SOBRE EL CELIBATO SACERDOTAL
Sabios consejos de San Juan Pablo II a los
sacerdotes que “soportan el peso del día y el calor” (Mt 20.
12) y que han puesto la mano sobre el
arado y no miran atrás (cfr. Lc 9, 62
), y tal vez todavía más, a aquellos que dudan del sentido de su vocación o del
valor de servicio sacerdotal”.
De la Carta a los
sacerdotes en el Jueves Santo de 1979 del Papa San Juan Pablo II
Significado
del celibato
8. Permitidme que me refiera aquí al problema del celibato
sacerdotal. Lo trataré sintéticamente, porque ha sido expuesto ya de manera
profunda y completa durante el Concilio, luego en la Encíclica Sacerdotalis Caelibatus y después en la sesión ordinaria del
Sínodo de los Obispos del año 1971. Tal reflexión se ha demostrado necesaria tanto
para presentar el problema de modo aún más maduro, como para motivar todavía
más profundamente el sentido de la decisión que la Iglesia Latina ha asumido
desde hace siglos y a la que ha tratado de permanecer fiel, queriendo también
en el futuro mantener esta fidelidad.
La importancia del problema en
cuestión es tan grave y su unión con el lenguaje del mismo Evangelio tan
íntima, que no podemos en este caso pensar con categorías diversas de las que
se han servido el Concilio, el Sínodo de los Obispos y el mismo gran Papa Pablo
VI.
Podemos solo intentar comprender
ese problema más profundamente y responder de manera más madura, liberándonos
de las varias objeciones que siempre ‑como sucede hoy también se han levantado
contra el celibato sacerdotal, como de las diversas interpretaciones que se
refieren a criterios extraños al Evangelio, a la Tradición y al Magisterio de
la Iglesia; criterios, añadamos, cuya exactitud y base “antropológica” que
revela muy dudosas y de valor relativo.
No debemos, por lo demás, maravillarnos demasiado de estas
objeciones y críticas que en el período postconciliar se han intensificado,
aunque da la impresión de que actualmente, en algunas partes, van atenuándose.
Jesucristo, después de haber
presentado a los discípulos la cuestión de la renuncia al matrimonio “por el
Reino de los Cielos” ¿no ha añadido tal vez aquellas palabras significativas:
“el que pueda entender, que entienda? ” (Mt 19, 12).
La Iglesia Latina ha querido y
sigue queriendo, refiriéndose al ejemplo del mismo Cristo Señor, a la enseñanza
de los Apóstoles y a toda la tradición auténtica, que abracen esta renuncia “por
el Reino de los Cielos” todos los que reciben el sacramento del Orden. Esta
tradición, sin embargo, está unida al respeto por las diferentes tradiciones de
la otras Iglesias.
De hecho, ella constituye una característica, una peculiaridad y una
herencia de la Iglesia Latina, a la que ésta debe mucho y en la que está
decidida a perseverar, a pesar de las dificultades, a las que una tal
fidelidad podría estar expuesta, a pesar también de los síntomas diversos de
debilidad y crisis de determinados sacerdotes. Todos somos conscientes de que
“llevamos este tesoro en vasos de barro” (2 Cor 4,7), no obstante, sabemos muy bien
que es precisamente un “tesoro”.
¿Por qué un tesoro? ¿Queremos tal vez disminuir el valor del
matrimonio y la vocación a la vida familiar? ¿O bien sucumbimos al desprecio
maniqueo por el cuerpo humano y por sus funciones? ¿Queremos tal vez despreciar
de algún modo el amor que lleva al hombre y a la mujer a la unión conyugal del
cuerpo, para formar así “una carne sola”? (Gén 2, 24; Mt 19,6).
¿Cómo podremos pensar y razonar
de tal manera, si sabemos, creemos y proclamamos, siguiendo a San Pablo, que el
matrimonio es un “misterio grande”, refiriéndose a Cristo y a la Iglesia? (cfr. Ef 5, 32). Ninguno, sin embargo, de los
motivos con los que a veces se intenta “convencernos” acerca de la
inoportunidad del celibato corresponde a la verdad que la Iglesia proclama y
que trata de realizar en la vida a través de un empeño concreto, al que se
obligan los Sacerdotes antes de la Ordenación sagrada. Al contrario, el motivo
esencial, propio y adecuado está contenido en la verdad que Cristo declaró,
hablando de la renuncia al matrimonio por el reino de los Cielos, y que San
Pablo proclamaba, escribiendo que cada uno en la Iglesia tiene su propio don
(cfr. 1 Cor 7, 7). El celibato es precisamente un
“don del Espíritu”.
Un don semejante, aunque
diverso, se contiene en la vocación al amor conyugal verdadero y fiel,
orientado a la procreación según la carne, en el contexto tan amplio del
sacramento del Matrimonio. Es sabido que este don es fundamental para construir
la gran comunidad de la Iglesia, Pueblo de Dios. Pero si esta comunidad quiere
responder plenamente a su vocación en Jesucristo, será necesario que se realice
también en ella, en proporción adecuada, ese otro “don”, el don del celibato
“por el Reino de los Cielos” (Mt 19,
12 ).
¿Por qué motivo la Iglesia Católica Latina une este don no sólo a
la vida de las personas que aceptan el estricto programa de los consejos
evangélicos en los institutos religiosos, sino además a la vocación al
sacerdocio conjuntamente jerárquico y ministerial?.
Lo hace porque el celibato “por
el Reino” no es sólo un “signo escatológico sino porque tiene un gran sentido
social en la vida actual para el servicio del Pueblo de Dios.
El sacerdote, con su celibato,
llega a ser “el hombre para los demás”, de forma distinta a como lo es uno que,
uniéndose conyugalmente con la mujer, llega a ser también él, como esposo y
padre, “hombre para los demás” especialmente en el área de su familia: para su
esposa, y junto con ella, para los hijos, a los que da la vida.
El Sacerdote, renunciando a esta
paternidad que es propia de los esposos, busca otra paternidad y casi otra
maternidad, recordando las palabras del Apóstol sobre los hijos, que él
engendra en el dolor (1 Cor 4,
15; Gál 4, 19). Ellos son hijos de su
espíritu, hombres encomendados por el Buen Pastor a su solicitud.
Estos hombres son muchos, más
numerosos de cuantos pueden abrazar una simple familia humana. La vocación
pastoral de los sacerdotes es grande y el Concilio enseña que es universal:
está dirigida a toda la Iglesia y,
en consecuencia, es también misionera.
Normalmente, ella está unida al servicio de una determinada
comunidad del Pueblo de Dios, en la que cada uno espera atención, cuidado y
amor. El corazón del Sacerdote, para estar disponible a este servicio, a esta
solicitud y amor, debe estar libre. El celibato es signo de una libertad que es
para el servicio. En virtud de este signo, el sacerdocio jerárquico, o sea
ministerial”, está según la tradición de nuestra Iglesia más estrechamente
ordenado al sacerdocio común de los fieles.
Prueba y responsabilidad
9. Fruto de un equívoco, por no decir de mala fe, es la
opinión a menudo difundida, según la cual el celibato sacerdotal en la Iglesia
Católica sería simplemente una institución impuesta por la ley a todos los que
reciben el sacramento del Orden. Todos sabemos que no es así.
Todo cristiano que recibe el
sacramento del Orden acepta el celibato con plena conciencia y libertad,
después de una preparación de años, de profunda reflexión y de asidua oración.
Él toma la decisión de vivir por
vida el celibato, solo después de haberse convencido de que Cristo le concede
este don para el bien de la Iglesia y para el servicio a los demás. Solo
entonces se compromete a observarlo durante toda la vida.
Es natural que tal decisión obligue
no solo en virtud de la “Ley”, establecida por la Iglesia, sino también en
función de la responsabilidad personal. Se trata aquí de mantener la palabra
dada a Cristo y la Iglesia.
La fidelidad a la palabra es,
conjuntamente, deber y comprobación de la madurez interior del Sacerdote y expresión
de su dignidad personal. Esto se manifiesta con toda claridad, cuando el
mantenimiento de la palabra dada a Cristo, a través de un responsable y libre
compromiso celibatario para toda la vida, encuentra dificultades, es puesto a
prueba, o bien está expuesto a la tentación, cosas todas ellas a las que no
escapa el sacerdote, como cualquier otro hombre y cristiano. En tal
circunstancia, cada uno debe buscar ayuda en la oración más fervorosa. Debe,
mediante la oración encontrar en sí mismo aquella actitud de humildad y de
sinceridad respecto a Dios y a la propia conciencia, que es precisamente la
fuente de la fuerza para sostener al que vacila.
Es entonces cuando nace una
confianza similar a la que San Pablo ha expresado con estas palabras: “Todo lo
puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4.
13). Estas verdades son confirmadas por la experiencia de numerosos sacerdotes
y probadas por la realidad de la vida. La aceptación de las mismas constituye
la base de la fidelidad a la palabra dada a Cristo y a la Iglesia, que es al
mismo tiempo la comprobación de la auténtica fidelidad a sí mismo, a la propia
conciencia, a la propia humanidad y dignidad. Es necesario pensar en todo esto,
especialmente en los momentos de crisis y no recurrir a la dispensa, entendida
como “intervención administrativa como si en realidad no se tratara, por el
contrario, de una profunda cuestión de conciencia y de una prueba de humanidad.
Dios tiene derecho a tal prueba con respecto a cada uno de nosotros, dado que
la vida terrenal es un período de prueba para todo hombre. Pero Dios quiere
igualmente que salgamos victoriosos de tales pruebas, y nos da la ayuda
necesaria.
Tal vez, no sin razón, es preciso añadir aquí que el compromiso de
la fidelidad conyugal, que deriva del sacramento del Matrimonio, crea en ese
terreno obligaciones análogas, y que tal vez llega a ser un campo de pruebas
similares y de experiencias para los esposos, hombres y mujeres, los cuales
precisamente en estas “pruebas de fuego” tienen posibilidad de comprobar el
valor de su amor. En efecto, el amor en toda su dimensión no es solo llamada,
sino también deber.
Añadamos finalmente que nuestros
hermanos y hermanas, unidos en el matrimonio, tienen derecho a esperar de
nosotros, sacerdotes y pastores, el buen ejemplo y el testimonio de la
fidelidad a la vocación hasta la muerte, fidelidad a la vocación que nosotros
elegimos mediante el sacramento del Orden, como ellos la eligen a través del
sacramento del Matrimonio.
También en este ámbito y en este
sentido debemos entender nuestro sacerdocio ministerial como “subordinación* al
sacerdocio común de todos los fieles, de los seglares, especialmente de los que
viven en el matrimonio y forman una familia. De este modo, nosotros servimos “a
la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12); en caso contrario, más que
cooperar a su edificación, debilitamos su unión Espiritual. A esta edificación
del cuerpo de Cristo está íntimamente unido el desarrollo auténtico de la
personalidad humana de todo cristiano como también de cada sacerdote que se
realiza según la medida del don de Cristo. La desorganización de la estructura
Espiritual de la Iglesia no favorece ciertamente al desarrollo de la
personalidad humana y no constituye su justa verificación.
Es necesario convertirse cada día
10. “¿Qué hemos de hacer?” (Lc 3. 10): así parece que preguntáis
vosotros, queridos Hermanos, como tantas veces preguntaban al mismo Cristo
Señor los discípulos y los que le escuchaban. ¿Qué debe hacer la Iglesia,
cuando parece que faltan sacerdotes, cuándo su falta se hace notar
especialmente en algunos países y regiones del mundo?. ¿En qué manera debemos
responder a las inmensas necesidades de evangelización y cómo podemos saciar el
hambre de la Palabra y del Cuerpo del Señor?
La Iglesia, que se empeña en mantener el celibato de los
Sacerdotes como don particular por el reino de Dios, profesa la fe y expresa la
esperanza en su Maestro, Redentor y Esposo, y a la vez en el que es “dueño de
la mies” y “dador del don” (Mt 9,
38; 1 Cor 7, 7. ) . En
efecto, “todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del
Padre de las luces” (Sant 1,
17). Nosotros no podemos debilitar esta fe y esta confianza con nuestra duda
humana o con nuestra pusilanimidad.
En consecuencia, todos debemos convertirnos cada día. Sabemos que
ésta es una exigencia fundamental del Evangelio, dirigida a todos los hombres
(cfr. Mt 4, 17; Mc 1, 15), y tanto más debemos
considerarla como dirigida a nosotros. Si tenemos el deber de ayudar a los
demás a convertirse, lo mismo debemos hacer continuamente en nuestra vida.
Convertirse significa retornar a la gracia misma de nuestra vocación, meditar
la inmensa bondad y el amor infinito de Cristo, que se ha dirigido a cada uno
de nosotros, y llamándonos por nuestro nombre, ha dicho: “Sígueme”. Convertirse
quiere decir dar cuenta en todo momento de nuestro servicio, de nuestro celo,
de nuestra fidelidad, ante el Señor de nuestros corazones, para que seamos
“ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Cor 4. 1). Convertirse significa dar
cuenta también de nuestras negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta
de fe y esperanza, de pensar únicamente “de modo humano y no “divino”.
Recordemos, a este propósito la advertencia hecha por Cristo al mismo Pedro
(cfr. Mt 16. 23). Convertirse quiere decir para
nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la
reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos,
realizar conquistas Espirituales y dar alegremente, porque “Dios ama al que da con
alegría” (2 Cor 9. 7) .
Convertirse quiere decir “orar en todo tiempo y no desfallecer” (Lc 18. 1; Jn 4. 35).
La oración es, en cierta manera; la primera y última condición de
la conversión, del progreso Espiritual y de la santidad. Tal vez en los últimos
años ‑por lo menos en determinados ambientes se ha discutido demasiado sobre el
sacerdocio, sobre la “identidad” del sacerdote, sobre el valor de su presencia
en el mundo contemporáneo, etc., y, por el contrario, se ha orado demasiado
poco. No ha habido bastante valor para realizar el mismo sacerdocio a través de
la oración, para hacer eficaz su auténtico dinamismo evangélico, para confirmar
la identidad sacerdotal. Es la oración la que señala el estilo esencial del
sacerdocio; sin ella, el estilo se desfigura. La oración nos ayuda a encontrar
siempre la luz que nos ha conducido desde el comienzo de nuestra vocación
sacerdotal, y que sin cesar nos dirige, aunque alguna vez da la impresión de
perderse en la oscuridad. La oración nos permite convertirnos continuamente,
permanecer en el estado de constante tensión hacia Dios, que es indispensable
si queremos conducir a los demás a El. La oración nos ayuda a creer, a esperar
y amar, incluso cuando nos lo dificulta nuestra debilidad humana.
La oración, además, nos permite descubrir continuamente las
dimensiones de aquel Reino, por cuya venida rezamos cada día, repitiendo las
palabras que Cristo nos ha enseñado. En este caso advertimos cuál es nuestro
lugar en la realización de esta petición: “Venga tu Reino”, y vemos cómo somos
necesarios para que ella se realice.
Y tal vez, cuando rezamos,
percibiremos con más facilidad aquellos “campos que ya están blanquecinos para
la siega” (Jn 4, 35), y
comprenderemos el significado que tienen las palabras que Cristo pronunció a la
vista de los mismos: “Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su
mies” (Mt 9, 38).
La oración debemos unirla a un
trabajo continuo sobre nosotros mismos: es la formación permanente. Como recuerda justamente el Documento emanado
acerca de este tema por la Sagrada Congregación para el Clero, tal formación
debe ser tanto interior, o sea que mire a la vida Espiritual del sacerdote,
como pastoral e intelectual (filosófica y teológica).
Por consiguiente, si nuestra
actividad pastoral, el anuncio de la Palabra y el conjunto del ministerio
sacerdotal dependen de la intensidad de nuestra vida interior, ella debe
igualmente encontrar su apoyo en el estudio continuo. No podemos conformarnos
con lo que hemos aprendido un día en el seminario, aun cuando se haya tratado
de estudios a nivel universitario, hacia los cuales orienta decididamente la
Sagrada Congregación para la Educación Católica.
Este proceso de formación
intelectual debe continuar durante toda la vida, especialmente en el tiempo
actual, caracterizado ‑por lo menos en muchas zonas del mundo por un desarrollo
general de la instrucción y de la cultura. A la vista de los hombres, que gozan
del beneficio de este desarrollo, nosotros debemos ser testimonios de
Jesucristo, altamente cualificados. Como maestros de la verdad y de la moral,
tenemos que dar cuenta a ellos, de modo convincente y eficaz, de la esperanza
que nos vivifica” (cfr. 1 Pe 3, 15) . Y esto forma parte también
del proceso de conversión diaria al amor, a través de la verdad.
¡Queridos Hermanos!. ¡Vosotros
que “soportáis el peso del día y el calor” (Mt 20. 12) que habéis puesto la mano
sobre el arado y no miráis atrás (cfr. Lc 9, 62 ), y tal vez todavía más,
vosotros que dudáis del sentido de vuestra vocación o del valor de vuestro
servicio.
Pensad en los lugares donde esperan con ansia al sacerdote, y
donde desde hace años, sintiendo su ausencia, no cesan de desear su presencia.
Y sucede alguna vez que se reúnen en un Santuario abandonado y ponen sobre el
altar la estola aún conservada y recitan todas las oraciones de la liturgia
eucarística; y he aquí que en el momento
que corresponde a la transubstanciación desciende en medio de ellos un profundo
silencio, alguna vez interrumpido por el sollozo... ¡Con tanto ardor desean
escuchar las palabras, que solo los labios de un sacerdote pueden pronunciar
eficazmente! ¡Tan vivamente desean la comunión eucarística, de la que
únicamente en virtud del ministerio sacerdotal pueden participar, como esperan
también ansiosamente oír las palabras divinas del perdón: yo te absuelvo de tus
pecados. ¡Tan profundamente sienten la ausencia de un Sacerdote en medio de
ellos. Estos lugares no faltan en el mundo. ¡Si, en consecuencia, alguno entre
vosotros duda del sentido de un sacerdocio, si piensa que ello es “socialmente”
infructuoso o inútil, medite en esto!
Es necesario convertirse a diario, descubrir cada día de nuevo el
don obtenido de Cristo mismo en el sacramento del Orden, profundizando en la
importancia de la misión salvadora de la Iglesia y reflexionando sobre el gran
significado de nuestra vocación a la luz de esta misión.
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