PREDICAR EN EL DESIERTO
Una profunda reflexión
espiritual acerca de esa “voz que clama en el desierto” y que anuncia la venida
del Señor.
"En este segundo domingo de Adviento se nos presenta la
figura de Juan, el Bautista. Él es el Precursor: es decir, el que prepara el
camino a Aquel que viene detrás suyo. También este rol de precedencia es
aplicable tanto a la primera como a la segunda venida del Señor. De modo que
hoy, ante el retorno inminente del Rey de la Gloria, que retornará a juzgar
vivos y muertos, la voz clara y nítida de Juan es brújula segura para
disponernos a este encuentro con el Señor que viene.
Su voz es clara y firme, diáfana y recta como saeta que no
viborea. No hay ambigüedad en su boca, ni dobles sentidos, ni cosas dichas a
medias, ni vaguedades ni rodeos ni imprecisiones. Por eso amamos a Juan: es un
hombre de una sola pieza; y es nuestro insobornable lazarillo de camino a la
Parusía.
La profecía ya avisaba que en los tiempos inciertos y oscuros
abundarían voces que les dirán “sí-pero-no”, voces que promoverían la vacilante
incertidumbre; vendrán tiempos en que se nos dirá “es por aquí” y con ambas
manos extendidas se nos señalarán rumbos opuestos. Vendrán tiempos en que el
titubeo, el equívoco y la ambigüedad conformarán una gramática y se nos
intentará convencer de un masomenismo macilento e invertebrado con aires de
madura moderación. Sus vientos de doctrinas llamativas y extrañas desdibujarán
todos los caminos, como queda el páramo tras una tormenta de desierto.
Será entonces crucial recurrir a Juan. Mirar a Juan. Atender a Juan. Y aferrarse a él como el ciego a su bastón, como el nauta a su timón.
Pero la predicación de Juan no sólo es precisa y nítida. Hay
algo crucial que no podemos obviar si en verdad queremos dar con él: Juan
predica en el desierto. ¿Qué significa esto? Que Juan huye de las masas, huye
de las plazas y estadios repletos. Huye de las modas, de lo políticamente
correcto, de ese perverso arte de querer contentar a las multitudes y decir lo
que la gente quiere escuchar. Juan se desmarca abruptamente, violentamente, de
lo establecido, de la dictadura cultural. Y grita, a voz en cuello, sin pelos
en la lengua, que el sí es sí, y que el no es no. Y en su valiente voz ya
timbra la prolepsis de su martirio. Juan es la voz que clama en el desierto
sosteniendo ya en su mano la bandeja de plata de Maqueronte.
Predicar en el desierto tiene otra connotación. Es un acto de
amor extremo por la verdad. Decirla, en medio de la nada, ante nadie, para
nada, porque sí, es un acto supremo de culto a la verdad. Digo la verdad ni
siquiera en función del beneficio que pueda implicar a terceros. Es el contra agere a todos los discursos
funcionales y acomodaticios, calculadores y especulativos. Ir al centro del
desierto y gritar la verdad (cualquier verdad) es un acto de latría, un acto
cultual, con que mostrar que se ama la verdad como se ama una persona. También
eso es “predicar en el desierto”…
Pero hay más miga en este anuncio desde el yermo, en este decir
las contundentes verdades en medio de la nada. Podría parecer, a primera vista,
una opción muy poco apostólica: en vez de ir hacia donde más gente pudiera
escucharlo y aprender, se interna desierto adentro, a las profundidades de ese
mar ocre sin orillas.
¿Qué significa
predicar desde el centro del desierto?
Refiere a decir las
cosas limpias de todo ruido o distractivo colateral. No sólo hay suprema
claridad y precisión en el contenido de la predicación de Juan, sino que esta
nitidez queda optimizada al quitarse de sus cuatro costados todo enmarque
ocioso o esfumante. Como una flor sola, en medio del inmenso arenal, las
palabras de Juan son palabras esenciales, puras, dardos al centro de la Verdad.
Juan habla lo justo y
necesario; no dice una palabra de más fuera de las que se precisen para llevar
a los hombres al Señor. Sabe que lo que abunda daña, que lo que sobra estorba.
Que en el mucho hablar no faltará pecado y confusión, y que en el río revuelto
de la verborragia hay ganancia de la mentira y se desangra la Verdad.
Juan tiene la curiosa habilidad de decir una frase, de varias palabras, y que al oído suene a compacto monosílabo. “¡Conviértanse!” en boca de Juan no tiene cuatro sílabas: es un acorde fulminante. Como “Este es el Cordero de Dios” o bien “no se contenten con decir que Dios los ama”. O “Él viene a sumergir en el Espíritu y el Fuego”. Cualquiera de estas líneas carece de ribetes y fisuras, de amagues o rodeos: son líneas de una sola pieza.
Por eso hay desierto en su voz. Desierto no es una mera coordenada: es un idioma, es una tesitura, es un estilo. Despojado, frontal, sin ambages. Juan habla en el desierto y habla en desierto. Esa es su lengua. Desierto es texto y contexto, gramática y timbre, mensaje y mensajero.
Y hay un secreto en este arte de sagaz arquero con que decir tan
límpidas verdades. Hay un secreto para que la flecha salga tan recta y certera.
Los expertos en arquería (o en algunos deportes análogos) lo conocen bien: se
trata de una compensación de fuerzas opuestas con que balancear el cuerpo y la
puntería.
Y algo de eso hay en
Juan Bautista: curiosamente es el hombre sin doblez, sin remilgos, sin
mediastintas… porque es el hombre de las paradojas, de los vectores contrarios,
de los opuestos coincidentes. Juan logra modular su “sí, sí; no, no” porque, en
medio del desierto concilia gravedad y gracilidad, robustez y ternura,
sutilidad y contundencia, grito y susurro, brío y ligereza, aplomo y gracia,
madurez y candor… Todo eso es Juan; y todos esos opuestos se anudan en su
monolítico “sí, sí; no, no”. Hay que percibir esa apretada escala cromática en
cada sí y en cada no…
No es la respuesta monosilábica simplistas, ramplona, donde el sí y el no en verdad son términos huecos, vaciados, ajenos a la complejidad humana. Los sí y los no de Juan, por el contrario, tienen la densidad infinita de la conciliación interior de todos los opuestos.
La profecía de Isaías ya lo predecía, con aquella imagen tan
bella de animales incompatibles, conciliados en pacífica convivencia. La imagen
simbólica no refiere a pacifismos mundanos. Habla más bien de un acuerdo
interior donde los opuestos no se anulan sino que se anudan.
Como ocurre en Juan, también en nosotros hay que habilitar la armoniosa integración de contrarios interiores. Hay en el alma lobos y corderos, cabras y leopardos, terneros y leones… y en el más profundo centro interior, un niño y la serpiente. No se trata de que una parte venza a la otra. La magia en juego es otra: que una suerte de Orfeo cautive a las fieras todas, las amanse y las concilie. Y que el resultado de todo ese juego de fuerzas puras, sea un filoso sí, y un firme no. Eso es hablar en desierto…
Concédenos, Señor y
Dios nuestro,
mientras caminamos hacia tu Venida,
aferrarnos a Juan, el hirsuto amigo del Novio,
la encendida tea del desierto,
y que nos contagie a todos
la vida paradojal del yermo,
hecha lenguaje blanco como la arena,
rojo como el martirio.
Tú que vives y reinas, por los siglos, amén".
Cuadernos monásticos, Adviento
P. Diego de Jesús
Monasterio del Cristo Orante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario