Se
puede ir al fin del mundo
sin
salir de una habitación
Stat crux, dum volvitur orbis[1].
Hace algunos días, la Iglesia, siguiendo el calendario litúrgico del vetus ordo, celebraba el día en que nacía a la
vida eterna uno de los santos más influyentes para la civilización occidental:
San Benito de Nursia.
La figura del Patriarca de los monjes de Occidente pasó casi desapercibida en su
onomástico. Evidentemente, la temática del Coronavirus ha eclipsado muchos
asuntos importantes, incluso aquellos en los que el cristiano piadoso suele -o
debería- tener presente habitualmente.
Sin embargo durante el pasado 21 de marzo celebramos la memoria del fundador de
la Orden benedictina y, además de encomendarle toda la situación por la que hoy
pasa el mundo, algunos releímos su vida y pudimos rumiar algunas partes de “La Regla”.
También nos dimos tiempo para ver un documental de los hijos de San Benito de
la Abadía de Sainte-Madeleine du Barroux, en Francia. Y aquí viene lo
interesante…
En este video documental de Veilleurs
dans la Nuit[2] -recomendable para ver en estos días de
Cuaresma en cuarentena-, se muestra con detalle el sentido de la vida monástica
y lo trascendente de cada momento diario dentro del monasterio. El sólo verlo
edifica el corazón del cristiano, y también nos lleva a una reflexión de la que
podemos sacar algunas conclusiones en este contexto de la cuarentena.
Creyéndolo oportuno, sería provechoso compartir algo de lo reflexionado,
partiendo por poner en relieve tres características que describen buena parte
del escenario social actual en casi todo el mundo:
1. Hay cierta
clausura: estamos parcialmente retirados de mundo, obligatoriamente.
2. Hay cierta
serenidad: la agitación, el frenesí de la vida inquieta de muchas personas ha
menguado, transitoriamente.
3. Hay cierto
silencio: una sensación de soledad hay en las calles y avenidas vacías, y el
ruido de las urbes está ausente.
Atendiendo a cada característica podemos percatarnos que, hasta cierto punto y
salvando las distancias, las circunstancias del escenario social actual nos
ponen, al mismo tiempo, en circunstancias de un “escenario monacal” que
podríamos vivir en lo particular.
“Para, para, para… ¿eso significa que tenemos que
hacer vida de monje en cuarentena?”. No precisamente. Lo que queremos
señalar es que exteriormente tenemos un ambiente que hoy nos favorece para llevar
mejor lo interior: oración personal, lectura y, para el
que le gusta, la escritura.
En pocas palabras debemos reconocer que disponemos de tiempo, recogimiento,
quietud, silencio. Si el tan llevado y traído coronavirus nos tiene
desenfocados deberíamos caer en la cuenta de que estamos en Cuaresma antes que
en cuarentena. Y es justamente esto lo que intentamos enfatizar para sacar
provecho de estos días de aislamiento obligatorio.
Estamos próximos a Semana Santa y no cabe duda que transitamos una Cuaresma
peculiar, que presenta también algunas dificultades al estar cerrados los
templos, tener a los sacerdotes brindando su asistencia espiritual con
restricciones y consecuentemente no nos es posible acudir a los canales de la
gracia como habitualmente lo hacemos. De igual modo nos encontramos con otros
obstáculos para la vida espiritual puertas adentro, pues el mundo y el ruido
también se hacen presentes en la propia casa.
No obstante las limitaciones evidentes, insistimos en que, al mismo tiempo que
experimentamos las restricciones, podemos también aprovechar el retiro del
mundo; aprovechar la fuga mundi que Dios, en sus misterios de la
Providencia, nos pone hoy como una ocasión para seguir firmes en la fe y
viviendo el mandato de la caridad en el marco de una cuarentena por la
pandemia. Por eso bien haremos en conservar el rezo de las oraciones matutinas,
el rezo del Ángelus, el Santo Rosario, la Misa seguida por los medios
audiovisuales, la comunión espiritual frecuente, el tiempo de meditación y todo
lo que hace a nuestro plan de vida espiritual.
Notemos que entre tantas propuestas que nos llegan por distintos medios para
“matar el tiempo” en el encierro doméstico, muy pocas apuntan a mantener viva
la unión con Dios por medio de la oración y la lectura[3]. Y a partir de allí, pensemos que es
precisamente por éstas dos cosas que podemos ir al fin del mundo sin salir de una habitación.
Algunos recordarán la atractiva novela El
despertar de la Señorita Prim, escrita por Natalia Sanmartin
Fenollera y publicada en 2013. Este libro -que también invitamos a leer o
releer en estos días-, en uno de sus últimos capítulos, aparece un diálogo en
donde el sabio monje benedictino de la abadía de San Ireneo de Arnois le dice a
Prudencia Prim:
“—Ha venido usted aquí con el temor de
que yo le dijese algo que la asombrase, la turbase o la agitase. ¿Qué clase de
cortesía sería la mía si hubiese obrado así la primera vez que viene a verme y
sin haberme pedido apenas consejo? No tenga miedo de mí, señorita Prim. Estaré
aquí para usted. Estaré aquí esperando a que encuentre lo que busca y a que
regrese dispuesta a contármelo. Y puede estar segura de que estaré con usted,
sin salir de mi vieja celda, incluso mientras lo busca.”
—Se puede ir al fin de mundo
sin salir de una habitación—, murmuró la bibliotecaria.”
La vieja celda del pater -como es llamado este sabio monje
en la novela-, es la habitación. “¿Pero
cómo es que un monje puede ir al fin del mundo sin salir de una
habitación?”,
podríamos preguntarnos con cierta inquietud. A nuestro entender, parte de las
respuestas está en la oración, y otra parte en la lectura.
Por la oración:
Primeramente recordemos que la oración no es una propuesta más entre tantas
para matar el tiempo, como lo es el hacer alguna manualidad, entretenerse con
un juego de mesa, hacer yoga -cosa por cierto es incompatible con el cristiano
católico-, etc.. La oración no es una propuesta, es un deber.
“El trabajo es una necesidad física: el
que no trabaja, no come. La oración es una necesidad por obligación: el que no
reza, no entrará en el Reino de los cielos. La oración es un deber, un oficio.
Es el pago libre y voluntario de la deuda que tenemos con Dios por la
existencia y por la gracia”, decía John Senior:[4]
Del igual modo es bueno que consideremos que la oración está unida al silencio.
Silencio exterior y silencio interior. Hoy en el mundo exterior -como hemos
dicho al comienzo- hay cierto silencio, y estamos más liberados de la “tiranía
del ruido” como dice el Cardenal Robert Sarah. El mismo prefecto de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos nos enseña
en su libro La fuerza del silencio:
“El silencio
cuesta, pero hace al hombre capaz de dejarse guiar por Dios. Del silencio nace
el silencio. A través de Dios silencioso podemos acceder al silencio. Y el
hombre no deja de sorprenderse de la luz que brilla entonces. El silencio es
más que importante que cualquier otra obra humana. Porque manifiesta a Dios. La
verdadera revolución procede del silencio: nos conduce hacia Dios y hacia los
demás para ponernos humilde y generosamente a su servicio” (Pensamiento 68)
Entonces, ¿cómo es eso de que por la oración podemos ir hasta el fin del mundo
sin salir de una habitación?
Evagrio Póntico[5] decía que el verdadero monje, el
auténtico contemplativo es aquél que, “separado
de todo, está unido a todos”. Nosotros, hoy estamos separados de
todos -o casi todos-, y podemos estar unidos a todos por medio de la oración
dirigida al Dios Uno y Trino. Poniendo en el centro del corazón a Dios ponemos
también en él al hermano sufriente por la enfermedad; nos unimos al médico o
enfermero que está dando su asistencia en un hospital de Italia, España,
Argentina o de cualquier parte del mundo; nos unimos al policía o soldado que
está cumpliendo con su deber en las calles, al sacerdote o misionero que está
celebrando el Santo Sacrificio en la soledad del templo o llevando su asistencia
para la salud espiritual.
De este modo, definitivamente no hay lugar a dudas de que se puede ir hasta el
fin del mundo sin salir de una habitación por medio de la oración dirigida a
Dios y a María Santísima.
Por la lectura:
Algo más que puede hacer agradables y amenos estos días en los que estamos de
“caseros” es la lectura.
Tomar en nuestras manos aquellos libros que no podemos leer -ya sea por el
movimiento apresurado de los días laborales o por las agendas apretadas que se
tienen cuando no se está en cuarentena-, tomar esos libros, decimos, es hoy una
ocasión más que oportuna.
Quizá no sólo un libro, sino dos o tres, para leer en distintos momentos del
día. Sea uno para la lectura espiritual y del Evangelio, que ayudará mucho a la
oración, meditación y práctica de las virtudes; otro para la lectura formativa,
de carácter teológico, filosófico o histórico por ejemplo, que ayudará mucho a
tener una forma mentis clara y ordenada; y otro libro de
lectura amena, como una novela, un libro de cuentos, un compendio de hermosas
poesías…, que mucho ayudarán al sano esparcimiento, ordenando y deleitando los
sentidos internos.
Pensemos en aquella ociosidad sagrada[6] que se puede cultivar en estos días de
cuarentena. Esa ociosidad que no es sinónimo de pereza o vagancia, sino que,
como dice Pieper “es una forma de callar, que es un
presupuesto para la percepción de la realidad; sólo oye el que calla, y el que
no calla no oye”[7]. Es esa forma de callar la que nos ayudará a “oír”
lo que nos dice un buen libro.
La contemplación de la verdad, el bien, y la belleza que encontramos en los
buenos libros es sumamente valiosa en este siglo en el que la mentira, la
malicia y la fealdad tratan de echar raíces en la mente y el corazón del hombre
a través de las ideologías y las modas.
Retomando el diálogo que citábamos anteriormente del Despertar de la señorita Prim, el sabio monje benedictino le dijo a
Prudencia:
“Busque
entonces la belleza, señorita Prim. Búsquela en el silencio, búsquela en la
calma, búsquela en medio de la noche y búsquela también en la aurora. Deténgase
a cerrar las puertas mientras la busca, y no se sorprenda si descubre que ella
no vive en los museos ni se esconde en los palacios. No se sorprenda si
descubre finalmente que la belleza no es un qué sino un quién.”
Esta es la razón por la que interpretamos que a partir de la lectura, la buena
lectura, también se puede ir al fin del mundo sin salir de una habitación;
porque los buenos libros mueven a la reflexión, favorecen la meditación, ayudan
a pensar y nutrir la vida interior…, propician la mirada trascendente para no
olvidarnos de mirar más arriba, atendiendo a las cosas que no se ven.
Demás está decir que algunos tendrán más tiempo y disposición que otros para
llevar adelante el deber de la oración y la necesidad de la lectura en medio de
la ociosidad sagrada. Habrá quienes conserven las
mismas preocupaciones y labores de siempre, y habrá también quienes a este
tiempo de Cuaresma en cuarentena podrán sacarle provecho para lo que hemos
señalado.
Igualmente, damos por entendido, que todo lo dicho hasta aquí es bien llevado
en familia o en soledad. Rezar y leer no es una invitación al aislamiento
egoísta dentro de un cuarto. Como decía un Sacerdote que en estos días envió un
audio a los amigos y allegados: “(…) estos días con toda la familia -o por lo
menos buena parte-, encerrada en una casa, es una grandísima ocasión para la
vida virtuosa. Se dice vita comunis, máxima
penitentia, la
vida en común es la máxima penitencia (…) y estos días serán días de practicar
la caridad, la paciencia con el prójimo, sobre todo soportando sus defectos;
días de generosidad en el trabajo cotidiano, de generosidad de las pequeñas
tareas de la casa, de alegría y buen humor”.
Son tiempos en los que la confianza en la Providencia debe estar muy presente
en el corazón cristiano para afrontar la situación general y particular de cada
uno, pues a cada día le basta su aflicción. Son tiempos de conversión en los que
debemos pedir que nuestro corazón de piedra se haga un corazón de carne.
Será de gran ayuda el pedirle a Dios vivir con sencillez cada jornada, como
poéticamente lo pide José María Pemán en su Elogio de la vida sencilla:
“Vida serena y sencilla,
yo quiero abrazarme a ti,
que eres la sola semilla
que nos da flores aquí.
Conciencia tranquila y sana
es el tesoro que quiero;
nada pido y nada espero
para el día de mañana.
(…)
y al nacer cada mañana
tan sólo le pido a Dios
casa limpia en que albergar,
pan tierno para comer,
un libro para leer
y un Cristo para rezar.”
En fin. Que a pesar las contrariedades del momento que transitamos, no nos
privemos de la apetura a lo sacro y a la sabiduría por medio de la oración y la
lectura.
Cada uno según sea el lugar en el que Dios lo puso en este
momento, sabrá de qué modo puede “ir hasta el fin del mundo sin salir de una
habitación”.
Que la Virgen Santísima, refugio de los pecadores, nos asista y proteja no sólo
de ese nuevo “enemigo invisible” del Coronavirus, sino sobre todo del
aquel antiguo enemigo invisible, y así lleguemos a
vivir una Semana Santa con vivos actos de fe, esperanza y caridad.
Y como de vida monástica comenzamos hablando, con el profundo saludo monástico
nos despedimos.
¡Memento mori![8]
Cristián
Ferreira
[2] “Vigilantes de la noche… la vida
de los monjes benedictinos”: https://www.youtube.com/watch?v=FzyrE8x-wy8
[3] Vemos que todos nos encontramos
bajo el cumplimiento del insistente mandato social “Quédate en casa”. Se trata
de cuidar y promover la conciencia social. ¿Y dónde está el examen de
conciencia particular pensando en el decálogo?… Varios están vigilantes para
ver novedades por redes sociales y armar reuniones virtuales. ¿Y dónde está esa
pronta disposición para reservar un tiempo para al diálogo íntimo y silencioso
con Dios?…No pocos están sacando provecho a este tiempo para limpiar y ordenar
la casa. ¿Y dónde está el trabajo por poner orden y limpieza en el castillo
interior -como
gustaba llamar al alma Santa Teresa-?… Aparecen decenas de tutoriales de
rutinas de ejercicio en casa, para seguir “en forma” y cuidar la silueta
corporal. ¿Y la forma mentis?
¿Dónde está la rutina para la lectura formativa, espiritual y recreativa?… ¿En
vez de agarrar un libro para leer, pagamos la cuenta de Netflix y nos
trasnochamos viendo series y películas?. Ciertamente, en sí, no hay nada de
malo en todo esto si es llevado con el debido orden. Lo malo es que una cosa
quite la otra, es decir, que lo verdaderamente importante quede relegado y
olvidado.
[5]También conocido como Evagrio el Monje.
Fue un monje y asceta cristiano del siglo IV, muy conocido por sus
cualidades de pensador, escritor y orador.
[6] En el blog “De libros, padres e
hijos”, Don Miguel Sanmartin Fenollera tiene publicada una nota de gran valor y
precisión al hablar de este tema. Sumamente recomendable leer, como todas las
demás publicaciones de su blog: https://delibrospadresehijos.blogspot.com/2018/09/de-la-ociosidad-sagrada.html
[8] Conmovedor saludo de los hijos de
San Bruno, que resulta ser un recuerdo sobre la futilidad de la vida humana. La
traducción al castellano es “Recuerda que morirás”
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