EL SIGNIFICADO Y EL VALOR
DE LA ININTERRUMPIDA
COSTUMBRE
DEL ARMADO DEL PESEBRE
EN LOS HOGARES Y EN LOS
ESPACIOS PÚBLICOS
El Papa Francisco firmó el pasado 1° de
diciembre una Carta Apostólica donde destaca el significado y el valor de la
ininterrumpida costumbre del armado del Pesebre en las casas, lugares de
trabajo, hospitales, escuelas, cárceles y plazas, antes de la Navidad. Una
tradición sencilla nacida en la mística escuela de San Francisco de Asís en el
año 1223, que el Pontífice califica como un “Admirable Signo”.
Nos recuerda el texto evangélico: “María
«dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un
pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (cfr Lc.2,7). El Niño Dios fue colocado
en un pesebre; palabra que procede del latín: praesepium.
Una
saludable tradición que lleva ya casi 800 años. Y que permanece, aún cuando los
medios tecnológicos modernos nos deslumbren con su aparatosidad encandiladora.
El Pesebre sigue siendo un lugar privilegiado de la trasmisión de la fe y nos
lleva espiritualmente a Belén, donde nació el Salvador en la plenitud de los
tiempos
El texto
completo en español de este documento pontificio, a continuación:
CARTA
APOSTÓLICA
Admirabile signum
DEL SANTO PADRE
FRANCISCO
SOBRE EL SIGNIFICADO Y EL VALOR DEL PESEBRE
FRANCISCO
SOBRE EL SIGNIFICADO Y EL VALOR DEL PESEBRE
1. El hermoso signo del pesebre, tan
estimado por el pueblo cristiano, causa siempre asombro y admiración. La
representación del acontecimiento del nacimiento de Jesús equivale a anunciar
el misterio de la encarnación del Hijo de Dios con sencillez y alegría. El
belén, en efecto, es como un Evangelio vivo, que surge de las páginas de la
Sagrada Escritura. La contemplación de la escena de la Navidad, nos invita a
ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha
hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que Él nos ama hasta
el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él.
Con esta Carta quisiera alentar la
hermosa tradición de nuestras familias que en los días previos a la Navidad
preparan el belén, como también la costumbre de ponerlo en los lugares de
trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles, en las plazas...
Es realmente un ejercicio de fantasía creativa, que utiliza los materiales más
dispares para crear pequeñas obras maestras llenas de belleza. Se aprende desde
niños: cuando papá y mamá, junto a los abuelos, transmiten esta alegre
tradición, que contiene en sí una rica espiritualidad popular. Espero que esta
práctica nunca se debilite; es más, confío en que, allí donde hubiera caído en
desuso, sea descubierta de nuevo y revitalizada.
2. El origen del pesebre encuentra
confirmación ante todo en algunos detalles evangélicos del nacimiento de Jesús
en Belén. El evangelista Lucas dice sencillamente que María «dio a luz a su
hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no
había sitio para ellos en la posada» (2,7). Jesús fue colocado en un pesebre;
palabra que procede del latín: praesepium.
El Hijo de Dios, viniendo a este
mundo, encuentra sitio donde los animales van a comer. El heno se convierte en
el primer lecho para Aquel que se revelará como «el pan bajado del cielo» (Jn 6,41).
Un simbolismo que ya san Agustín, junto con otros Padres, había captado cuando
escribía: «Puesto en el pesebre, se convirtió en alimento para nosotros» (Serm.
189,4). En realidad, el belén contiene diversos misterios de la vida de Jesús y
nos los hace sentir cercanos a nuestra vida cotidiana.
Pero volvamos de nuevo al origen del
belén tal como nosotros lo entendemos. Nos trasladamos con la mente a Greccio,
en el valle Reatino; allí san Francisco se detuvo viniendo probablemente de
Roma, donde el 29 de noviembre de 1223 había recibido del Papa Honorio III la
confirmación de su Regla. Después de su viaje a Tierra Santa, aquellas grutas
le recordaban de manera especial el paisaje de Belén. Y es posible que el Poverello quedase
impresionado en Roma, por los mosaicos de la Basílica de Santa María la Mayor
que representan el nacimiento de Jesús, justo al lado del lugar donde se
conservaban, según una antigua tradición, las tablas del pesebre.
Las Fuentes Franciscanas narran
en detalle lo que sucedió en Greccio. Quince días antes de la Navidad,
Francisco llamó a un hombre del lugar, de nombre Juan, y le pidió que lo ayudara
a cumplir un deseo: «Deseo celebrar la memoria del Niño que nació en Belén y
quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez
de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre
el buey y el asno»[1].
Tan pronto como lo escuchó, ese hombre bueno y fiel fue
rápidamente y preparó en el lugar señalado lo que el santo le había indicado.
El 25 de diciembre, llegaron a Greccio muchos frailes de distintos lugares,
como también hombres y mujeres de las granjas de la comarca, trayendo flores y
antorchas para iluminar aquella noche santa. Cuando llegó Francisco, encontró
el pesebre con el heno, el buey y el asno. Las personas que llegaron mostraron
frente a la escena de la Navidad una alegría indescriptible, como nunca antes
habían experimentado. Después el sacerdote, ante el Nacimiento, celebró
solemnemente la Eucaristía, mostrando el vínculo entre la encarnación del Hijo
de Dios y la Eucaristía. En aquella ocasión, en Greccio, no había figuras: el
belén fue realizado y vivido por todos los presentes[2].
Así nace nuestra tradición: todos
alrededor de la gruta y llenos de alegría, sin distancia alguna entre el
acontecimiento que se cumple y cuantos participan en el misterio.
El primer biógrafo de san Francisco,
Tomás de Celano, recuerda que esa noche, se añadió a la escena simple y
conmovedora el don de una visión maravillosa: uno de los presentes vio acostado
en el pesebre al mismo Niño Jesús. De aquel belén de la Navidad de 1223, «todos
regresaron a sus casas colmados de alegría»[3].
3. San Francisco realizó una gran obra
de evangelización con la simplicidad de aquel signo. Su enseñanza ha penetrado
en los corazones de los cristianos y permanece hasta nuestros días como un modo
genuino de representar con sencillez la belleza de nuestra fe. Por otro lado,
el mismo lugar donde se realizó el primer belén expresa y evoca estos
sentimientos. Greccio se ha convertido en un refugio para el alma que se
esconde en la roca para dejarse envolver en el silencio.
¿Por qué el belén suscita tanto
asombro y nos conmueve? En primer lugar, porque manifiesta la ternura de Dios.
Él, el Creador del universo, se abaja a nuestra pequeñez. El don de la vida,
siempre misterioso para nosotros, nos cautiva aún más viendo que Aquel que
nació de María es la fuente y protección de cada vida. En Jesús, el Padre nos
ha dado un hermano que viene a buscarnos cuando estamos desorientados y
perdemos el rumbo; un amigo fiel que siempre está cerca de nosotros; nos ha
dado a su Hijo que nos perdona y nos levanta del pecado.
La preparación del pesebre en nuestras
casas nos ayuda a revivir la historia que ocurrió en Belén. Naturalmente, los
evangelios son siempre la fuente que permite conocer y meditar aquel
acontecimiento; sin embargo, su representación en el belén nos ayuda a imaginar
las escenas, estimula los afectos, invita a sentirnos implicados en la historia
de la salvación, contemporáneos del acontecimiento que se hace vivo y actual en
los más diversos contextos históricos y culturales.
De modo particular, el pesebre es
desde su origen franciscano una invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que
el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su encarnación. Y así, es
implícitamente una llamada a seguirlo en el camino de la humildad, de la
pobreza, del despojo, que desde la gruta de Belén conduce hasta la Cruz. Es una
llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas
más necesitados (cf. Mt 25,31-46).
4. Me gustaría ahora repasar los
diversos signos del belén para comprender el significado que llevan consigo. En
primer lugar, representamos el contexto del cielo estrellado en la oscuridad y
el silencio de la noche. Lo hacemos así, no sólo por fidelidad a los relatos
evangélicos, sino también por el significado que tiene. Pensemos en cuántas
veces la noche envuelve nuestras vidas. Pues bien, incluso en esos instantes,
Dios no nos deja solos, sino que se hace presente para responder a las
preguntas decisivas sobre el sentido de nuestra existencia: ¿Quién soy yo? ¿De
dónde vengo? ¿Por qué nací en este momento? ¿Por qué amo? ¿Por qué sufro? ¿Por
qué moriré? Para responder a estas preguntas, Dios se hizo hombre. Su cercanía
trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del
sufrimiento (cf. Lc 1,79).
Merecen también alguna mención los
paisajes que forman parte del belén y que a menudo representan las ruinas de
casas y palacios antiguos, que en algunos casos sustituyen a la gruta de Belén
y se convierten en la estancia de la Sagrada Familia.
Estas ruinas parecen estar inspiradas en la Leyenda
Áurea del dominico Jacopo da Varazze (siglo XIII), donde se narra una
creencia pagana según la cual el templo de la Paz en Roma se derrumbaría cuando
una Virgen diera a luz. Esas ruinas son sobre todo el signo visible de la
humanidad caída, de todo lo que está en ruinas, que está corrompido y
deprimido. Este escenario dice que Jesús es la novedad en medio de un mundo
viejo, y que ha venido a sanar y reconstruir, a devolverle a nuestra vida y al
mundo su esplendor original.
5. ¡Cuánta emoción debería
acompañarnos mientras colocamos en el belén las montañas, los riachuelos, las
ovejas y los pastores! De esta manera recordamos, como lo habían anunciado los
profetas, que toda la creación participa en la fiesta de la venida del Mesías.
Los ángeles y la estrella son la señal de que también nosotros estamos llamados
a ponernos en camino para llegar a la gruta y adorar al Señor.
«Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo
que ha sucedido y que el Señor nos ha comunicado» (Lc 2,15), así
dicen los pastores después del anuncio hecho por los ángeles. Es una enseñanza
muy hermosa que se muestra en la sencillez de la descripción. A diferencia de
tanta gente que pretende hacer otras mil cosas, los pastores se convierten en
los primeros testigos de lo esencial, es decir, de la salvación que se les
ofrece. Son los más humildes y los más pobres quienes saben acoger el
acontecimiento de la encarnación. A Dios que viene a nuestro encuentro en el
Niño Jesús, los pastores responden poniéndose en camino hacia Él, para un
encuentro de amor y de agradable asombro. Este encuentro entre Dios y sus
hijos, gracias a Jesús, es el que da vida precisamente a nuestra religión y
constituye su singular belleza, y resplandece de una manera particular en el
pesebre.
6. Tenemos la costumbre de poner en
nuestros belenes muchas figuras simbólicas, sobre todo, las de mendigos y de
gente que no conocen otra abundancia que la del corazón. Ellos también están
cerca del Niño Jesús por derecho propio, sin que nadie pueda echarlos o
alejarlos de una cuna tan improvisada que los pobres a su alrededor no
desentonan en absoluto. De hecho, los pobres son los privilegiados de este
misterio y, a menudo, aquellos que son más capaces de reconocer la presencia de
Dios en medio de nosotros.
Los pobres y los sencillos en el
Nacimiento recuerdan que Dios se hace hombre para aquellos que más sienten la
necesidad de su amor y piden su cercanía. Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29),
nació pobre, llevó una vida sencilla para enseñarnos a comprender lo esencial y
a vivir de ello. Desde el belén emerge claramente el mensaje de que no podemos
dejarnos engañar por la riqueza y por tantas propuestas efímeras de felicidad.
El palacio de Herodes está al fondo, cerrado, sordo al anuncio de alegría. Al
nacer en el pesebre, Dios mismo inicia la única revolución verdadera que da
esperanza y dignidad a los desheredados, a los marginados: la revolución del
amor, la revolución de la ternura. Desde el belén, Jesús proclama, con manso
poder, la llamada a compartir con los últimos el camino hacia un mundo más
humano y fraterno, donde nadie sea excluido ni marginado.
Con frecuencia a los niños —¡pero
también a los adultos!— les encanta añadir otras figuras al belén que parecen
no tener relación alguna con los relatos evangélicos. Y, sin embargo, esta imaginación
pretende expresar que en este nuevo mundo inaugurado por Jesús hay espacio para
todo lo que es humano y para toda criatura. Del pastor al herrero, del panadero
a los músicos, de las mujeres que llevan jarras de agua a los niños que
juegan..., todo esto representa la santidad cotidiana, la alegría de hacer de
manera extraordinaria las cosas de todos los días, cuando Jesús comparte con
nosotros su vida divina.
7. Poco a poco, el belén nos lleva a
la gruta, donde encontramos las figuras de María y de José. María es una madre
que contempla a su hijo y lo muestra a cuantos vienen a visitarlo. Su imagen
hace pensar en el gran misterio que ha envuelto a esta joven cuando Dios ha
llamado a la puerta de su corazón inmaculado. Ante el anuncio del ángel, que le
pedía que fuera la madre de Dios, María respondió con obediencia plena y total.
Sus palabras: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38),
son para todos nosotros el testimonio del abandono en la fe a la voluntad de
Dios. Con aquel “sí”, María se convertía en la madre del Hijo de Dios sin
perder su virginidad, antes bien consagrándola gracias a Él. Vemos en ella a la
Madre de Dios que no tiene a su Hijo sólo para sí misma, sino que pide a todos
que obedezcan a su palabra y la pongan en práctica (cf. Jn 2,5).
Junto a María, en una actitud de
protección del Niño y de su madre, está san José. Por lo general, se representa
con el bastón en la mano y, a veces, también sosteniendo una lámpara. San José
juega un papel muy importante en la vida de Jesús y de María. Él es el custodio
que nunca se cansa de proteger a su familia. Cuando Dios le advirtió de la
amenaza de Herodes, no dudó en ponerse en camino y emigrar a Egipto (cf. Mt 2,13-15).
Y una vez pasado el peligro, trajo a la familia de vuelta a Nazaret, donde fue
el primer educador de Jesús niño y adolescente. José llevaba en su corazón el
gran misterio que envolvía a Jesús y a María su esposa, y como hombre justo
confió siempre en la voluntad de Dios y la puso en práctica.
8. El corazón del pesebre comienza a
palpitar cuando, en Navidad, colocamos la imagen del Niño Jesús. Dios se
presenta así, en un niño, para ser recibido en nuestros brazos. En la debilidad
y en la fragilidad esconde su poder que todo lo crea y transforma. Parece imposible,
pero es así: en Jesús, Dios ha sido un niño y en esta condición ha querido
revelar la grandeza de su amor, que se manifiesta en la sonrisa y en el tender
sus manos hacia todos.
El nacimiento de un niño suscita
alegría y asombro, porque nos pone ante el gran misterio de la vida. Viendo
brillar los ojos de los jóvenes esposos ante su hijo recién nacido, entendemos
los sentimientos de María y José que, mirando al niño Jesús, percibían la
presencia de Dios en sus vidas.
«La Vida se hizo visible» (1Jn 1,2);
así el apóstol Juan resume el misterio de la encarnación. El belén nos hace
ver, nos hace tocar este acontecimiento único y extraordinario que ha cambiado
el curso de la historia, y a partir del cual también se ordena la numeración de
los años, antes y después del nacimiento de Cristo.
El modo de actuar de Dios casi aturde,
porque parece imposible que Él renuncie a su gloria para hacerse hombre como
nosotros. Qué sorpresa ver a Dios que asume nuestros propios comportamientos:
duerme, toma la leche de su madre, llora y juega como todos los niños. Como
siempre, Dios desconcierta, es impredecible, continuamente va más allá de
nuestros esquemas. Así, pues, el pesebre, mientras nos muestra a Dios tal y
como ha venido al mundo, nos invita a pensar en nuestra vida injertada en la de
Dios; nos invita a ser discípulos suyos si queremos alcanzar el sentido último
de la vida.
9. Cuando se acerca la fiesta de la
Epifanía, se colocan en el Nacimiento las tres figuras de los Reyes Magos.
Observando la estrella, aquellos sabios y ricos señores de Oriente se habían
puesto en camino hacia Belén para conocer a Jesús y ofrecerle dones: oro,
incienso y mirra. También estos regalos tienen un significado alegórico: el oro
honra la realeza de Jesús; el incienso su divinidad; la mirra su santa
humanidad que conocerá la muerte y la sepultura.
Contemplando esta escena en el belén,
estamos llamados a reflexionar sobre la responsabilidad que cada cristiano
tiene de ser evangelizador. Cada uno de nosotros se hace portador de la Buena
Noticia con los que encuentra, testimoniando con acciones concretas de
misericordia la alegría de haber encontrado a Jesús y su amor.
Los Magos enseñan que se puede
comenzar desde muy lejos para llegar a Cristo. Son hombres ricos, sabios
extranjeros, sedientos de lo infinito, que parten para un largo y peligroso
viaje que los lleva hasta Belén (cf. Mt 2,1-12). Una gran
alegría los invade ante el Niño Rey. No se dejan escandalizar por la pobreza
del ambiente; no dudan en ponerse de rodillas y adorarlo. Ante Él comprenden
que Dios, igual que regula con soberana sabiduría el curso de las estrellas,
guía el curso de la historia, abajando a los poderosos y exaltando a los
humildes. Y ciertamente, llegados a su país, habrán contado este encuentro
sorprendente con el Mesías, inaugurando el viaje del Evangelio entre las
gentes.
10. Ante el belén, la mente va espontáneamente
a cuando uno era niño y se esperaba con impaciencia el tiempo para empezar a
construirlo. Estos recuerdos nos llevan a tomar nuevamente conciencia del gran
don que se nos ha dado al transmitirnos la fe; y al mismo tiempo nos hacen
sentir el deber y la alegría de transmitir a los hijos y a los nietos la misma
experiencia. No es importante cómo se prepara el pesebre, puede ser siempre
igual o modificarse cada año; lo que cuenta es que este hable a nuestra vida.
En cualquier lugar y de cualquier manera, el belén habla del amor de Dios, el
Dios que se ha hecho niño para decirnos lo cerca que está de todo ser humano,
cualquiera que sea su condición.
Queridos hermanos y hermanas: El belén
forma parte del dulce y exigente proceso de transmisión de la fe. Comenzando
desde la infancia y luego en cada etapa de la vida, nos educa a contemplar a
Jesús, a sentir el amor de Dios por nosotros, a sentir y creer que Dios está
con nosotros y que nosotros estamos con Él, todos hijos y hermanos gracias a
aquel Niño Hijo de Dios y de la Virgen María. Y a sentir que en esto está la
felicidad. Que en la escuela de san Francisco abramos el corazón a esta gracia
sencilla, dejemos que del asombro nazca una oración humilde: nuestro “gracias”
a Dios, que ha querido compartir todo con nosotros para no dejarnos nunca
solos.
Dado en Greccio, en el Santuario del
Pesebre, 1 de diciembre de 2019.
Francisco
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