El Bautismo del Señor
Afrontar las circunstancias
ordinarias y extraordinarias de la vida en coherencia con las fuentes vivas del agua
bautismal recibida.
Invitación de monseñor Demetrio Fernández, obispo de Córdoba a seguir la vida al hilo del Año litúrgico
El ciclo litúrgico de
Navidad se concluye con la fiesta del Bautismo del Señor (domingo siguiente a
la Epifanía), que es ya el primer domingo del tiempo ordinario. En la escena
del Bautismo de Jesús, contemplamos a Jesús, ya adulto, entrando en las aguas
del río Jordán para recibir el bautismo que predicaba Juan el Bautista. Jesús
se puso a la cola de aquellas gentes pecadoras que buscaban sinceramente la
conversión de sus vidas. Siendo inocente, Jesús es proclamado en ese momento
como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Su presencia en esta
escena de presentación le hace solidario con los pecadores, no en el pecado,
sino en tomar sobre sus espaldas el pecado que aparta al hombre de Dios y de
los demás, dándoles un cauce de nueva vida mediante el bautismo salvador
Jesús entra en las
aguas del Jordán y su contacto con las aguas confiere a estas aguas el poder de
transmitir una nueva vida, la vida de hijos de Dios, que Jesús quiere compartir
con nosotros. Jesús es presentado por el Padre como su Hijo muy amado, invitándonos
a que lo escuchemos. Y es inundado del Espíritu Santo, que toca su carne para
hacerla capaz de Dios. Lleno del fuego del Espíritu Santo, Jesús entra en el
agua, y en lugar de apagarse ese fuego, confiere a las aguas bautismales el
poder de transmitir ese fuego en el sacramento. El Bautismo del Señor genera
como un incendio universal, cuyo cauce transmisor son las aguas bautismales.
Cuando cada uno de
nosotros somos sumergidos en el agua del bautismo, recibimos el mismo Espíritu
Santo que inundó a Jesús, recibimos el ser hijos del Padre, con el Hijo
Jesucristo, que nos hace sus hermanos y coherederos de su herencia, el cielo
para siempre.
Todo ello se realiza
por la acción misteriosa del Espíritu Santo, que envuelve a Jesús con el amor
del Padre en esta escena y durante toda su vida. El Espíritu Santo va a ser el
motor de toda la existencia de Jesús. Él es el que ha formado su cuerpo en las
entrañas virginales de María, el que lo inunda en el Jordán y lo conduce a la
misión. Primero, llevándolo al desierto para enfrentarse cuerpo a cuerpo con
Satanás y alcanzar la primera y más significativa victoria, una lucha no contra
los poderes de este mundo, sino contra los espíritus del mal, a los que Jesús
vence en su combate del Monte de las Tentaciones. Después, ese mismo Espíritu
le llevará a predicar, a sanar corazones afligidos, al anuncio del Evangelio
del Reino. Y consumará su impulso llevándolo voluntariamente a la muerte por el
sacrificio ofrecido en la Cruz. En este momento supremo, es el Espíritu Santo como
el fuego divino que baja del cielo para encender a la víctima y aceptarla como
ofrenda agradable a los ojos del Padre. Por fin, el Espíritu Santo es quien
resucita su carne sepultada, haciendo de ella carne gloriosa, que viene hasta
nosotros en cada Eucaristía.
Eso mismo lo realiza
el Espíritu Santo en nosotros, si le dejamos. Por el bautismo, hemos sido
inundados de Espíritu Santo, que en la confirmación se nos ha dado en plenitud.
Es el Espíritu Santo el que nos conduce por los caminos de la misión, según la
vocación que cada uno haya recibido. Por eso, en el bautismo de Jesús, que hoy
celebramos, preludio de nuestro bautismo, Jesús aparece como el hijo amado, que
nos hace coherederos de su herencia del cielo. Después de celebrar la Navidad,
habremos acumulado energías para afrontar la ofrenda de nuestra vida en las
circunstancias ordinarias de la vida, o en las extraordinarias que puedan
venir.
Si nos hemos acercado más a Jesucristo,
la Navidad ha sido el comienzo de todo un itinerario que nos conduce a la
Pascua, a la muerte y la resurrección. Sigamos al hilo del año litúrgico
profundizando en los misterios del Señor, en cada uno de los cuales se abre
para nosotros una fuente inagotable de gracia.
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