"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni"
Con estas palabras comienza un
importante discurso del Papa Benedicto XVI, en ocasión del saludo de fin de año
a la Curia Romana del 20 de diciembre de 2010.
Tomamos unos párrafos de esta
alocución, donde el Papa se refiere al Año Sacerdotal celebrado en ese año y a los abusos contra menores
cometidos por sacerdotes, que transforman el Sacramento en su contrario: bajo el manto de lo
sagrado hieren profundamente a la persona humana en su infancia y le acarrean
un daño para toda la vida.
El Papa alude a la
perversión de las conciencias ante una debacle de la teología moral católica, y
vuelve a reiterar la importancia de tener muy en cuenta la Encíclica Veritatis
Splendor de San Juan Pablo II.
"Excita, Domine, potentiam tuam, et veni" – con estas palabras y otras similares, la
liturgia de la Iglesia reza repetidamente en los días del Adviento. Son
invocaciones formuladas probablemente en el periodo de decadencia del Imperio
Romano. La descomposición de los ordenamientos que sostenían el derecho y de
las actitudes morales de fondo, que daban fuerza a aquellos, causaban la
ruptura de los márgenes que hasta aquel momento habían protegido la convivencia
pacífica entre los hombres. Un mundo estaba
desapareciendo. Frecuentes cataclismos naturales aumentaban aún más esta
experiencia de inseguridad. No se veía fuerza alguna que pudiese frenar aquel
ocaso. Tanto más insistente era la invocación del poder propio de Dios: que Él
viniera y protegiera a los hombres de todas estas amenazas.
"Excita,
Domine, potentiam tuam, et veni". También hoy
tenemos nosotros muchos motivos para asociarnos a esta oración de Adviento de
la Iglesia. El mundo, con todas sus nuevas esperanzas y posibilidades, está al
mismo tiempo angustiado por la impresión de que el consenso moral se está
disolviendo, un consenso sin el cual las estructuras jurídicas y políticas no
funcionan; en consecuencia, las fuerzas movilizadas para la defensa de estas
estructuras parecen estar destinadas al fracaso.
Excita –
la oración recuerda el grito dirigido al Señor, que estaba durmiendo en la barca
de los discípulos zarandeada por la tempestad y a punto de hundirse. Cuando su
palabra poderosa hubo aplacado la tempestad, Él reprochó a los discípulos por
su poca fe (cfr Mt 8,26 y par.). Quería decir: en vosotros mismos, la fe se ha
dormido. Lo mismo quiere decirnos también a nosotros. También en nosotros la fe
a menudo se duerme. Pidámosle por tanto que nos despierte del sueño de una fe
que se ha vuelto cansada y que vuelva a dar a nuestra fe el poder de mover las
montañas -es decir, de dar el orden justo a las cosas del mundo.
"Excita,
Domine, potentiam tuam, et veni": en las grandes
angustias, a la que hemos sido expuestos este año, esta oración de Adviento me
ha vuelto siempre al corazón y a los labios. Con gran alegría habíamos
comenzado el Año sacerdotal y, gracias a Dios, pudimos
concluirlo también con gran agradecimiento, a pesar de que se llevara a cabo de
forma tan distinta a como esperábamos. En nosotros los sacerdotes, y en los
laicos, y precisamente también en los jóvenes, se ha renovado la conciencia de
qué don representa el sacerdocio de la Iglesia católica, que el Señor nos ha
confiado.
Nos hemos dado
cuenta nuevamente de qué bello es que los seres humanos hayamos sido
autorizados a pronunciar, en nombre de Dios y con pleno poder, la palabra del
perdón, y seamos así capaces de cambiar el mundo, la vida; qué hermoso es que
los seres humanos hayamos sido autorizados a pronunciar las palabras de la
consagración, con las que el Señor atrae hacia sí un trozo de mundo, y en
cierta forma lo transforme en su sustancia; qué hermoso es poder estar, con la
fuerza del Señor, cerca de los hombres en sus alegrías y sufrimientos, tanto en
las horas importantes como en las horas oscuras de la existencia; qué hermoso
es tener en la vida como tarea no esto o lo otro, sino sencillamente el ser
mismo del hombre – para ayudarle a que se abra a Dios y que viva a partir de
Dios.
Por eso hemos sido
turbados cuando, precisamente en este año y en una dimensión inimaginable para
nosotros, hemos tenido conocimiento de abusos contra menores cometidos por
sacerdotes, que transforman el Sacramento en su contrario: bajo el
manto de lo sagrado hieren profundamente a la persona humana en su infancia y
le acarrean un daño para toda la vida.
En este contexto, me
venía a la mente una visión de santa Hildegarda de Bingen que describe de forma
conmovedora lo que hemos vivido este año:
“En el año 1170
después del nacimiento de Cristo estuve durante largo tiempo enferma en la
cama. Entonces, física y mentalmente despierta, vi a una mujer de una belleza
tal que la mente humana no era capaz de comprender. Su figura se erguía desde
la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con un resplandor sublime. Su
mirada estaba dirigida al cielo. Estaba vestida con una túnica luminosa y
radiante de seda blanca y un manto guarnecido de piedras preciosas. En los pies
calzaba zapatos de ónice. Pero su rostro estaba embadurnado de polvo; su
vestido, por el lado derecho, estaba desgarrado. También el manto había perdido
su belleza singular, y sus zapatos estaban ensuciados por encima. Con voz alta
y dolorida, la mujer gritó hacia el cielo: '¡Escucha, oh cielo, mi rostro está
manchado! ¡Aflígete, oh tierra: mi vestido está desgarrado! ¡Tiembla, oh
abismo: mis zapatos están ensuciados!’
Y prosiguió:
‘Estaba escondida en el corazón del Padre, hasta que el Hijo del hombre,
concebido y dado a luz en la virginidad, derramó su sangre. Con esta sangre,
como dote suya, me tomó como su esposa.
Los estigmas de mi
esposo permanecen frescos y abiertos, mientras estén abiertas las heridas de
los pecados de los hombres. Precisamente el que sigan abiertas las heridas de
Cristo es por culpa de los sacerdotes. Estos desgarran mi túnica porque son
transgresores de la Ley, del Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el
esplendor a mi manto, porque descuidan totalmente los preceptos que se les
impusieron. Ensucian mis zapatos, porque no caminan por sendas rectas, es
decir, en las duras y severas de la justicia, y tampoco dan buen ejemplo a sus
súbditos. Con todo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad’.
Y escuché una voz
del cielo que decía: 'Esta imagen representa a la Iglesia. Por esto, oh ser
humano que ves todo esto y que escuchas las palabras de lamento, anúncialo a los
sacerdotes que están destinados a la guía y a la instrucción del pueblo de Dios
y a los cuales, como a los apóstoles, se ha dicho: Id a todo el mundo y
anunciad el Evangelio a toda criatura’ (Mc 16,15)" (Carta
a Werner von Kirchheim y a su comunidad sacerdotal: PL 197, 269ss).
En la visión de
santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de polvo, y es así como
lo hemos visto nosotros. Su vestido está desgarrado – por culpa de los
sacerdotes. Así como ella lo vio y expresó, lo hemos vivido este año. Debemos
aceptar esta humillación como una exhortación a la verdad y una llamada a la
renovación. Sólo la verdad salva. Debemos preguntarnos qué podemos hacer para
reparar lo más posible la injusticia cometida.
Debemos preguntarnos
qué era equivocado en nuestro anuncio, en toda nuestra forma de configurar el
ser cristiano, de manera que una cosa semejante pudiera suceder. Debemos
encontrar una nueva determinación en la fe y en el bien. Debemos ser capaces de
penitencia. Debemos esforzarnos en intentar todo lo posible, en la preparación
al sacerdocio, para que una cosa semejante no pueda volver a suceder. Éste es
también el lugar para agradecer de corazón a todos aquellos que se han empeñado
en ayudar a las víctimas y en devolverles la confianza en la Iglesia, la
capacidad de creer en su mensaje. En mis encuentros con las víctimas de este
pecado, siempre he encontrado a personas que, con gran dedicación, están al
lado de quienes sufren y han sufrido daño. Ésta es la ocasión también para dar
las gracias también a tantos buenos sacerdotes que transmiten en humildad y
fidelidad la bondad del Señor y que, en medio de las devastaciones, son
testigos de la belleza no perdida del sacerdocio.
Somos conscientes de
la particular gravedad de este pecado cometido por sacerdotes y de nuestra
correspondiente responsabilidad. Pero no podemos tampoco callar sobre el
contexto de nuestro tiempo en el que hemos tenido que ver estos
acontecimientos.
Existe un mercado de
la pornografía que afecta a los niños, que de alguna forma parece ser
considerado por la sociedad cada vez más como algo normal. La destrucción
psicológica de niños, cuyas personas son reducidas a artículo de mercado, es un
espantoso signo de los tiempos. Escucho de los obispos de países del Tercer
Mundo una y otra vez que el turismo sexual amenaza a una generación entera y la
daña en su libertad y en su dignidad humana.
El Apocalipsis de
San Juan enumera entre los grandes pecados de Babilonia – símbolo de las
grandes ciudades irreligiosas del mundo – el hecho de practicar el comercio de
los cuerpos y de las almas y de hacer de ellos una mercancía (cfr. Ap 18,13).
En este contexto, se plantea también el problema de la droga, que con fuerza
creciente extiende sus tentáculos de pulpo en todo el globo terrestre –
expresión elocuente de la dictadura de Mammón que pervierte al hombre. Todo
placer resulta insuficiente y el exceso en el engaño de la embriaguez se
convierte en una violencia que destruye regiones enteras, y esto en nombre de
un malentendido fatal de la libertad en el que precisamente la libertad del
hombre es minada y al final anulada del todo.
Para oponernos a estas
fuerzas debemos echar una mirada a sus fundamentos ideológicos. En los años 70,
la pedofilia fue teorizada como algo totalmente conforme al hombre y también al
niño. Esto, sin embargo, formaba parte de una perversión
de fondo del concepto de ethos. Se afirmaba – incluso en el
ámbito de la teología católica – que no existían ni el mal en sí ni el bien en
sí. Existirían sólo un “mejor que” y un “peor que”. Nada sería de por sí bueno
o malo. Todo dependería de las circunstancias y del fin pretendido. Según los
fines y las circunstancias, todo podría ser bueno o también malo. La moral se
sustituyó por un cálculo de las consecuencias y con ello dejó de existir.
Los efectos de tales
teorías son hoy evidentes.
Contra ellas el papa
Juan Pablo II, en su Encíclica Veritatis Splendor de 1993,
indicó con fuerza profética en la gran tradición del ethos cristiano
las bases esenciales de la actuación moral. Este texto debe ser
puesto hoy nuevamente en el centro como camino en la formación de la
conciencia. Es responsabilidad nuestra hacer nuevamente audibles y
comprensibles entre los hombres estos criterios como vías de la verdadera
humanidad, en el contexto de la preocupación por el hombre, en la que estamos
inmersos.
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