Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

28 de agosto de 2018

INDICIOS DE LA INMORTALIDAD DEL ALMA


UNA VIDA INFINITAMENTE MÁS PRECIOSA
Un breve artículo escrito por el periodista español Juan Manuel de Prada, que refiere a la existencia del alma humana, con argumentos simples, ante un mundo materializado. 
Publicado en ABC de Madrid el 28 de agosto de 2018



Si el intelecto nos brinda indicios notables de la existencia del alma, todavía más apabullantes son los indicios que nos brinda la voluntad, que constantemente nos prueba nuestra capacidad para vencer los impedimentos de la materia. Es cierto que vivimos una época que estimula la anestesia de la voluntad, aturdiéndonos con comodidades y molicies que acaban por eunuquizarnos.
Pero todos hemos tenido ocasión de comprobar cómo nuestra voluntad es capaz de sobreponerse a las dificultades y obstáculos que se interponen en nuestro camino. Todos hemos tenido ocasión de descubrir dentro de nosotros, en trances peliagudos, aptitudes que desconocíamos.
A mí, por ejemplo, me ha ocurrido a menudo en mis tareas literarias, cuando tengo una novela embarrancada y creo que ya no la podré salvar, o cuando su trama se interna en pasadizos que no me son familiares; o bien cuando se acerca el plazo de entrega de un artículo para el que no encuentro el enfoque adecuado. Me pongo a escribir convencido de que la intentona terminará en catástrofe; pero, misteriosamente, emerge dentro de mí una voluntad desconocida que me alza en volandas y me permite salir del atolladero. Y luego, mientras repaso lo que he hecho, me pregunto, perplejo: «¿Cómo he podido escribir yo esta página?».
Eso que llamamos 'fuerza de voluntad' logra a veces hazañas que nunca hubiésemos soñado que podríamos realizar. Y tal fuerza de voluntad se aprecia, sobre todo, en las personas impedidas y enfermas, que se sobreponen a sus dolores y quebrantos, incluso a la parálisis, y logran hacer cosas que a todos nos dejan estupefactos (pensemos, por ejemplo, en los sordos que logran componer música, o en los mutilados que pintan con la boca).
Si la voluntad humana es capaz de vencer los impedimentos corporales y de doblegar el dolor de un modo tan sorprendente, ¿no será porque nuestra naturaleza guarda dentro de sí un principio constitutivo más fuerte y duradero que la materia? Y ese principio que tan esforzado se muestra contra el dolor, hasta llegar a vencerlo, ¿no podría también enfrentarse a la muerte y vencerla también?
No olvidemos que el dolor, con su cortejo de achaques y decrepitudes, no es otra cosa sino el heraldo de la muerte, el mensajero que la muerte nos envía, para tenernos prevenidos. Y cuando hablo de dolor no me refiero únicamente al dolor físico, sino también a los múltiples dolores morales o espirituales que tenemos que arrostrar durante nuestra existencia terrenal, las zozobras y angustias, pesadumbres y depresiones que nos merodean, como negros pajarracos, en tantas fases de nuestra vida.
A veces sucumbimos a ellas; pero en la mayoría de las ocasiones nuestra voluntad logra espantarlas.
Y si nuestra voluntad logra espantar esos dolores espirituales, ¿no será que guarda dentro de sí el antídoto perfecto, una vocación de dicha que de momento permanece en hibernación, esperando el día en que al fin pueda volar libre?
Son indicios, tan sólo indicios de la inmortalidad del alma; pero son tantos que asomarse a ellos causa vértigo a nuestra época, que casi ha logrado - por primera vez en la Historia de la civilización humana - silenciar esta cuestión.
Sólo lanzaré un indicio más. Sorprende la cantidad de gente que - en cualquier época, incluso en esta época nuestra, tan lastimosamente cobardona, tan atrincherada en sus comodidades materiales - arriesga su vida por cosas inmateriales: desde el héroe que se inmola en un incendio para rescatar a su vecino (por poner un ejemplo de donación generosa) al alpinista aficionado que se propone alcanzar una cima muy escabrosa (por poner un ejemplo de esfuerzo vanidoso, incluso cantamañanesco), desde el soldado que se bate en el campo de batalla en defensa de su patria o de su familia a la enfermera que limpia las llagas de un leproso.
Ese desprecio que tantas personas muestran por su vida mortal ¿no prueba acaso que dentro de nosotros anida un instinto o convicción subconsciente de que esta vida mortal no es lo más valioso que atesoramos? Quien arriesga su vida de forma tan generosa (incluso en apariencia insensata) ¿no lo hace acaso porque íntimamente sabe que hay algo dentro de él que está llamado a palpitar eternamente, liberado de su envoltura carnal? ¿No es el alma quien le susurra que puede hacerlo sin inquietud, porque le aguarda otra vida infinitamente más preciosa?



27 de agosto de 2018

MODELO DE MADRE CRISTIANA

27 de agosto

SANTA MÓNICA,
madre de Agustín de Hipona.


Al memorar hoy a la madre del gran San Agustín, 
la Iglesia nos invita a reflexionar 
sobre la nobilísima misión de cada madre. 
Es bien conocida la vida de Santa Mónica, 
una mujer fuerte 
que con sus lágrimas logró la conversión de su hijo.

El Himno del Oficio de Lectura de hoy lo expresa con sublimes palabras:


Dichosa la mujer que ha conservado,
en su regazo, con amor materno, 
la palabra del Hijo que ha engendrado
en la vida de fe y de amor pleno.


Dichosas sois vosotras, que en la vida
hicisteis de la fe vuestra entereza,
vuestra gracia en la Gracia fue asumida,
maravilla de Dios y de belleza.


Dichosas sois vosotras, que supisteis 
ser hijas del amor que Dios os daba, 
y así, en la fe, madres de muchos fuisteis,
fecunda plenitud que nunca acaba.


No dejéis de ser madres, en la gloria, 
de los hombres que luchan con anhelo,
ante Dios vuestro amor haga memoria 
de los hijos que esperan ir al cielo.


.
Recordando con gratitud a nuestras madres en este día, volvamos a valorar su admirable ejemplo.
Santa Mónica,
Ora pro nobis!

24 de agosto de 2018

EL DERROTERO Y LA META


PEREGRINOS EN EL CAMINO

(De una breve reflexión sobre el derrotero y la meta)




Tal vez tengamos el deseo o la tentación de pretender llegar a destino con gran rapidez... propio de estos tiempos veloces.

Sin embargo, me atrevo a decir que la condición de "peregrino" es ya un "fin". Quizá sea lo propio "seguir adelante" con confianza y perseverancia. 

Es propio de la Iglesia militante ser peregrina.

El que se puso en movimiento y no ceja en el camino ¿no llegó ya, de alguna manera?

Efectivamente, nada ganamos en un clima de impaciencia. En cambio, sí arribamos en el ámbito de la paz y de la quietud. 

Esto es admirable y es, desde luego, una paradoja. Cuando juzgamos que es necesario descansar en un término definitivo, es cuando nos alejamos del fin. Cuando consideramos que aún hemos de andar, nos aproximamos a la meta.

Abramos las puertas de la confianza y del "abandono". Seguramente hallaremos nuestro bien. El camino a veces es penoso y fatigoso, así como la puerta es estrecha. Lo importante es mantener el derrotero, no cejar en el esfuerzo…





20 de agosto de 2018

LA APARENTE ACEPTACIÓN DEL PECADO Y SU OCULTAMIENTO



UNA GRAN DEVASTACIÓN EN LA VIÑA DEL SEÑOR



El Obispo de la Diócesis de Madison, Wisconsin, monseñor Robert Morlino, ha escrito una Carta Pastoral referida a los crímenes sexuales cometidos por ministros sagrados depravados, especialmente en los Estados Unidos, que ha tenido una gran resonancia internacional

Su lectura es importante, ya que presenta con palabras sencillas la gravedad del pecado de depravación sexual que domina muchos estamentos de la Iglesia.

 Y presenta algunas indicaciones para su purificación.




18 de agosto de 2018

Queridos hermanos y hermanas en Cristo de la Diócesis de Madison,

Las últimas semanas han traído una gran cantidad de escándalo, enojo justificado y un llamado de respuestas a la acción por parte de muchos fieles católicos aquí en los Estados Unidos y en el extranjero, dirigido a la Jerarquía de la Iglesia con respecto a los pecados sexuales de obispos, sacerdotes e incluso cardenales. Todavía más enojo se ha dirigido certeramente hacia aquellos que han sido cómplices en evitar que algunos de estos pecados graves salgan a la luz.

Por mi parte -y sé que no estoy solo- estoy cansado de esto. ¡Estoy cansado de que la gente sea herida, gravemente herida! Estoy cansado de la ofuscación de la verdad. Estoy cansado del pecado. Y, como alguien que ha intentado (a pesar de mis muchas imperfecciones) entregar mi vida por Cristo y su Iglesia, estoy cansado de la violación habitual de los sagrados deberes por parte de aquellos a quienes el Señor confió la enorme responsabilidad del cuidado de su Pueblo.

Son repugnantes las historias que salen a la luz y se muestran en horripilantes detalles con respecto a algunos sacerdotes, religiosos, y ahora incluso en aquellos lugares de mayor liderazgo. Escuchar incluso una de estas historias es, literalmente, suficiente para enfermar a alguien. Pero la propia enfermedad de esas historias se pone rápidamente en perspectiva cuando constato el hecho de que muchas personas las han vivido durante años. Para ellos, estas no son historias, de hecho, son realidades. A ellos me vuelvo y les digo, nuevamente, que siento lo que han sufrido y lo que continúan sufriendo en su mente y en su corazón.

No hay nada sobre estas historias que esté bien. Estas acciones, cometidas por más de unos pocos, solo pueden clasificarse como malvadas, malvadas que piden justicia, y pecado que debe ser expulsado de nuestra Iglesia.

Ante las historias de la depravación de los pecadores dentro de la Iglesia, he tenido la tentación de desesperarme. ¿Y por qué? La realidad del pecado, incluso el pecado en la Iglesia, no es nada nuevo. Somos una Iglesia hecha de pecadores, pero somos pecadores llamados a la santidad. ¿Entonces qué hay de nuevo? Lo que es nuevo es la aparente aceptación del pecado por parte de algunos en la Iglesia, y los esfuerzos aparentes para cubrir el pecado por parte de ellos y otros. A menos que, y hasta que tomemos en serio nuestro llamado a la santidad, nosotros, como institución y como individuos, sigamos sufriendo los "salarios del pecado" (cfr. Rom.6, 23)

Durante demasiado tiempo hemos disminuido la realidad del pecado; nos hemos negado a llamar pecado a un pecado, y hemos excusado el pecado en nombre de una noción equivocada de misericordia. En nuestros esfuerzos por abrirnos al mundo, nos hemos vuelto muy dispuestos a abandonar el Camino, la Verdad y la Vida. Para evitar ofendernos nos ofrecemos -a nosotros mismos y a los demás- sutilezas y consuelo humano.

¿Por qué hacemos esto? ¿Es por un ferviente deseo de mostrar una sensación equivocada de "pastoral"? ¿Hemos cubierto la verdad por miedo? ¿Tenemos miedo de que no nos aplaudan las personas en este mundo? ¿O tenemos miedo de ser llamados hipócritas porque no nos esforzamos incansablemente por la santidad en nuestras propias vidas?

Tal vez estas son las razones, pero tal vez es más o menos complejo que esto. Al final, las excusas no importan. Debemos terminar con el pecado. Debe ser eliminado y nuevamente considerado inaceptable. ¿Amar a los pecadores? Sí. Aceptar el verdadero arrepentimiento? Sí. Pero no digas que el pecado está bien. Y no pretendan que las violaciones graves de los cargos y la confianza no tengan consecuencias graves y duraderas.

Para la Iglesia, la crisis que enfrentamos no se limita al caso McCarrick o al Gran Jurado de Pensilvania, ni a ninguna otra cosa que pueda surgir. La crisis más profunda que debe abordarse es la licencia para que el pecado tenga un hogar en los individuos en cada nivel de la Iglesia. Hay un cierto nivel de comodidad con el pecado que ha llegado a impregnar nuestra enseñanza, nuestra predicación, nuestra toma de decisiones y nuestra propia forma de vida.

Si me lo permiten, ¡lo que la Iglesia necesita ahora es más odio al mal! Santo Tomás de Aquino dijo que el odio a la maldad en realidad pertenece a la virtud de la caridad. Como dice el Libro de los Proverbios: "Mi boca meditará verdad, y mis labios aborrecerán la maldad" (Prov. 8: 7). Es un acto de amor odiar el pecado y llamar a otros a alejarse del pecado.

No debe quedar espacio, no hay refugio para el pecado, ya sea dentro de nuestras propias vidas o dentro de las vidas de nuestras comunidades.

Para ser un refugio para los pecadores (lo cual debemos ser), la Iglesia debe ser un lugar donde los pecadores puedan volverse a reconciliar. Con esto hablo de todo pecado. Pero para ser claros, en las situaciones específicas a mano, estamos hablando de actos sexuales desviados, casi exclusivamente homosexuales, por parte de clérigos. También estamos hablando de proposiciones homosexuales y abusos contra seminaristas y sacerdotes jóvenes por poderosos sacerdotes, obispos y cardenales.

Estamos hablando de actos y acciones que no solo violan las promesas sagradas hechas por algunos, en resumen: el sacrilegio, sino que también violan la ley moral natural para todos.
Llamarlo de otra manera sería engañoso y solo ignoraría más el problema. Ha habido un gran esfuerzo para mantener separados los actos que caen dentro de la categoría de actos de homosexualidad (ahora culturalmente aceptables) de actos de pederastia,  públicamente deplorables.

Es decir, hasta hace poco, los problemas de la Iglesia han sido pintados puramente como problemas de pedofilia, esto a pesar de la clara evidencia de lo contrario.

Es hora de ser honesto, los problemas son ambos y son más. Caer en la trampa de analizar los problemas de acuerdo con lo que la sociedad pueda considerar aceptable o inaceptable es ignorar el hecho de que la Iglesia nunca ha aceptado NINGUNO de ellos como aceptable, ni el abuso de niños ni el uso de la sexualidad fuera del matrimonio, ni el pecado de la sodomía, ni la entrada de clérigos en relaciones sexuales íntimas en absoluto, ni el abuso y la coacción por aquellos con autoridad.

En este último aspecto, se debe hacer mención especial del caso más notorio, que ha sido la acusación de los pecados sexuales del ex-cardenal Theodore McCarrick (a menudo rumoreados, y ahora muy públicos), la depredación y el abuso de poder. Los detalles bien documentados de este caso son vergonzosos y muy escandalosos, al igual que cualquier encubrimiento de acciones tan espantosas por parte de otros líderes de la Iglesia que lo conocieron sobre la base de pruebas sólidas.

Si bien las recientes acusaciones creíbles de abuso sexual infantil por parte del Arzobispo McCarrick han sacado a la luz una gran cantidad de cuestiones, se ha ignorado en los medios el tema del abuso de su poder en aras de una gratificación homosexual.

Es hora de admitir que hay una subcultura homosexual dentro de la jerarquía de la Iglesia Católica que está causando una gran devastación en la viña del Señor.

La enseñanza de la Iglesia es clara en el sentido de que la inclinación homosexual no es pecaminosa en sí misma, sino que está intrínsecamente desordenada de tal manera que hace que un hombre afligido establemente por ella no sea apto para ser sacerdote.

Y la decisión de no actuar sobre esta inclinación desordenada es un pecado tan grave que clama al cielo por venganza, especialmente cuando se trata de los jóvenes o los vulnerables.

Tal maldad debe ser aborrecida con un odio perfecto. La caridad cristiana misma exige que debamos odiar la maldad así como amamos la bondad.

Pero mientras odiamos el pecado, nunca debemos odiar al pecador, que está llamado a la conversión, la penitencia y la comunión renovada con Cristo y Su Iglesia, a través de Su inagotable misericordia.

Al mismo tiempo, sin embargo, el amor y la misericordia que estamos llamados a tener, incluso para el peor de los pecadores, no excluye responsabilizarlos por sus acciones a través de un castigo proporcional a la gravedad de su ofensa.

De hecho, un castigo justo es una importante obra de amor y misericordia, porque aunque sirve principalmente como retribución por la ofensa cometida, también le ofrece al culpable la oportunidad de expiar su pecado en esta vida (si acepta voluntariamente su castigo), evitándole así el peor castigo en la vida venidera.

Motivado, por lo tanto, por el amor y la preocupación por las almas, estoy de acuerdo con los que piden que se haga justicia sobre los culpables

Los pecados y los crímenes de McCarrick, y de muchos otros en la Iglesia, despiertan sospechas y desconfianza en muchos sacerdotes, obispos y cardenales buenos y virtuosos. Y desconfianza en muchos Seminarios grandes y respetables y en tantos seminaristas santos y fieles.

El resultado de la primera instancia de desconfianza daña a la Iglesia y al muy buen trabajo que hacemos en nombre de Cristo. Inclina a otros a pecar en sus pensamientos, palabras y hechos, que es la definición misma de escándalo. Y la segunda desconfianza daña el futuro de la Iglesia, ya que nuestros futuros sacerdotes están en juego.

Dije que estaba tentado de desesperar a la luz de todo esto. Sin embargo, esa tentación pasó rápidamente, gracias a Dios. No importa cuán grande sea el problema, sabemos que estamos llamados a avanzar en la fe, a confiar en las promesas de Dios para nosotros y a trabajar arduamente para hacer cada diferencia que podamos, dentro de nuestras esferas de influencia.

Recientemente tuve la oportunidad de hablar directamente con nuestros seminaristas sobre estos asuntos tan apremiantes, y he comenzado a conversar con los sacerdotes de la diócesis, así como con los fieles, en persona y a través de mi columna semanal. y homilías, diciendo las cosas tan claras como puedo, desde mi punto de vista.

Aquí ahora, ofrezco algunos pensamientos a los de mi diócesis:

En primer lugar, debemos continuar construyendo sobre el buen trabajo que hemos logrado para proteger a los jóvenes y vulnerables de nuestra diócesis. Este es un trabajo en el que nunca podemos descansar en nuestra vigilancia ni en nuestros esfuerzos por mejorar.

Debemos continuar en nuestro trabajo de formación para todos y mantener las políticas efectivas que se han implementado, que requieren consultas y exámenes psicológicos para todos los candidatos al ministerio sagrado, así como verificaciones de antecedentes generales para cualquier persona que trabaje con niños o personas vulnerables.

A nuestros seminaristas: si te proponen, maltratan o amenazan implícitamente (sin importar quién lo haga) o si presencias directamente un comportamiento impúdico, infórmamelo a mí y al rector del Seminario. Lo abordaré rápida y vigorosamente. No toleraré esto en mi diócesis ni en ningún otro lugar al que envíe hombres para la formación. Confío en los que elijo de manera muy selectiva para ayudar a formar a nuestros hombres que no ignorarán este tipo de comportamiento escandaloso, y continuaré verificando esa expectativa.

A nuestros sacerdotes: Simplemente, vivan las promesas que hicieron el día de su ordenación. Ustedes están llamados a servir al Pueblo de Cristo, comenzando con la oración diaria de la Liturgia de las Horas. Esto es para mantenerte muy cerca de Dios. Además, prometiste obedecer y ser leal a tu obispo. En obediencia, esfuérzate por vivir tu sacerdocio como un sacerdote santo, un sacerdote trabajador y un sacerdote puro y feliz, como Cristo mismo te está llamando a hacer. Y, por extensión, vive una vida casta y célibe para que puedas entregar tu vida por completo a Cristo, a la Iglesia y a las personas a quienes él te ha llamado para que sirvas. Dios te dará las gracias para hacerlo. Pídele la ayuda que necesitas a diario y durante todos los días. Y si le proponen, maltratan o amenazan (sin importar quién lo haga), o si eres testigo directo de un comportamiento impúdico, infórmalo.

A los fieles de la diócesis: Si usted es víctima de abuso de cualquier tipo por parte de un sacerdote, obispo, cardenal o cualquier empleado de la Iglesia, hágalo saber. Se tratará de manera rápida y justa. Si ha presenciado avances sexuales o cualquier tipo de abuso, preséntelo también. Tales acciones son pecaminosas y escandalosas y no podemos permitir que nadie use su posición o poder para abusar de otra persona. Una vez más, además de herir a las personas, estas acciones perjudican al mismo Cuerpo de Cristo, su Iglesia.

Además, agrego mi nombre a los que piden una reforma real y sostenida en el episcopado, el sacerdocio, nuestras parroquias, escuelas, universidades y seminarios que extirparán y responsabilizarán a cualquier presunto depredador sexual o cómplice;

Haré que los sacerdotes de la diócesis cumplan su promesa de vivir una vida de servicio casta y célibe para ustedes y para su parroquia, y las pruebas de fracaso a este respecto serán tratadas con justicia.

Asimismo, haré responsable a todos los hombres que estudian para ser sacerdotes en nuestra diócesis por vivir una vida casta y célibe como parte de su formación para el sacerdocio.

Seguiré requiriendo (con nuestros hombres y nuestros fondos) que todos los seminarios a los que enviamos hombres a estudiar estén atentos a que los seminaristas estén protegidos de los depredadores sexuales y proporcionen una atmósfera propicia para su formación como sacerdotes santos, a imagen de Cristo.

Pido a todos los fieles de la diócesis que ayuden a mantenernos responsables ante las autoridades civiles, ante Dios Todopoderoso, no sólo para proteger a los niños y a los jóvenes de los depredadores sexuales en la Iglesia, sino a nuestros seminaristas, estudiantes universitarios y todos los fieles también.

Prometo poner a cualquier víctima y sus sufrimientos antes que la reputación personal y profesional de un sacerdote, o cualquier empleado de la Iglesia, culpable de abuso.

Les pido a todos que lean esto para orar. Ora fervientemente por la Iglesia y todos sus ministros. Ora por nuestros seminaristas Y oren por ustedes y sus familias. Todos debemos trabajar todos los días en nuestra propia santidad personal y rendir cuentas primero y, a la vez, hacer que nuestros hermanos y hermanas rindan cuentas, y finalmente, les pido a todos que se unan a mí y a todo el clero de la Diócesis de Madison para hacer actos públicos y privados de reparación al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María por todos los pecados de depravación sexual cometidos por miembros del clero y el episcopado.

Ofreceré una Misa de reparación pública el viernes 14 de septiembre, Fiesta de la Exaltación  de la Santa Cruz, en Holy Name Heights y les pido a todos los pastores que hagan lo mismo en sus propias parroquias.

Además, pido que todos los sacerdotes, clérigos, religiosos y empleados diocesanos se unan a mí para observar los próximos días de inicio del otoño (19, 21 y 22 de septiembre) como días de ayuno y abstinencia en reparación por los pecados y atropellos cometidos por miembros del clero y el episcopado e invito a todos los fieles a hacer lo mismo.

Algunos pecados, como algunos demonios, solo pueden ser expulsados ​​mediante la oración y el ayuno.

Esta carta y estas declaraciones y promesas no pretenden ser una lista exhaustiva de lo que podemos y debemos hacer en la Iglesia para comenzar a sanar y evitar esta enfermedad profunda en la Iglesia, sino más bien los próximos pasos que creo podemos tomar localmente.

Más que cualquier otra cosa, nosotros como Iglesia debemos cesar nuestra aceptación del pecado y el mal. Debemos arrojar el pecado de nuestras propias vidas y correr hacia la santidad. Debemos negarnos a permanecer callados ante el pecado y el mal en nuestras familias y comunidades, y debemos exigir de nuestros pastores, incluido yo mismo, que ellos mismos se esfuercen día tras día por la santidad.

Debemos hacer esto siempre con amor y respeto por las personas, pero con una comprensión clara de que el verdadero amor nunca puede existir sin la verdad.

Nuevamente, en este momento hay mucha ira y pasión justificada proveniente de muchos laicos y clérigos santos y fieles de todo el país, que piden una verdadera reforma y "limpieza de la casa" de este tipo de depravación. Estoy parado con ellos. Aún no sé cómo se desarrollará a nivel nacional o internacional. Pero sí sé esto, y hago de este mi último punto y última promesa para la Diócesis de Madison: "En cuanto a mí y mi casa, serviremos al Señor".


Fielmente suyo en el Señor,

+ Monseñor Robert C. Morlino
Obispo de Madison, USA




SANTA MARÍA REINA


LA CORONACIÓN DE MARÍA
Fiesta de Santa María Reina
22 de agosto


La Coronación de María de Juan de Juanes, iglesia jesuita de Valencia


La Iglesia celebra en este día a María Santísima como Reina y Señora de todo lo creado en la gloria de los ángeles y los santos.

Es una forma de concluir la meditación de estos días, que comenzaron en su gloriosa Asunción a los cielos en cuerpo y alma.

Los santos siempre se caracterizaron por una profunda devoción mariana. 

Entre ellos, San Francisco de Asís, quien escribió dos oraciones marianas. 

Una de ellas se conoce como el “Saludo a la Bienaventurada Virgen María” (hacia 1210):



SALVE REGINA ANGELORUM



Salve, Señora, santa Reina, 

santa Madre de Dios, María, 

que eres Virgen hecha Iglesia 

y elegida por el santísimo Padre del cielo, 

a la cual consagró Él 

con su amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, 

en la cual estuvo y está 

toda la plenitud de la gracia y todo bien.


Salve, Palacio suyo; 

salve, Tabernáculo suyo; 

salve, Casa suya.


Salve, vestidura suya; 

salve, esclava suya; 

salve, Madre suya.



REGINA ANGELORUM.
Ora pro nobis!







La pequeña iglesita de la PORCIÚNCULA, ubicada dentro de la 

Basílica de Santa María de los Ángeles, en Asís, es la cuna de la 

fundación de la orden franciscana. 


En tiempos de san Francisco era 

una capilla derruida, donde escuchó una voz que le decía 

"REEDIFICA MI IGLESIA" Y en 1207, con sus propias 

manos, la reparó. 


Aquí fue donde Francisco (que tenía veintisiete 

años) al  escuchar la lectura del Evangelio, comprendió 

definitivamente su  propia vocación, renunció al mundo para vivir 

en radical pobreza y  comenzó a dedicarse al apostolado 

itinerante.  


La fachada de la Ermita tiene un colorido frontispicio que dibuja la 

coronación de María con su Hijo rodeados de ángeles músicos y 

ante la contemplación del Poverello.

10 de agosto de 2018

UNA GENERACIÓN DE CATÓLICOS ARGENTINOS ADMIRABLES


HOMENAJE AL
DOCTOR TOMAS D. CASARES
(25/10/95- 28/12/76)



Y en él a una generación de argentinos
que brillaron por su luminosa y operante fe católica
a comienzos del siglo XX.

Un recuerdo necesario en estas horas difíciles que vive el país 
en las que, como cristianos y argentinos, 
se nos exige dar testimonio de la Verdad 
y por sobre todas las cosas de la Caridad.

El discurso del Dr. Mario Amadeo, que hace una síntesis de la vida de este brillante hombre, y nos impele a redoblar esfuerzos para que otra generación tenga un protagonismo colectivo, como lo fueron los Cursos de Cultura Católica, una usina de formación nunca igualada.



Rendimos un justo homenaje en este muro al Dr. Tomás D Casares, Ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, jurista eminente y maestro inolvidable de Filosofía del Derecho, de tantos alumnos y profesores.
Casares fue fundador, Director y alma mater de los Cursos de Cultura Católica, que al decir del recordado Mons. Octavio Derisi, “fue tal vez la mejor generación intelectual católica de nuestro país y que por un natural crecimiento y madurez, vino a convertirse en la Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires”.


Discurso que pronunció el 17 de junio de 1980, 
su gran amigo, el Dr. Mario Amadeo, 
otro de los grandes católicos argentinos de esa generación. 
Estas son sus palabras:

“No es tarea fácil hablar en público de un ser que nos ha sido muy querido. La amistad, como el amor, siente el pudor de exhibirse en lo que tiene de más entrañable. Cuando es mucho lo que hay que decir pareciera que la actitud más decorosa fuera la de guardar silencio, ese silencio que a veces resulta más expresivo que las palabras.

Y cuando el amigo a quien debemos recordar es el Dr. Tomas D. Casares, al deseo de mantener en la intimidad nuestros sentimientos se añade el temor de no afrontar con la altura necesaria la magnitud de la tarea encomendada.

Por eso, sin intentar siquiera el esbozo de un retrato justiciero, me limitaré a evocar la figura de ese varón excepcional tal como lo he visto y conocí do durante los cuarenta y cinco años que duro nuestra amistad. Esa amistad que solo la muerte interrumpió en esta tierra, se ha transformado en permanente y afectuoso recuerdo hasta que la misericordia de Dios permita nuestro reencuentro definitivo.

La primera noticia que tuve del doctor Casares fue a traves de un artículo del diario La Nación allá por el los años 1927 o 1928. Un escritor de aquel tiempo, cuyo nombre es preferible piadosamente olvidar, había escrito en el mismo diario algunos renglones en los que se refería de modo irreverente a Nuestra Señora. La propia dirección del diario desautorizó al autor de la nota y pidió al Doctor Casares que escribiera una versión ortodoxa sobre el mismo tema.

Lo hizo con claridad tan magistral y con versación tan profunda que desde ese momento -a poco de haber superado los 30 años- quedó inscripto entre las figuras más valiosas de su generación.

La presencia de los católicos no era -a comienzos de la década del 20- de gran significación en el campo intelectual y sobre todo no se manifestaba en actividades colectivas. Los miembros del grupo, encabezados por José Manuel Estrada, que librara el gran combate religioso del 80 habían muerto casi todos prematuramente y sólo quedaba vivo entre ellos -como nexo simbólico entre la vieja y la nueva era- el Dr. Emilio Lamarca.

Es verdad que durante el primer cuarto de este siglo algunas figuras destacadas, Indalecio Gómez, Juan Garro, Tomas Cullen y Santiago O. Farrell entre otros habían profesado abiertamente la fe católica. Y que en los Congresos de enseñanza el doctor José Ignacio Olmedo se batía heroicamente, casi en soledad, contra la agresiva y abrumadora mayoría laicista. Es verdad, asimismo, que en discurso memorable el joven diputado Ernesto Padilla había impedido en 1904 la sanción de la ley de divorcio.

Pero no es menos cierto que en ese lapso el laicado católico, colectivamente considerado, no fue una fuerza computable en la vida política de la Nación. Inclusive el intento fallido de crear una Universidad confesional demostró hasta qué punto la mentalidad anticatólica -alimentada en buena medida por la masonería- seguía dominando en la esferas de la cultura y del poder.

El primer signo de que tan dolorosa ausencia llegaba a su fin fue la fundación de los Cursos de Cultura Católica, el 21 de a gosto de 1922. Cuando el doctor Casares cumplió 80 años en 1975 la revista Universitas, órgano de esa Casa de estudios, publicó un número especial en su homenaje y los Cursos fueron el tema central desarrollado por todos cuanto colaboramos en ese recordatorio. Fue sin duda una feliz idea del director de la revista y decano de la facultad, Dr. Santiago de Estrada, elegir esta particular forma de expresarle a Casares nuestra adhesión y nuestro reconocimiento. Fue feliz por un doble motivo. En primer lugar porque la irreductible modestia del personaje principal hubiera rechazado todo testimonio exclusivamente referido a su persona. En segundo lugar porque su nombre y su figura estaban tan indisolublemente unidos a esa obra que, evocar su alcance y sus proyecciones, era como recordarlo a él mismo.

Muchos de los presentes en este acto recordaran esas páginas y no es del caso incurrir aquí en citas fatigosas o en conceptos reiterativos. Baste decir que ellas pusieron de relieve desde los más diversos ángulos el influjo decisivo que los Cursos tuvieron en la renovación producida en el seno del catolicismo y que más adelante habría de proyectarse sobre vastos sectores de la vida Argentina.

Para comprender mejor el alcance de esta transformación preciso es retrotraerse a la época anterior. El panorama no era por cierto reconfortante.

Como ya hemos dicho la enseñanza estaba en manos del liberalismo. Los profesores eran indiferentes y hostiles. Los programas de enseñanza ignoraban la religión y las entidades privadas no podían expedir títulos. La jerarquía eclesiástica estaba trabada por el Patronato, y la supuesta unión entre la Iglesia y el Estado se reflejaba apenas en los Tedeums patrios y en algunas insignificantes migajas del presupuesto. Muy pocos varones adultos asistían a Misa y raros comulgantes se acercaban al altar. Las vocaciones religiosas eran escasas y la mayoría del clero no era argentino.

Este escenario cambio prodigiosamente en un plazo no mayor de diez años, y no cabe duda que fue la Providencia quien eligiera a los Cursos y sus figuras más representativas para que, por su intermedio, el Espíritu Santo derramara sus dones sobre nuestra Patria.

Resulta notable comprobar en qué medida un núcleo tan pequeño, carente casi por completo de recursos económicos, desprovisto de medios de publicidad, mirado inclusive con cierta desconfianza en las propias filas, pudiera ser uno de los factores determinantes de una transformación tan profunda y tan extensa.

Esta desproporción entre causa y efecto, aparte de su razón sobrenatural, revela el poder de la inteligencia para influir en los acontecimientos históricos. La primacía del intelecto se ha manifestado para bien o para mal en todos los cambios sustanciales de la sociedad y han estado siempre presentes en la propia vida de la Iglesia. Justamente en estos días se conmemora la influencia que, sobre el destino de Europa, tuvo la obra cultural emprendida por los monjes de Occidente al cumplirse los quince siglos del nacimiento de San Benito.

La renovación católica del la cual el doctor Casares fue uno de los principales artífices tuvo las más variadas expresiones. Tan variadas fueron que algunas hasta pudieron parecer contradictorias.

Por una parte el movimiento de los Cursos significo una vigorosa revalorización de las fuentes más puras de la ortodoxia doctrinaria. Fueron en efecto los Cursos el primer centro donde los laicos a través de clases regulares y conferencias especiales tuvieron acceso a la filosofía tomista, a la Historia de la Iglesia, a su espiritualidad y a su Liturgia.

Para profundizar más esa enseñanza, a partir de 1936 empezó a funcionar una Escuela de filosofía donde tuvimos maestros de la talla de Sepich, Castellani y Derisi. A la Biblioteca originariamente donada por el doctor Lamarca se incorporaban permanentemente nuevos volúmenes donde se reflejaba en sus vertientes más nobles la vigencia perdurable y universal del pensamiento católico. Los más nuevos no alcanzamos a oír al Padre Gillet. Pero el Curso de teoría del conocimiento que nos dictara Jacques Maritain y la lecciones que por más de un año nos impartiera el ilustre dominico Garrigou Lagrange completaron la formación filosófica que habíamos recibido de nuestros queridos profesores argentinos.

Así pues, nuestra fe y nuestra doctrina estaban basadas en principios inconmovibles. Sin embargo y aquí surge la paradoja feliz, la fidelidad inquebrantable de los principios se conjugó con una capacidad de apertura que antes hubiera parecido insólita hacia otras corrientes ideológicas, sea para recoger y asumir lo que tenían de rescatable, sea para denunciar sus errores, pero sobre la base de un conocimiento serio y objetivo de sus enunciados. Establecido con claridad el rigor dogmático de los postulados básicos, se abrió la más amplia libertad para acoger toda creación cultural que a ellos no fuera explícitamente opuesta

Gracias a ese espíritu de libertad en lo opinable, los Cursos se convirtieron en un gran centro de creación intelectual y estética. Esta fecundidad fue particularmente notable en la Literatura y en las Artes plásticas. Muchos de nuestros escritores y de nuestros poetas -recodemos al pasar los nombres de Bernárdez y Marechal- provenían de movimientos vanguardistas, pero su productividad literaria no se vio constreñida, muy por el contrario al reagruparse en torno al viejo tronco, sus ramas, una vez más, reverdecían.

Lo mismo cabría decir de la pintura y del dibujo. Con talento creador y técnicas novedosas Basaldúa, Ballester Peña, Juan Antonio y Víctor Dehelez marcaron rumbos por los que luego transitarían nuevas generaciones de artistas.

También del grupo formado en los Cursos surgió un periodismo de muy alta calidad intelectual. A ella se agregó la notable presentación tipográfica que debimos a la colaboración diligente y generosa de un gran artesano de la imprenta: Francisco Colombo.


Así fueron apareciendo a la vera de los Cursos, pero con plena independencia mutua, muchas revistas: Signo, Criterio, Numero, Baluarte, sol y Luna y desde luego Ortodoxia (que ella sì fue órgano oficial de la institución). No podemos dejar de rendir aquí un especial homenaje a Criterio que después de más de medio siglo continuó siendo la publicación católica de alta jerarquía que quisieron sus fundadores.

Las revistas que hemos mencionado aparte de la obra de ilustración que cumplieron, dieron otro fruto, tal vez no deliberadamente buscado, pero no por eso menos fecundo: sirvieron para unir con proyectos comunes a generaciones diferentes. El abismo que separa a las generaciones es una tragedia de la vida contemporánea, aquí y en muchas partes del mundo. Nuestras modestas revistas fueron desde este punto de vista un verdadero crisol. En ellas el pensamiento profundo de Carlos Sáenz se daba la mano con el humor jocundo y travieso pero nunca frívolo de Braulio Anzoátegui, las sesudas meditaciones políticas de Samuel Medrano se conjugaban con los ensayos críticos de Mario Pinto, los versos de Dondo, de Jijena y de Etcheverry Garay se entrelazaban con los fantaseos geniales de Jacobo Fijman y con la prosa mística de Dimas Antuña.

No nos hemos apartado del tema al hacer esta reseña, porque en el centro mismo de tan rica actividad estaba la persona del doctor Tomas Casares. Sus absorbentes tareas en otros campos no fueron óbice para que promoviera, estimulara, acompañara y ayudara decididamente a ejecutar con el aporte de su inteligencia, de su voluntad y de su imaginación todo este formidable esfuerzo.

Cosa curiosa: suelen ser las personas muy ocupadas las que disponen de tiempo para realizar lo que los ociosos no consiguen hacer. Casares fue de ello ejemplo típico. Cuidó celosamente sus obligaciones judiciales y docentes. Compartió con solicitud indefectible la parte que le correspondía en la jefatura del hogar y los pequeños y grandes problemas que entraña. Recibió con frecuencia a sus amigos y los visitó cada vez que necesitaban su presencia... Esto solo hubiera bastado a cualquier persona corriente para dar por cumplido sus debe res para con el prójimo y la sociedad.

Pero el doctor Casares no era una persona corriente. Hizo a la perfección todo lo que le exigían sus deberes de estado. Pero además de eso y casi me atrevería a decir por arriba de eso sintió como uno de los imperativos más fuertes de su conciencia la vocación de apostolado, en el sentido más estricto del vocablo fue específicamente realizada por él en el campo de la cultura y mediante el instrumento que proporcionaron los Cursos.

Tanto desde la presidencia de la institución como fuera de ella, su figura fue el centro motor que impulsaba las iniciativas, seguía de cerca su ejecución, concebía los proyectos y vigilaba, con la colaboración diligente del secretario perpetuo Osvaldo Dondo, los asuntos cotidianos. Si Casares no hubiera seguido la carrera judicial (esta actividad suya en los Cursos lo de muestra) no cabe duda de que hubiera sido un competente hombre de gobierno.

Tenía para ello todas las aptitudes necesarias. La primera era el don de mando, de ese mando que más por la coacción se ejerce a través del ejemplo persuasivo. Todos sabían que no exigía a los demás sino una parte pequeña de lo que él se exigía a sí mismo y por eso todos estaban dispuestos a dar más de lo que pedía. Era la encarnación viva del proverbio “suaviter in modo fortite in re”, no perdía la calma ni adoptaba actitudes estridentes. Pero sus decisiones eran claras y categóricas y fueron siempre acatadas por el respeto y el afecto que rodeaba su autoridad.

El doctor Casares no nos perdonaría que en este Acto evocativo de su obra omitiéramos los nombres de dos personalidades que compartieron con él y a su mismo nivel, la misión de hacer de los Cursos uno de los grandes centros de ilustración de esa época. Nos referimos a Atilio Dell’ Oro Maini y a Cesar E. Pico.

Dell’Oro Maini que, con el andar de los años, adquiriría notoriedad nacional e internacional, había compartido con Casares la obra fundacional de los Cursos, cuya creación -según recordó Medrano- bullía ya en su cabeza desde algunos años atrás. Por eso su aporte a la revitalización del catolicismo no podría ser olvidada, inclusive por quienes tuvieron más tarde con èl serias discrepancias políticas.

En cuanto a Cesar Pico, poco podría agregarse a la semblanza que de esta figura impar trazara hace algunos años José María Estrada. Recordemos apenas que a través del Convivio donde se manifestó su centelleante talento y el estilo socrático de su docencia. Pico, el “cura Pico” o el “Vicepapa” -como algunos cariñosamente lo llamaban- ejerció un doble magisterio, intelectual y moral, que todavía perdura entre los que fueron sus discípulos y que confirió una nota de originalidad genial a las ideas que con tanto fidelidad como libertad profesaba.

Hemos tratado hasta ahora de contemplar al doctor Casares en su entorno, es decir en el medio del que fue figura central. Ha llegado el momento de decir algo sobre él mismo, sobre su persona humana tal como las vemos en nuestro permanente recuerdo.

Los que lo conocieron en vida recordaran los rasgos de su imagen corporal. De mediana estatura, de silueta fina y erguida, de mirada suave tras los infaltables lentes, de frente ancha, ampliada por una calvicie precoz pero nunca total, de palabra nítida y acento afable, su voz se volvía especialmente cálida en el dialogo personal. Sin poseer la sonoridad potente del orador de barricada, su palabra tenía la dimensión justa que corresponde a la Cátedra, esa Cátedra que él enalteció en tres universidades. Tenía una elegancia natural realzada por sobrio pero cuidado atuendo. Tenía en general un gran dominio sobre sus emociones, pero dos veces pudimos testimoniar que éstas lo superaban. La primera fue durante la tarde memorable en que la juventud universitaria adhería al Congreso Eucarístico Internacional de 1934. Casares era, en ese acto, el orador principal y allí pronunció la más lograda y elocuente pieza oratoria que le hemos escuchado. Hizo allí la apología de la filosofía de Aristóteles y de Santo Tomás, y señaló su conformidad con la razón natural y con la verdad revelada. Pero hacia el final en un conmovedor “crescendo” destacó la primacía del amor sobre el intelecto y refiriéndose al propio doctor Angélico dijo que las páginas más sublimes de la Suma se desdibujaban en comparación con los Himnos y Secuencias que el propio Santo Tomas había compartido al preparar el Oficio litúrgico del Santísimo Sacramento.

La segunda y última vez que la emoción lo dominó en público fue al finalizar el acto en que se le entregó el primer ejemplar del número de Universitas dedicado a los Cursos e indirectamente a él. Fue sin duda una ordalía la que los amigos del doctor Casares le impusimos con ese homenaje. Pero al propio tiempo, sus ojos humedecidos traducían su gratitud inmensa al sentir volcarse sobre su persona ese don de la amistad al que tan sensible era y que en ese momento se manifestaba con las muchas presencias para el tan queridas.

Casares no era hombre de ágora, de plaza pública. Amaba prontamente al prójimo, como, lo manda el Evangelio, pero no gustaba mucho de la multitud. Por eso su ámbito natural era la intimidad. La intimidad de la familia primero, la intimidad de los amigos después. Y por encima de una y otra, la intimidad con Dios.

De todas las notas que configuraron la personalidad de Tomas Casares, no cabe duda que la religiosidad fue el rasgo prevaleciente. Tenía una fe inconmovible, sólidamente respaldada por su vasta ilustración pero profundamente alimentada por el amor. Era un hombre de oración, y no faltaron amigos que sin querer, lo sorprendieron mientras repasaba las cuentas del Rosario en algún alto de su tarea judicial. Había un perfecto equilibrio en su piedad, tan alejada del vergonzante disimulo como de la vana ostentación. Su amor a la Iglesia se manifestaba en la docilidad filial con que recibía sus enseñanzas y en el respeto que le inspiraban sus Pastores, aceptó los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II como un valor entendido, ni siquiera pasó por su cabeza la idea que podía hacerse otra cosa que obedecer y obedecer generosamente.

Dijimos que la amistad ocupo un lugar importante en la vida de Casares. Por eso, entre los momentos más felices de su existencia figuraba –nos atrevemos a suponerlo- esas veladas nocturnas que se hacían en su casa de la calle Melo y a las que su promotor, el inolvidable Mario Mendioroz, llamaba humorísticamente “cavernas”. Allí nos encontrábamos, sin periodicidad fija, un grupo rotativo de amigos algunos infaltables, otros ocasionales, pero nunca pasaron de 10 cada reunión. Era el número ideal para el coloquio sin apartes. Nos reuníamos en la espaciosa Biblioteca, cubierta de libros hasta el techo, y platicábamos a veces hasta bien entrada la noche. No teníamos agenda ni había monopolio de la palabra.

Conversábamos sobre lo que se nos venía en mente, desde los temas más trascendentales hasta los episodios más pasajeros. El repertorio de anécdotas era inagotable y el dueño de casa las proveía en abundancia. Pese a su apariencia exterior un tanto solemne, el doctor Casares tenía un sentido del humor, una vis cómica que constituía probablemente, la faceta más inédita de su personalidad. No solo sabía contar los cuentos con gracia sino que también disfrutaba con juvenil gozo de las historias –ciertas o inventadas- que narraban sus amigos. Pero siempre, aún en las charlas más ligeras, se mantenía la dignidad del tono y se extraía la sabia moraleja.


Durante los largos años en que realizamos estas tenidas una cosa me quedo estrechamente gravada. Casares nunca habló mal de nadie. Alguna rara vez lo vi enojado, inclusive indignado. Pero esos sentimientos no se referían a personas sino a situaciones. Monseñor Derisi en la hermosa nota que escribió para Universitas, dice que la vida de Casares fue una consagración total y amorosa a la Verdad. Por eso, el único que podía llegar a alterarlo era el error malévolo, es decir, la mentira. Pero si bien era inflexible en la defensa de le Verdad, tenía una indulgencia compasiva para juzgar a los que flaqueaban.

Tenía un gran coraje moral y no le faltó ocasión para ponerlo a prueba. Sufrió pérdidas dolorosas en su noble y fecundo hogar y las afrontó con admirable entereza. En todas las altas funciones que desempeñó puso el deber por encima de toda otra consideración, inclusive de la opinión que otros pueden ha era tenido de sus actitudes.

La larga y armoniosa vida del doctor Casares tuvo un ocaso digno de su existencia. Había celebrado sus bodas de oro junto a la digna mujer que Dios le había dado, rodeado de una larga descendencia. Había cumplido los 80 años en pleno vigor físico y mental como San Pablo había combatido el buen combate.

Estaba listo para partir y lo hizo con la naturalidad y con la alegría de quien emprende un viaje anhelado. Por eso, en la suave sonrisa que iluminó su rostro durante las horas postreras y en la paz esperanzada que impregnó sus palabras de despedida, no era un final lo que se advertía. Era un comienzo, era la alborada de una nueva vida, la vida de la eterna bienaventuranza"