UNA VIDA
INFINITAMENTE MÁS PRECIOSA
Un breve
artículo escrito por el periodista español Juan Manuel de Prada, que refiere a
la existencia del alma humana, con argumentos simples, ante un mundo
materializado.
Publicado en ABC de Madrid el 28 de agosto de 2018
Publicado en ABC de Madrid el 28 de agosto de 2018
Si el intelecto nos brinda indicios notables de la existencia del
alma, todavía más apabullantes son los indicios que nos brinda la voluntad, que
constantemente nos prueba nuestra capacidad para vencer los impedimentos de la
materia. Es cierto que vivimos una época que estimula la anestesia de la
voluntad, aturdiéndonos con comodidades y molicies que acaban por
eunuquizarnos.
Pero todos hemos tenido ocasión de comprobar cómo nuestra voluntad es
capaz de sobreponerse a las dificultades y obstáculos que se interponen en
nuestro camino. Todos hemos tenido ocasión de descubrir dentro de nosotros, en
trances peliagudos, aptitudes que desconocíamos.
A mí, por ejemplo, me ha ocurrido a menudo en mis tareas literarias,
cuando tengo una novela embarrancada y creo que ya no la podré salvar, o cuando
su trama se interna en pasadizos que no me son familiares; o bien cuando se
acerca el plazo de entrega de un artículo para el que no encuentro el enfoque
adecuado. Me pongo a escribir convencido de que la intentona terminará en
catástrofe; pero, misteriosamente, emerge dentro de mí una voluntad desconocida
que me alza en volandas y me permite salir del atolladero. Y luego, mientras
repaso lo que he hecho, me pregunto, perplejo: «¿Cómo he podido escribir yo
esta página?».
Eso que llamamos 'fuerza de voluntad' logra a veces hazañas que nunca
hubiésemos soñado que podríamos realizar. Y tal fuerza de voluntad se aprecia,
sobre todo, en las personas impedidas y enfermas, que se sobreponen a sus
dolores y quebrantos, incluso a la parálisis, y logran hacer cosas que a todos
nos dejan estupefactos (pensemos, por ejemplo, en los sordos que logran
componer música, o en los mutilados que pintan con la boca).
Si la voluntad humana es capaz de vencer los impedimentos corporales y
de doblegar el dolor de un modo tan sorprendente, ¿no será porque nuestra
naturaleza guarda dentro de sí un principio constitutivo más fuerte y duradero
que la materia? Y ese principio que tan esforzado se muestra contra el dolor,
hasta llegar a vencerlo, ¿no podría también enfrentarse a la muerte y vencerla
también?
No olvidemos que el dolor, con su cortejo de achaques y decrepitudes,
no es otra cosa sino el heraldo de la muerte, el mensajero que la muerte nos
envía, para tenernos prevenidos. Y cuando hablo de dolor no me refiero
únicamente al dolor físico, sino también a los múltiples dolores morales o
espirituales que tenemos que arrostrar durante nuestra existencia terrenal, las
zozobras y angustias, pesadumbres y depresiones que nos merodean, como negros
pajarracos, en tantas fases de nuestra vida.
A veces sucumbimos a ellas; pero en la mayoría de las ocasiones
nuestra voluntad logra espantarlas.
Y si nuestra voluntad logra espantar esos dolores espirituales, ¿no
será que guarda dentro de sí el antídoto perfecto, una vocación de dicha que de
momento permanece en hibernación, esperando el día en que al fin pueda volar
libre?
Son indicios, tan sólo indicios de la inmortalidad del alma; pero son
tantos que asomarse a ellos causa vértigo a nuestra época, que casi ha logrado
- por primera vez en la Historia de la civilización humana - silenciar esta
cuestión.
Sólo lanzaré un indicio más. Sorprende la cantidad de gente que - en
cualquier época, incluso en esta época nuestra, tan lastimosamente cobardona,
tan atrincherada en sus comodidades materiales - arriesga su vida por cosas
inmateriales: desde el héroe que se inmola en un incendio para rescatar a su
vecino (por poner un ejemplo de donación generosa) al alpinista aficionado que
se propone alcanzar una cima muy escabrosa (por poner un ejemplo de esfuerzo
vanidoso, incluso cantamañanesco), desde el soldado que se bate en el campo de
batalla en defensa de su patria o de su familia a la enfermera que limpia las
llagas de un leproso.
Ese desprecio que tantas personas muestran por su vida mortal ¿no
prueba acaso que dentro de nosotros anida un instinto o convicción
subconsciente de que esta vida mortal no es lo más valioso que atesoramos?
Quien arriesga su vida de forma tan generosa (incluso en apariencia insensata)
¿no lo hace acaso porque íntimamente sabe que hay algo dentro de él que está
llamado a palpitar eternamente, liberado de su envoltura carnal? ¿No es el alma
quien le susurra que puede hacerlo sin inquietud, porque le aguarda otra vida
infinitamente más preciosa?
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