UN OBISPO
EJEMPLAR
El
segundo obispo de Lima (1581-1606) es el Patrono de los Obispo americanos.
Sus
25 años de ministerio episcopal en la ciudad de los Reyes es una admirable
sucesión de hechos apostólicos.
Toribio
Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga, hoy provincia
de Valladolid, en 1538, de una antigua familia noble, muy distinguida en la comarca.
Su padre, don Luis, «el Bachiller Mogrovejo», como le decían, fue regidor
perpetuo de la villa, y su madre, de no menor señorío, fue doña Ana de Robledo.
Tuvo dos hermanos mayores, Luis y Lupercio, y dos hermanas menores, Grimanesa y
María Coco, que habría de ser religiosa dominica. Muertos los dos primeros, a
él le correspondió el mayorazgo de los Mogrovejo. Recordaremos aquí su vida
según la amplia y excelente biografía de Vicente Rodríguez Valencia,
y la más breve de Nicolás Sánchez Prieto.
Su
educación fue muy cuidada y completa. A los 12 años estudia en Valladolid
gramática y retórica, y a los 21 años, en 1562, comienza a estudiar
en Salamanca,
una de las universidades principales de la época, que sirvió de modelo a casi
todas las universidades americanas del siglo XVI. En Salamanca le ayudó mucho,
en su formación personal y en sus estudios, su tío Juan
de Mogrevejo, catedrático en Salamanca y en Coimbra.
Al parecer, pasó también en Coimbra dos
años de estudiante, y se licenció finalmente en Santiago de Compostela, adonde
fue a pie en peregrinación jacobea. En 1571 gana por oposición una beca en el
Colegio Mayor salmantino de San Salvador de Oviedo. Uno de sus condiscípulos
del Colegio, su amigo don Diego de Zúñiga, fue
importante, como veremos, en ciertos pasos decisivos de su vida.
Como es frecuente en los
santos, ya desde chico da Toribio signos precoces de las maravillas
que Cristo va obrando en él. Su capellán más íntimo, Diego de
Morales, afirma que «desde sus tiernos
años consagró a Dios su virginidad», y que
la defendió con energía cuando fue puesta a prueba con ocasión de una broma de
estudiantes. En su tiempo de universitario, continuó en él la manía de
dar limosna,
que ya tenía desde niño, y acostumbraba contentarse con pan
y agua en desayuno y cena. El rector del Colegio Mayor
salmantino en que vivía hubo de llamarle la atención por la dureza de las
mortificaciones que practicaba. Una testigo de Villaquejido, donde Toribio solía
ir en las vacaciones escolares y universitarias, pues era el pueblo natal de su
madre, “dijo que era tan buen mozo y tan
buen cristiano como no lo vio en su vida”» (Rdgz. Valencia I,91).
Por influjo quizá de su amigo
Zúñiga, oidor entonces de la Audiencia de Granada, don Toribio fue
nombrado Inquisidor de Granada,
función muy alta y delicada, en la que permaneció cinco años. Tenía entonces
35, y fue aquél un tiempo muy valioso para él, pues aprendió a ejercitar el discernimiento
y la prudencia, sirviendo a la pureza de la fe en aquella sociedad compleja,
en la que moriscos y abencerrajes estaban mezclados con la población cristiana.
–El
arzobispo Gerónimo de Loaysa
El dominico fray
Gerónimo de Loaysa (1498-1575) fue el primer obispo de
Lima (1541), y primer arzobispo (1546). Fue Loaysa «sintetizador de las reivindicaciones que las grandes personalidades
cristianas del Perú hicieron en favor de los naturales durante el siglo XVI»,
como dice Manuel Olmedo Jiménez (299). Y mereció realmente ser llamado Pacificador
de españoles y protector de indios, pues lo fue de verdad, «sin más pretensiones lascasianas, sino midiendo la propia realidad de los
hechos y sus verdaderas posibilidades de acción» (ib.). En su tiempo se
celebraron los Concilios regionales I de Lima (1552) y II
de Lima (1567), que habian de aplicar en el continente
sudamericano las doctrinas y normas de Trento.
A él debemos los Avisos
breves para todos los confesores destos Reinos del Perú, donde tan
gravemente se urgían las conciencias de los españoles (ib. 309-313). Fue
co-fundador de la Universidad de san Marcos,
la más antigua de América (1548), hasta hoy activa, y fundó el Hospital
de los pobres, donde tuvo su lecho de muerte. Ya en 1556 Loaysa
pidió al rey ser relevado de su cargo, alegando «no puedo cumplir con la carga
y oficio que tengo», pues se veía enfermo y agotado (Rgz. Valencia I,194).
Murió en 1575.
–Santo
Toribio, segundo arzobispo de Lima
Por aquellos años, tanto el rey
como el Consejo de Indias recibían continuas solicitudes de virreyes y
gobernadores, para que mandaran a las Indias obispos jóvenes, abnegados y
fuertes, pues tanto el empeño misionero como el gobierno eclesiástico de
aquellas regiones, apenas organizadas, requerían hombres de mucho temple y
energía.
En marzo de 1578, siendo don
Diego de Zúñiga consejero en el Consejo de Indias, don
Toribio de Mogrovejo es designado para arzobispo de Lima.
En
ocasión solemne, Felipe II afirma: «la elección que
yo hice de su persona»… Es entonces Mogrovejo solamente clérigo de primera
tonsura, y tiene 39 años. Se explica, pues, que necesitara tres meses para
decidirse a aceptar el nombramiento, en agosto. Recibe en Granada las órdenes
menores y el subdiaconado, y allí mismo, donde continúa dos años como
Inquisidor, el subdiaconado, el diaconado y el sacerdocio presbiteral.
Prepara en esos años su viaje a
América, donde le van a acompañar veintidós
personas, entre ellas su hermana Grimanesa,
con su marido don Francisco de Quiñones.
Se despide en Mayorga de su madre doña Ana, y visita en Madrid el Consejo
de Indias. Es ordenado obispo en Sevilla, donde está la llave que
abre las puertas de las Indias, y por fin, en setiembre de 1580, desde
Sanlúcar de Barrameda, parte con los suyos en la flota que va al Perú.
–La
diócesis de Lima
La
tarea apostólica de Santo Toribio iba a desarrollarse en una arquidiócesis
limeña de enorme extensión, unos mil por trescientos
kilómetros. Abarcaba, en efecto, desde Chiclayo y Trujillo al norte, hasta Ica
al sur, más las regiones andinas, desde Cajamarca y Chachapoyas hasta Huancayo
y Huancavelica, y aún más al oriente por Moyobamba. A las ciudades ya nombradas
se añadían Huaylas, Cinco Villas, Cañete, Carrión, Chancay, Santa, Saña –donde
vino a morir–, más otros pueblos y unas 200 reducciones-doctrinas de indios.
Actualmente hay diecinueve grandes diócesis en ese inmenso territorio.
Pero además era Lima una
arquidiócesis de suma importancia eclesiástica, pues tenía como diócesis
sufragáneas la vecina de Cuzco, las de Panamá y Nicaragua, Popayán (Colombia),
La Plata o Charcas (Bolivia y Uruguay), Santiago y La Imperial, después
trasladada a Concepción (Chile), Río de la Plata o Asunción (Paraguay) y
Tucumán (Argentina). Es decir, casi toda Sudamérica y parte de Centroamérica
quedaba presidida por este hombre de 43 años, recién hecho sacerdote y obispo.
–El
gran arzobispo Mogrovejo
Mogrovejo asume, pues, la
diócesis en los comienzos de su organización, tras seis años de sede vacante,
con un clero diocesano y regular bastante numeroso, y con un Cabildo
eclesiástico de hombres bien preparados en la Universidad limeña de San Marcos.
Y sus veinticinco años de ministerio episcopal se distribuyen en una forma
verdaderamente rigurosa y exacta, que denota un perfecto dominio de sí mismo.
«No es nuestro el tiempo», solía decir. Éste fue, en síntesis, el calendario de
su apostolado:
1581:
Llegada de Santo Toribio a Lima, y primera salida de su sede, «para tomar
claridad y lumbre de las cosas que en el concilio se habían de tratar».
1582-1583: III
Concilio de Lima.
1584-1590:
Primera Visita general.
1591: IV
Concilio. 1593-1597: Segunda Visita. 1601:
V Concilio.
1605-1606:
Tercera Visita. Hizo también varias salidas en Visitas parciales, y cumpliendo
la norma de Trento, celebró Trece Sínodos diocesanos.
Murió
en 1606.
Muy consciente de que la
diócesis limeña, como todas las de entonces, era fundamentalmente misionera,
Santo Toribio, a diferencia de otros obispos que se quedaban en su sede y
dejaban a los religiosos y doctrinos la acción propiamente misional, se dedicó
principalmente al apostolado entre los indios, limitando casi sus estancias en
Lima a los tiempos en que se celebraron sus tres Concilios y los trece Sínodos
diocesanos.
–Las
visitas pastorales
Al narrar los hechos
apostólicos de Santo Toribio, merecen memoria especial sus visitas pastorales,
que conocemos bien por el Diario, y por el Libro
de la Visita. Tenemos también los relatos y testimonios
detallados de sus acompañantes Bernardino de Almansa, Juan de Vargas, Sancho
Dávila, Hernando Martínez, Ramírez Berrio…
En los libros
de visita todo quedaba anotado: estado de los indios, de
la iglesia, de los ganados, telares y obras, estadísticas… Veamos como muestra
la visita a la doctrina de Cajacay:
«Está junto a Chiclayo; hay 67 indios tributarios y 18 reservados,
y 145 de confesión y 185 ánimas, grandes y chicas. Confirmó su Señoría Ilma.,
la vez pasada, en este pueblo 255 personas, y ahora 22. Hay cerca de este
pueblo las estancias siguientes: Una estancia de Alonso de Migolla, que está
media legua de este pueblo. Hay 20 personas. Otra estancia»… Y así va
detallando hasta sumar 356 indios tributarios (Rgz. Valencia I,455).
Los secretarios de visita, que
se turnaban para acompañar al señor arzobispo, quedaban agotados, pero él
iba siempre adelante incansablemente, y no llevado por
indígenas en litera o silla de manos, como era normal en los indios o españoles
principales, sino siempre en mula o a pie,
como dice Almansa, «sólo por no dar molestia ni trabajo a los indios». Viajaba
en mula a veces por laderas asomadas a los abismos andinos, «que parecía
milagroso dejarse de matar». O si no era posible entrar la cabalgadura,
«muchas veces a pie, con las ciénagas y lodo hasta las rodillas y muchas
caídas».
No era raro para él tener que
pasar la noche al sereno. Utilizaba entonces la montura de la mula como
cabezal. Y también le servía para cubrirse con ella en los aguaceros que a
veces les sorprendían de camino, medio perdidos, lejos de cualquier tambo,
en soledades donde nadie había para orientarles.
Los indios
estaban con frecuencia dispersos fuera de las doctrinas y
pueblos. Pero Santo Toribio no limitaba sus visitas pastorales a estos centros
principales, ni empleaba delegados, sino que él mismo se allegaba, según los
testimonios de sus acompañantes, «visitando personalmente y consolando a sus
ovejas, no dejando cosa por ver…
No
dejando huaicos, cerros ni valles que él mismo por su persona no los visitase
con grandísimo trabajo y riesgo de su vida… No contentándose con andar y
visitar los pueblos grandes, sino los cortijos, pueblos y chácaras, aunque en
ellos no hubiese más de tres o cuatro viejos… Muchas veces a pie».
Para dar la
confirmación a una indiecita en alguna parte remota, allá
«iba él propio a buscarla y la confirmaba, y no quería que pasase la dicha
india ningún peligro en su persona; y Su Señoría lo quería pasar y la iba a
buscar». Durante la peste de viruela, que diezmó las reducciones, él visitaba a
los indios, entrando en sus chozas, «sufriendo el hedor que tenían, de suerte
que, si no fuera con celo ferviente de caridad y amor, no se pudiera hacer ni
sufrir». Tampoco había zona de indios de guerra que le arredrase, como cuando
entró en las montañas de Moyobamba. En aquella ocasión «le persuadieron y
aconsejaron muchas personas y le requirieron que en ninguna manera entrase».
Pero él allá se entró, «que por Dios más que aquello se había de pasar». Con
todo esto, «algunos de los criados que llevaba se le despidieron y quedaron por
no atreverse a entrar».
El
apostolado no es otra cosa que mostrar a los hombres el amor que Dios les tiene
en Cristo (+1Jn 4,16). Pues bien, el amor de Cristo a los indios del Perú
se manifestó de forma conmovedora en las andanzas apenas imaginables que el
santo arzobispo Mogrovejo pasó en sus visitas pastorales. Los incas habían
dejado una incipiente red viaria, pero él hubo de ir muchas veces por caminos
de cabras, «aptos sólo para ciervos» (cervis tantum pervia),
como decía el padre Acosta, jesuita, su consejero principal.
Téngase en cuenta que la
diócesis de Lima iba desde los calurosos llanos hasta las alturas de los Andes,
cuyas cimas alcanzan allí los 7.000 metros de altura. Ni siquiera sus criados
indios aguantaban a veces cambios climáticos tan
brutales. Pero el santo arzobispo, un día y otro, durante meses, durante muchos
años, atravesó selvas, llanos y ciénagas, valles y ríos, o se remontó a
aquellas alturas majestuosas, que avistaban cortinas sucesivas de montes y
montañas, entre cortados precipicios, con un río quizá allá abajo, apenas un
hilo de plata dos kilómetros al fondo…
Mogrovejo
iba siempre animando a todos, con buen semblante, unas veces
detrás, recogido en oración, otras veces delante, abriendo camino, si el paso
era peligroso, y en ocasiones cantando a la Virgen o semitonando aquellas Letanías
del Concilio de Lima –así llamadas porque se incluyeron en la
compilación de sinodales del Santo–, en las que por cierto se confesaba la Inmaculada Concepción
de María y su gloriosa Asunción a los
cielos varios siglos antes de su proclamación dogmática. Fray Melchor y el
licenciado Cepeda, que en una ocasión le acompañaban, y le hacían coro,
comentaban: «No parecía sino que venía
allí un ángel cantando la letanía, con lo cual no se sentía el camino».
Es preciso repetirlo: resulta
casi inimaginable lo que Santo Toribio pasó
recorriendo aquellas inmensas distancias en sus visitas pastorales.
Como los itinerarios de sus viajes quedaron registrados al detalle, puede calcularse
con bastante exactitud que recorrió unos 40.000 kilómetros.
Este hombre, de buena salud, pero de complexión no demasiado fuerte, que hasta
los 43 años lleva una vida sedentaria, entre papeles y cartapacios, y que a esa
edad inicia 25 años de vida pastoral, la mayor parte de ella de camino, en
chozas, a la intemperie, a pan y agua, es una demostración patente de que el
hombre sinceramente enamorado de Dios viene a participar de la omnipotencia divina,
se hace tan fuerte como el amor que inflama su corazón, y puede con todo.
Cumple además la exhortación del Apóstol: “alegraos
siempre en el Señor” (Flp 3,4)..
–«No es
nuestro el tiempo»
Su apasionado amor pastoral le
llevaba a una entrega tan total que excluía todo descanso innecesario. Ni
se le pasó por la mente tomar nunca vacaciones, por cortas
que fueran. Y nunca viajó a España, aunque asuntos muy graves lo hubieran
justificado a veces. Prefería enviar un delegado en su nombre. El sabía aquello
de San Pablo, «el tiempo es corto»
(1Cor 7,29).
Y no se le ocurría invertir una
semana o un día o medio en visitas de cumplido,
en conmemoraciones, bodas de plata, oro o diamante, inauguraciones diversas o
fiestucas piadosas, que tantos veces acaparan las agendas de los Prelados.
Incluso para ordenar obispos suyos sufragáneos, estando de visita pastoral en
lugares alejados de Lima, hacía llegar al presbítero electo a donde él estaba;
así lo hizo, por ejemplo, con fray Luis López, a quien consagró como obispo de
Quito. «No es nuestro el tiempo». «La caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14).
–La
Providencia divina le hizo superar muchos peligros graves.
Contaré sólo un par de ejemplos.
Una
vez, queriendo llegar a Taquilpón, anejo a la doctrina de Macate, había de
atravesar el río Santa, que estaba en crecida impetuosa. Allí no servían ni
balsas de enea, ni flotadores de calabazas, ni los demás trucos habituales.
Allí hubo que tender un cable de lado a lado, bien tenso entre dos postes, y
atado el cuerpo del arzobispo con unas cuerdas y suspendido así del cable,
fueron tirando de él desde la orilla contraria, con el estruendo vertiginoso
del potente río a sus pies. Y una vez cumplida y bien cumplida su misión
pastoral, con visita y muchas confirmaciones, otra vez la misma operación a la
inversa.
En otra
ocasión, bajando de las montañas, descendía a caballo una cuesta larguísima,
«de más de cuatro leguas», La Cacallada, que le
decían los indios, la pedregosa. Ya a oscuro, les pilló el estallido de una
tormenta andina, con fragor de truenos, ecos redoblados, lluvia, oscuridad,
estruendo. El arzobispo, acompañado de su criado Diego de Rojas, iba adelante,
con tenacidad obstinada, y Diego se maravillaba «viendo la paciencia y
contento con que el dicho señor arzobispo iba animando a los
demás». A pesar de sus voces, se iba dispersando el grupo, todos a ciegas, «se
fueron todos quedando, unos caídos y otros derrumbados con sus caballos». A
una de éstas, el arzobispo se vió descalabrado en una caída aparatosa, tan
fuerte que al criado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobispo echado,
desmayado en el lodo, donde entendió muchas veces que pereciera». Acudieron
algunos a sus gritos, y todos pensaron que Santo Toribio estaba muerto, «helado
y hecho todo una sopa de agua».
Pero cuando le levantaron,
cobró conocimiento y algo de ánimo, y sostenido por los compañeros, descalzo
–había perdido las botas hundidas en el barro–, retomó la subida, desmayándose
varias veces por el camino. Cesó la tormenta, asomó la luna de parte de Dios, y
allí divisaron un tambo, al que llegaron
como pudieron. No había nadie. Sólo había silencio y soledad, noche y frío.
Tumbado el arzobispo, helado, exangüe, quedó como muerto. Cuando así le vio su
paje Sancho Dávila «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte». Todos le
daban por perdido, pero a él, a Sanchico, se le ocurrió
sacar la lana de una almohada, y calentándola a la lumbre, frotar y calentar
con ella al arzobispo, hasta que logró que volviera en sí. Ya de día comenzaron
a llegar algunos indios, y el Santo se encontraba de nuevo dispuesto a todo.
Celebró la misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor y agradable cara
como si por él no hubiera pasado cosa alguna». Allí dejó, en aquellas
desolaciones de montaña, dos doctrinas que integraron a 600 indios.
–Confirmaciones
Mogrovejo,
como Zumárraga, era un ministro apasionado de la Confirmación sacramental. Su
capellán Diego de Morales cuenta que, acompañándole él en la visita de 1598 y
1599, con Juan de Cepeda, capellán también, y el negro Domingo, se les hizo la
noche a orillas de un río muy caudaloso. Como no tenían más que un pan, el
arzobispo lo dividió en cuatro, y así cenaron. Rezó el breviario, paseó un
poco, y se acostó a dormir en el suelo, con la silla de la mula como cabezal.
Al poco rato, se inició «un aguacero muy terrible», que duró hasta el amanecer,
y él «no tuvo otro reparo más que taparse con el caparazón de la silla».
Muy de
mañana, en ayunas, emprendieron la marcha a pie, y el arzobispo iba rezando las
Horas mientras subían una gran cuesta. Y «como había pasado tan mala noche,
se sintió fatigado», y hubieron de ofrecerle un bastón, pero él «no le quiso
admitir hasta que pagaron a un indio, cuyo era, cuatro reales por él, y
entonces le tomó». Llegó por fin, «sudando y fatigado del camino», a la doctrina
que llevaba el dominico fray Melchor de Monzón. Allí fue a la iglesia, hizo
oración, predicó a los indios en la misa, y estuvo confirmando hasta las dos
del mediodía. Cuando se sentó a comer eran ya las tres, y estaba «bien cansado
y trabajado».
Entonces se le ocurrió
preguntar al padre doctrinero si faltaba alguno por confirmar. Tras algunas
evasivas de éste, el arzobispo le exigió la verdad, y el padre hubo de decirle
que a un cuarto de legua, en un huaico, había un indio enfermo. El arzobispo
«se levantó de la mesa» y se fue allá con el capellán Cepeda. El indio estaba
en un altillo, «que si no era con una escalera, no pudieran subir». Subió, lo
animó y lo confirmó con toda solemnidad, como si hubiera «un millón de
personas». Regresó después, a las seis de la tarde, y se sentó a comer…
Bien
podían quererle los indios, que «no le saben otro nombre más que Padre santo».
Cuando el señor arzobispo, una vez celebrada la misa en el claro del bosque, o
junto al río fragoroso, o en una capilla perdida en las alturas andinas, bajo
el vuelo circular de los cóndores, se despedía de los indios y después de
bendecirlos se iba alejando, «lloraban con muchas veras su partida como si se
les ausentase su verdadero padre». Y es que realmente lo era: «aunque tengáis
diez mil pedagogos en Cristo, pero no muchos padres, que quien os engendró en
Cristo por el Evangelio fui yo» (1Cor 4,15).
«Confirmó más de ochocientas mil almas»,
afirma su sobrino clérigo, Luis de Quiñones, ateniéndose a los registros. Hizo
más de medio millón de bautismos. Como ya dije, anduvo unos
40.000 kilómetros… A veces las cantidades son
tan enormes que se trasforman en datos cualitativos. Bien pudo
decir quien llegó a ser su fiel capellán, Sancho Dávila:
«Conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho
señor arzobispo le hacía sufrir y hacer lo que… ni persona particular pudiera
hacer».
Considerando estas enormidades –más
allá de la norma– que produce la caridad pastoral extrema, no faltará alguno
que se diga: «Qué cosas es necesario hacer para llegar a ser santo»… Pero el
santo no es santo porque hace esas
cosas, sino que hace esas cosas porque Dios le ha
hecho santo.
Catedral de Lima en la actualidad
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