Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

27 de noviembre de 2016

LA IMPORTANCIA DE LA NEPSIS EN EL ADVIENTO


“DICHOSO EL QUE VELA”
(Ap. XVI, 15)

Instalarse, con San Juan, en la colina
para estar/contemplar/permanecer/perseverar
y otear el Oriente desde el umbral ante la Inminencia.



“Las posibilidades respecto a la Plegaria
podrían limitarse a ser: rezar o no rezar,
pero con vértigo descubro
que sencillamente es posible rezar mal,
y no me refiero al contenido sino a la orientación;
es decir, no tanto a qué sea lo que se rece
sino hacia dónde dirija mi plegaria.”

         La frase es del diario de León Bloy [1] y nos aprieta a todos. Pues solemos concentrar todo nuestro conflicto oracional en que rezamos poco, en que deberíamos dedicarle más tiempo, etc. Y podemos pasar por alto cuestión tan básica como ésta: que estemos rezando sin estar rezando, por no estar expuestos a Dios, de cara a Dios, orientados hacia Él.


         Cuando esta cuestión gana ciudadanía en nuestra inquietud interior, y aguijonea con efectividad, el ‘cuánto’ rezo pasa a un segundo plano —como un sabañón ante la noticia de tener cáncer— pues uno cae en la cuenta de que se puede estar rezando sin rezar, sumando ceros tras la coma; que sencillamente esto es un posible. Y más aún: que de algún modo, si no media un esmerado y expreso modo de evitarlo, el Hombre gravita sobre el suelo y no sobre el Cielo. Y por eso, es probable —ya no sólo posible— que sus rezos no salgan del radio de gravitación del propio yo.

         No significa esto que Dios no los escuche. Pues para eso es Dios.
Pero tampoco significa que con ello el cometido de la plegaria esté alcanzado. Pues Dios nos hizo capaces —por el don de la Plegaria— de acceder al Cielo. De “ver” el Cielo abierto sobre nosotros, según dice el Señor.
Que al decir “Tú” –dice S. Weil- la esmerada vocalización interior permita a todo mi ser eyectarse, brincando con audacia, tomando envión desde esta enérgica te. Y así, salir de mí. De mi atmósfera. 


         Por éxtasis o íntrasis: pero dando con el cartel de “éxit”, con la salida, la emergente salida… en busca del umbral donde mi yo-mismo ya casi sea un afuera.

         Y para eso es necesario acertar en la orientación interior de nuestro corazón hacia ese “dónde” en que mi ser se abre entero a Lo Abierto del Más-Allá. Balcón del alma con vista al Cielo.

         Es un hecho con el que hay que contar: no todo mi ser “da” al Más-Allá, como no toda la casa tiene vista a la montaña o al río. Debo “ubicarme” en lo interior sobre ese umbral –propio- que todavía siendo yo, de algún modo me acerca al afuera, me “intemperia”… como un muelle, como un balcón, como una azotea… o como una “ventana-proa”
[2].

         Para –desde allí- ver Lo eterno y Al eterno, como a través de un vidrio o un espejo
.[3] Por cristalinas trasparencias de velos y cristales, de aromas y rumores, hay una vista del alma que da al Cielo.

         Así las cosas, rezar se nos ofrece, se nos propone, como el arte matutino de abrir amplias ventanas hacia el Este para llenar la casa de luz, de aroma y trinar de pájaros, cuyas señas me llegan –me invaden- desde allí. Desde un concreto y real “allí”.

         Dirá C.S.Lewis que un cristianismo sin perspectiva de Cielo, sin apertura a Cielo, es como quien deambula (dwell) taciturno por casa sin ventanas…

         Y algo de esto nos ocurre. Nuestras plegarias tienen como un tufillo a encierro, a rancio sótano. Donde —creemos— nos han dejado no sin la deferencia de ofrecernos un teléfono con el cual poder comunicarnos con Dios… aunque en verdad: con el contestador automático de Dios, donde este Dios “generoso” me permite dejarle cuantos mensajes quiera.
Y no. No es esa la Buena Noticia sobre la Oración. “Verán el Cielo abierto” (Jn 1,51), pide como condición rezar a Cielo abierto.


         Claro que hay que anotar una paradoja importante: esta ventilada y luminosa “azotea” es más interior a mí que yo mismo. Es decir, es mi último subsuelo.

         Hay vista del alma al Cielo. Y rezar ha de poder ser atender a este Cielo y no al crujir de mis propias tripas… Por eso –con Bloy- la cuestión crucial de la Plegaria es cuestión de brújula, es asunto de orientación, de posición.
Para atender al Cielo (no en-tender sino a-tender): porque Allí “ocurren cosas”, que me son mostradas.

         Valga –de paso- decir algo del recurrente “prestad atención” del Señor. No es un recurso para despabilar su auditorio, un mero pórtico a su enseñanza: es una enseñanza. Y mandato, de paso. (Simone Weil dirá que es lo que más repugna al alma: prestar atención. Dirá que prestar atención un cuarto de hora es más valioso y destruye más mal que cantidad de obras de caridad). “La vida atenta”, llamaban los antiguos a nuestra Religión. Y no sin vértigo me atrevo a pensar que aquel “ustedes miran sin ver” de Jesús puede atañernos; y sea la versión menos tautológica del abrupto ustedes rezan sin rezar, que lastimaba a Bloy.

         Mirar a la Cara cuando se habla o escucha a alguien. Vaya consigna de urbanidad y de piedad. De hidalguía, en todo caso.

         Rezar a los ojos. Cerrar los ojos exteriores para abrir los del alma.
Pues “todo ojo verá Al que Viene” (Ap 1,7), se nos avisa.

         Y este “mirar Al que viene” constituye el nudo de nuestro tema.
Si no “el”, al menos “un” modo de rezar muy puro y primario.


         Valdría paradojar: la plegaria primordial es la plegaria final. (siempre me causo gracia y gusto que ‘novísima’ en latín signifique lo último…).
Como lo hicieron los Apóstoles y las primeras comunidades cristianas: rezar en la tensión, en la expectativa, en la apertura al Retorno inminente del Señor que está volviendo, que ya vuelve, que está al venir…  Y que pidiera expresamente que este Retorno no nos tomara de sorpresa, distraídos, mirando para otro lado…

         La Tradición más antigua y monástica llamó a este ejercicio la “Nepsis”, que significa alerta, vigilancia. Recibieron y asumieron al pie y de pie el mandato de Cristo “estén atentos, alertas, pues vuelvo en el momento menos pensado”. Sine Glosa. Aunque “menos pensado” diera pie a hermosa hermenéutica: la disminución o contracción del pensar y la dilatación del desear, del amar, del esperar…

         El cristiano, balconeando el Regreso del Amado, fusiona dos contrarios, cuya conjunción configura algo así como “el punto justo” de presión y temperatura en que “se da” el fenómeno cristiano, la experiencia cristiana.

          Estos contrarios —dirá san Silvano del Monte Athos— son la Nepsis (*) y Katanixis. Es decir, la vigilancia y la ternura, la firmeza de lo erguido-alerto y la suavidad de la dulzura, de la acogida… Quien logra esta conjunción, es instalado en la oración continua, pues ambos ingredientes, expuestos al Viento del Este, se retroalimentan en circular simbiosis.
Es Orante quien vigila con ternura. Sin estridente hieratismo. Sin abúlica distensión.

         De ahí: “Dichoso el que vela” (Ap 16,15). No por el resultado de la vigía, ni por la dicha de la tarea cumplida, sino por el ejercicio mismo de este ‘momento menos pensado’.

         Es la gozosa experiencia —estética, en un sentido muy hondo— de “la Expectativa del Inminente
”. [4] Es el disfrute del redoblar de tambores…

         Valga decir de pasada que solemos rezar para haber rezado y no para estar rezando… Esta dicha en la espera nos ayuda a devolverle a la plegaria su valencia in actu… No nos confiere dicha el haber rezado, sino el estar rezando.

         La inminencia de Su estar-llegando —en Carne a Belén, en Gracia al altar y al corazón, en Gloria al estuario de la historia— constituye el “dónde”: el desde dónde de su Manifestación y el hacia dónde de mi orientación oracional. Aunque enredado lo digo bien: la inminencia como ‘topos’ de plegaria.

         Manifestación inminente en par de los levantes de la Aurora, canta Juan de la Cruz. Es lo que brama o bruñe –con la torpeza de bruma y fulgor- sobre el horizonte oriental. Desde nuestro Patmos interior, a ventanal abierto, valga que se nos vaya la vida en este mirar intenso, aunque no-tenso. Atendiendo; no entendiendo. Valga instalarse, con gusto y con gracia, en este Umbral desde el cual otear el inminente Retorno. Casi espejando la Parábola del Hijo Pródigo…

         Rezar es como un atento y suave oteo sobre el umbral del Apocalipsis. He ahí toda una consigna de Adviento.

         Y valga de entrada atajar: el Apocalipsis no es una maraña de calamidades y desventuras. Un escenario ante cual temblar y huir despavorido. Eso, en todo caso, es lo inmediatamente previo a la Gran Escena que se recorta sobre nuestro horizonte de plegaria: el glorioso Retorno de nuestro Señor. Él, el Rey y Señor, Esposo en Boda, como Sol gigantesco a punto de despuntar: Ése es el Centro de nuestro Apocalipsis.
Se trata del relato del acontecimiento más excelso, más sublime de la Historia completa del Hombre.

         Quedarse con los azufres, pestes y catástrofes es como quedarse, ante el nacimiento de un niño, con el anecdotario del gemir de parturienta, corridas de todos, rompimiento de placenta, sangres y demás praenotanda…

         Dice Jesús: ante estos signos, levanten la cabeza y miren con esperanza: estoy llegando! (Lc 21,28). Es la alegría de los amigos del Novio, ante su inminente llegada (Jn 3, 29).

         Para el Mundo, es su Desastre mayúsculo. La frustración y debacle del Progreso indefinido
.[5] Para nosotros, en cambio, es el Libro de la Consolación, por decirlo a lo Isaías. Relata la Liberación, el Regreso, la Restauración. Es un libro que alienta y embarga de esperanza.
(Me resulta curioso y elocuente que el término “escatológico” tenga doble acepción: una, para uso del mundo, dice lo peor, el excremento, pues lo último del proceso, lo final es eso: mero excremento. Su otra acepción nos expresa: lo último, el final, es Gloria
. [6]).

         Apocalipsis es Luz y Consuelo siempre que el foco lo hagamos en ese Cristo que en Gloria y Majestad, cabalgando en hidalgo señorío, se acerca y llega para consuelo de los que Lo aguardan con entusiasmo y anhelo.

         Rezar sobre el umbral del Apocalipsis, implica hacerse a la atmósfera de aurora. Y remarco: aurora, no crepúsculo. No es el Occidente si no el Oriente al que hay que estar atentos: pues lo que nos ha de ocurrir es el Nacimiento de un Cielo y de una Tierra nuevas. Se trata de un parto y no de estertores de agonía…

         Bien. Clima de Aurora, dice mucho. Entre otras cosas, esa media-luz, esos rojizos y dorados donde todo se ve como emergiendo de un sueño
. [7] “Torpeza de aurora” decía Borges. Es la frontera entre lo Eterno y el Tiempo. Donde lo Eterno acaricia con suave respeto la deshojable temporalidad. Aurora es —al decir de María Zambrano— alumbradora de lo intacto.[8] Con la curiosa salvedad de que es esta caricia de luz naciente la que torna intacto cuanto baña…

         Allí hay que rezar.

         ¿Rezar qué?

         Digámoslo mejor: allí hay que estar; pues ese estar es rezar.
Rezar no es hacer; rezar es estar. “Permanecer” para decirlo mejor.

         Se trata de estar/permanecer/perseverar ante la Inminencia. Ante ese mudo clarear.

         Pues Él lo ha dicho al partir: miren que vuelvo pronto…

         Pero, ¿qué significado ajustado darle al “pronto” de este “vuelvo pronto”?

         Puede parecer un error de cálculo divino, o –para ser menos brutos- de lenguaje… ya que para Él mil años son como un día y al revés… Pero no. Puede también parecer una ‘picardía’ pedagógica: para que toda generación esté alerta, preparada, en la amenaza de que falta realmente poco tiempo… Y no; tampoco cabe pensar un Dios de ‘mentiras piadosas’.

         Lo que en verdad ocurre es que la Historia, que corre y avanza como un río, no tiene un desarrollo tan-tan lineal como se puede creer: de Era en Era, el Cronos ha avanzado en velocidad uniforme, desde Adán hasta Cristo. Pero con su primera venida, con la incrustación del Eterno en el tiempo, el sistema ha colapsado. Los minutos, días y centurias ya no se siguen como hasta entonces. El río del tiempo, sin haber hallado aún su desembocadura, se ha enlagunado en este estuario-intervalo, que es el “Tiempo final” aunque no aún “el Fin de los tiempos”.

         Newman emplea una imagen más elocuente: es como si el río que iba derecho a botarse entero sobre el mar desde arriba de un acantilado, desde la venida de Cristo ha virado su curso, y aunque sigue avanzando —pues los minutos, semanas y siglos continúan— corre en paralelo al precipicio, manteniendo así siempre la distancia ínfima, la inminencia, con que botarse sobre el mar. Este intervalo está siempre –dure lo que dure- al borde de la Parusía, al borde de Su Retorno glorioso.

         Así se entiende que cuando el Señor dice “Mi regreso está próximo”, esta proximidad no es temporal si no casi física. Este “al borde” de lo Eterno, es nuestro umbral, nuestra “posición” oracional, nuestro pole-position oracional.

         Rezar “al borde”… suena bien.

         Y así las cosas, “las señales de los caballos blancos están siempre apareciendo, siempre desapareciendo” –dice el cardena beatol- cual un ejército alistado, a punto de desatarse en batalla. Pues ocurre siempre en el ‘cuadro’ contiguo a nuestro hoy, aunque nuestro hoy le termine no pasando la antorcha del presente a ese cuadro sino a otro…

         Se trata de instalarse con Juan sobre la colina para contemplar. Y en ese mirar intenso, más que adivinar presagios, percibir que esos acontecimientos están –cual lava incandescente- bramando en lo interior de este cosmos y de esta historia, a punto de florecer.[9] Una delgadísima tela –dirá Juan de la Cruz- nos separa de lo Eterno. Tela que el orante impacienta por rasgar ¡Si rasgaras de una buena vez el Cielo!!!, clama el profeta. ¡Tu Rostro, Señor, muéstrame ya tu Rostro!, apura el salmista. ¡Maranathá!,brama el orbe y hasta sus mismas entrañas.

         Muy de pasada valga decir que esta delgadísima “tela” es la mismísima Eucaristía. Ella preserva el Mundo y el Tiempo, ataja Lo Eterno y a la vez lo enfoca. Tras Su aparente fragilidad, hace de férreo terraplén entre el curso final de nuestra Historia y el Abismo de lo Eterno. Ella es el arremolinarse del Cronos en su propio estuario. Pues Ella es el Fin del Mundo, en su sentido más teleológico y a la vez físico.

         Allí, tras ese blanco umbral, comienza Lo Abierto… Mirarla fijamente es ‘entre-ver’ –entre visillos- el Apocalipsis iniciado. Por eso, ni bien se hace Presente esta Ventana, aguijoneados por este vislumbre, clamamos los Videntes de la Liturgia: ¡Ven Señor Jesús!

         Se da acá algo crucial, ligado a la cuestión del tiempo. Y es el valor del ahora, del ‘hoy’. Curiosamente los hombres que viven retorcidos sobre la sola vida de este mundo, suelen distraer el hoy: viven vinculando lo pasado con lo futuro; los raccontos con las proyecciones. De ahí que bien pueda llamárseles sonámbulos, pues viven como adormilados, rozando a penas lo real. También el orante puede sufrir este vicio, como parte de esta distorsión secularista. Y entonces, agradece lo pasado y suplica por el futuro.
Y descuida el aquí y el ahora.


         ¡Despiértate, tú que duermes, y Cristo te iluminará! Dice la Escritura [10].

         La Nepsis como vida atenta, como vida despierta, debe enfocar el hoy, el estar del orante ahí, y así ante Dios, “coram Deo”, de cara al Cielo.
Pues el Cielo sólo se abre sobre el hoy. El único boquete cósmico, lucarna límpida y cenital, se da sobre mi hoy. Pues sólo existe este instante y la eternidad. No hay más ‘ocasión’ (kairós) que este instante
.[11] Eckhart tiene una máxima misteriosa: permanecer en presencia del ahora.

         Es en el ahora, en que uno puede percibir ese Cielo abierto y ese movimiento de caballos blancos, y esa inminencia del Retorno. Como quien aprende a escuchar el viento, uno ha de aprender a escuchar este Advenimiento…

         Escuchar el Advenimiento como consigna oracional puede reformularse como un contemplar la transformación del mundo presente en el definitivo. Percibir el crujir del Cosmos, los signos de parto en puerta…

         Ver este mundo —ver mis cosas, mis coyunturas, mis ñañas y mis mañas, mi Argentina y mi Navidad— figuras todas de este mundo (1Cor 7,31) en esta inminencia de Trans-figuración, pues eso también es rezar.[12] Pero ‘mirar y ver’ qué? ¿Cómo se va desmoronando la morada terrena o cómo va descendiendo la Jerusalén Celeste? Me inclino a lo segundo. Visualmente es más viable enfocar lo que llega que lo que parte, lo que va habiendo que lo que va faltando, lo que crece que lo que disminuye… Y da más gusto.

         El Retorno de Cristo es el único acontecimiento “a caballo” de lo Eterno y el Tiempo. Es —como la doble naturaleza del mismo Cristo— a la vez eterno y temporal. Por eso, bajo la lucarna de mi ‘hoy’, remontando la Luz descendente de este Advenimiento, accedo al Cielo. Se me abre el Cielo. Es esa “puerta entornada” que percibe Juan, el Vidente del Apocalipsis (4,1). Ve no sólo lo que va a suceder más tarde, sino “lo que ya es” (Ap 1,19) como le dice Jesús. Su condición de ser “Aquel que es, que era y que viene” (Ap 1,8) en apretada identidad, justamente explica que sólo la Parusía, en su “inminencia”, es puerta entornada para percibir lo-que-ya-es: el Cielo eterno, actual, presente.

         Así el Apocalipsis —como grafica Balthasar— es una suerte de vertical sobre la horizontal del Cronos, que desde el Génesis hasta las Cartas recorre linealmente el curso del Tiempo. Y remata en este Libro último, que no constituye (sólo) el desenlace, el último Acto, sino la cúpula estable de todos los Actos. El Cielo Abierto sobre la Historia.

         Y así como san Juan, al ver el Trono de los Ancianos, ha de haberse visto a sí mismo –sin reconocerse, dice Balthasar- también a nosotros nos cabe, en esta contemplación “actual” de lo que ya-es, sospecharnos, intuirnos entre esa muchedumbre de testigos que cantan el Cántico del Cordero.
(¿Qué es o cómo se explica acaso la nostalgia de Cielo, si no fuera por este tironeo de nuestra propia vida eterna sobre nuestro hoy temporal…?).

         Por eso, le dice el orante a Dios: “permaneceré de pie, sobre mi atalaya…” y Dios responde: “escribe lo que ves, pues se trata del fin. Y si se tarda, espéralo, pues ciertamente vendrá, sin retraso.” (Cf. Hab 2,1-3).


         “¡Espéralo!”: casi como un látigo onomatopéyico azuza nuestra lánguida plegaria… Pero no como quien aguarda con el telón bajo lo que aún no se inicia: más bien como quien se instala en la orilla –o el muelle, mejor- viendo venir una inmensa embarcación desde el horizonte hacia mi puerto. El Advenimiento ya ha comenzado y crece a cada instante…

         Una definición más, pero bella como pocas, del cristiano, nos la regala san Pablo en su segunda Carta a Timoteo: son “los que aman la Parusía” (2Tim 4,8).

         Y digamos, al fin, que así como los hebreos rezan hacia Jerusalén, los musulmanes, hacia la Meca, el Cristianismo no habría de perder jamás su brújula oracional: su –vaya sutileza del lenguaje- “orientación”.[13]
El Oriente es nuestro Norte, pues su Retorno es nuestro rumbo.[14]
Se trata de colocarse de cara al Sol naciente. Recogiendo –a oscuras- la Luz flamante, la Luz Nueva. Como dice un bello poema: lo que busca con su bastón el ciego es la luz; no el camino.[15]


         Orar al Oriente no es una mera rúbrica litúrgica, ni un fetichismo mágico: es una actitud interior, del corazón.

         Es mirar de frente, a la Cara, al que Nace, al que Viene y que ya Es.
Para ver entre velos el Reino y al Rey llegando: pues eso, sin más, sin verba alguna, esmirar viendo, rezar rezando, apostado sobre el balcón de mi yo, inclinado sobre lo Eterno.

         Valga, para ir cerrando, volver a Bloy, a su frase célebre, que al castellano nos suele llegar si no distorsionada, al menos restringida: “tout ce qui arrive est adorable”. No tanto o no sólo como lo que acontece, sino lo que llega, lo que adviene, lo que arriba.[16] Porque todo lo que arriba viene de Arriba.

         Recapitulando: dentro del alma, hay un espacio, un lugar interior con vista al Cielo. Y si vale –claro que vale- rezar sobre el mundo, o sobre mis miserias y carencias, también vale –cada tanto- instalarse, de modo extraordinario, allí, frente a ese inmenso ventanal, y a la hora de la aurora, abrirlo de par en par para presenciar –con atenta dulzura- el Cielo amaneciendo sobre el Cosmos.

         No es opio. Ni mero analgésico para tanta pena y penuria. Es remedio y vitamina. Es aliento, rumbo y sentido.

         Si el Mundo insiste en que los gustos hay que dárselos en vida, pues ése es el nuestro: en mullido sofá, abrir nuestro bow-window [17] para ver sobre el incendiado horizonte los estandartes del Rey avanzando hacia aquí.
No se pierdan semejante maravilla de música y color. Alcanza con otear el Oriente.

         Quiero concluir con un poema que tal vez exprese con menos ruido todo esto, tan delicado, tan intenso, tan inefable.


“Desde el Umbral”

Y me fue dado el umbral
sin más consigna que dejarlo ser
en mí.
Como hontanar del abismo interior, donde hambrear la Luz.

Oh Aurora del Mundo futuro: fulgor y aureola de cuanto ocurre,
Tus sombra y penumbra son el clemente respeto a mi ceguera;
Tus atados vientos, la calma soberana que antecede a los Hechos;
Tu rojo y naranja,
la sacra impaciencia de un Dios amaneciendo.

Desde el sereno umbral percibí toda la inminencia.
Sombras y rumores de cítara y trompeta,
copas y caballos, sellos y perfumes;
estrépito de carros;
incensarios en danza
rumor de llaves… 
y el inquieto aleteo de presurosos ángeles.

Y con el suave clarear y el levante de la bruma,
sin hablar, sin que se escuche Tu Voz,
como lento León, de pesado y mudo andar
emerge tu cristalina figura, en blanco, dorado y fuego,
grácil y humilde como Pan de Cordero
grave y firme, como Rey y Señor.
Y viéndoTe a los ojos avanzar sobre mí,
lo entendí:
que la dicha del umbral no
está en mirar,
sino en ser visto por Ti.

P. Diego de Jesús
Monasterio del Cristo Orante
Mendoza, 9.XII.2008

NOTAS

(*) “Nepsis” es un término griego que significa aquel estado de vigilancia y sobriedad adquirida después de un largo periodo de ascetismo y de purificación.

[1] El penúltimo tomo de su Diario lleva por título “En el umbral del Apocalipsis”, expresión saturada de sentido y de sentido, entiéndase: de valor y dirección.

[2] Bow-window, entre variadas traducciones posibles, admitiría ésta.

[3] 2Cor 3,18. Todos nosotros, con el rostro descubierto, mirando como por espejo o a través de un vidrio (katoptrizómenoi), vemos la Gloria de Dios. Si bien ‘katoptrón’ es espejo sin más, lo curioso es que el giro del verbo alude a un “a través” y no a un mero rebote de mi propia imagen. Si es ‘por espejos’ ha de entendérselos inclinados, para lograr enfocar lo que acontece por encima del observador… Como dice san Agustín: “No dice el Apóstol: vemos ahora un espejo, sino vemos ahora como por un espejo, a través del cual vemos realmente a Dios.” De Trinitate, XV, 23,44.
“Delante del Trono hay como un mar transparente semejante al cristal” (Ap 4,6). No es dislate imaginar que nuestro Mundo se da debajo de este Mar y veamos el Cielo a través suyo.

[4] Dirá Borges que la experiencia estética consiste en la expectativa de una revelación inminente que no se produce… Este “casi”, este “a punto de”, este “elevare” diríamos en música, es tremendo y fascinante, tenso y dulce.

[5] Lo expresa muy bien C.S.Lewis en su The world’s last night, como los primeros compases del Cristo, ¿vuelve o no vuelve? del legendario Castellani.

[6] En honor a lo cierto, no provienen ambas acepciones de igual raíz griega. Por eso Castellani insistía en hablar de ‘esjatología’ con jota, para diferenciarlo. A mí me sienta bien que Mundo y Cristiandad usen igual término para referir a objetos tan opuestos y a la vez tan semejantes.

[7] En el final del último tomo de la saga de Narnia –la última batalla- Aslan le explica a Lucy que ya no volverán al armario y su adentro o atrás, puesto que comienza la vida despierta, en Narnia…

[8] Habría que espigar mejor el “De la Aurora” de M. Zambrano, siempre tan cargada de imágenes escatológicas…

[9] El cristiano “lee, en el Apocalipsis lo que le basta, no tanto por adivinar lo que se viene sino para constatar cómo de ahora en más un sistema secreto y sobrenatural funcionadebajo de esta escena visible” dirá J.H.Newman.

[10] Ef 3,14

[11] Dice Lewis, en sus Cartas del diablo, que a Dios sólo le importa que el hombre se ocupe de dos cosas: de la eternidad y de este punto del tiempo que llamamos presente. Pues sólo en este punto, el tiempo toca la eternidad.

[12] Imponente el texto de P. Evdokimov sobre “L’Eschatón ou les choses dernières” en L’Ortodoxie donde desarrolla esta cuestión del paso de la figura intramundana a la figura celestial.

[13] Lo expresa con detalle Ratzinger en El Espíritu de la Liturgia, p. 71

[14] Interesante es que en la saga de Tolkien, la cartografía de los enanos siempre empleara como Norte al Este…

[15] Hugo Mujica, “En plena noche” en Poesía completa.

[16] El verbo ‘arriver’ en su primera acepción alude a llegar y en su segunda, a acontecer, suceder.

[17] El término es feliz no sólo por la imagen que aporta, sino por sus términos: literalmente refiere –a la vez que a una ventana en arco- a una ventana inclinada, en reverencia…

Bóveda de las Bienaventuranzas
Basílica del Espiritu Santo - Buenos Aires


26 de noviembre de 2016

VELAR EN VIGILANTE ESPERA

“Velad, pues, 
y orad en todo tiempo”
(Lc 21,36)

Desapegado de lo presente, vivir en lo invisible
Meditación del Beato Cardenal Newman



    “¡Velad!” nos dice Jesús con insistencia. No sólo tenemos que creer sino también velar. No sólo tenemos que amar sino también velar. No sólo hay que obedecer sino también velar. ¿Velar, por qué? A causa del grande, del supremo acontecimiento: la venida de Cristo. Es evidente que aquí se encuentra una llamada especial, un deber que no se nos hubiera ocurrido nunca si Jesús mismo no nos lo hubiese encarecido tanto. Pero ¿qué es, pues, velar?...

    Aquel velar esperando a Cristo que guarda su espíritu sensible, abierto, despierto, lleno de celo por buscar y honrar a Cristo. Desea encontrarse con Él en todos los acontecimientos de la vida. No experimentaría ninguna sorpresa, ningún espanto ni agitación si llegara a saber que allí estaba Cristo. 

    Aquel velar con Cristo (Mt 26,38) que, mirando hacia el futuro, sabe que no debe olvidar el pasado, que no olvida lo que Cristo sufrió por él. Vela con Cristo aquel que, acordándose de Él, se asocia a su Cruz y a la agonía de Cristo, que lleva con gozo la túnica que Cristo llevó hasta la cruz y que ha abandonado después de su Ascensión. A menudo, en las epístolas, los escritores inspirados experimentan el deseo del segundo advenimiento, pero no olvidan nunca el primero, la crucifixión y la resurrección... Así, el apóstol Pablo invita a los corintios a “esperar la venida del Señor”, pero no deja de avisarlos que hay que “llevar en nuestro cuerpo la muerte del Señor, para que la vida de Cristo Jesús se manifieste en nosotros” (cf 2Cor 4,10). El recuerdo de lo que Cristo es ahora para nosotros, no nos debe hacer olvidar lo que fue por nosotros...

    Velar es, pues, vivir desapegado de lo presente, vivir en lo invisible, vivir con el pensamiento en Cristo tal como vino la primera vez y tal como vendrá en su segunda venida, desear esta segunda venida recordando con amor y gratitud la primera.


20 de noviembre de 2016

CRISTO REY

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY

"Es necesario que Cristo reine..."
(1 Cor. 15,25)

Y su trono es el bendito árbol redentor de la Cruz.


Magnífico Crucifijo del templo
del Monasterio argentino del Cristo Orante, en Mendoza

REX GLORIAE IN CRUCIS SALUS


EL REY DEL MADERO 
Y SU ESCUDERO

Cristo crucificado, Maiestas Domini,
y San Dimas, “el buen ladrón”


¡Puertas! Levanten sus dinteles!
¡Levántense puertas eternas!
Va a ser coronado el Rey de la Gloria.
(cfr. Ps. XXIII, 7)


La Liturgia de coronación de nuestro Rey es de una belleza y esplendor que estremece. Como ante la Zarza ardiente, nadie ha de acercarse a esta escena sin descalzarse. Cristo, Nuestro Dios, sobre la cumbre del Gólgota, a los cuatro vientos del orbe, es ungido y coronado como Rey y Señor del Universo.

Todo es de una intensidad escalofriante. Solemnísima gravedad envuelve y sobrecoge el cielo y la tierra; ángeles, hombres y creaturas todas del orbe contienen el aliento, atónitos, ante el ritual de coronación a punto de celebrarse. Un ritual ensayado por siglos ha de consumarse en la plenitud de los tiempos.

Los maestresalas, ceremonieris y demás personal de protocolo corren ultimando detalles y recibiendo y ubicando a los incontables invitados, como se cuenta que ocurría en Reims cada vez que Francia coronaba un nuevo rey.

Presto ya está cada detalle: la guardia real, para escoltar al Heredero; la corona, engarzada en diamantes y piedras de zafiro; el manto real, de un profundo borravino; el cetro, el trono -de madera preciosa, de olivo antiquísimo- , el solemne estandarte en tres lenguas, el escabel de sus pies...

Y el ángel de la puerta septentrional mira de nuevo la luna: esperando el momento exacto en que complete su ser llena. Y con voz clara y firme anuncia al orbe el inicio de la majestuosa ceremonia: 

 ¡Puertas! ¡Levanten sus dinteles!
¡Levántense puertas eternas!
Va a ser coronado el Rey de la Gloria.

Será Rey en este mundo, pero su Reino procede de otro mundo. Y todo el ritual de coronación pone en exquisito relieve lo uno y lo otro. Se tensa así la paradoja más tirante de toda nuestra Fe: el Rey reina desde un Madero.

La fuerza que ejerce la paradoja sobre ambos polos de sus coincidentes opuestos, hace desistir a muchos: o sueltan un cabo, o sueltan el otro. Unos, claudicando del “mi Reino no es de este mundo”, instando al divino Monarca a que lo haga al modo de los poderosos de este mundo; los otros, claudicando del “Sí, soy Rey”, insistiéndole en deponer su poder y reyecía para ser nomás “uno de tantos”, un simple obrero palestino. 

Pero nuestro Rey desatiende a unos y otros y avanza resuelto para regir el orbe con firmeza… desde el oprobio del Madero.

No es un fláccido jefe burócrata que manda hacer. Nuestro Rey es conductor. Como el dux o el cónditor romano, ordena (en sus dos sentidos), conduce, lleva adelante, haciendo Él mismo de punta de lanza.

Como siempre: el gran desafío cristiano es sostener la tensa y afinada cuerda paradojal: Cristo Rey del Universo no es Rey de otro mundo: es Rey de este mundo, el nuestro. No es Rey de muertos ni fantasmas. Tiene por derecho propio un poderío real sobre nuestros corazones y sobre todas y cada una de nuestras acciones y opciones. Somos sus vasallos, sus súbditos, sus pajes y escuderos. Y Cristo tiene este derecho de reyecía sobre el corazón de todos los hombres: se le sometan o se le rebelen, el derecho está, lo tiene.

Y sin que se nos afloje esta clavija, habrá que estirar la cuerda desde la otra punta: nuestro Rey es Rey de este mundo, pero no al modo como son reyes los reyes de este mundo. Su modo de reinar no es de este mundo.

No reina bajo coerción sino sugestión; no reina buscando ser servido sino servir; no reina imponiéndose con ruidosa espada, sino que reina desde la sutilidad de la brisa suave, desde el susurro de su cautivante Evangelio, como el perfume de la diminuta violeta, o de la viña en flor. 

Ni siquiera reina con la estridencia apologética, sino con la magia de su silente hermosura. 

No reina para someter sino para liberar. 
No reina con la violencia de hojalata de los dominadores del mundo, pero en las llamas de Fuego de sus ojos hay más brío y autoridad de la que pudiera sumarse en este mundo despótico. Hay magia en su aljaba. 

No domina, pero es Dominus. 

No se impone, pero derriba; no vocifera pero es imposible resistirse a su Voz. No da órdenes histriónicas con gritos y ademanes, pero una sola y silente mirada suya alcanza para que sus vasallos acaten. 

Es tan abisal e inmenso el Misterio de su reinado de Amor crucificado, que es casi imposible no obedecerle… 

Su indefensa debilidad no es una alternativa sino una gramática de su Omnipotencia. Él es poderoso… así.

Reina el Rey desde el Madero, coronado de espinas, con un señorío absoluto, efectivo, contundente. Reina el Rey desde el Madero, con una mansedumbre, abyección y humildad esplendente y descendente… como cae hasta los abismos todos del orbe esa Sangre real que habla y dice la belleza increada del Hijo Eterno.

Y allí está Dimas, el ladrón malo, el orante bueno, el paje y escudero del Gran Rey nazareno. Se halla apenas unos metros a sus espaldas, como el acólito del Sacerdote ante el altar. Y en una sola línea, funda escuela de oración. Enseña a rezar como pocos otros en toda la Escritura. Emplea una expresión, un término, que nadie jamás había osado emplear en todos los Evangelios: por vez primera y única alguien llama al Señor por su nombre: Jesús. 
Sólo es pronunciado su Nombre, por única vez, allí, sobre la cresta del monte, ungido en sangre y miedo: ¡Jesús!

Suspendido, como su Rey y Señor, entre el cielo y la tierra, escoltando la divina Agonía, desde el lacerante dolor en el cuerpo y en el alma, balbucea la palabra más bella que jamás haya sido pronunciada en el universo: Jesús. No te pido ni la vista del ciego, ni el andar del lisiado; no te pido el pan multiplicado ni la tormenta apaciguada: te pido el don más grande y atrevido: el estar contigo para siempre. Y no puedo como Zaqueo, prometerte devolver lo que he robado: te pido estar contigo para siempre con las manos vacías, sin paga alguna, desde mi nada y mi baldío.

Y el Rey soberano, guía y caudillo en esta avanzada sobre la Muerte, tornando apenas su inmenso cuello de Pantócrator sobre su propio hombro muy llagado, con voz clara y firme, le responde al moribundo orante, al noble escudero, la más pura y gallarda verdad: hoy mismo, hoy mismo hijo mío, inauguramos juntos el Paraíso.

Hay Sangre en su boca; hay Sangre caliente en su boca y en su voz. Es la Sangre del Rey de reyes y Señor de señores, tan roja como ningún pintor podría jamás pintar… tan profundamente roja como ningún armiño imperial podría igualar.Quien es alcanzado por su rojura, besa y bebe el Fuego y la Realeza y es transformado en ella.




Oh Verbo idéntico al Altísimo, 
Oh Rey y Señor nuestro
Tú eres nuestra única esperanza, 
Tú eres el día eterno, para el cielo y la tierra.

En la noche serena ajamos el silencio
para mendigarte, oh divino Rey y Salvador, 
que vuelques tus ojos sobre nosotros. 

Derrama, Rey de Gloria, tu gracia poderosa, 
tu Sangre real y preciosa
sobre la macilenta palidez de mi muerte:
¡quedaré más rojo que la grana!

Y que, al son de tu Voz, se extinga mi infierno.
Disipa la penuria de mi alma extenuada,
que termina por olvidar tus mandatos.

Oh Cristo, Rey nuestro: sé favorable 
a los que estamos crucificados a tu lado;
y recibe, oh buen Jesús, 
nuestro agónico canto 
que ofrecemos a tu gloria inmortal,
para estar hoy mismo en tu paraíso
colmados de tus dones.

P. Diego de Jesús
Fiesta de Cristo Rey 2016


19 de noviembre de 2016

PLEBEM SUAM DEFENDAT

EN LA SOLEMNIDAD DE CRISTO REY


Un magnifico obelisco de más de 4000 años
en piedra granítica y de gran altura
fue hecho traer desde Egipto por el emperador Calígula 
hacia el año 40 d.C
y fue colocado en el llamado Circo de Nerón de Roma.

Se encuentra en el centro de la Plaza de San Pedro 
en el Vaticano
y en la actualidad sigue erguido en el mismo centro de la Plaza,  
donde antaño estaban  las arenas y las gradas del circo, 
para recordar a los que desde tiempos antiguos 
peregrinan a los lugares santos de la Ciudad Eterna,
que aquí fue martirizado el apóstol San Pedro.

Se yergue como colosal testigo mudo 
de la cruel muerte de muchos cristianos 
en las arenas del circo romano.

Tiene una inscripción muy sugestiva en su base, 
que invoca al Señor de la Historia 
como defensor de su Pueblo de todo lo malo.

La foto lo expresa bien: