Muchos de los males de hoy en la sociedad occidental están relacionados en gran medida con el debilitamiento y el rechazo de la figura paterna, causado por la cultura del individualismo, la llamada Revolución del 68 y las “conquistas” relacionadas con ella (divorcio, aborto, inseminación artificial, pansexualismo, etc.).
La figura paterna y educadora de San José es modélica y nos invita a reflexionar sobre su misión de padre y educador en tiempos de una infravaloración del varón por dialécticas descaminadas.
La Iglesia y el mundo necesitan padres, recordó
Francisco en la Carta Apostólica Patris Corde.
Esta necesidad se siente con mayor urgencia en la sociedad actual.
Y tal vez algún día, incluso los
historiadores reconocerán que los males de hoy están relacionados en gran
medida con el debilitamiento y el rechazo de la figura paterna, causado por la
cultura del individualismo, el 68 y las “conquistas” relacionadas (divorcio,
aborto, inseminación artificial, pansexualismo, etc.).
Pero hay un antídoto para tales males
llamado San José, que es el mejor de los padres de
todos los tiempos porque en cada uno de sus días terrenales junto a Jesús
siguió un solo objetivo: hacer la voluntad del Padre celestial. Como explica san Pablo VI, la paternidad de san
José se manifestó “en haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de
la Encarnación y a la misión redentora conjunta; en haber utilizado la potestad
legal, que le correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacer entrega total
de sí mismo, de su vida, de su obra…”.
En la misma perspectiva, san Juan
Pablo II quiso que la Redemptoris Custos (Exhortación apostólica dedicada al padre de Jesús
y que más que ningún otro documento pontificio se centra orgánicamente en la
importancia de su paternidad) resalte en el título [1] su
calidad de “custodio”. La idea era señalar que el verdadero padre es un verdadero custodio, es decir, un hombre
que ejerce su paternidad como un servicio a alguien - el hijo
- que no es de su propiedad sino de Dios. Y es, por tanto, a Dios a quien los
hijos deben ser conducidos, siguiendo los planes que el Padre Eterno tiene para
ellos.
La paternidad de san José no
desciende de la generación, pero “posee plenamente la autenticidad de la paternidad humana y de la
misión paterna en la familia” (RC, 21). Cabe recordar que sus derechos y
deberes paternos hacia Jesús derivan del matrimonio con María, con quien José
había compartido (haciéndolo él mismo) el voto absoluto de virginidad. “Lo que ha hecho el Espíritu Santo -
explica san Agustín - lo ha hecho en
ambos... El Espíritu Santo, apoyado en la justicia de los dos, les donó a ambos su hijo; operó en el
sexo a la que tocaba parirlo, pero de tal manera que también naciera para su
marido”.
María y José, de hecho, habían sido
pensados juntos, desde la eternidad, en vista de la Encarnación del Hijo de
Dios. Su matrimonio tuvo no sólo lo
que Santo Tomás llama “primera perfección” (la unión indivisible de las almas)
sino también la “segunda perfección”, en lo que respecta a la acogida y educación de la descendencia. Para estas tareas,
junto con el cuidado materno de María, era necesaria, por tanto, la presencia
de José, que tenía que ocuparse, como padre, de introducir a Jesús de forma
ordenada en el mundo. José lo hizo cumpliendo con todos los deberes que se
derivan de las leyes humanas y divinas (la imposición del nombre, la
inscripción en la oficina de registro de Belén durante el censo de Augusto, la
circuncisión, la presentación en el templo, etc.), protegiendo al Niño de
peligros, proporcionándole alimento, enseñándole un oficio, educándolo en los
largos años de su vida oculta.
El aspecto de la educación es
evidentemente central y da una idea de la grandeza
del papel de José (una grandeza que, entre las criaturas, solo es superada por
la de María) en el plan de la Redención.
San Juan Pablo II afirma: “Se podría pensar que Jesús, al poseer en sí
mismo la plenitud de la divinidad, no tenía necesidad de educadores. Pero el
misterio de la Encarnación nos revela que el Hijo de Dios vino al mundo en una
condición humana totalmente semejante a la nuestra, excepto en el pecado (cf.
Hb 4, 15). Como acontece con todo ser humano, el crecimiento de Jesús, desde su
infancia hasta su edad adulta (cf. Lc 2, 40), requirió la acción educativa de
sus padres. [...] Además de la presencia materna de María, Jesús podía contar
con la figura paterna de José, hombre justo (cf. Mt 1, 19), que garantizaba el
necesario equilibrio de la acción educadora. Desempeñando la función de padre,
José cooperó con su esposa para que la casa de Nazaret fuera un ambiente favorable
al crecimiento y a la maduración personal del Salvador de la humanidad. [...]” (Audiencia general del 4 de diciembre de 1996).
Por su parte, el Salvador honró el
cuarto mandamiento al más alto grado. Fue
a través de su sumisión a María y José, “modelos de todos los educadores” que
Jesús creció en sabiduría, edad y gracia (Lc 2, 52), santificando las
relaciones familiares y preparándose para el fiat voluntas tua más
difícil y grande, el del Huerto de los Olivos. Resulta evidente también aquí,
como en un círculo, lo admirable de la obediencia: caracteriza todas las
relaciones dentro de la Sagrada Familia (donde el jefe es José), tiene al Padre
celestial como referencia última y, por tanto, para su finalidad la caridad,
que consiste sobre todo en la salvación de las almas.
Así como es cierto que la caridad
estuvo presente en todas las acciones paternas de José, es igualmente cierto que, en su base, antes y durante su
matrimonio con María, hubo una profunda vida de oración.
No es casualidad que los santos,
sobre todo Teresa de Ávila, señalaron y asumieron al padre de Jesús como el
maestro de la vida interior. Es de la relación personal y diaria con Dios que
José recibió el don de la humildad y todas las gracias necesarias para llevar a
cabo el noble ministerio de custodiar al Hijo eterno y a su Madre.
El amor paterno que el Todopoderoso
ha concedido a José, a través de esta relación, influyó en el perfecto
crecimiento de Jesús quien, como escribió Wojtyla en el libro “Alzatevi,
andiamo!” [(¡Levántate, vamos!): como verdadero Dios, “tuvo su propia experiencia de paternidad divina y de la filiación en el
seno de la Santísima Trinidad”; y, como verdadero hombre, “experimentó la
paternidad de Dios a través de su relación de filiación con San José”.
Incluso en
la singularidad de toda la Sagrada Familia, queda por lo tanto un hecho: José llama a los padres de
hoy al deber de educar a sus hijos en la fe, para guiarlos día a día con su
ejemplo para custodiar a Jesús y María como los mayores tesoros. Y a rezar
al Padre de las Misericordias, pidiéndole poder conocer y hacer su voluntad en
cada acción. Esta es la única garantía, si se desea el bien eterno para los
hijos.
Ermes Dovico
La Bussola Quotidiana, 19-3-2021.
[1] El
título Redemptoris Custos fue elegido personalmente por Juan
Pablo II, como explicó en varias ocasiones el padre Tarcisio Stramare
(josefólogo que colaboró en la estructura teológica de esa exhortación
apostólica y que en un principio hubiera preferido incluir el término “pater” en
el título, convenciéndose luego de la oportunidad de la elección del Santo
Padre) en sus propios libros y también en una entrevista concedida al Timone (n.
193, marzo de 2020) pocas semanas antes de su muerte
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