La eutanasia es
siempre un mal en sí mismo
Un análisis
simple de un complejo tema de la Teología Moral, que demuestra que existen
hechos objetivamente buenos o malos
¿Por qué decir no a la eutanasia desde
el punto de vista moral? Muchos podrían ser los motivos, pero queremos recodar
el principal que, obviamente, es también válido para el suicidio y el suicidio
asistido, dos de las muchas variantes de la práctica eutanásica.
Partamos de una constatación común a
muchos: cuanto más un bien, de carácter material o no, crece en valor, más
crece en paralelo la atención, el cuidado, la tutela que prestamos a ese bien.
Si tomo una hoja de papel y la desmenuzo en mil trozos, nadie se escandaliza.
Si intento hacer lo mismo con una “hoja
de papel” que lleva impreso “500 euros”, muchos, si no todos, justamente se
escandalizarían. Esto es así porque el valor de cualquier hoja de papel es muy
inferior al valor de un billete de 500 euros.
Por tanto, se evidencia que si nuestro
comportamiento se debe conformar con el valor de los bienes, el cuidado
prestado es proporcional a su valor. En cierto modo es el bien mismo el que
pide, exige que su propietario o quien debe cuidar de él adecúe su conducta al
valor del bien.
Traslademos este razonamiento al bien
“vida”. Por motivo de la preciosidad inconmensurable de la vida humana
la persona debe comportarse de manera adecuada a dicha preciosidad. Y
la preciosidad del hombre tiene su nombre: dignidad. Este es el principio
cardinal de todos los mandamientos morales.
Cada acto nuestro debe ser adecuado,
correspondiente, proporcionado a la dignidad de la persona humana, a su íntima
preciosidad. Por este motivo no es lícito matar a una persona inocente o
decidir quitarse la vida, porque, podríamos decir, la persona inocente o quien
se quiere suicidar no se merecen dicho acto.
Se podría objetar: pero si la vida es
mía, ¿por qué no puedo hacer lo que quiero, comprendida la decisión de
suicidarme? Precisamente porque debemos adecuar siempre nuestras decisiones a
la dignidad de nuestra persona.
Pongamos un ejemplo: el mural de LA
ÚLTIMA CENA pintado por Leonardo Da
Vinci pertenece al Estado italiano. Pensemos en que un día el Estado italiano
decidiera abatir la pared sobre la que está pintada la Última Cena de Leonardo,
por ejemplo porque es una pintura muy deteriorada. Todos los medios de
comunicación, los gobiernos de otros Países, los intelectuales, etc. se
levantarían indignados: aunque es propiedad del Estado italiano, este último no
puede hacer lo que quiere con la obra maestra de Leonardo, sino solo puede
tomar aquellas decisiones consonantes a su valor, por ejemplo restaurarlo,
permitir la entrada de un número limitado de visitantes, regular la tasa de
humedad en el interior del refectorio de los dominicos, etc., actividades todas
dirigidas a tutelar este bien artístico de altísimo precio.
Pues bien, si justamente articulamos
este razonamiento para una obra de arte, con mayor razón debemos hacerlo para
cada persona que vive sobre la faz de la tierra, porque cada persona vale más
que la Última Cena de Leonardo.
La vida es, por tanto, un bien del que
no se puede disponer, precisamente porque cada persona puede disponer de la
suya libremente decidiendo casarse o no casarse, emprender una carrera
profesional u otra, ir a vivir a una ciudad y no a otra, etc., pero esta
libertad encuentra un límite que viene dado por la prohibición de destrucción
del bien vida, precisamente porque su preciosidad es elevadísima.
Más correctamente deberíamos decir que
es de la persona humana de la que no se puede disponer, porque no existe el
“bien vida” por un lado y la persona humana por otro, sino que los dos aspectos
coinciden.
Por tanto, la eutanasia es una decisión
que no respeta nunca la dignidad de la persona humana, que no es conforme a su
preciosidad. La eutanasia es la contradicción del “morir con dignidad”.
Se debe añadir además que la dignidad
personal y, por tanto, la íntima preciosidad de la persona, no es afectada por
la enfermedad, el dolor, la pérdida de algunas funciones superiores como la
capacidad de relacionarse, la conciencia de sí mismo y del mundo que hay
alrededor de uno mismo, la posibilidad de proponerse fines inteligibles y de
juzgar moralmente los actos propios o ajenos.
Esto sucede porque la dignidad personal
deriva sobre todo del alma racional – realidad metafísica cuya existencia se
puede probar racionalmente – y el alma racional no se degrada por la enfermedad
o el sufrimiento.
Un sencillo ejemplo para probar esta
conclusión: si nos encontramos a una persona en silla de ruedas, si ha perdido
el uso de las piernas, debemos admitir que somos mejores que él en el plano
físico.
Sin embargo, la enorme mayoría de
nosotros afirmaría: “Nosotros y esa persona somos iguales porque ambos somos
personas”. Si existe, por tanto, un criterio de igualdad, este no puede ser de
naturaleza física (somos mejores que él en el plano físico) sino de naturaleza
metafísica.
Esto quiere decir que nos reconocemos
iguales porque ambos tenemos algo que no es empírico (el alma) y que, al ser
inmaterial, no puede verse afectado por la enfermedad o la minusvalía.
Volvamos a la objeción de antes: la
vida es mía y hago con ella lo que quiero. Otro motivo para afirmar que no
puedo hacer lo que quiero con mi vida es el siguiente. La persona humana es la
unión estrechísima de un principio material (el cuerpo) y uno no material (el
alma racional).
Cada persona es a la vez su cuerpo y su
alma.
Por tanto, el hombre no tiene cuerpo,
sino que es también su cuerpo. Pero si el hombre no tiene la propiedad
de su cuerpo, no puede disponer de él.
La relación que existe entre la persona
y su cuerpo tiene que ver con el ser, no con el tener.
Y por tanto, no podemos predicar un
derecho de propiedad sobre nuestro cuerpo, sobre nosotros mismos, derecho de
propiedad que justificaría la destrucción del bien poseído, es decir, su
muerte.
Sería además degradante creer que somos
propietarios de nosotros mismos porque el derecho de propiedad se refiere solo
a las cosas.
Si afirmásemos la existencia de un
derecho de propiedad sobre nuestras vidas, ello significaría que somos meros
objetos.
Tommaso Scandoglio
(tomado de Voglio vivere,
periódico de la “Assoziazione per la difesa dei valori cristiani”, via Lentasio
9 – 20122 Milano)
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