LOS
PALACIOS, LAS ERMITAS Y LAS CUEVAS DE PASTRANA
Por
Juan Manuel de Prada
Una visita a una villa castellana
que permite entrever lo que fue la España del siglo de oro: palaciega y
recoleta, señorial y ermitaña
Santa Teresa de Jesùs, que fundara en Pastrana un convento de frailes carmelitas
Se me ha
quedado la querencia de esta villa castellana de Pastrana (a poco menos de 100
km de Madrid), que sigue conservando, en delicada y rara mezcla, un alma a la
vez palaciega y recoleta, señorial y ermitaña, que es su seña más distintiva y
subyugadora.
El
viajero lo descubre en seguida, impresionado primero por la imponente mole del
palacio renacentista donde vivió y penó la princesa de Éboli, y después
extraviado por el dédalo de callejuelas empinadas y menestrales. Pastrana no ha
sufrido los expolios característicos de la especulación inmobiliaria; y
pasearla es una grata tregua para nuestra sensibilidad estragada por tantos
engendros arquitectónicos. El barrio del Albaicín nos evoca la laboriosidad de
una villa dedicada en otro tiempo a la industria textil; la Colegiata, que
llegó a tener un cabildo casi tan numeroso como el de la catedral de Toledo,
nos deslumbra con sus riquísimos tapices flamencos, sus tallas y pinturas
barrocas, su cripta en la que doña Ana de Mendoza espera la resurrección de la carne.
Para imaginar el esplendor de Pastrana no hace falta sino entrar en su palacio
y alzar la mirada hacia los riquísimos artesonados que cubren los techos de sus
principales estancias; o subir hasta el convento de San Francisco, cruelmente
desamortizado, o hasta el más alejado convento del Carmen, que primero lo fue
de frailes carmelitas (también expulsados por el bellaco de Mendizábal) y
después de franciscanos, hasta convertirse en uno de los centros más
florecientes de la orden, que abastecía desde este lugar sus misiones en
Filipinas.
Este
gigantesco convento del Carmen hoy desierto, víctima como tantos otros de la
‘primavera del Concilio’, fue en su origen apenas una ermita con su palomar,
entregados por los príncipes de Éboli a un par de ermitaños napolitanos,
Mariano Azzaro (un arbitrista que quiso hacer navegable el Guadalquivir hasta
Córdoba) y Juan de la Miseria (un pintor algo chapucero al que debemos el único
retrato de la Santa abulense que ha llegado hasta nosotros). Teresa de Jesús cameló a estos dos
ermitaños, incorporándolos a la orden carmelita descalza, que de este modo sumó
su segundo convento de frailes, después de Duruelo. El convento del Carmen de
Pastrana aún conserva la ermita originaria en la que se fundó, así como otras
subterráneas muy próximas, seguramente excavadas por el propio Mariano Azzaro,
que me han servido para entender mejor el espíritu originario de la reforma
promovida por Santa Teresa.
Entre las
ermitas de Pastrana -que pude visitar por gentileza de Ignacio Ranero, alcalde
de la villa- provoca especial pasmo la popularmente llamada del Santo Sordo, en
alusión a fray José de la Virgen, un carmelita de principios del siglo XVIII
que pintó sus techos y paredes con frescos de trazo rústico y los adornó con
tibias y calaveras (que el vandalismo turístico ha despojado en parte), así
como con cartelas de pergamino en las que se reproducen meditaciones
patrísticas. La angostura del lugar, su aspereza de cueva donde se amojaman las
carnes y se purifican las almas, su invitación a meditar sobre la fugacidad de
la vida, dejan al viajero estremecido y turbado. Pero no tanto como la aledaña
cueva de San Juan, en la arriscada pared del altozano, donde se recogía para
hacer sus penitencias y componer sus versos San Juan de la Cruz, a quien Santa Teresa llamaba su «medio
fraile», por lo menguado y escuchimizado que era. En la cueva sombría, excavada
en la roca, enseguida se descubre el altar en el que aquel frailecico oficiaba
la misa (¡cuánto gusto le daría a Dios hacerse carne y sangre en las manos de
quien supo cantarlo con palabras tan sublimes y enamorada!), y el pequeño hueco
en el que dormía sobre el suelo, utilizando una piedra para reclinar el cuello,
a imitación de Cristo.
Basta
visitar esta cueva lóbrega y compararla con la vida burguesona y rutinaria que,
con el tiempo, se adueñaría de tantas órdenes religiosas para entender el
eclipse de una Iglesia asimilada al mundo que hoy padecemos. Mientras me
agachaba para besar la piedra donde descansó la cabeza del más divino de nuestros
poetas me treparon las lágrimas a los ojos, como un golpe de mar. Afuera, al
sol berroqueño del mediodía, exultaban de gozo la calandria y el ruiseñor; y en
sus trinos cabía, restallante y purísimo, todo el Cántico espiritual.
Hay que viajar a Pastrana para entender la España que se fue. Quiera Dios que
vuelva algún día, aunque mis ojos ya no la vean.
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