Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

27 de mayo de 2017

ET ASCENDIT IN CAELUM, SEDET AD DEXTERAM PATRIS (Art. VI del Credo)


CRISTO VINO AL MUNDO PARA LLEVARNOS CON ÉL AL PADRE

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR AL CIELO


La Ascensión del Señor - Giotto


“Descendiste del Cielo como rocío vivificante,
has traído el perdón y el desierto floreció.
Subes al Cielo como incienso perfumado:
llévanos tras de Ti, a los que te aclamamos.”

San Efrén

Henri de Lubac, fue un agudo, audaz y honesto teólogo jesuita. Importan estos tres adjetivos, elegidos con precisión, para poner en relieve lo que sigue: este gran estudioso de la Patrística fue uno de los precursores y adalides de la gran reforma eclesial del último Concilio. Esgrimía en favor de la mentada reforma con la Patrística en la mano, mostrando cuánto se había alejado la Iglesia moderna de aquel modelo brioso, ígneo, cautivante, con que los Padres subían a los hombres de sus tiempos a la nave alada de la Iglesia, arrastrada en vuelo nupcial ad Patrem.

Digo “agudo, audaz y honesto” pues en su vejez no se cansó de avisar que la cosa había salido distinta a lo planeado... que no, que no era “eso” lo que habían soñado, debatido, cavilado, diseñado con los ojos puestos en los Padres. Un auténtico “arrepentido”, como se dice hoy.  Una frase emblemática que quedó de aquel viejo, cansado y defraudado jesuita es la que hoy me interesa destacar para lumbre de la fiesta de la Ascensión. Y dice literalmente así:

“Cristo no vino al mundo para venir al mundo.
 Vino al mundo para llevarnos al Padre.”

O en otra expresión análoga, unos años luego: 

“Cristo no vino a hacer obra de Encarnación; sino a hacer obra de Redención.”

Pero dejemos al viejo jesuita francés y retrocedamos algunas cuantas lunas. Egeria es una audaz peregrina, que allá por el 380 visitó Tierra Santa desde la Galia romana, narrando con minucioso detalle su intrépido periplo. Estando en Jerusalén participó de la Liturgia que la comunidad cristiana iba formalizando: una magnífica procesión con cánticos y antorchas se realizaba en la víspera de la fiesta de la Ascensión hasta la gruta de Belén, para emprender la marcha desde allí hasta el monte de los Olivos, al lugar exacto de la Ascensión del Señor. La intención del gesto litúrgico era nítido: vincular estrechamente los extremos del arco de la Encarnación. Soldar la gruta con el monte, la hondura del Belén con la plateada copa del olivar. Para que se hiciera patente —en el secreto idioma litúrgico— la profunda convicción de aquellos cristianos: descendió para ascender; descendió solo, para ascender arrastrando en vuelo una multitud.

Ya no en gesto litúrgico sino en verba doctrinal, las homilías de Navidad de los Padres —san León Magno, por caso, Papa en la época de Egeria— se empeñan en afianzar esta inmatizable verdad: se hizo pobre para enriquecernos, se hizo esclavo para liberarnos, se anonadó para exaltarnos, bajó para subirnos. Ese es el Commercium, el admirable intercambio: Dios se hace hombre para que el hombre pueda ser dios. Lo demás es espuma, prescindibles ribetes del barroco. Como insistirán sobre todo los Padres griegos: la “sarkosis” es para la “théosis” (la encarnación es para la divinización).

San Agustín, muy pocos años después, lo dirá así: 

“¿Quién es ese que asciende? El mismo que descendió. Has descendido para sanarme, has ascendido para elevarme. Si me elevo a mí mismo caigo;… si me levantas tú, permanezco alzado…A ti que te levantas digo: Señor tú eres mi esperanza, tú que asciendes al Cielo; sé mi refugio.” “¡Llévame tras de Ti, corramos, subamos!”, como remata el Cantar.

Tal vez no sea tanto como batallar en favor del verde de las hojas, pero ciertamente corren tiempos eclesiales en que esta verdad fontal y crucial ha sido un tanto erosionada y borroneada. ¿A qué vino Cristo? ¿Vino a venir o vino a llevar?

Vino para llevarnos,
hay que responder con nítida dicción y tono firme.

Pero mejor, que lo explique Dios mismo. Nada de Papas, Doctores, peregrinas ni jesuitas arrepentidos: Dios mismo.

Veamos: este diáfano arco, esta tersa elipse de un Dios saliendo de Sí para rescatar al hombre, cargarlo sobre Sí, y llevarlo hasta Sí, atraviesa la Escritura entera.

Tal vez la imagen más gráfica y plástica sea la de Isaías 55: como la delgada llovizna, como la muda nieve desciende de los cielos, así desciende este Dios Logos. Y lo hace para que, una vez empapada la tierra, fecundada y germinada, retorne a Dios; mas no retorne vacía (non revertetur ad Me vacuum, dice la Vulgata, en exquisita eufonía), sino que retorne —al Padre, al Eterno mundo intradivino— habiendo cumplido la misión encomendada: rescatarnos.

En parecido registro, el Libro de la Sabiduría (Sab 18,14) va a hablar de esta misma Palabra divina —“Omnipotente”, dirá— que en el momento atmosférico preciso —cuando un peculiar silencio todo lo envolvía y la noche llegaba a su cenit— se lanza, saltando desde el Trono Real, cual implacable guerrero, sobre la ciudad tomada, sobre “la tierra condenada al exterminio”.

Permítanme apretar aquí “pausa”, detener un instante la secuencia del magnífico relato bíblico, para volver a decir lo ya dicho: solemos quedarnos con esta sola medialuna del arco; solemos leer este texto en el contexto navideño y detener aquí el relato... sin percibir la brutal amputación, el bestial truncado de un movimiento que inicia ahora su curva más bella y determinante: entrar a la ciudad tomada, y sacar de allí —como en aquella noche paradigmática Yahvé sacó de Egipto a su Pueblo— a los rehenes y cautivos. Arrebatárselos al enemigo. Dos imágenes bellísimas diademan este texto: la primera es que este guerrero divino “tocaba el cielo mientras pisaba la tierra” estableciendo una suerte de puente y de descarga de su poderío. La otra imagen imponente, es que este intrépido Guerrero-Rescatista, “llevaba en su vestido talar todo el universo y la majestad divina, coronando su cabeza (Sab 18, 24).

Y así como estos dos ejemplos, tantos otros pasajes del Antiguo Testamento aportan —en ese empeño pedagógico de Dios por multiplicar ejemplos e imágenes para explicarse— a que el hombre grabe en la retina de su corazón, casi en un solo golpe de vista, este movimiento divino, de descenso y ascenso, que se ha llamado con justísima precisión “Salvación”. Cuando este Plan llega a su concreción final y determinante, y el Hijo se lanza cual rayo al vientre purísimo de una Virgen, todas estas sombras y figuras aguardan y reclaman que este Movimiento salvífico en Carne describiera en verdad la elipse completa anunciada y profetizada. Podría uno decir —parafraseando un famoso texto de san Bernardo— que Henoc y Elías, arrebatados por Dios; Jacob, con la fresca memoria de su Escala; David, recordando docenas de pasajes de su Salterio; Salomón con su recién citado Guerrero; Isaías y su meteorológico gráfico de lluvias y condensaciones, Ezequiel y su carro de fuego... todos aguardaban expectantes que ese Belén cumplido en el tiempo desembocara en Ascensión.

Ni la mismísima Resurrección tiene un sentido “acabado” sin esta escena, que es la auténtica “resolución” del fraseo que se inicia el 25 de marzo con la Anunciación y Encarnación. La anástasis que se inicia la madrugada de Pascua halla en esta escena del monte de los Olivos su plenitud de sentido y de concreción. ¡Ahora sí —dicen los impacientes espectadores del Antiguo Testamento—, ahora sí que se cumple todo cuanto hemos avisado!
Lo habían avisado ellos, no menos que el mismísimo Señor(Jn 16,28):

“Salí del Padre y vine al mundo;
ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre.”

¡Esa es la sagrada Elipse! Así lo remarca, no menos, ese prístino poema que hace de Obertura al Evangelio de san Juan: se inicia con un Logos junto al Padre, que se hace Carne en el centro mismo del poema, para emprender su resolutivo Retorno al seno del Padre, donde concluye el itinerario.

O, con pluma paulina, es esta misma la música del Himno de la Carta a los Filipenses (2, 6-11), al que el gregoriano supo expresar tan bien con sus fraseos y planeos desde las agudas alturas al grave abismo de muerte y muerte de Cruz, desde donde se inicia un inefable remolino de ascenso —musical y conceptual— del Deus exaltavit illum (Dios lo exaltó) para Gloria del Padre.

Esta es nuestra Fe; esta es la Fe de la Iglesia. En su insobornable integridad, en su inamputable unidad. Atar en amoroso nudo el Niño Jesús al Cristo ascendiendo gloriosamente, es la astucia “gestáltica” para entender la Verdad completa. Para percibir “la figura” del proyecto salvífico.

Y entendiéndola, dejarse apoderar por ella.

¿Dejarse apoderar? ¿Qué significa esto?

Se nos ha ido —por fuerza mayor— demasiado tiempo explicando este verdor foliar, cuando es ahora que llega lo más sabroso del Misterio de esta Fiesta. O al menos, lo que más nos incumbe en primera persona.

Este Cristo, que vemos partir, no parte solo, sino que “sube a lo Alto llevando cautivos”, como dice san Pablo (Ef 4,8), viendo el cumplimiento del salmo (67, 19).

Y este cautivo, destinatario del gerundio, soy yo.

Así como Pablo, personalizando la redención, dice: Cristo murió por mí, uno debe poder decir: Cristo sube a los Cielos llevándome a mí.

La angélica demanda a los Apóstoles, de no quedarse nostalgiosos mirando el cielo (Hech 1,10) —y que el secularismo pretendió forzar interpretando ramplonamente como consigna de no ocuparse ya del cielo sino del suelo— lo que en verdad está objetando es la mirada apenada, la vista lamentada de quien, quedándose, despidiera al que parte.

Varones de Galilea —más bien parecen decir—: ¡qué se quedan aquí mirando el cielo: déjense subir con Él, déjense arrebatar también como Él y con Él!

Como glosa san León Magno: la vista física despide al que parte; mas la mirada espiritual, la visión de la Fe, parte con Él e ingresa sin conflictos en el mismo Cielo y Diestra paterna.

He aquí que se da la hermosura más excelsa de la vocación recibida, y en la que debería írsenos todo deseo, todo empeño, todo orante anhelo: dejarme arrebatar por aquel que “pasa” en su carro alado.

Su paso es furtivo (¡es la Pascua, es la Pascua del Señor!). Como un ave rapaz se echa raudamente sobre su presa para remontarla, así el Señor con nosotros. La verdad más profunda, más pura, más cristalina del cristianismo tiene este escueto nombre: rapto de amor.

Nieva silenciosamente sobre el Monte Umbrío. Las tórtolas, ya crecidas, extienden sus plateadas alas, revestidas al fin de oro inmarcesible. En la punta del peñasco, aguardan. ¿Qué aguardan? El paso del Carro de Dios, con sus caballos ígneos, que emprende vuelo nupcial del Sinaí hasta su Eterno Santuario. ¿Quién, Señor, quién nos diera alas de paloma para volar tras de Ti?

Pero sin hablar, sin pronunciar palabra, pasas, Señor. Pasas en majestuoso ascenso, en torbellino de fuego; y tu Brazo poderoso, estirándose desde el adentro del inefable Vórtice, empuña con suavísima firmeza mi diminuta mano extendida. Llévame tras de Ti, llega a balbucear el alma; y antes que diga el “Ti” ya ha sido arrancada del acantilado. Vértigo y Viento la embargan. Ella ya no es ella; o es más ella que nunca: mas Otro, en un Rapto, liberándola de toda cautividad, la ha hecho su cautiva.

Como Jesús en la Sinagoga de Nazaret, también aquí, en pleno Vuelo ascendente, anoticia el Señor: hoy se cumple esta Palabra; hoy se cumple esta escena evangélica. Y de ese “hoy” vive el cristiano. En ese “hoy” se despliega cada una de nuestras diminutas plegarias. Como dice Jean Corbon —ese magnífico liturgista oriental— del Misterio de la Ascensión pende toda la oración de la Iglesia.

Pues este arco inmenso de la Salvación aludido, se da tanto en la macro-escala de la Historia Universal, como en la escala intermedia de nuestra vida completa. Pero también —y no hay nada más bello que esta filigrana de encaje— se da en la micro-escala de cada experiencia mística cotidiana.

Cada vez que rezamos, cada vez —por poner el ejemplo emblemático— que intentamos nuestra humilde Lectio divina, inclinados con todo el ser sobre el sacro Texto... cual tórtola apostada al borde del peñasco, aguardamos al divino Raptor, en su alado Carro, dispuesto a arrebatarnos a lo Alto. Sobre el ripio suelto de cada versículo, aguardamos al Venado divino, al ágil Cervatillo, Pastor montañés, dispuesto a cargarnos sobre Sí o bien otorgarnos “pies de cierva” para adentrarnos a los Lugares Altos, a las Praderas eternas de la Libertad y la Amplitud.

Ante cada palabra orante vemos, como Moisés, las Espaldas de Dios. Pero no se trata —como anota san Elredo— de un Dios que nos dé las espaldas: sino de un Dios que nos carga a sus Espaldas, nos asume, y nos lleva consigo...

Cada madrugada en que inclinamos nuestro oído atento sobre la Escritura, se cumple Isaías LV, se escucha el bramar del Merkabah —el Carro de Fuego— de Ezequiel, se realiza el Salmo; y sobre todo: se cumple el Gran Arrebato del monte de los Olivos, donde el Río de Fuego que brota del Trono de Dios y del Cordero, como un Jordán retornando a su Surgente, derrama su Cántico al Pozo Eterno del Seno del Padre. Flujo y reflujo del eterno Río trinitario...

Entender la plegaria como Rapto divino —como la misteriosa Acción divina de “ser-arrebatado”— es el único modo de salvarla de ser una mera astucia humana; de ser, sin más, el ingenioso modo de encauzar los deseos humanos de trascendencia. Sólo porque hay en verdad un Raptor, porque hay en verdad un alado Carro de Fuego, es que el “sursum corda” de nuestras cotidianas liturgias es algo más que un vago y vano imperativo kantiano, o una mera arenga optimista (¡arriba ese ánimo!)... Porque hay Ascensión, el “levantemos el corazón” es la escueta consigna por colocarnos en la punta del acantilado, para ser arrebatados al Paso del que Asciende. En definitiva, orar o es una quimera, o es —en el cuerpo o fuera de él, Dios lo sabe— “el rapto al tercer cielo, al Paraíso” (IICor 12,2) donde presenciar —aunque es de noche— lo inefable.  

Christus raptus est: este es nuestro Cristo, “el Hijo raptado a Dios” (Ap 12,5); este es el auténtico León alado, que sube, planeando sobre las alas del Viento —en un continuo y perpetuo Presente— a los Cielos eternos, arrancando de cuajo mi existencia, para atravesar —¡conmigo!— el velo del templo, el fuego querubínico del portal celestial y (con)sentarme en la Asamblea divina.
El Dios que se encarnó sin ti —diría Agustín— no sube a los Cielos sin ti.

Y ocurre entonces —pues ocurren cosas en el Cielo, valga avisar—, acontece la escena para la cual hemos sido creados, la instancia en que reposan todos nuestros afanes y anhelos, todas nuestras inquietudes y tormentos, nuestra sed toda: acontece entonces —insisto: en un presente continuo— que este Caudillo y Señor nuestro, ante el Trono de Dios, “no se avergüenza en llamarnos hermanos” (Heb 2,11). Y entonces nos es dado ver —cada madrugada, por las hendijas de cada versículo bíblico— a este divino Guerrero ensangrentado, desensillarme de su vuelo, y —parados ambos ante el Padre celestial— oírle decir, con tono solemne: “Henos aquí, a Mí y a este hijo que Tú me has dado” (Heb 2,13)...

P. Diego de Jesús
Ascensión del Señor
Monasterio del Cristo Orante, Argentina




26 de mayo de 2017

ETSI DEUS NON DARETUR


 COMO SI DIOS NO EXISTIERA...


Un par de breves textos, separados por un lapso de casi 20 años –1997 el primero y 2015 el segundo–, de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, donde mantiene intacto su diagnóstico sobre la crisis de la Iglesia y la raíz de índole litúrgica que la nutre.




LA CRISIS ECLESIAL EN LA QUE NOS ENCONTRAMOS DEPENDE EN GRAN PARTE DEL HUNDIMIENTO DE LA LITURGIA
(escrito en 1997)

«Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la Liturgia, que a veces se concibe directamente “etsi Deus non daretur”: como si en ella ya no importase Dios, y si nos habla y nos escucha. 

Pero si en la Liturgia no aparece ya la comunión de la fe, la unidad universal de la Iglesia y de su historia, el misterio de Cristo viviente, ¿dónde hace acto de presencia la Iglesia en su sustancia espiritual? Entonces la comunidad se celebra sólo así misma, que es algo que no vale la pena. 

Y dado que la comunidad en sí misma no tiene subsistencia, sino que, en cuanto unidad, tiene origen por la fe del Señor mismo, se hace inevitable en estas condiciones que se llegue a la disolución en partidos de todo tipo, a la contraposición partidaria en una Iglesia que se desgarra a sí misma. 

Por todo esto tenemos necesidad de un nuevo movimiento litúrgico que haga revivir la verdadera herencia del concilio Vaticano II»

(Joseph Ratzinger, Mi vida, Ed. Encuentro, Madrid 2005, p. 150-151).



LA IGLESIA ESTÁ EN PELIGRO CUANDO EL PRIMADO DE DIOS NO APARECE EN LA LITURGIA
(escrito en 2015)

«En los años que siguieron al Concilio Vaticano II he vuelto a ser consciente de la prioridad de Dios y de la Liturgia Divina. 

La malinterpretación de la reforma litúrgica, que se ha extendido ampliamente en la Iglesia Católica, llevó a poner siempre cada vez más en primer plano el aspecto de la instrucción y de la propia actividad y creatividad.

El hacer de los hombres hizo casi olvidar la presencia de Dios. En esta situación se hace cada vez más claro que la existencia de la Iglesia vive de la correcta celebración de la Liturgia y que la Iglesia está en peligro cuando el primado de Dios ya no aparece en la liturgia y, por tanto, en la vida. La causa más profunda de la crisis que ha derruido a la Iglesia reside en el oscurecimiento de la prioridad de Dios en la liturgia. 

Todo esto me llevó a dedicarme al tema de la Liturgia más ampliamente que en el pasado, porque sabía que la verdadera renovación de la Liturgia es una condición fundamental para la renovación de la Iglesia. 

Sobre la base de esta convicción nacieron los estudios que se han recogido en este volumen 11 de las Opera Omnia. Pero en el fondo, a pesar de todas las diferencias, la esencia de la Liturgia en Oriente y Occidente es única y la misma.

Y así, espero que este libro pueda ayudar también a los cristianos de Rusia a comprender de modo nuevo y mejor el gran regalo que se nos ha dado en la Santa Liturgia».

(Benedicto XVI, Extracto del prefacio para la edición rusa del volumen XI
de su Opera Omnia, Ciudad del Vaticano 2015). 


22 de mayo de 2017

LA FALTA DE FE

EL DESCUIDO EN LA PRÁCTICA RELIGIOSA
REVISTE UNA GRAVEDAD MAYÚSCULA 



Monseñor Salvador D. Castagna, 

Arzobispo emérito de Corrientes, Argentina



               

1.- Sin fe no hay vida cristiana.

 La mediocridad, en la que el mundo actual mantiene sumergidos a sus habitantes, constituye el gran obstáculo a la fe cristiana. 

        A partir de la Resurrección, Cristo no podrá ser visto sino por la fe. Así lo aprenden sus seguidores o discípulos durante aquellos días previos a la Ascensión. El deseo de verlo - como antes - sufrió la desilusión manifestada por Tomás al negarse a creer que el Maestro muerto en la Cruz había resucitado. ¡Qué claro lo afirma el Señor, cuando reitera lo que ocurrirá después de la Resurrección!: “Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán” (Juan 14, 19). 

        Este texto parece tener como referente el aducido por el Apóstol San Pablo: “El justo vivirá por la fe”. El tema de la fe, que está ocupando el espacio principal en estas sugerencias, no parece despertar mediático interés. Sin embargo, tanto en la enseñanza de Jesús, como en la predicación apostólica, ocupa el lugar central. Sin fe no hay vida cristiana. 

        Sin adhesión personal al Misterio profesado, el mundo no distinguirá el mensaje que le ofrece el Evangelio y la necesidad que tiene de él.


2.- La cizaña de la incredulidad se mezcla con el trigo de la fe. 

        El mal que causa la avalancha de males sobre la humanidad, se llama: incredulidad. Se caracteriza por su clandestina difusión, como la cizaña mezclada con el trigo. La referencia bíblica de la parábola del trigal, amenazado por la siembra maligna de la cizaña, incluye la descripción de una situación actualmente innegable. Su acción invade subrepticiamente todos los órdenes, y debilita a la misma Iglesia. Todo tipo de deserción, en la práctica religiosa, constituye un debilitamiento de la fe.

        Es preciso, a la luz de las palabras del mismo Jesús, comprender su sentido: “El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras” (Juan 14, 23-24). La fidelidad a la Palabra - que es el mismo Cristo - es esencial a la fe. La fe está viva por el amor, o por la fidelidad a Cristo. Cuando el Señor elogia la fe de alguien, reconoce la sincera adhesión del mismo a su divina persona. Es la fe que todo lo logra, hasta el traslado de una montaña al mar, comparada al lozano florecimiento de la humildísima mostaza (Mateo 17, 20).



3.- El trágico descuido de la práctica religiosa. 

        Todos debieran examinarse, si se declaran cristianos, acerca de la práctica de su fe. De ella depende su auténtica identidad social y religiosa. Me refiero a todo bautizado, sea sacerdote, consagrado o laico. 

        La fe, exclusivamente alimentada por la práctica religiosa que le corresponde, logra una identificación que destaca al creyente en su compromiso en medio de los desafíos y riesgos de un mundo en conflicto - como el nuestro - y, por ende, necesitado de continua conversión. 


        El descuido, en la práctica religiosa - lectura y escucha de la Palabra, celebración de los sacramentos y oración - reviste una gravedad mayúscula. Se acaba de producir una confusión, entre la legítima libertad religiosa y la existencia virósica de expresiones calificadas “religiosas”, frontalmente opuestas a la fe cristiana de la mayoría. No se entiende que en ciertas determinaciones oficiales - mediante directivas emanadas del orden nacional - se intente equiparar el sincretismo religioso, que encubre el umbandismo, con la fe católica y otras denominaciones cristianas. 


        La Iglesia Católica se destaca por su defensa de la libertad religiosa y de conciencia de todos los ciudadanos pero, reclama, en resguardo de sus propios fieles - mayoría en la Argentina - que no se los desoriente con un discurso oficial confuso, como acaba de ocurrir, con el pretexto de un incomprensible “pluralismo cultural”.



4.- Su fuente de alimentación es Cristo. 

Para que la fe mantenga su pureza original necesita el acceso a las fuentes que garanticen la pureza de su alimentación. En la Iglesia Católica son los Pastores quienes, mediante la predicación de la Palabra y la celebración de los sacramentos, ponen al servicio de los fieles el alimento que corresponde.
 

        De allí la necesidad del ejercicio del ministerio sagrado al servicio de las diversas comunidades. Incluye, ciertamente, la conveniente formación, espiritual e intelectual de sus responsables. Se producen empeñosos esfuerzos para que esa asistencia sea eficaz, pero, con frecuencia se invierten los valores. Jesús, con su ejemplo de fidelidad al Padre, remarca el valor de la fidelidad personal - o el amor - para decidir quién lo representará. 

        Ocurre así en el clásico diálogo con Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?” después de repetir por tres veces la misma demanda, le dirige el siguiente encargo: “Apacienta mis ovejas” (Juan 21, 15-17). Los Santos Apóstoles extraen de su amor a Cristo la fuerza evangelizadora que los impulsa hasta el martirio. Aquella jerarquía de valores mantiene hoy íntegra su validez, con particular urgencia.


                            

21 de mayo de 2017

HOMO EST CAPAX DEI: LA THEOSIS

EL LÍMPIDO CROAR DE LAS RANAS EN LA CIÉNAGA

Reflexión del Monasterio del Cristo Orante acerca del Evangelio Dominical del VI Domingo de Pascua:

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos.
Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito
para que esté siempre con ustedes:
el Espíritu de la Verdad,
a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce.
Ustedes, en cambio, lo conocen,
porque Él permanece con ustedes y estará en ustedes. 
No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes.
Dentro de poco el mundo ya no me verá,
pero ustedes sí me verán, porque yo vivo y también ustedes vivirán.
Aquel día comprenderán que Yo estoy en mi Padre,
y que ustedes están en Mí y yo en ustedes. 
El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama;
y el que me ama será amado por mi Padre,
 y Yo lo amaré y me manifestaré a él.» 

(Jn. XIV, 15-21)




«La razón más alta de la dignidad humana
consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios.
El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor,
es conservado siempre por amor;
 y no vive plenamente según la Verdad
si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» 
(G.S. 9,1).

La mitad de una verdad no es una verdad a medias; es una mentira. 

El aforismo es conocido. Y abrumadoramente cierto.
 
No obstante, cuando el embaucador se encuentra acorralado, acusado de mentiroso, suele manotear este recurso: bueno, lo que digo no será toda la verdad; la verdad completa será más grande; pero no es falso lo que afirmo.

A lo que hay que retrucar con vigor: ¡sí es falso! Pues en su parcialidad configura una mentira. Es tan falaz su defensa como si yo dijera tener 20 años… los cuales ciertamente tengo, pero muchos más también. La mitad de una verdad es una mentira.

La verdad de nuestra Fe es ciertamente compleja, polifacética, como un diamante de muchas caras. Pero esto no nos exime del inesquivable deber de tener que anunciarla en su totalidad. La túnica sacerdotal no se rasga: es de una sola pieza.

Todo esto es bueno refrescarlo a la hora de plantear la vocación del Hombre. ¿Qué es el Hombre? ¿Qué es el Hombre para que pienses en él?, le pregunta el salmista a Dios.
Desde la verdad completa, hemos de afirmar con claridad y vigor que el Hombre es más que el hombre. O mejor dicho: que el Hombre no está llamado a ser hombre, a ser meramente hombre, sino a ser Dios.

Una formulación del hombre que no diga esto, y así, con todas las letras, no dice una verdad incompleta, a medias, sino una mentira.
Y es esa la gran denuncia que solemos hacer de ciertos humanismos que luchan y promueven una serie de valores humanos muy dignos de ser defendidos y cultivados… pero que si no van por más (y un más que es infinitamente más) mienten la vocación y dignidad a la que ha sido llamado el Hombre. 

El Hombre es la única creatura que está llamada por su Autor a ser más de lo que es. Toda creatura puede desarrollarse, pero esto es siempre un incremento del mismo ser ya recibido: un cerro, un árbol, un conejo pueden crecer pero siempre seguirán siendo eso: un cerro, un árbol, un conejo. 

El Hombre, en cambio, fue creado Hombre pero en orden a ser más que hombre. Y no un poco más, sino para ser infinitamente más que Hombre: para ser Dios.

Los Padres amonedaron una expresión que es brújula crucial para no desvariar en esto: homo capax Dei: el hombre es capaz de Dios. Y no refiere sólo a una capacidad de conocerlo, de entenderlo; este capax (que es un genuino hápax en toda la creación) alude a un potencial, a una posibilidad real de ser como dioses. De ser divinizados. 

Y ese es el fin del Hombre, esa es su capacidad, su aforo, su precio y su premio: la divinización, la theosis, como decían los antiguos.

Volvamos al comienzo del planteo: toda propuesta de vida que apunte a menos que eso, agravia, denigra, rebaja la vocación del hombre. 

Y por eso, es falsa, es mentirosa. Una estafa.

Todo el horizontalismo inmanentista focalizado en que el hombre alcance su desarrollo temporal (en el comer, vestir, los derechos ciudadanos, el estudio, salud, la paz social, etc)… si además no insiste (doblando el brío y el entusiasmo) en ofrecerle Vida divina, vida eterna, es un planteo mentiroso, de un reduccionismo casi imposible de imaginar. Imposible, pues no hay modo de medir cuánto sea ese cesante dejado de lado…

Por eso hace tanto bien el Evangelio de hoy, hablándonos de esta Vida divina fluyendo por dentro nuestro en su abrumadora infinitud. Es respirar aire fresco, puro; inhalar profundamente el único horizonte veraz de la dignidad humana.

Alguno podría objetar: vale ir paso a paso; primero humanizamos al hombre, elevándolo de una vida bestial, inhumana, hasta la estatura de lo humano. Para luego recién, lanzarlo a las alturas místicas de la divinización. 

Suena muy luminoso el argumento. 

Pero esconde una trampa tremenda. Pues esa búsqueda de lo humano (además de no terminar de alcanzarse nunca) termina conspirando contra el proyecto de divinización. Cuando el Hombre se focaliza sólo en ser Hombre y va alcanzando cometidos, corre el riesgo de contentarse con ello y de perder de vista el horizonte de la divinización. Como un renacuajo experto en nadar perdiera entusiasmo por croar…

Valga delatar también otro espejismo: que la divinización no es una suerte de peldaño que se da después de una larga serie de escalones previos humanos… No es la plenitud de lo humano. No es el Hombre perfecto en su punto Omega, ni el Superhombre. La divinización es perpendicular a estas búsquedas horizontales y Dios la ofrece al corazón del hombre en cualquiera de sus curvas.

Ahí están los santos para corroborarlo: los hay ricos y pobres, cultos y brutos, muy cuerdos y medio locos; lo mismo da. La divinización no viene después de la humanización, como una suerte de posgrado. Es la irrupción vertical de lo divino en esta vasija de barro en toda su fragilidad. Como desciende un rayo de luz cenital en el calvero de un bosque. La horizontalidad jamás deviene verticalidad: jamás. Aunque, por una ilusión óptica, el camino que se pierde en el horizonte parezca erguirse…

En todo caso, si hay una experticia en humanidad que pudiera arrogarse la Iglesia es la de ser experta en que el hombre no sea hombre sino más que hombre; experta en hacer que el Hombre sea Dios por participación.

Como el enólogo sabe de vides en orden al vino y no por botánica; o el sacerdote toma el Cáliz lleno de vino en orden a transformarlo en Sangre salvífica, así la Iglesia sabe de humanidad. 

La divinización deja atrás la antigua condición, como la crisálida abandona su capullo. Y si bien es cierto que “la gracia supone la naturaleza” ese “soporte” no actúa sino como lo hace la materia en los sacramentos. 

No hay ícono sin bosque de cedros, ciertamente. Pero no está en el árbol la perspectiva invertida del ícono, sino tan sólo su plano soporte.

La predicación de nuestro Señor es inexorablemente clara al respecto: jamás se detiene en minucias humanas; en cómo aportarnos calidad de vida meramente humana, ni cómo solucionarnos el hambre o las guerras. Nos habla, sin ambages, de recibir la Vida intradivina; de recibir ese mismo Espíritu que es el Aliento con que Dios mismo respira.

Un grueso gotón de Sangre divina cae sobre el inerme cuenco de barro y lo embebe y tiñe y enciende y transforma… haciéndolo una nueva creatura. Como el gusano se vuelve alado, como el renacuajo al fin brinca y canta, así el Hombre, alcanzado por el Aliento divino, accede a las alturas de la Vida misma que Dios vive en Sí. 

Para ese fin de amor fue creado. Y nada, absolutamente nada menos que eso puede saciarlo. 

Toda oferta inferior a eso, es una estafa. Una brutal estafa.
La misma sórdida voz que alguna vez susurró: estira tu mano al árbol y seréis dioses, hoy, con el mismo propósito, invierte la estrategia: aléjate del Madero y conténtate con ser hombre.

Respira en nosotros, Señor, tu divino Espíritu, para que seamos, entre medio del Amor con que el Padre y Tú se aman eternamente.
Danos ser en Ese Espíritu. Que nada nos separe de permanecer en Ti como Tú estás en el Padre.

Que nada ni nadie, Señor y Dios mío, nos distraiga de lo único necesario: de ser amados por tu Padre y por Ti 

Que la viña nos refiera al vino, el cedro al ícono y la viscosa ciénaga, al límpido croar estival de las ranas. 

Tú en nosotros, nosotros en Ti, de vuelo al Padre como crisálida en anástasis.


19 de mayo de 2017

ESPÍRITU DE SACRIFICIO

¿Debe replantearse la vida sacerdotal y adaptarse al mundo de hoy?

Una reflexión del eminente teólogo dominico Reginald Garrigou Lagrange sobre un tema que, si bien está dirigido a los sacerdotes, bien cabe para todo cristiano. Y especialmente a los miembros de la Acción Católica, que tienen como uno de los cuatro pilares de su mística al sacrificio.


“Son muchos hoy los que, viendo la esterilidad apostólica aparente, se preguntan: ¿Es preciso repensar de nuevo qué deben ser la vida sacerdotal y la vida religiosa para adaptarse a las exigencias del mundo moderno?

Queriendo repensar qué debe ser la vida religiosa, han afirmado que ‘es preciso disminuir su austeridad, inconciliable con las exigencias de hoy; ha de disminuirse el tiempo consagrado a la oración, para poder entregarse de lleno a las obras externas’.

Otros, que han meditado qué debe ser la vida sacerdotal según la concepción moderna, se expresan así: ‘Acaso sea más conveniente que el sacerdote no use ya un vestido distinto, ni la tonsura, signo externo de su vida sacerdotal; ni siquiera la recitación del breviario. Acaso, no convenga hoy el celibato’, y otras cosas por el estilo.

Ciertamente los protestantes dijeron esto mismo, y Lutero, al separarse de la Iglesia, renunció inmediatamente a los tres votos religiosos.

Por el contrario, lo que se ha de afirmar es que ‘la esterilidad del apostolado nace de que muchos sacerdotes y religiosos no tienen una fe sobrenatural suficientemente intensa, viva, penetrante e irradiadora. No pueden, en consecuencia, comunicarla al pueblo cristiano, agitado por tan gravísimos errores. La esterilidad proviene de que muchos sacerdotes no tienen una esperanza bastante firme en el auxilio divino, y caridad ardiente, alma del apostolado.

¿Por qué falta el celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas? Porque falta espíritu de sacrificio; porque el sacerdote ignora que debe ser hostia con Cristo, que debe salvar las almas por los mismos medios que Cristo.

Sólo el espíritu de sacrificio arranca del alma sacerdotal y religiosa todo el desorden, haciendo que en ella prevalezca la caridad, de la que nacen la paz y el gozo. Si se quita toda mortificación desaparece con ella el gozo, si se apega a lo sensible, se vuelve incapaz de elevarse hasta Dios.

Fuera, pues, los intensos de repensar cuál debe ser la esencia de la vida religiosa y sacerdotal; es el mismo intento de los modernistas queriendo descubrir de nuevo qué es un dogma.

Lo que se ha de hacer es meditar, no histórica ni especulativamente, sino práctica y vitalmente, que hicieron e intentaron los verdaderos santos, sean fundadores de órdenes o pertenecientes simplemente al clero diocesano.

Ver qué es lo que han pensado en todos los tiempos la Iglesia y los Romanos Pontífices sobre la vida sacerdotal y religiosa. Puede consultarse el Enquiridión pro Cleris Educandis. Así se verán las innovaciones que han de hacerse, pero siempre con espíritu de fe, de confianza en Dios, de verdadera caridad.

En especial, San Pío X ha hablado del espíritu de sacrificio en las Exhortaciones al clero católico. Decía: No desempeñamos el ministerio sacerdotal en nuestro nombre, sino en nombre de Cristo. Así, pues, júzguenos el hombre, ha dicho el apóstol, como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios. Somos legados de Cristo. Por eso Cristo nos cuenta no en el número de los siervos, sino en el de los amigos: ‘Ya no os llamaré siervos. A vosotros os he llamado amigos porque todas las cosas que oí al Padre os las he dado a conocer…; os he elegido y colocado para que vayáis y consigáis mucho fruto.’ Por consiguiente, hemos de representar la persona de Cristo y desempeñar la legación por Él encomendada…”

R. Garrigou-Lagrange OP,
La unión del sacerdote con Cristo, sacerdote y víctima. Segunda edición, Patmos, página 110.


16 de mayo de 2017

DOMINO: ‎ADAUGE NOBIS FIDEM!


    SAN LUIS ORIONE




    ¡Necesitamos espíritu de fe, 
    ardor de fe, 
    ímpetu de fe; 
    fe de amor,
    caridad de fe, ...
    sacrificio de fe! 
    Ésta es la oración que se impone:      "¡Señor: Auméntanos la fe!"
                                                                            (San Luis Orione, 1872-1940)


    (La foto es una placa que se encuentra en la Capilla de la sede de la Acción Católica de Buenos Aires, en Montevideo 850, y que recuerda los días en que Don Orione celebró Misa allí)



13 de mayo de 2017

FATIMA: ORACIÓN Y CONVERSIÓN. ESPERANZA Y PAZ

 FÁTIMA:
NUESTRA SEÑORA DE LA PAZ Y DE LA MISERICORDIA

Carta del Obispo de Córdoba, España, en el centenario del acontecimiento mariano de Fátima




“El 13 de mayo la Virgen María 
bajó de los cielos a Cova de Iria, 
Ave, ave María”

   Así cantamos en Fátima o en torno a su imagen en tantas ocasiones. Sucedió en el año 1917, en plena guerra mundial. María se presentó a tres niños pastores como Señora de la Paz, pidiendo a los niños que se unieran a su oración para alcanzar la paz del mundo y la conversión de los pecadores. Los pastorcitos se unieron a la oración con el rezo del santo Rosario y con sacrificios que ofrecían por estas intenciones que les había propuesto la Señora. Un año antes, el Ángel de Portugal, fue preparándolos mediante actos de adoración y veneración de la Eucaristía.

Fueron incomprendidos, sufrieron persecución, ellos se mantuvieron firmes apoyados por la Señora, que venía a consolarlos el 13 de cada mes, de mayo a octubre. En octubre hubo una señal grande en el cielo, el milagro del sol, ante una muchedumbre inmensa. La Virgen les prometió que pronto se los llevaría al cielo. Los dos pequeños murieron enseguida: Francisco, antes de cumplir los 11 años, dos años después de las apariciones, se fue al cielo el 4 de abril de 1919. Y su hermana Jacinta, dos años más pequeña que Francisco, se fue al cielo antes de cumplir los 10 años, el 20 de febrero de 1920. Quedó Lucía, la mayor de los tres, para contarle al mundo los “secretos” que la Señora les confió. Consagrada al Inmaculado Corazón de María en la clausura monástica, murió el 13 de febrero de 2005 con casi 98 años.

El Papa Juan Pablo II beatificó a Francisco y Jacinta el 13 de mayo de 2000, en Fátima. Ahora, el Papa Francisco los proclamará santos también en Fátima, el 13 de mayo de 2017, en el centenario de las apariciones. Acerca de Lucía, el proceso de canonización sigue su curso.

“Fátima es sin duda la más profética de las apariciones modernas”, declaraba el Vaticano en el año 2000. Con estas apariciones, María ha acompañado a la Iglesia a lo largo de todo el siglo XX, el siglo de los mártires. Y la Virgen de Fátima tendió su mano protectora sobre el Papa Juan Pablo II el 13 de mayo d 1981, librándolo de la muerte en el atentado contra su persona en la plaza de san Pedro en el Vaticano. En 1989 caía el muro de Berlín (construido en 1961), el telón de acero, el muro dela vergüenza. La Virgen de Fátima y Juan Pablo II han tenido mucho que ver en la caída de ese muro, que ha sido precedida de muchos sufrimientos y acompañada por muchos rosarios.

Hoy, la Virgen de Fátima continúa transmitiéndonos su mensaje: oración y penitencia. Por los pecadores, por la paz del mundo, por todos aquellos que son perseguidos por causa de su fe para que sean sostenidos en su combate. Hoy sigue siendo actual el mensaje de Fátima, porque María continúa acompañando al Pueblo de Dios peregrinante en esta hora crucial de la historia y continúa abriendo caminos de esperanza allí donde parece que todo horizonte se cierra. María es nuestra esperanza, porque es Madre de misericordia, y todo aquel que experimenta esa maternidad de María, se siente seguro y se siente salvado.

El acontecimiento de Fátima llama poderosamente la atención por su sencillez, propia del estilo de Dios y no de los hombres. En un lugar lejano al escenario de los acontecimientos principales del momento, a unos niños inocentes e ignorantes de tantas cosas que sucedían en su época, Dios se comunica a través de su Madre santísima para transmitir al mundo un mensaje de esperanza. Dios elige lo pequeño, lo que no cuenta para confundir a los poderosos de este mundo. El acontecimiento de Fátima nos descubre una vez más que es la oración y la intercesión la que puede cambiar el mundo, acompañada del sacrificio voluntario realizado por amor y unido a la Cruz redentora de Cristo, que ha salvado al mundo.

Nuestra diócesis de Córdoba ha recibido la visita de la imagen de la Virgen de Fátima en todas las parroquias para celebrar el centenario, y es asombroso constatar cómo un medio tan sencillo suscita tanta devoción, tantas conversiones, tanto acercamiento a Dios. Ella, María, nos dice claramente que sigamos confiando en su Inmaculado Corazón, donde Lucía ha encontrado consuelo durante toda su vida. “Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará”, les dijo a los niños pastores. 
Virgen del Rosario de Fátima, ruega por nosotros.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba