PREDICAR
A
JESUCRISTO
El anuncio del
Evangelio supone presentar el kerigma completo, sin mutilaciones.
Es bastante común
actualmente descalificar, de modo directo o indirecto, la trasmisión de las
verdades católicas. Sin embargo, evangelizar es la tarea propia de la Iglesia,
que incluye dar a conocer el depositum fidei, evitando los discursos huecos y
profanos, sin dialécticas falsas.
Por Monseñor Héctor
Aguer,
arzobispo emérito de
La Plata.
La misión de la Iglesia es
siempre anunciar a Jesucristo, procurar que sea conocido y amado por todos los
hombres de todos los tiempos, y que el programa de vida formulado en su
predicación sea abrazado y cumplido, en orden a la salvación universal, y a la
plena realización del Reino de Dios. Así lo entendieron los Apóstoles, y así lo
trasmitieron a sus sucesores.
Dos
expresiones netas de ese mandato se encuentran en los últimos versículos de los
Evangelios de Mateo y de Marcos. Se considera que el de Mateo fue compuesto
alrededor del año 80. El encargo consiste en amaestrar (mathetéusate) a todas las
naciones (pánta
tà éthnē), bautizarlas (baptídzontes),
y enseñarles (didáskontes)
a cumplir todo lo que Él nos ha mandado.
Hoy
diríamos que la evangelización incluye trasmitir la moral cristiana (Mt 28, 19
s.).
Según
los especialistas, el Evangelio de Marcos fue escrito unos diez años antes;
sería el más antiguo de los cuatro. El mandato de Jesús aparece en un apéndice,
de fecha posterior, y que la Iglesia considera canónico, es decir, que forma
parte de la Revelación.
Dice
así: «Vayan
por todo el mundo, anuncien (kērýxate) el
Evangelio a toda la creación (notar la totalidad, sin exclusiones: todo el
mundo, toda la creación). El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea,
se condenará» (Mc 16, 15s.).
La
cruda alternativa del resultado está expresada en los términos que son
habituales en el Nuevo Testamento: sothḗsetai - katakri thesetai;
el versículo 16 contrapone redención cumplida y condenación en el juicio
futuro: promesa y amenaza. No quiero ser suspicaz, pero me llama la atención
que en algunas citas del pasaje se suprima el versículo 16.
El
Leccionario litúrgico incluye el texto de Marcos el Sábado de la Octava de
Pascua; allí se omite el versículo en el que se registra la doble respuesta
posible (creer - no creer), y su consecuencia (salvación o condenación).
En la
Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa Francisco, Querida
Amazonia (n. 64) se reproduce el mandato, pero también aquí se
suprime el versículo 16; el texto ha sido mochado.
Ahora
bien, es evidente que los vv. 15 y 16 son inseparables en la redacción.
El
padre Marie-Joseph Lagrange, en su clásico comentario, decía:
«Predicado
el Evangelio, el mundo y cada persona deberán tomar posición. De un lado la fe,
seguida de la salvación; del otro el rechazo de creer (rehusarse) y la
condenación».
No corresponde,
entonces, eliminar lo que allí el evangelista pone en boca del Señor, sobre las
consecuencias de aceptar o no aceptar el Evangelio. Parece un detalle, pero se
puede pensar que responde a una actitud generalizada en las últimas décadas; yo
suelo designarla como «buenismo».
En
el Evangelio de Juan (3, 17-18) encontramos una formulación paralela: Dios
envió a su Hijo para que el mundo se salve (hína sothe) no para
juzgarlo (hína
kríne). Juzgar tiene aquí el sentido de condenar; poco más adelante
se dirá que el incrédulo «no verá la
vida, sino que la cólera (orgé) de Dios permanece
sobre él» (ib. 36).
Lo
dicho sobre el mandato del Señor y la misión de la Iglesia es de máxima
seriedad para el destino humano. La fe en Jesús tiene una importancia capital,
y depende del anuncio de su Nombre: «No existe bajo el cielo otro Nombre (ónoma) dado a los hombres, por el cual podamos
salvarnos» (Hch 4, 12). Este es el kérygma que
ha sido encomendado a la Iglesia.
Anunciar
a Jesucristo es darlo a conocer, a Él, Dios verdadero y hombre verdadero; los
misterios de su vida, su muerte y resurrección, y su Parusía, que dará
conclusión a la historia.
Así
comprendieron los Apóstoles el mandato de evangelizar. Pablo conjura a Timoteo:
«Acuérdate de Jesucristo» -se
refiere a su mesianidad y su resurrección- «evitando
los discursos huecos y profanos» (2 Tim 2, 8). El discípulo debe «conservar lo que se le ha confiado»,
el auténtico y bello depósito (parathēkē) de la fe (ib.
1, 13).
El que
enseña otra cosa (la heterodidaskalía) y no la kat
eusébeian didaskalía, la doctrina conforme al respeto y amor que se
debe a la Palabra de Dios, es un orgulloso (la expresión original indica que
está vacío e inflado, lleno de humo) (1 Tim 6, 3-4), que no sabe nada.
Más
todavía, Pablo ordena a su discípulo que impida la enseñanza de doctrinas
extrañas (otra vez, la heterodidaskalía), de
«mitos y genealogías interminables» (ib. 1, 3).
Ya
entonces asomaba el gnosticismo, que se desarrollaría ampliamente en los siglos
siguientes; esta herejía aspiraba a un conocimiento superior y más amplio que
la fe, en el cual el «misterio que veneramos» (ib. 3, 6), Jesucristo y su obra
salvadora, queda diluido. Una cautela para tomar en cuenta en los procesos de
evangelización de culturas ancestrales, cuyos mitos, que pueden ser atrayentes
y contener valores, deberían ser cribados objetivamente, sin romanticismo.
En
el centro de ese misterio que veneramos refulge la cruz gloriosa; no saber otra
cosa -era la aspiración del Apóstol- más que Cristo crucificado (1 Cor 2, 2), «escándalo para los judíos y locura para
los paganos» (1 Cor 1, 23 ss.) Skándalon se llama el
lazo puesto en el camino para hacer caer, obstáculo o piedra de tropiezo; mōría equivale
a locura, insensatez. Hoy sigue siendo igual; la cuestión no es hacernos
simpáticos, disimulando ese rigor, con el propósito de ser aceptados. No
resulta. Nos complace hablar de la resurrección, pero no tanto de la cruz;
ahora bien, sin cruz no hay resurrección.
Es
bastante común actualmente descalificar, de modo directo o indirecto, la
trasmisión de las verdades católicas, una predicación que tenga por contenido a
Jesucristo y los misterios de la fe: se hace de ello una caricatura, como si
pretendiera imponer un código doctrinal, y no se dirigiera a la vez a la
inteligencia y al corazón.
San
Francisco de Sales escribió que «el Esposo celestial, queriendo dar comienzo a
la publicación de su Ley, derramó sobre la asamblea de discípulos que había
reunido para ese oficio lenguas de fuego, mostrando por ese medio que la predicación
evangélica está totalmente destinada a abrazar los corazones».
Se
establece, muchas veces, una falsa oposición entre doctrina y pastoral;
ocuparse de la enseñanza de la doctrina, centrarse en esta actividad, no sería
«pastoral».
Esta es
una clásica muletilla, repetida desde hace varias décadas. No se advierte que
así se vacía a la Iglesia de sus tesoros, se la deja anémica e inerme ante los
errores que reinan en la cultura vivida, y se hunde a los fieles en la
confusión.
La
preocupación pastoral de la Iglesia le impone iluminar las realidades del mundo
de hoy, y juzgar acerca de ellas a la luz del depositum fidei; su
ejercicio no debe alienarse en los niveles psicológico, sociológico y político.
Contamos
con una Tradición que no repite constantemente lo mismo, sino que ofrece la
riqueza de siglos de vivencia de la fe, y de aplicación a la realidad mundana
de cada época; tiene un carácter homogéneo y analógico, que sirve de guía y
modelo para afrontar los problemas actuales desde nuestra identidad, con lucidez
y posibilidad cierta de frutos.
La
afirmación de la verdad de Cristo no es óbice para el desarrollo de un sincero
diálogo interreligioso; el desafío consiste en no confundir y descartar como proselitismo la
presentación oportuna de la verdad cristiana, con la intención irrenunciable de
que todas las naciones, todos los hombres, lleguen a aceptar el Evangelio.
El
Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra
aetate, al referirse a las diversas religiones no
cristianas, recordaba que la Iglesia «anuncia y tiene la obligación de anunciar
constantemente a Cristo, que es el camino,
la verdad y la vida (Jn 14, 6), en quien los
hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, y en quien Dios reconcilió
consigo todas las cosas» (n, 2).
Existe
una dificultad mayor que los posibles escollos que surjan, para la predicación,
en el diálogo interreligioso; es el avance universal de una oposición a toda
trascendencia en el pensamiento y la conducta concreta de muchos pueblos, por
ejemplo, en naciones que fueron oficialmente católicas. La cultura que se
impone globalmente, con poderosos medios de comunicación, y amplio sostén
financiero, no solo se opone a la verdad cristiana, sino también a todo
sentimiento y pensamiento religioso.
Conviene,
a propósito, obtener alguna inspiración meditando en la experiencia de San
Pablo, en el Areópago de Atenas. El hallazgo de un altar dedicado al Dios
Desconocido (Agnosto theo)
sugiere a Pablo desarrollar un discurso racional acerca de Dios -lo que
empleando el nombre que acuñó Leibniz podemos llamar teodicea-; lo presenta
como un anuncio (katangéllō): en ese Dios que es accesible al
conocimiento racional «vivimos, nos movemos y existimos». Contra los ídolos se
afirma que «nosotros somos de su raza» (Hch 17, 23 ss.). La segunda parte de la
intervención del Apóstol es el discurso propiamente cristiano: Dios juzgará al
mundo por medio del Hombre que ha resucitado de entre los muertos, verdad en la
cual se basa la invitación a arrepentirse (v. 30 ss.). Algunos se burlan al oír anastásin nekron,
resurrección de los muertos; otros remiten el asunto para «otro día» -quizá se
interesaban de algún modo en él-. Dionisio y Dámaris aceptan el mensaje
cristiano.
En
muchos ambientes parece imprescindible comenzar por esta dimensión natural, metafísica,
del conocimiento de Dios, para elevar a las almas confundidas por el
materialismo y el ateísmo siquiera implícito, por la ausencia de Dios y el
desinterés por él. En el diálogo interreligioso desarrollado con sinceridad y
rigor objetivo, se puede preparar ese «otro día», en que se esté en condiciones
de poner atención a la proclamación del Evangelio.
El
anuncio de Cristo incluye la presentación del programa de vida nueva asentada
en la fe, y que debe desplegarse en el amor -agápe- hasta la plenitud de la
santidad. La predicación apostólica señala las implicancias de ese desarrollo
vital del cristiano.
La vida
nueva exige hacer morir (nekrōsate) la
persistencia del pecado. Pablo indica vicios típicamente paganos: fornicación -pornéia,
término que designa todos los desarreglos sexuales-, impureza o inmundicia,
depravación -akatharsía-,
la agitación del alma entregada a las pasiones -páthos-, los malos deseos -epithymía kake-,
la codicia, avaricia o amor al dinero, que es una idolatría -pleonexía-.
También
exhorta el Apóstol a deponer la ira - orgḗ -, la
indignación -thymós-,
la maldad -kakía-,
la blasfemia -el nombre trascribe simplemente el original griego-, y las
palabras torpes o mentirosas -aisjología-. Este
desarrollo de la Carta a los Colosenses (3, 5 ss.) encuentra paralelos en la
Carta a los Romanos (1, 24-32), y Primera a los Corintios (6, 12 ss): las
costumbres paganas penetraban en las comunidades, compuestas por fieles
provenientes de la gentilidad.
Actualmente
se verifica un fenómeno semejante entre los «paganos bautizados» que no llevan
una vida eclesial. Esta realidad cultural que sigue creciendo no es reconocida
por muchos pastores de la Iglesia, cuya miopía tiene bases ideológicas.
No se
enseñan los mandamientos de la Ley de Dios, los preceptos de la Torá de Israel
asumidos y profundizados por Jesús, en el Sermón de la Montaña. Especialmente
se silencia el sexto mandamiento del Decálogo; y se descalifica como obsesos
sexuales a quienes advierten su importancia, sobre todo para la educación en la
vida cristiana de adolescentes y jóvenes. Inculcar los mandamientos sería
imponer un «código moral», incompatible con la visión romántica que se difunde
del proceso de evangelización e inculturación.
Salta a
la vista una curiosa contradicción: los que desconocen el carácter plenario de
la moral cristiana, que comporta asimismo una dimensión negativa, como aparece
claro en los textos apostólicos citados anteriormente, incurren en un moralismo
social frenético: la predicación, que pierde el equilibrio objetivo de sus
contenidos, parece reducida a la insistente vindicación de los pobres, y a
menudo se le reconoce el colorido de ideologías políticas.
El
Catecismo de la Iglesia Católica, y el Compendio de Doctrina Social de la
Iglesia ofrecen orientaciones seguras para el empeño en la sociedad civil, y el
compromiso de los fieles por la justicia. No es un moralismo; se trata del
anuncio plenario de Jesucristo, Salvador y Rey.
En este
punto me permito una boutade: en la Iglesia se
habla incansablemente de los pobres, y los pobres se hacen evangélicos, porque
quieren que se les hable de Jesús. De Jesús, la Ley de Dios, la gracia y el
pecado, el cielo y el infierno. No son ricos, ni gente de educación eximia, quienes
emigran hacia las numerosas denominaciones evangélicas, sino bautizados
católicos, algunos -o muchos- de los cuales habrán recibido la catequesis
elemental previa a la única
Comunión, pero que nunca se habían encontrado con
Jesús. Tengo la impresión de que estos hechos no son pensados, estudiados,
evaluados, por aquellos que deberían hacerlo.
Otra
dimensión del olvido de Jesús es el descuido de los sacramentos. San León Magno
dijo que «lo que era visible en nuestro Salvador, ha pasado a los misterios del
culto» (in
sacramenta transivit).
En la
Eucaristía, como sabemos, se da la presencia verdadera, real y sustancial del
Señor bajo los velos del sacramento; en los otros, la presencia de su poder que
perdona, hace crecer en la gracia, alimenta la nueva vida recibida en el
bautismo, el rito que le da origen. Es esa la fuente del estilo de vida
propiamente cristiano.
El
descuido que he señalado se verifica en la situación prácticamente universal de
la liturgia, que ha perdido la exactitud objetiva que le corresponde, la
solemnidad y la belleza; la forma queda al arbitrio del celebrante, y de las
«comunidades» que adoptan las creaciones arbitrarias. Me consta que muchísimos
fieles, no pudiendo hacer otra cosa, las sufren.
El
moralismo social torna innecesarias las fuentes de la gracia. He oído esta
gansada clásica proferida por un sacerdote: no hay que quejarse de la
imposibilidad de comulgar porque en estos días de cuarentena las
iglesias están cerradas, «Jesucristo son los otros». No falta algún obispo que
piense lo mismo: el empeño social puede remplazar al culto, es más importante
que la Misa.
El
error fundamental es presentar como alternativas ambas dimensiones, que son,
ambas, modos muy diversos de presencia del Señor. Aquella proposición es
antiteológica.
No
se advierte que la adoración y el culto sacramental es la fuente sobrenatural
de la misión de la Iglesia, de su justa crítica social, y de su trabajo en
favor de los pobres. Lo primero que les debemos a estos es Jesucristo.
Desgraciadamente,
muchas actitudes actuales implican una desfiguración naturalista y temporalista
de la misión eclesial. ¿A eso se llama «Iglesia en salida»?. Podríamos
preguntarnos: ¿qué sitios abandona al salir, y hacia dónde se dirige?. No son
caminos valiosos en los procesos de inculturación la adopción de paradigmas y
místicas ajenos y entusiasmantes para componerlos con lo propio, que es siempre
actual porque se renueva desde dentro de sí mismo.
El
anuncio de Jesús, la predicación que presenta su Persona de Verbo eterno
encarnado en una humanidad unívoca con la nuestra, nos permite una comprensión
verdaderamente cristiana del misterio de Dios, y su designio de salvación
universal, así como nos abre a la participación en la comunión del Hijo con el
Padre en el Espíritu Santo.
Escribió
muy bien Ratzinger - Benedicto XVI; «El discípulo que camina con Jesús es, en
ciento modo, coenvuelto con Él en la comunión con Dios». En esta
trascendencia de los límites del ser- hombre consiste la salvación.
+ Héctor Aguer
Arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de
San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de
Aquino (Roma).
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