Maestros sin autoridad
Juan Manuel de Prada (para el ABC)
Con su habitual pluma tan
aguda, el periodista español refiere a la actual falta de autoridad de los
educadores, convertidos en “coachs y orientadores”.
Y sentencia que, sólo
restableciendo la verdadera “auctoritas” propia del maestro, volverá a ser imprescindible
su vocación y misión.
San Juan Bautista de La Salle, santo patrono de los educadores
29 de septiembre de 2019
NUESTROS modernos
pedabobos (perdón, pedagogos) han impuesto la figura del maestro sin autoridad;
para lo cual tuvieron primero que desprestigiar y connotar peyorativamente el
concepto de ‘autoridad’.
Nuestra época ha logrado modelar las conciencias
imponiendo esloganes que refutan la realidad; y uno de esos espejismos - quizá el más
eficaz - consiste en negar el significado originario de las palabras,
sustituyéndolo por un conglomerado de hojarascas ideológicas.
Así, por ejemplo,
de una persona investida de autoridad no decimos que sea una persona
‘autorizada’, sino ‘autoritaria’, que es tanto como decir que es impositiva,
despótica, incluso arbitraria en el ejercicio de su autoridad. Cualquiera que trate
hoy de reivindicar la genuina ‘autoridad’ del maestro se convierte
automáticamente en sospechoso de profesar nostalgias fascistoides.
Auctoritas, en latín, es una palabra
derivada del supino del verbo augere, que significa ‘acrecentar’, ‘hacer
crecer’. Una persona dotada de autoridad - esto es, una persona autorizada - es
aquella que nos hace crecer, que es capaz de revelarnos la realidad,
ensanchando nuestra experiencia vital y los límites de nuestro conocimiento.
No
existe educación posible sin experiencia de autoridad: el maestro despierta en
el discípulo un estímulo que lo ayuda a crecer, provoca en él una conciencia de
sus limitaciones y lo acicatea en la búsqueda del conocimiento. Naturalmente,
para que ese estímulo se produzca, el maestro debe ser una persona que provoque
en el discípulo admiración y respeto, una persona que el discípulo reconozca
como digna de emulación.
No existe un oficio tan
enaltecedor como el de maestro. Y, sin embargo, es frecuente hallar entre los
maestros a muchas personas desalentadas, consumidas por un sentimiento de
esterilidad. Los maestros han sido despojados de su autoridad, que es tanto
como si hubiesen sido despojados de su misión, puesto que la autoridad es la
aportación propiamente humana del proceso educativo: no puede existir
transmisión de conocimiento cuando no se reconoce autoridad en quien lo
transmite.
Pero nuestra época pretende que el alumno sea maestro de sí mismo,
que juzgue la realidad conforme a impresiones propias, que no pueden ser sino
juicios contingentes, cuando les falta el cimiento de la autoridad. Y al
maestro despojado de autoridad, en condiciones laborales cada vez más
precarias, se lo quiere convertir en una especie de coach o animador
sociocultural, una suerte de ‘orientador’ encargado de la formación
‘transversal y psicoafectiva’ del alumno, tal como recomiendan las ordenanzas
de la UNESCO: «Al cambiar la imagen del
maestro - leemos en una de ellas -, de considerarlo como fuente e impartidor de
conocimientos a verlo como organizador y mediador del encuentro de aprendizaje,
aparecen nuevas competencias que deberán ser los componentes de la nueva
función docente».
De este modo, la figura del maestro pasa a ser
irrelevante, sus juicios devienen tan contingentes como los de cualquier otra persona,
dejan de ser los juicios de alguien que nos ayuda a crecer, de alguien que
ensancha nuestra perspectiva vital. Y así, inevitablemente, el maestro deviene
prescindible.
Sólo quien ha sido
enriquecido por una experiencia de autoridad puede alcanzar una madurez que le
permita afrontar y juzgar la realidad de forma crítica. Y es que, para ser
críticos, primero necesitamos un criterio. La autoridad nos proporciona ese
criterio; y es adhiriéndonos a ese criterio como luego podremos rectificarlo,
completarlo, exponerlo a controversia, incluso combatirlo.
Pero, al faltar la
autoridad, falta el criterio; y sin criterio cualquier desarrollo de la
personalidad se convierte en una carrera alocada y sin norte que nos aboca a la
confusión y nos hace más permeables a las modas de cada época, a la
contingencia de lo perecedero.
Allá donde no hay maestros con autoridad, la
transmisión de conocimientos queda aparcada, o incluso impedida; y la escuela
se convierte en una especie de taller para formar ‘emprendedores’ flexibles y
adaptables, entrenados en diversas ‘competencias’, ‘destrezas’ y ‘habilidades’
técnicas y emocionales que faciliten su encaje en el mercado laboral.
Personas
que nunca podrán ser maestros de nadie, porque antes no fueron discípulos. Sólo
restableciendo la autoridad del maestro devolveremos la salud a nuestra
educación.
Pero para que la autoridad del maestro pueda restablecerse tendremos
primero que aceptar que la primera autoridad son los padres. A los padres
corresponde la responsabilidad primordial de hacer crecer a sus hijos; cuando
dimiten de ella, todo el edificio educativo se erige sobre cimientos de arena.
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