CARDENAL
PREFECTO DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS
SACRAMENTOS
CARTA SOBRE
EL CULTO CATÓLICO
EN TIEMPOS DE PRUEBA
Carta–mensaje que el Cardenal Robert Sarah entregó
a la prensa a inicios del pasado mes de mayo 2020. Circunstancias del momento
hicieron que este texto pasara algo desapercibido. Sin embargo constituye una
guía teológica–pastoral espléndida para orientar la fe de los fieles
(sacerdotes y laicos) en los difíciles tiempos que nos toca vivir. Su lectura
es especialmente necesaria para que nuestra reverencia a la Eucaristía y al
culto en general no se vea afectada por la excepcionalidad que nos impone la
epidemia, la técnica y, de modo más profundo, la secularización imperante.
ROBERT Cardenal SARAH
E
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n muchos países, el
ejercicio del Culto cristiano se ha visto perturbado por la pandemia del Covid-19.
Los fieles no pueden reunirse en las iglesias, ni pueden participar
sacramentalmente en el sacrificio eucarístico. Esta situación es fuente de gran
sufrimiento. Pero es también una ocasión que Dios nos da para comprender mejor
la necesidad y el valor del culto litúrgico. Como Cardenal Prefecto de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, pero
sobre todo en profunda comunión en el humilde servicio a Dios y a su Iglesia,
deseo ofrecer esta meditación a mis hermanos en el episcopado y en el
sacerdocio, y al pueblo de Dios, para tratar de sacar algunas enseñanzas de esta
situación.
¿Un culto
suspendido?
A veces se ha dicho
que, debido a la epidemia y al confinamiento decretado por las autoridades
civiles, el culto público estaba suspendido. Esto no es exacto. El culto
público es el culto que da a Dios el entero Cuerpo místico, Cabeza y miembros,
como recuerda el Concilio Vaticano II:
«Realmente, en esta
obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres
santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia,
que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno.
Con razón, pues, se
considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella
los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la
santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza
y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda
celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es
la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo
título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia».
(Sacrosanctum Concilium n. 7).
Este culto se tributa
a Dios cuando se ofrece en nombre de la Iglesia por las personas legítimamente
designadas y mediante aquellos actos aprobados por la autoridad de la Iglesia
(Cf. Código de Derecho Canónico, C. 834).
Así, siempre que un sacerdote celebra
la Misa o la Liturgia de las horas, aunque esté solo, ofrece el culto público y
oficial de la Iglesia en unión con su Cabeza, Cristo, y en nombre de todo el
Cuerpo. Es necesario recordar esta verdad para empezar. Nos permitirá
disipar mejor algunos errores.
Naturalmente, para
encontrar su expresión plena y manifiesta, es preferible que este culto pueda
ser celebrado con la participación de una comunidad de fieles del pueblo de
Dios. Pero puede suceder que no sea posible. La ausencia física de la comunidad
no impide la realización del culto público, aunque se recorte alguna parte de
su realización. Por tanto, sería
errado pretender que el sacerdote se abstenga de la celebración de la Misa en
ausencia de fieles. Al contrario, en las actuales circunstancias en las
que el pueblo de Dios se ve impedido de unirse sacramentalmente a este culto,
el sacerdote está más obligado a la celebración diaria. En efecto, en la
liturgia, el sacerdote actúa in persona Ecclesiae, en nombre de
toda la Iglesia, e in persona Christi, en nombre de Cristo, Cabeza
del cuerpo, para rendir culto al Padre bueno; es el embajador, el representante
de todos los que no pueden estar allí.
Ninguna autoridad
civil puede suspender el culto público de la Iglesia
Se comprende, por
tanto, que ninguna
autoridad civil pueda suspender el culto público de la Iglesia. Este
culto es una realidad espiritual sobre la cual la autoridad temporal no tiene
competencia alguna. Este culto continúa donde sea que se celebre una Misa,
incluso sin la presencia de fieles congregados.
En cambio,
corresponde a esta autoridad civil prohibir las reuniones que resultarían
peligrosas para el bien común en vista de la situación sanitaria. También es
responsabilidad de los obispos colaborar con estas autoridades civiles con la
mayor franqueza. Por tanto, era probablemente legítimo pedir a los cristianos
que se abstuvieran, por un tiempo corto y limitado, de reunirse. Por otra
parte, es inaceptable que
las autoridades encargadas del bien político se permitan juzgar el carácter
urgente o no urgente del culto religioso y prohibir la apertura de las
iglesias, lo que permitiría a los fieles orar, confesarse y comulgar, siempre que
se respetan las normas sanitarias.
Como «promotores
y custodios de toda la vida litúrgica», corresponde a los obispos
exigir con firmeza y sin demora el derecho a reunirse tan pronto como sea
razonablemente posible.
En esta materia, el
ejemplo de san Carlos Borromeo puede iluminarnos. Durante la peste de Milán,
aplicó en las procesiones las estrictas medidas sanitarias promovidas por la
autoridad civil de su tiempo, semejantes a las medidas de distanciamiento de
nuestra época.
Los fieles cristianos
tienen también el derecho y el deber de defender firmemente y sin compromisos
su libertad de culto. Una mentalidad secularizada considera los actos
religiosos como actividades secundarias al servicio del bienestar de las
personas, al igual que las actividades recreativas y culturales. Esta
perspectiva es radicalmente falsa. La alabanza y la adoración se deben
objetivamente a Dios. Le debemos este culto porque es nuestro Creador y nuestro
Salvador.
La manifestación pública del culto católico no es
una concesión del Estado a la subjetividad de los creyentes. Es un derecho
objetivo de Dios. Es un derecho inalienable de toda persona. «El deber
de rendir a Dios un culto auténtico concierne al hombre individual y
socialmente considerado» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2105). Esta es «la doctrina católica tradicional sobre el deber moral
de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y a la única
Iglesia de Cristo», recuerda el Concilio Vaticano II (Dignitatis
Humanae, 1).
Homenaje agradecido
a sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos
Quisiera ahora rendir
homenaje a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas que han asegurado la
continuidad del culto público católico en los países más afectados por la
pandemia. Celebrando en la soledad, ustedes han rezado en nombre de toda la
Iglesia, han sido la voz de todos los cristianos que ascendía al Padre. Quiero
también dar gracias a todos los fieles laicos que se han esforzado por
asociarse a este culto público celebrando la Liturgia de las horas en sus casas
o uniéndose espiritualmente a la celebración del Santo Sacrifico de la Misa.
Algunos han criticado
la retransmisión de estas liturgias por medios de comunicación como la
televisión o Internet. Es indudable, como lo ha recordado el Papa Francisco, que la imagen virtual no
sustituye a la presencia física. Jesús vino a tocarnos en nuestra carne.
Los sacramentos prolongan su presencia hasta nosotros. Es preciso recordar que
la lógica de la Encarnación, y por tanto de los sacramentos, no puede prescindir
de la presencia física. Ninguna
retransmisión virtual podrá jamás reemplazar la presencia sacramental. A la larga, incluso podría ser
perjudicial para la salud espiritual del sacerdote que, en lugar de volver su
mirada hacia Dios, mira y habla a un ídolo: una cámara, alejándose así de Dios
que nos ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo Unigénito en la Cruz para
que podamos tener vida.
No obstante, quiero
dar las gracias a todos los que han trabajado en estas transmisiones. Ellas han
permitido a muchos cristianos unirse espiritualmente al culto público
ininterrumpido de la Iglesia. Han sido útiles y fecundas. También han permitido
a muchas personas buscar apoyo para su oración. Quiero rendir homenaje a la
inventiva y a la imaginación de los cristianos desplegada durante la
emergencia.
Pero también quiero llamar la atención de
todos sobre algunos riesgos. Los medios de transmisión virtual podrían
inducir a una lógica de búsqueda del éxito, de la imagen, del espectáculo o de
la pura emoción. Esta lógica no es la del culto cristiano. El culto no pretende
cautivar a los espectadores a través de una cámara. Está dirigido y orientado hacia el Dios Trinidad.
Para evitar este riesgo, esta transformación del culto cristiano en espectáculo
es importante reflexionar sobre lo que Dios nos dice a través de la situación
actual.
La experiencia del
exilio
El pueblo cristiano
se ha encontrado en la situación del pueblo hebreo en el exilio, privado del
culto. El profeta Ezequiel nos enseña el significado espiritual de esta
suspensión del culto hebreo. Necesitamos volver a leer este libro del Antiguo
Testamento cuyas palabras son de gran actualidad. El pueblo elegido no sabía
cómo ofrecer a Dios un culto verdaderamente espiritual, afirma el profeta. Se
ha vuelto hacia los ídolos. «Sus sacerdotes violaron mi ley y
profanaron mis santuarios; entre lo sagrado y lo profano, no hicieron ninguna
diferencia y no enseñaron a distinguir lo impuro y lo puro,... y he sido
deshonrado entre ellos» (Ez 22, 26). Entonces la gloria de
Dios ha abandonado el templo de Jerusalén (Ez 10, 18).
Pero Dios no se
venga. Si permite que las catástrofes naturales sobrevengan a su pueblo, es
siempre para instruirlo mejor y ofrecerle la gracia de una alianza más
profunda. (Ez 33, 11) Durante el exilio, Ezequiel enseña al pueblo
las modalidades de un culto más perfecto, de una adoración más verdadera. (Ez cap.
40 a 47). El profeta deja entrever un nuevo templo del que fluye un río de agua
viva (Ez 47, 1). Este templo simboliza, prefigura y anuncia el
Corazón traspasado de Jesús, el verdadero templo. Este templo está servido por
sacerdotes que no tendrán heredad en Israel, ni tierra en propiedad
privada. «No les será dada herencia en Israel, Yo seré su herencia» (Ez
44, 28), dice el Señor.
Hemos olvidado la
diferencia entre lo sagrado y lo profano
Creo que podemos
aplicar estas palabras de Exequiel a nuestros templos. Tampoco nosotros hemos
sabido diferenciar lo sagrado de lo profano.
Con frecuencia hemos despreciado el carácter
sagrado de nuestras iglesias. Las hemos transformado en salas de concierto, en
restaurantes o dormitorios para los pobres, refugiados o inmigrantes
indocumentados.
La Basílica de San
Pedro y casi todas nuestras catedrales, expresiones vivas de la fe de nuestros
ancestros, se han convertido en grandes museos, pisoteados y profanados ante
nuestros ojos, por un lamentable desfile de turistas a menudo incrédulos e
irrespetuosos de los lugares sagrados y del Templo santo del Dios viviente.
Hoy, a través de una
enfermedad no querida positivamente, Dios nos ofrece la gracia de sentir cuánta
falta nos hacen nuestras iglesias. Dios nos ofrece la gracia de experimentar
que necesitamos esta casa donde habita en medio de nuestras ciudades y pueblos.
Tenemos necesidad de un
lugar, de un edifico sagrado, es decir reservado exclusivamente para Dios.
Necesitamos un lugar que sea más que un simple espacio funcional de reunión o
de entretenimiento cultural. Una iglesia es un lugar donde todo está orientado
hacia la gloria de Dios, al culto de su majestad. ¿No es hora, al releer el libro de Ezequiel, de recuperar
el sentido de la sacralidad? ¿De prohibir las manifestaciones profanas en
nuestras iglesias? ¿De reservar el acceso al altar solo a los ministros del
culto? ¿De desterrar los gritos, los aplausos, las conversaciones mundanas, el
frenesí de las fotografías de este lugar donde Dios viene a habitar?
«La iglesia no es un
local en el que cada mañana acontece algo una vez, para luego permanecer vacío
y «sin función» durante el resto del día. En ese local que es la iglesia está
siempre la Iglesia, porque el Señor se entrega siempre, porque el misterio
eucarístico permanece y porque al avanzar hacia este misterio, estamos siempre
incluidos en el culto divino de toda la Iglesia creyente, orante y amante.
Todos conocemos la diferencia entre una iglesia llena de oraciones y una
iglesia convertida en museo. Hoy corremos el gran peligro de que nuestras
iglesias se conviertan en museos» (Joseph Ratzinger, Eucaristía. Mitte der
Kirche, Munich, 1978).
Podríamos repetir las
mismas palabras a propósito del domingo, el día del Señor, el santuario de la
semana. ¿No lo hemos profanado convirtiéndolo en un día de trabajo, en un día
de mero entretenimiento mundano? Hoy lo echamos tanto de menos. Los días se
suceden unos a otros de forma muy similar.
Volver a aprender
el culto en espíritu y en verdad
Debemos escuchar la
palabra del profeta que nos reprocha haber «violado el santuario».
Debemos estar dispuestos a volver a aprender el culto en espíritu y en verdad.
Muchos sacerdotes han descubierto la celebración sin presencia del pueblo. Han
experimentado así que la Liturgia
es principalmente y ante todo «el culto de la divina majestad», según
las palabras del Vaticano II (SC 33). No es en primer lugar un ejercicio pedagógico o
misionero. Mejor aún, llega a ser una realidad verdaderamente misionera
solo en la medida en que está enteramente ordenada a «la perfecta
glorificación de Dios» (SC 5).
Al celebrar solos,
los sacerdotes ya no tenían ante los ojos al pueblo cristiano; entonces han
tomado conciencia de que la
celebración de la Misa se dirige siempre al Dios Trinidad. Han vuelto su
mirada hacia Oriente, porque «del Oriente viene la propiciación. De
allí viene el hombre cuyo nombre es Oriente, que se ha convertido en mediador
entre Dios y los hombres. Por eso, estáis invitados a mirar siempre hacia el
Oriente, de donde sale para vosotros el Sol de Justicia, de donde la luz
aparece siempre para vosotros», como nos dice Orígenes en una de sus homilías
sobre el Levítico. La Misa no es un largo discurso dirigido al pueblo, sino una
alabanza y una súplica dirigida a Dios.
El peligro de reducir la Liturgia a un juego humano
La mentalidad
occidental contemporánea, modelada por la técnica y fascinada por los medios de
comunicación, ha querido a veces hacer de la Liturgia una obra de pedagogía
eficaz y rentable. En este espíritu, se ha buscado hacer las celebraciones
amigables y atractivas. Los actores litúrgicos, animados por motivaciones
pastorales, en ocasiones han querido hacer un trabajo educativo, introduciendo
elementos profanos o espectaculares en las celebraciones. ¿No hemos visto
florecer testimonios, puestas en escenas y aplausos varios? Se cree así
favorecer la participación de los fieles, cuando de hecho se reduce la Liturgia
a un juego humano. Existe el riesgo real de no dejar lugar a Dios en nuestras
celebraciones. Corremos el peligro de caer en la misma tentación que los
hebreos en el desierto. Buscaron crear un culto a su medida y a su altura
humana; pero no lo olvidemos: ¡terminaron postrados ante el ídolo del becerro
de oro que ellos mismos se habían fabricado!
Atención a la
lógica del espectáculo
Debemos estar
atentos: la multiplicación
de misas filmadas podría acentuar esta lógica del espectáculo, esta búsqueda de
emociones humanas. El Papa Francisco ha instado con fuerza a los
sacerdotes a no convertirse en hombres de espectáculo, en showmasters,
maestros del espectáculo. Dios se ha encarnado para que el mundo pudiera tener
vida: Dios no ha venido en nuestra carne por el gusto de impresionarnos o de
ofrecerse como espectáculo, sino para compartir con nosotros la plenitud de su
vida. Jesús, que es el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16) y a quien el
Padre ha dado tener vida en sí mismo (Jn 5, 26), no ha venido
solamente para apaciguar la ira de su Padre o borrar alguna deuda pendiente. Ha
venido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Y nos da esta
plenitud de vida muriendo en la cruz. Por esta razón, cuando el sacerdote, en
una verdadera identificación con Cristo y con humildad, celebra la santa misa,
debe poder decir: «Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo
quien vive en mí» (Gal 2, 19-20). Debe desaparecer detrás de
Jesucristo y permitir que Cristo esté en contacto directo con el pueblo
cristiano. El sacerdote debe convertirse en un instrumento que deja traslucir a
Cristo.
No tiene que buscar
la simpatía de la asamblea posando frente a ella como su interlocutor
principal.
Entrar en el espíritu
del Concilio supone, por el contrario, desaparecer, renunciar a ser el punto
focal. La atención de todos debe dirigirse a Cristo, a la Cruz, verdadero
centro de todo culto cristiano. Se trata de dejar que Cristo nos tome y nos
asocie a su sacrificio. La participación en el culto litúrgico debe entenderse
como una gracia de Cristo «que asocia a la Iglesia» (SC 7). Es Él quien tiene
la iniciativa y la primacía. «La Iglesia lo invoca como su Señor y siempre por
medio de Él tributa culto al Padre eterno» (SC 7).
Asimismo, conviene
estar atentos a la lógica de la eficiencia que genera el uso de Internet. Es
habitual juzgar las publicaciones en función del número de «visitas» que
suscitan. Esto induce la búsqueda de lo inesperado, de la emoción, de la
sorpresa, «de lo viral».
El Culto litúrgico es
extraño a esta escala de valores. La Liturgia nos pone realmente en presencia
de la Trascendencia divina. Participar de verdad supone renovar en nosotros ese
«estupor» que San Juan Pablo II tenía en alta estima (Cf. Ecclesia de
Eucharistia, 6). Este sagrado estupor, este gozoso temor, requiere
nuestro silencio ante la majestad divina. Con frecuencia se olvida que el
silencio sagrado es uno de los medios que el Concilio señala para favorecer la
participación. La participatio actuosa (participación activa)
en la obra de Cristo supone, por tanto, dejar el mundo profano para entrar en
«la acción sagrada por excelencia» (SC 7). A veces pretendemos, con cierta
arrogancia, permanecer en nuestro nivel humano para entrar en lo divino. Por el
contrario, en las últimas semanas hemos experimentado que para encontrar a Dios
era útil salir de nuestras casas e ir a la suya, en su morada sagrada: la
iglesia.
La Liturgia es una realidad fundamentalmente
mística y contemplativa y, en consecuencia, está fuera del alcance de nuestra acción humana: la
entrada en la participación de su misterio es una gracia de Dios.
Un profundo dolor
Finalmente, me gustaría insistir en la realidad más
sagrada de todas: la Sagrada Eucaristía.
La privación de la
comunión ha sido un profundo sufrimiento para muchos fieles. Lo sé y deseo
expresarles mi profunda compasión. El sufrimiento es proporcional al deseo;
creemos que Dios no dejará insatisfecho este deseo por Él.
También hay que
recordar que ningún sacerdote debe sentirse impedido de confesar y dar la
comunión a los fieles en la iglesia o en las casas particulares, con las
debidas precauciones sanitarias.
Pero la situación de
hambre eucarística puede llevarnos a una saludable toma de conciencia. ¿No nos
hemos olvidado del carácter sagrado de la Eucaristía? Se oyen relatos de
sacrilegios impresionantes: sacerdotes que envuelven las hostias consagradas en
bolsitas de plástico o de papel, para permitir que los fieles utilicen
libremente las hostias consagradas y se las lleven a sus casas; y también otros
que distribuyen la sagrada comunión guardando la distancia adecuada utilizando,
por ejemplo, pinzas para evitar el contagio.
Cuán lejos estamos de
Jesús que se acercaba a los leprosos y, extendiendo las manos, los tocaba para
curarlos, o del Padre Damián que consagró su vida a los leprosos de Molokai
(Hawái). Este modo de tratar a Jesús como un objeto sin valor es una
profanación de la Eucaristía. ¿No la hemos considerado a menudo como cosa de
nuestra propiedad? Muchas veces hemos comulgado por costumbre y rutina, sin
preparación ni acción de gracias. La Comunión no es un derecho, es una gracia
gratuita que Dios nos ofrece. Este tiempo nos recuerda que debemos temblar de
gratitud y caer de rodillas ante la Sagrada Comunión.
Me gustaría recordar
aquí unas palabras de Benedicto XVI:
«También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha
malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana
respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los
años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre
válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios
antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio
pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista,
sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado.
(...) Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento,
inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin
embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y
ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no
habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más
verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más
exigente» (Homilía, Corpus Domini, 7 de junio de 2012).
En cuanto a nosotros,
sacerdotes, ¿hemos sido siempre conscientes de estar segregados, consagrados
para ser siervos, ministros del culto del Dios Altísimo? Como afirma el profeta
Ezequiel, ¿vivimos en esta tierra conscientes de no tener otro patrimonio que
Dios mismo? Por el contrario, quizá muchas veces hemos sido mundanos; hemos
buscado la popularidad, el éxito según los criterios del mundo. También
nosotros hemos profanado el santuario del Señor. Entre nosotros, algunos han
llegado incluso a profanar este templo sagrado de la presencia de Dios: el
corazón y el cuerpo de los más débiles, de los niños. Nosotros también debemos
pedir perdón, hacer penitencia y reparar.
El peligro de la
barbarie
Una sociedad que pierde el sentido de lo sagrado
corre el riesgo de una regresión hacia la barbarie. El sentido de la
grandeza de Dios es el corazón de toda civilización.
En efecto, si todo
hombre merece respeto es fundamentalmente porque ha sido creado a imagen y
semejanza de Dios. La dignidad del hombre es un eco de la trascendencia de
Dios. Si ya no temblamos con un temor gozoso y reverencial ante la majestad
divina, ¿cómo podríamos reconocer en cada persona un misterio digno de respeto?
Si ya no queremos
arrodillarnos humildemente y como signo de amor filial ante Dios, ¿cómo
podríamos ser capaces de ponernos de rodillas ante la eminente dignidad de toda
persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios?
Si ya no aceptamos
arrodillarnos respetuosamente y en adoración ante la presencia más humilde, más
débil e insignificante, pero a la vez la más real y más viva que es la Sagrada
Eucaristía, ¿cómo podríamos vacilar en matar al niño por nacer, el ser más
débil, más frágil, y en legalizar el aborto, que es un crimen horrible y bárbaro?
Porque ahora, gracias a los progresos de la genética fundamental, conocemos
esta verdad ya científicamente establecida de manera definitiva e irrefutable:
el feto humano, desde el momento de su concepción, es un ser humano completo.
Si perdemos el sentido de la adoración a Dios, las relaciones humanas se
teñirán de vulgaridad y de agresividad.
Mientras más
respetuosos seamos con Dios en nuestras iglesias, más delicados y amables
seremos con nuestros hermanos durante el resto de nuestras vidas.
Alabar y dar
gracias públicamente
Será necesario, pues,
que los pastores, tan pronto como las condiciones sanitarias lo permitan,
ofrezcan al pueblo cristiano la ocasión de adorar juntos y solemnemente la
majestad divina en el Santísimo Sacramento.
El Papa Francisco nos
ha dado recientemente un ejemplo en la plaza de San Pedro. Habrá que alabar y
dar gracias mediante procesiones públicas. Será la ocasión para que todo el
pueblo se una y experimente que la comunidad cristiana nace del altar del
sacrificio eucarístico. Aliento, tan pronto como sea posible, las
manifestaciones de piedad popular, como el culto a las reliquias de los santos
protectores de las ciudades.
Es necesario que el
pueblo de Dios manifieste ritual y públicamente su fe. Benedicto XVI decía: «Lo
sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece
inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas
generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada
ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi,
el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia
personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre
que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad
religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos
sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos,
que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró
así con la humanidad...» (Homilía, Corpus Domini, 7 de
junio de 2012).
Estas manifestaciones
serán ocasión de enfatizar el valor de súplica, de intercesión, de reparación
por las ofensas hechas a Dios y de propiciación del culto cristiano.
Sería muy
bueno, donde sea posible, que las procesiones de rogativas, incluyendo las
letanías de los santos, sean revividas.
Por último, quisiera
insistir en la oración por los difuntos. En muchos países, los difuntos
tuvieron que ser enterrados sin que se celebraran las exequias adecuadas.
Debemos reparar esta injusticia. Además, quisiera deplorar aquí algunas
prácticas recientes que favorecen el desarrollo de nuevas formas de disponer de
los restos mortales, incluida la hidrólisis alcalina, donde el cuerpo del difunto
se coloca en un cilindro de metal y se disuelve en un baño químico, dejando
solo unos pocos fragmentos óseos similares a los que resultan de la
incineración. Los residuos se descargan luego en las alcantarillas. El proceso
de hidrólisis alcalina no manifiesta aquel respeto por la dignidad del cuerpo
humano que viene declarado por la ley de la Iglesia. Pero, aunque no tengamos
fe, es absolutamente inhumano, cruel e irrespetuoso tratar así a las personas
que amamos y nos han amado tan tiernamente. «¿No sabéis que sois templo de Dios
y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de
Dios, Dios le aniquilará. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois
vosotros» (1 Cor 3, 16-17; Cf. también 6, 19). Por piedad
filial, debemos rodear a todos los difuntos con una ardiente oración de
intercesión por la salvación de sus almas. Animo a los pastores a celebrar
misas solemnes por los difuntos. Sería bueno que en estos casos, según las
costumbres de cada lugar, la Misa estuviera seguida de una absolución celebrada
en presencia de una representación simbólica de los difuntos (túmulo o
catafalco), y de una procesión hacia el cementerio con bendición de las tumbas.
Así la Iglesia, como verdadera madre, cuidará de todos sus hijos vivos y
difuntos y presentará a Dios en nombre de todos un culto de adoración, de
acción de gracias, de propiciación y de intercesión.
El gran tesoro de
la Iglesia
En efecto, «lo que
los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y
para una fe creciente del pueblo de Dios y a aumentar su fe; así la Iglesia con
su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que
es y lo que cree», dice el Concilio Vaticano II (Dei Verbum, n. 8). El Culto
divino es el gran tesoro de la Iglesia. Ella no puede mantenerlo oculto; ella
invita a todos los hombres porque sabe que en su culto «se recoge toda la
oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción humana, la
verdadera búsqueda de Dios, que finalmente se realiza en Cristo». (Benedicto
XVI, Encuentro con el clero de Roma, 2 de marzo de 2010).
Les reitero a todos
mi profunda compasión en estos tiempos de prueba. Renuevo mi fraternal apoyo a
los sacerdotes que se dedican en cuerpo y alma y sufren por no poder hacer más
por su rebaño. Juntos, muy pronto, volveremos a ofrecer a todos el culto que
pertenece a Dios y que nos hace su pueblo.
+ Robert, Cardenal Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto divino y
la disciplina de los Sacramentos
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