SAN TARCISIO
EL MÁRTIR DE LA EUCARISTIA
Una Catequesis de Benedicto XVI
que nos muestra la importancia de la
Eucaristía en la vida del cristiano
a través del ejemplo de un
adolescente de los primeros siglos del cristianismo.
Y cuyo testimonio alienta a una
mística apostólica recia,
en tiempos de cierto desdén hacia la
presencia real de Cristo
en el admirable sacramento del
altar.
¿Quién
era san Tarsicio? No tenemos muchas noticias de él. Estamos en los primeros
siglos de la historia de la Iglesia; más exactamente en el siglo III. Se narra
que era un joven que
frecuentaba las catacumbas de san Calixto, aquí en Roma, y era muy fiel a sus
compromisos cristianos. Amaba mucho la Eucaristía, y por varios
elementos deducimos que probablemente era un acólito, es decir, un monaguillo.
Eran años en los que el emperador
Valeriano perseguía duramente a los cristianos, que se veían forzados a
reunirse a escondidas en casas privadas o, a veces, también en las catacumbas,
para escuchar la Palabra de Dios, orar y celebrar la santa Misa. También la
costumbre de llevar la Eucaristía a los presos y a los enfermos resultaba cada
vez más peligrosa.
Un día, cuando el sacerdote
preguntó, como solía hacer, quién estaba dispuesto a llevar la Eucaristía a los
demás hermanos y hermanas que la esperaban, se levantó el joven Tarsicio y
dijo: «Envíame a mí». Ese muchacho
parecía demasiado joven para un servicio tan arduo. «Mi juventud —dijo Tarsicio— será la mejor protección para la
Eucaristía».
El sacerdote, convencido, le
confió aquel Pan precioso, diciéndole: «Tarsicio,
recuerda que a tus débiles cuidados se en co mienda un tesoro celestial. Evita
los caminos frecuentados y no
olvides que las cosas santas no deben ser arrojadas a los perros ni las perlas
a los cerdos. ¿Guardarás con fidelidad y seguridad los Sagrados Misterios?».
«Moriré —respondió decidido Tarsicio—
antes que cederlos».
A lo largo del camino se encontró
con algunos amigos, que acercándose a él le pidieron que se uniera a ellos. Al
responder que no podía, ellos —que eran paganos— comenzaron a sospechar e insistieron,
dándose cuenta de que apretaba algo contra su pecho y parecía defenderlo.
Intentaron arrancárselo, pero no lo lograron; la lucha se hizo cada vez más
furiosa, sobre todo cuando supieron que Tarsicio era cristiano; le dieron
puntapiés, le arrojaron piedras, pero él no cedió.
Ya moribundo, fue llevado al
sacerdote por un oficial pretoriano llamado Cuadrado, que también se había
convertido en cristiano a escondidas. Llegó ya sin vida, pero seguía apretando
contra su pecho un pequeño lienzo con la Eucaristía.
Fue sepultado inmediatamente en las catacumbas de san Calixto. El Papa san Dámaso hizo una inscripción para la
tumba de san Tarsicio, según la cual el joven murió en el año 257.
El Martirologio Romano fija la
fecha el 15 de agosto y en el mismo Martirologio se recoge una hermosa
tradición oral, según la cual no se encontró el Santísimo Sacramento en el
cuerpo de san Tarsicio, ni en las manos ni entre sus vestidos.
Se explicó que la partícula consagrada, defendida con la vida por el
pequeño mártir, se había convertido en carne de su carne, formando así con su
mismo cuerpo una única hostia inmaculada ofrecida a Dios.
El testimonio de san Tarsicio y
esta hermosa tradición nos enseñan el profundo amor y la gran veneración que debemos tener hacia la
Eucaristía: es un bien precioso, un tesoro cuyo valor no se puede medir;
es el Pan de la vida, es Jesús mismo que se convierte en alimento, apoyo y
fuerza para nuestro peregrinar de cada día, y en camino abierto hacia la vida
eterna; es el mayor don que Jesús nos ha dejado.
También vosotros comunicad a
vuestros coetáneos el don de esta amistad, con alegría, con entusiasmo, sin
miedo, para que puedan sentir que vosotros conocéis este Misterio, que es
verdad y que lo amáis.
Queridos amigos, vosotros prestáis
a Jesús vuestras manos, vuestros pensamientos, vuestro tiempo. Él no dejará de
recompensaros, dándoos la verdadera alegría y haciendo que sintáis dónde está
la felicidad más plena. San Tarsicio nos ha mostrado que el amor nos puede
llevar incluso hasta la entrega de la vida por un bien auténtico, por el
verdadero bien, por el Señor.
Probablemente a nosotros no se
nos pedirá el martirio, pero Jesús nos pide la fidelidad en las cosas pequeñas,
el recogimiento interior, la participación interior, nuestra fe y el esfuerzo
de mantener presente este tesoro en la vida de cada día.
Nos pide la fidelidad en las
tareas diarias, el testimonio de su amor, frecuentado la Iglesia por convicción
interior y por la alegría de su presencia. Así podemos dar a conocer también a
nuestros amigos que Jesús vive.
Que el ejemplo de san Tarsicio y
de san Juan María Vianney nos impulse cada día a amar a Jesús y a cumplir su
voluntad, como hizo la Virgen María, fiel a su Hijo hasta el final. Gracias,
una vez más, a todos. Que Dios os bendiga en estos días. Os deseo un feliz
regreso a vuestros países.
Benedicto XVI,
Vaticano 4 de agosto de 2010
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