él veía
importantes problemas litúrgicos y dogmáticos en la Iglesia.
Nombrado por el papa dos veces
miembro de la Comisión Teológica Internacional, fue consultor
del Concilio Vaticano II para liturgia, [la Congregación para el Culto
Divino]] y el Pontificio
Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos. En 1999 recibió del
Cardenal Grente el premio de la Academia
Francesa por todo su trabajo. Murió el 22 de octubre de 2004,
tras muchos años de Alzheimer. Fue enterrado en el cementerio de la Abadía de Saint-Wandrille
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