LA VERDADERA FELICIDAD
Y LA PAZ
Dios ha puesto en nuestros corazones un deseo real y profundo de
felicidad y de paz. Y este deseo natural de felicidad es verdadero porque ha
sido puesto por Dios y nos impulsa a la búsqueda del bien y de una manera
oscura a la búsqueda y al amor de Dios mismo, único objeto que puede
hacernos real y profundamente felices.
Por consiguiente, el deseo natural de felicidad es algo bueno e
incluso indestructible como el ser y el alma misma que tenemos. Por eso
siempre hay en nosotros un trasfondo religioso, incluso en los ateos y
pecadores, si bien muchos no se dan cuenta de ese impulso vital y profundo de
su ser hacia Dios, impulso que es anterior incluso a nuestra propia
libertad humana.
Pero en el plano de nuestra libertad nosotros tenemos que elegir el
objeto concreto de nuestra felicidad humana. En este sentido nosotros nos
colocamos frente a Dios y frente a las criaturas y puestos así tenemos que
elegir, tenemos que decidir libremente a quién vamos a poseer o con quién vamos
a encontrarnos para ser felices.
Todos queremos ser felices, pero no todos elegimos el mismo lugar y el
mismo objeto para que nos proporcione la felicidad verdadera. Podemos elegir
bien o podemos elegir mal y ser felices o desgraciados según que elijamos al
Dios verdadero o a las criaturas.
Elegimos mal cuando pecamos creyendo poder encontrar en las criaturas
puestas en la ausencia de Dios, la felicidad suprema que añoramos. Cuando
pecamos nos apartamos de Dios y nos convertimos de una manera desordenada a las
criaturas.
Queremos ser felices en ellas, por ejemplo, en la carne de la mujer, en
el dinero, en el poder, en la venganza, y en tantas otras cosas. Les
pedimos a ellas que nos dejen contentos y felices hasta un punto tal que
procedemos como si ellas fueran capaces de llenar las aspiraciones más
profundas de nuestras almas.
Pero ésta es una vana ilusión. Porque es tan grande la aspiración del
corazón humano que sólo Dios puede llenarlo y rebasarlo. Las criaturas pueden
proporcionar al corazón del hombre pedazos de alegría pero nunca llenarlo. Y
cuando las criaturas apartan al hombre de Dios, entonces en su corazón, junto a
una pasajera y engañosa alegría, se realiza una destrucción profunda y como un
mar de desdichas que tarde o temprano tiene que aflorar y percibirse. Por eso
el pecador cuando se da cuenta de su estado, es lógico que sienta adentro la
desnudez de su espíritu, la vaciedad de su vida, la locura de una vida
frustrada.
Cuando pecamos y les pedimos a las criaturas aquella felicidad que sólo
Dios puede darnos, las tratamos a ellas como si fueran Dios y por ello mismo,
en nuestra ilusión y en los espejismos que nos fabricamos, las convertimos en
dioses. Y empezamos así a fracasar en nuestra aspiración religiosa porque
empezamos a convertirnos en idólatras, de momento que dedicamos a las criaturas
objeto de nuestro pecado, lo mejor de nuestros esfuerzos y afanes y
llegamos a considerarlas como el centro de nuestra aptitud humana e incluso de
nuestra vida misma. Así, por ejemplo, el dinero es el Dios de los avaros.
Cuando crecen los pecados los hombres se inclinan a representar a estos
falsos dioses en símbolos o imágenes. Imágenes que fueron ayer para los
antiguos las estatuas de Venus (diosa de la lujuria) o de Baco (dios del
vino) o tantas otras de que nos habla la historia. Imágenes que encontramos hoy
al descubierto en las revistas, en los cines y en tantos medios de propaganda
consagrados al culto ilegítimo de la lujuria, del dinero y del poder y que guardamos
también escondidas en los recovecos de nuestra fantasía y de nuestros
pensamientos en los largos momentos de ilusión pecaminosa que continuamente
vivimos.
Al desplazar al Dios verdadero del ámbito libre de nuestro corazón y al
arrojarnos en brazos de las puras criaturas para implorarles la felicidad,
adoramos a las criaturas, aunque no nos demos cuenta de ello. Y empezamos a
vivir como ciegos, dejándonos “arrastrar —como dice San Pablo— hacia los ídolos
mudos” (I Co 12, 2), es decir, hacia los dioses que no son sino la caricatura
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Pero si por el pecado ejercitamos una actitud abominable que engendra
dioses falsos, siguiendo este mismo proceso, es lógico que si somos pecadores,
empecemos a considerarnos nosotros mismos como a dioses, porque podemos
considerarnos por lo menos tan grandes como las realidades que
engendramos. Por eso dice San Pablo refiriéndose a los que desprecian la cruz
de Cristo por los placeres de los sentidos, que “su Dios es el vientre” (Fil 3, 19).
Por ello, en la parábola del fariseo y el publicano, el fariseo que
desprecia al publicano en su soberbia se adora a sí mismo, porque no glorifica
a Dios sino que se glorifica a sí mismo: “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres” (Lc 18, 11
y ss.). Y tiende a convertirse en el objeto primario y último de todas
las preocupaciones y alabanzas, como centro supremo del mundo, como
principio y fin de todas las cosas.
Y por eso también el demonio cuando en el paraíso indujo a Adan y a Eva
al pecado les hizo esta promesa: “Seréis
como dioses” (Gén 3, 4).
En definitiva, que la idolatría del hombre aparece como término
connatural del pecado humano y de la idolatría de las otras criaturas; y
que la idolatría del hombre empieza a inundarnos aunque muy pocos se den
cuenta de ello.
Pero si podemos elegir mal los caminos de la felicidad, también es
cierto que con la ayuda de Dios podemos elegir bien. La gracia divina nos
levanta en la fé, en la esperanza y en el amor para guiarnos hacia el Dios vivo
y verdadero y unirnos a Él como a una única realidad absolutamente perfecta
capaz de hacernos absolutamente felices.
Hay una oposición radical y profunda entre felicidad verdadera e
idolatría del hombre.
No hay felicidad en la idolatría. Nuestro propio y caricaturesco
endiosamiento no puede llevarnos sino a la soledad, a la corrupción
personal y social, y hacia las angustias espantosas del infierno en donde
el fondo de nuestro ser sigue pidiéndonos la felicidad verdadera que sólo
en Dios se consigue. Y nuestra libertad obstinada en el mal sigue
llevándonos a beber de las aguas impuras de nuestra soberbia maldita.
Pero no hay contradicción entre felicidad verdadera y adoración del
Dios verdadero. Por el contrario, si somos religiosos y amamos a Dios
sobre todas las cosas, Dios habita en nuestros corazones y en la
otra vida se nos entrega cara a cara y nos deja saciados con la riqueza de
su ser y en plena posesión de nosotros mismos y de todas las cosas.
Estamos frente a la alternativa: o nos constituimos como adoradores del
Dios vivo y verdadero, en espíritu y en verdad; o nos ponemos en los
caminos de la adoración del hombre, entendido como abominable caricatura y
simulacro de Dios.
Nosotros tenemos que elegir al Dios vivo revelado en Jesucristo.
Fray Mario José Petit
de Murat o.p.
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