La epidemia de Covid-19 devuelve a la Iglesia a su
responsabilidad primera: la fe.
Artículo publicado en Le Figaro el 19 de mayo de
2020, escrito por el Cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación del
Culto divino y la disciplina de los sacramentos.
Escudo del Catdenal Sarah
¿Tiene la Iglesia
aún un lugar en tiempos de epidemia en el siglo XXI? A diferencia de los siglos
pasados, la mayor parte de la atención médica la proporciona ahora el Estado y
el personal sanitario. La modernidad tiene sus héroes seculares en batas blancas
y son admirables. Ya no necesita de los batallones caritativos de cristianos
dispuestos a cuidar de los enfermos y enterrar a los muertos. ¿Se ha vuelto
inútil la Iglesia para la sociedad?
El Covid-19
devuelve a los cristianos a lo esencial. En efecto, desde hace mucho tiempo, la
Iglesia ha entrado en una relación falseada con el mundo. Confrontados con una
sociedad que pretende no necesitar de ellos, los cristianos, por pedagogía, se
han esforzado en demostrar que pueden serle útiles. La Iglesia se ha mostrado
como educadora, madre de los pobres, «experta en humanidad» como dijo Pablo VI.
Y tenía buenas razones para hacerlo así.
Pero poco a
poco los cristianos han acabado por olvidar la razón de estos rasgos. Han
acabado por olvidar que si la Iglesia puede ayudar al hombre a ser más humano,
es en última instancia porque ha recibido de Dios palabras de la vida eterna.
La Iglesia está
comprometida con las luchas por un mundo mejor. Ha apoyado con razón la
ecología, la paz, el diálogo, la solidaridad y la distribución equitativa de la
riqueza. Todos estos combates son justos. Pero podrían hacernos olvidar las
palabras de Jesús: «Mi reino no es de este mundo».
La Iglesia tiene
mensajes para este mundo, pero sólo porque tiene las llaves del otro mundo. Los cristianos
han pensado a veces en la Iglesia como una ayuda dada por Dios a la humanidad
para mejorar su vida aquí abajo. Y no les faltan argumentos porque realmente la
fe en la vida eterna ilumina la forma justa de vivir en el mundo.
El Covid-19 ha
puesto al descubierto una insidiosa enfermedad que está carcomiendo a la
Iglesia: pensar en sí misma como «de este mundo». La Iglesia
quería sentirse legítima a sus ojos y según sus criterios. Pero ha aparecido un
hecho radicalmente nuevo. La modernidad triunfante se ha derrumbado frente a la
muerte. Este virus ha revelado que, pese a sus promesas y seguridades, el mundo
de aquí abajo quedaba paralizado por el miedo a la muerte. El mundo puede
resolver las crisis sanitarias. Y seguro que resolverá la crisis económica.
Pero nunca resolverá el enigma de la muerte. Sólo la fe tiene la respuesta.
Ilustremos esta
idea de modo concreto. En Francia, como en Italia, el tema de las residencias
de ancianos ha sido un punto crucial. ¿Por qué? Porque se planteaba
directamente la cuestión de la muerte. ¿Debían los residentes ancianos ser
confinados en sus habitaciones aún a riesgo de morir de desesperación y
soledad? ¿Debían estar en contacto con sus familias, arriesgándose a morir por
el virus? No se sabía qué responder.
El Estado,
encerrado en una laicidad que ha elegido por principio ignorar la esperanza y
restringir el culto al ámbito privado, estaba condenado al silencio. Para él,
la única solución era huir de la muerte física a toda costa, aunque eso
significara condenar a una muerte moral. La respuesta sólo podía ser una
respuesta de fe: acompañar a los ancianos hacia una muerte probable, en la
dignidad y sobre todo en la esperanza de la vida eterna.
La epidemia ha
golpeado a las sociedades occidentales en su punto más vulnerable. Se habían
organizado para negar la muerte, para esconderla, para ignorarla. ¡Y ha entrado
por la puerta principal! ¿Quién no ha visto esas morgues gigantes en Bérgamo o
en Madrid? Son las imágenes de una sociedad que prometía hace poco un hombre
aumentado e inmortal.
Las promesas de la
técnica permiten olvidar el miedo por un momento, pero acaban siendo ilusorias
cuando la muerte golpea. Incluso la filosofía no hace más que devolver un poco
de dignidad a una razón humana abrumada por el absurdo de la muerte. Pero es
impotente para consolar los corazones y dar un sentido a lo que parece estar
definitivamente privado de él.
Frente a la muerte,
no hay respuesta humana que se sostenga. Sólo la esperanza de una vida
eterna permite superar el escándalo. ¿Pero qué hombre se atreverá a
predicar la esperanza? Se necesita la palabra revelada de Dios para atreverse a
creer en una vida sin fin. Se necesita una palabra de fe para atreverse a
esperarla para uno mismo y los suyos.
Así pues, la
Iglesia Católica está llamada a volver a su responsabilidad primera. El
mundo espera de ella una palabra de fe que le permita superar el
trauma de este encuentro cara a cara con la muerte. Sin una palabra clara de fe
y esperanza, el mundo puede hundirse en una culpabilidad morbosa o en una rabia
impotente ante lo absurdo de su condición. Sólo ella puede dar sentido a la
muerte de las personas queridas, muertas en soledad y enterradas
apresuradamente.
Pero entonces, la
Iglesia debe cambiar. Debe dejar de tener miedo a chocar y a ir contracorriente.
Debe renunciar a pensarse a sí misma como una institución del mundo. Debe
volver a su única razón de ser: la fe.
La Iglesia está
aquí para anunciar que Jesús ha vencido a la muerte por su resurrección. Éste
es el corazón de su mensaje: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra
predicación, vana es también nuestra fe y somos los más desdichados de todos
los hombres». (1 Corintios 15:14-19). Todo lo demás no es más que una
consecuencia de esto.
Nuestras sociedades
saldrán debilitadas de esta crisis. Necesitarán psicólogos para superar el
trauma de no haber podido acompañar a los más ancianos y moribundos a sus
tumbas, pero necesitarán aún más a sacerdotes que les enseñen a rezar y a
esperar. La crisis revela que nuestras sociedades, sin saberlo, sufren
profundamente de un mal espiritual: no saben darle sentido al sufrimiento, a la
finitud y a la muerte.
+ Cardenal Robert
Sarah
Le Figaro, 19 de
mayo de 2020
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