Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

31 de marzo de 2017

UN SIGNO LITÚRGICO IMPORTANTE Y VENERABLE

GENUFLEXIÓN PAPAL EN EL "INCARNATUS"




El pasado sábado 25, en la excelsa Misa que presidió el Papa Francisco en los jardines reales de Monza -en Milán, Italia- dado que era la Solemnidad de la Encarnación del Señor, y tal como lo establecen las sabias rúbricas litúrgicas, el Romano Pontífice -y sus 80 años a cuestas- con notable esfuerzo, se arrodilló.

Esta genuflexión se prescribe cuando se canta el Credo, en el momento de confesar el misterio de la Encarnación del Verbo divino que se hace hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de María Virgen ( "... Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, et homo factus est....")

En el antiguo y venerable rito ambrosiano, el Credo se recita luego de la presentación de las ofrendas, cuando la oblata ya está sobre el altar

Y el Papa, tal como lo muestra la foto, con piedad y reverencia, permanece en oración ante el altar que simboliza a Cristo.


La imagen expresa uno de los momentos más grandes de su pontificado.

24 de marzo de 2017

UN GRAN OBISPO DE AMÉRICA


SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO
Patrono del episcopado latinoamericano


"Evite el pastor la tentación de desear ser amado por los fieles antes que por Dios,
o de ser demasiado débil por temor a perder el afecto de los hombres;
no sea que se exponga a la reprensión divina:
¡Hay de aquellos que aplican almohadillas a todos los codos! (Ez 13,8).

El pastor debe tratar de hacerse amar, pero con la finalidad de hacerse escuchar,
no de buscar este afecto para utilidad propia".

San Gregorio Magno, Papa,
Padre y Doctor de la Iglesia (siglo VI)


LA VIDA EJEMPLAR DE UN OBISPO
Uno de los regalos más valioso que España envió a América

 
Los datos biográficos de quien fuera segundo Arzobispo de Lima, Perú  -personaje excepcional en la historia sudamericana- producen asombro y maravilla.

Los historiadores dicen que Santo Toribio fue uno de los regalos más valiosos que España le envió a América. Las gentes lo llamaban un nuevo San Ambrosio, y el Papa Benedicto XIV dijo de él que era sumamente parecido en su gobierno pastoral a San Carlos Borromeo, el famoso Arzobispo de Milán.

Toribio, cuando joven laico graduado en derecho, fue nombrado Presidente del Tribunal de Granada (España) y el emperador Felipe II -al conocer sus grandes cualidades- le propuso al Sumo Pontífice Gregorio XIII para que lo nombrara Arzobispo de Lima. Roma asintió y envió el nombramiento, pero Toribio tenía mucho temor a ello. Después de tres meses de dudas y vacilaciones aceptó a la edad de 39 años.

El Arzobispo que lo iba a ordenar de sacerdote le propuso darle todas las órdenes menores en un solo día, pero él prefirió que le fueran confiriendo una orden cada semana, para así irse preparando debidamente a recibirlas. Fue consagrado obispo en la Catedral de Sevilla.

En 1581 llegó Toribio a Lima como su Arzobispo. Su arquidiócesis tenía dominio sobre Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Bolivia, Chile y parte de Argentina. Medía cinco mil kilómetros de longitud, y en ella había toda clase de climas y altitudes. Abarcaba más de seis millones de kilómetros cuadrados.

Al llegar a Lima Santo Toribio tenía 42 años y se dedicó con todas sus energías a lograr el progreso espiritual de sus súbditos. La ciudad estaba en una grave situación de decadencia espiritual. Los conquistadores cometían muchos abusos y los sacerdotes no se atrevían a corregirlos. Muchos para excusarse del mal que estaban haciendo, decían que esa era la costumbre. El arzobispo les respondió que Cristo es verdad y no costumbre. Y empezó a atacar fuertemente todos los vicios y escándalos. A los pecadores públicos los reprendía fuertemente, aunque estuvieran en altísimos puestos.

Las medidas enérgicas que tomó contra los abusos que se cometían, le atrajeron muchos persecuciones y atroces calumnias. El callaba y ofrecía todo por amor a Dios, exclamando, "Al único que es necesario siempre tener contento es a Nuestro Señor".

Tres veces visitó completamente su inmensa arquidiócesis de Lima. En la primera vez gastó siete años recorriéndola. En la segunda vez duró cinco años y en la tercera empleó cuatro años. La mayor parte del recorrido era a pie. A veces en mula, por caminos casi intransitables, pasando de climas terriblemente fríos a climas ardientes. Eran viajes para destruir la salud del más fuerte. Muchísimas noches tuvo que pasar a la intemperie o en ranchos miserabilísmos, durmiendo en el puro suelo. Los preferidos de sus visitas eran los indios y los negros, especialmente los más pobres, los más ignorantes y los enfermos.

Logró la conversión de un enorme número de indios. Cuando iba de visita pastoral viajaba siempre rezando. Al llegar a cualquier sitio su primera visita era al templo. Reunía a los indios y les hablaba por horas y horas en el idioma de ellos que se había preocupado por aprender muy bien. Aunque en la mayor parte de los sitios que visitaba no había ni siquiera las más elementales comodidades, en cada pueblo se quedaba varios días instruyendo a los nativos, bautizando y confirmando.

Celebraba la Misa con gran fervor, y varias veces vieron los acompañantes que mientras rezaba se le llenaba el rostro de resplandores.

Santo Toribio recorrió unos 40.000 kilómetros visitando y ayudando a sus fieles. Pasó por caminos jamás transitados, llegando hasta tribus que nunca habían visto un hombre blanco.

Al final de su vida envió una relación al rey contándole que había administrado el sacramento de la confirmación a más de 800.000 personas.

Una vez una tribu muy guerrera salió a su encuentro en son de batalla, pero al ver al arzobispo tan venerable y tan amable cayeron todos de rodillas ante él y le atendieron con gran respeto las enseñanzas que les daba.

Santo Toribio se propuso reunir a los sacerdotes y obispos de América en Sínodos o reuniones generales para dar leyes acerca del comportamiento que deben tener los católicos. Cada dos años reunía a todo el clero de la diócesis para un Sínodo y cada siete años a los de las diócesis vecinas. Y en estas reuniones se daban leyes severas y a diferencia de otras veces en que se hacían leyes pero no se cumplían, en los Sínodos dirigidos por Santo Toribio, las leyes se hacían y se cumplían, porque él estaba siempre vigilante para hacerlas cumplir.

Nuestro santo era un gran trabajador. Desde muy de madrugada ya estaba levantado y repetía frecuentemente: "Nuestro gran tesoro es el momento presente. Tenemos que aprovecharlo para ganarnos con él la vida eterna. El Señor Dios nos tomará estricta cuenta del modo como hemos empleado nuestro tiempo".

Fundó el primer Seminario de América. Insistió y obtuvo que los religiosos aceptaran parroquias en sitios supremamente pobres. Casi duplicó el número de parroquias o centros de evangelización en su arquidiócesis. Cuando él llegó había 150 y cuando murió ya existían 250 parroquias en su territorio.

Su generosidad lo llevaba a repartir a los pobres todo lo que poseía. Un día al regalarle sus camisas a un necesitado le recomendó: "Váyase rapidito, no sea que llegue mi hermana y no permita que Ud. se lleve la ropa que tengo para cambiarme".

Cuando llegó una terrible epidemia gastó sus bienes en socorrer a los enfermos, y él mismo recorrió las calles acompañado de una gran multitud llevando en sus manos un gran crucifijo y rezándole con los ojos fijos en la cruz, pidiendo a Dios misericordia y salud para todos.

El 23 de marzo de 1606, un Jueves Santo, murió en una capillita de los indios, en una lejana región, donde estaba predicando y confirmando a los indígenas.

Estaba a 440 kilómetros de Lima. Cuando se sintió enfermo repetía aquellas palabras de San Pablo: "Deseo verme libre de las ataduras de este cuerpo y quedar en libertad para ir a encontrarme con Jesucristo".

Ya moribundo pidió a los que rodeaban su lecho que entonaran el salmo que dice: "De gozo se llenó mi corazón cuando escuché una voz: iremos a la Casa del Señor. Que alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor".

Las últimas palabras que dijo antes de morir fueron las del salmo 30: "En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu".

Su cuerpo, cuando fue llevado a Lima, un año después de su muerte, todavía se hallaba incorrupto, como si estuviera recién muerto.

Después de su muerte se dieron muchos milagros por su intercesión. Santo Toribio administró el sacramento de la confirmación a tres grandes santos latinoamericanos: Santa ROSA DE LIMA, San FRANCISCO SOLANO y San MARTIN DE PORRES.

El Papa Benedicto XIII lo declaró santo en 1726.


Santo Toribio de Mogrovejo, modelo y patrono del episcopado latinoamericano
Ruega por nosotros




Torre del Castillo de los Mogrovejo en los Pirineos Cantábricos (Santander) en la actualidad.

20 de marzo de 2017

ITE AD IOSEPTH

EN LA SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ


Un hermoso Himno dedicado al ilustre Patriarca, Varón justo, Custodio del Redentor. 
Que en su silencioso trabajo fue ejemplo de hombre de Dios.

HIMNO A SAN JOSÉ

Hoy a tus pies ponemos nuestra vida.
Hoy a tus pies, Glorioso San José.
Escucha nuestra oración y por tu intercesión
obtendremos la paz del corazón.

En Nazaret junto a la Virgen Santa.
En Nazaret, Glorioso San José
cuidaste al niño Jesús pues por tu gran virtud
fuiste digno custodio de la Luz.

Con sencillez humilde carpintero.
Con sencillez, Glorioso San José
hiciste bien tu labor obrero del Señor
ofreciendo trabajo y oración.

Tuviste Fe en Dios y su promesa.
Tuviste Fe, Glorioso San José. 
Maestro de oración alcánzanos el don
de escuchar y seguir la voz de Dios.




Se puede escuchar con su maravillosa melodía en el siguiente enlace:



https://youtu.be/qWxGT7TUZ5g

18 de marzo de 2017

LA LITURGIA ES SAGRADA (I)

Lo sagrado es propio de la Liturgia
I - Sacralidad

Uno de los elementos que está muy desfigurado hoy,
en nuestra práctica pastoral,
es la sacralidad de la Liturgia,
su solemnidad y sentido espiritual de estar ante Dios.
Vamos a dedicar una serie de artículos a la sacralidad en la Liturgia 
para retomar, recuperar, algo que jamás debería haber desaparecido.



        
       Afirmar la sacralidad de la Liturgia no es corriente hoy; más bien, concurriendo diversas causas para esto, se afirma lo contrario, desacralizándola, haciéndola vulgar y banal, de modo que no haya diferencia alguna entre la Liturgia y lo profano, entre la Liturgia y lo cotidiano. En gran medida, se ha relegado a Dios al segundo plano para exaltar al hombre y la comunidad, sus emociones, su subjetividad. La desacralización de la Liturgia ha sido una opción querida y buscada, potenciando lo lúdico, lo festivo y lo didáctico.

        La Liturgia es glorificación de Dios y santificación de los hombres. En la liturgia ha de cumplirse lo que Cristo recordó a Satanás en el desierto: “Al Señor, tu Dios, adorarás, y sólo a Él darás culto” (Mt 4,10). El culto divino, la expresión humana de adoración a Dios, se realiza en la liturgia de la Iglesia.

        Tampoco acaba de ser cierta la afirmación de que Cristo ha roto la separación entre lo sagrado y lo profano cuando al expirar se rasgó el velo del Templo, porque la redención aún no se ha completado y el mundo sigue siendo mundo, secular, dominado por el Príncipe de las tinieblas (cf. Jn 12,31; 2Co 4,4), el padre de la mentira (Jn 8,44), mientras que la Iglesia –y su Liturgia- es el ámbito claro de lo divino, del encuentro con Dios y de su actuación salvífica. Por eso la Liturgia marca un hiato, una ruptura, entre lo profano (aún por redimir) y lo sagrado, entre el mundo terreno en el que nos desenvolvemos y las realidades celestiales que pregustamos en la liturgia.

        Sí, la Liturgia es el ámbito de lo sagrado; más aún, la liturgia es sagrada. Una buena imagen de lo que ocurre en la sagrada Liturgia y de la actitud y el comportamiento necesarios los tenemos en el episodio de Moisés ante la zarza ardiente: se le manda que se descalce y adore porque “el sitio que pisas es terreno sagrado” (Ex 3).

        Cristo mismo vivió en su existencia terrena la sacralidad de la Liturgia de la Antigua Alianza –salmos, oraciones, bendiciones, peregrinaciones al Templo de Jerusalén, etc-. La Cena pascual era un gran acto litúrgico, solemne y sagrado. Cualquiera que conozca el desarrolla del seder pascual ve la disposición solemne de la mesa, la mejor vajilla y copas, el ritual establecido, los salmos cantados, etc., y así Cristo celebró la Última Cena, añadiendo la Eucaristía, consagrando el pan y el vino. Esto está lejos de la consideración secularizada de que esta Última Cena fue una comida con unos colegas, informal y dramática, sino una verdadera liturgia, sagrada, ritual, de Jesucristo, el verdadero Cordero pascual.

        La Liturgia es glorificación de Dios, como después, la existencia cristiana entre las realidades temporales, será su prolongación, una glorificación de Dios en el mundo: “glorificad a Dios en vuestros corazones” (1P 3,15), “ofreced vuestros cuerpos como hostia viva” (Rm 12,1), “servid a Cristo Señor” (Col 3,23).

        Desacralizar la Liturgia es desnaturalizarla, hacerla irreconocible e inservible. Al final se acaba sustituyendo a Dios por el hombre, y la glorificación de Dios por el culto al hombre y la exaltación de sus emociones, afectos, compromisos.

        Muchos años llevamos ya asistiendo a esta pobreza litúrgica, cada vez más antropocéntrica y menos sagrada, cada vez más convertida en espectáculo y menos recogida, interior y espiritual. Ratzinger, atento a todas estas realidades, desgranaba sus raíces y consecuencias hace ya años:

      “En los últimos quince años hemos estado demasiado condicionados por la idea de ‘desacralización’. Estuvimos bajo el impacto de las palabras de la carta a los Hebreos: ‘Cristo murió fuera de la puerta’ (13,12). Además, esto se puso en conexión con otra frase que dice que en el momento de la muerte del Señor el velo del templo se rasgó en dos. El templo, ahora, está vacío. El sacrum, la santa presencia de Dios, ya no se oculta en él; está fuera, en el exterior de la ciudad. El culto se ha trasladado desde la casa santa a la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Él fue presencia auténtica de Dios ya durante su vida. Al rasgarse el velo del templo –habíamos pensado-, habían sido desgarrados los límites entre lo sagrado y lo profano. El culto ya no es algo separado de la vida cotidiana, sino que lo santo habita en la cotidianeidad. Lo sagrado ya no es un ámbito especial, sino que quiere estar en todas partes, se quiere realizar precisamente en el ámbito mundano. De aquí se han sacado consecuencias muy concretas, incluso para las vestiduras de los sacerdotes, para la forma del culto litúrgico y la arquitectura de iglesias. En todas partes se debían abatir los bastiones: en ningún ambiente debían ya ser distinguibles entre sí la vida y el culto…
En la medida en que el mundo no ha llegado a plenitud, permanece en él la diferencia entre lo sagrado y lo profano, pues Dios no le priva de la presencia de su santidad, pero tampoco esa santidad suya lo ha asumido todavía en su totalidad. La pasión de Jesucristo fuera de los muros de la ciudad y la ruptura del velo del templo no significa que ahora todo espacio sea templo o que absolutamente nada lo pueda ser ya. Esto solamente ocurrirá en la nueva Jerusalén…
Esto quiere decir que aquí la sacralidad es más densa y más potente, porque es más auténtica de lo que era en la Antigua Alianza… La reverencia no se ha hecho superflua, sino más exigente. Y como el hombre está formado de cuerpo y alma, y además es un ser sociable, también necesitamos siempre la expresión visible de la reverencia, las reglas de juego de su configuración colectiva, de sus signos visibles en este mundo no salvado y no-santo” (Ratzinger, J., Homilía, en Obras Completas, vol. XI, 356-357).


        Nadie puede excusarse con palabras mágicas, como si fueran un talismán, para continuar desacralizando la Liturgia e impidiendo el encuentro con Dios; no es “pastoral” desfigurar la liturgia, sino lo más anti-pastoral, impropio de un pastor que quiera llevar a su rebaño a los prados fértiles; no es “creatividad” reinventar la liturgia constantemente a gusto del consumidor humano, degradándola en espectáculo, sino que “creatividad” será buscar medios de evangelización para las nuevas realidades y desafíos; no es “evangelizar” hacer de la Liturgia un discurso de moniciones constantes y amplias homilías con el nuevo moralismo de hoy (¡hablar de valores!) porque la Liturgia evangeliza por sí misma y es distinta por completo del ámbito didáctico de la catequesis.

        La Liturgia, que es sagrada, tiene su propia función, su propio camino y su propia naturaleza; cuando se desacraliza, se destruye, prestando un pésimo servicio a las comunidades cristianas.

Javier Sánchez Martínez,

presbítero de la diócesis de Córdoba, España.

11 de marzo de 2017

LA NOBLEZA ESPIRITUAL

EL SEÑORÍO o HIDALGUÍA:
REALEZA QUE VIENE DE CRISTO

Ante un ola de nuevos “ordinarios” que pareciera invadirlo todo,
(nefasta disolución religiosa y cultural de nuestro tiempo, y que atañe incluso a la vida de la Iglesia)es preciso reafirmar la lealtad y la fidelidad
de una nobleza que no procede de “la carne ni de la sangre”
sino que nace de lo Alto.
Es necesario revalidar esa grandeza, que es “testimonio de eternidad”



Una brillante reflexión del Monasterio argentino del Cristo Orante,
Fechada, coincidentemente, en un día de aniversario.


La hora del Ángelus de Millet (1857) Museo del Louvre
Representa a un matrimonio de campesinos que, al atardecer (la hora del Àngelus) y al toque de la campana de la iglesia parroquial, detienen sus tareas para rezar.la oración mariana.
       
        El otro día salió al pasar el tema de la alcurnia sobrenatural, esa nobleza que no procede ni de la carne ni de la sangre. Y pensaba: ¡qué cierto es! Y también pensé: ¡qué bello es que sea tan cierto y tan así!

        Porque aquí lo curioso y maravilloso es justamente que se trate de una alcurnia verdadera, real. Y no de una falsa analogía, un equívoco, donde los términos analogados carecieran ya por completo de vínculo. No. No es de este mundo, no procede del abolengo terreno, es ajena a la estirpe de apellidos patricios, de un nobiliario por cultura, plata, fundos ni cosa por el estilo. No obstante si uno dijera que es absolutamente otra cosa, haría añicos la analogía y se quedaría con términos que suenan igual pero refieren a cosas por completo distintas. Como decir vino a la bebida y al pasado del verbo venir.

        Pero no. Hay analogía.

        Creer que lo que no es unívoco es equívoco, justamente es ignorar que existe esa finísima realidad llamada analogía, proscripta por el torpor geométrico universal. La analogía sea, tal vez, el arte más acabado de aquel “esprit de finesse” que mentara Pascal.

        Es de distinguidos distinguir; como importa hacerlo entre lo cortés y lo cortesano, sin por eso disociar lo que los une en la raíz.

        Mientras tanto, Cristo nos insiste en que somos reyes. De otro mundo, pero reyes al fin. De otro mundo, pero en este mundo. Reyes de un mundo invisible.

        La analogía vale, pues esta alcurnia sobrenatural le otorga al portador un “algo” que tiene que ver con la nobleza de este mundo aunque sea de otro mundo. Ese garbo en el porte, esa gallardía en el trato, esa lozanía en los modales, e incluso lo hidalgo en su hablar y su vestir. Poco importa -qué digo poco: ¡nada importa!- su origen social, sus muchos o pocos estudios y apellidos: quien recibió de lo Alto esta pertenencia al linaje de una Raza elegida, de una Realeza divina, lo trasluce en todo, le sale hasta por los poros. Alcanza con ver cómo ese hombre hace su genuflexión (espalda erguida y rodilla contra talón), con qué decoro ha venido vestido a Misa, con qué aristocracia evita incluso cruzarse de piernas y brazos, cómo ha vestido a sus niños para el Culto, con qué señorío se sienta, se para, se arrodilla, y comulga…

        Insisto: y es tan, pero tan bello y conmovedor saber y constatar que realmente no viene de la carne ni de la sangre… que uno entiende aquella conmoción del Señor en Betania: te alabo Señor porque hayas querido revelarte a estos pequeños. Te alabo, Señor, (agregaría uno) porque has querido que el campesino se viera como un refinado hijo de reyes, y la mundana baronesa como una torpe y bruta plebeya. Sí, Padre, porque así lo has permitido. Tornas heraldos caballeros a los simples que te heredan, y hundes en ordinaria grosería a la crema de ilustre prosapia cuando se aleja de Ti.

        Y esto porque esta realeza nos viene de Cristo. Y sólo de Cristo. Y halla en Él al Modelo supremo. De allí que esta hidalguía se herede por filiación divina y se imite por empatía y cercanía. Quien mira con largura cómo el Señor habla, cómo se para, con qué señorío conjuga el gesto con la dicción, la mirada con el ademán… Quien mira con largura la hidalguía de sus augustos silencios, lo esplendente de su andadura… quien atiende hasta a los más ínfimos detalles de su estilo, accede a ésta, su majestuosa gallardía que late como un pulso viviente en cada escena evangélica, cual fuere.

        Él es Rey, el Hijo del Rey. Suya es la Sangre noble que habla mejor que la de Abel. Su majestad habla en todo: ya durmiendo en la proa de la barca, ya rigiendo desde el Madero de la Cruz. En todo, hay señorío e hidalguía.

        Sólo Él es el ingenioso Hidalgo sin mancha, el Rey de reyes, el Señor de señores. Pero de su genealogía, estirpe y oraciones, nosotros los manchados, somos sus príncipes y pajes, sus hidalgos servidores.

        Por supuesto: que esta heredad no proceda ni de la carne ni de la sangre, avisa dos cosas y no una: tanto que no le pertenece por derecho propio a los nobles de este mundo, ni su contrario (pues entonces, otra vez, habría un vínculo causal con la carne y la sangre). Al proceder de otro origen, es por completo aleatorio el encontrarse con reseros hidalgos y con millonarios vulgares; hallar gente simple con esta fineza espiritual y gente geométrica de clase alta sin el menor decoro espiritual… como existen pobres vulgares y ricos egregios. Es por completo azaroso y todas las combinaciones son posibles.

        No obstante (es inevitable), luce de un modo peculiar, conmociona de forma especial, cuando se hace patente el contraste de órdenes y la reyecía divina, el crístico linaje brilla en personas sin humana alcurnia, como tesoros en vasija de barro. Es el asombro que genera la hidalguía de una campesina elegante y decorosa rezando su rosario, frente a la ordinariez playera del grotesco de gran apellido. Es la conmoción ante el noble obrero con sus niños sumisos y educados, sentados en Misa, frente al pobre tipo de mucho linaje incapaz de controlar su prole, de ojotas y bermudas, atendiendo su histriónico celular en plena Misa.

        Así como se empezó en su momento a hablar de “nuevos ricos” (personas sin abolengo llenas de plata), inevitable se torna hablar también de “nuevos ordinarios”: personas que por más abolengo que tengan ya no saben ni saludar, ni presentarse ni vestirse ni hacerse una señal de la cruz bien hecha.

        El problema acuciante es que “su nombre es legión”. Sí; porque son muchos. Y de allí este aporte, y de ahí este grito de guerra contra lo grotesco. De ahí este acuciante empeño por “arrancar de la vulgaridad al alma” como dijera Genta.

        Es bello recordar el origen de la voz ‘hidalgo’, del fidálicus latino. Que curiosamente no proviene de filius/hijo (la carne y la sangre) sino de ‘fides’ que en su vasta polisemia refiere no sólo a la Fe sino a la lealtad y fidelidad. Y de esa nobleza, de esa hidalguía trata nuestra estirpe.

        Tiene esto que ver con la grandeza.

        No con la ordinaria grandilocuencia, sino con la noble grandeza, que suele ser pequeña, como lo suelen ser las cosas finas. Grandeza que es magnanimidad; grandeza que es indiferencia ante la menudencia, ante el conflicto coyuntural, ante la pavada inmanente. Grandeza y galanura que se expresan en la donosa mirada alta, que sabe otear lejuras, que sabe ver totalidades. Grandeza que justamente por ser tal no gusta alardear; ni menos aún, adular. Grandeza que en definitiva es “testimonio de eternidad”. Pues sólo lo eterno es grande y sólo lo eterno centra y aploma.

        Como decía Pemán, “raza sobria y fuerte el caballero”: ni los halagos lo inflaman ni los desprecios lo inquietan. Es altiva su sana indiferencia. Cercana tal vez a eso que los ingleses llamaron nonchalance y que es la aristocrática despreocupación o imperturbabilidad propia del señorío.
El hidalgo es genuino y ama todo lo que es tal; huye de lo artificial ya se trate de una flor, el hilo de un mantel de altar o la tabla sólida de la mesa de comedor.

        El hidalgo es sobrio: y tan genuina es su sobriedad que hasta es sobrio para ser sobrio.

        El hidalgo sabe honrar. Y lo sabe, porque tiene honra. Y así honra a sus mayores, honra su suelo y su cielo; honra la memoria, la gratitud, la reivindicación; honra sus deudas como honra la palabra dada; honra el secreto en custodia o la confianza recibida. Y honra el lenguaje, el idioma recibido.

        El hidalgo sabe perder el tiempo y es tal sapiencia de los signos más elocuentes de señorío sobre el tiempo, ante el cual jamás se postra.

        El gallardo reluce en su hidalguía tanto hacia arriba como hacia abajo, hacia los que están encima suyo con noble reverencia, como los que están por debajo, con gallarda compasión. Siempre y con todos: es gentil.

        Como dice Guardini en su Ética, nadie le gana a Dios en esa exquisita cortesía con que trata al hombre, su siervo… pues es propio de los amos tratar a sus siervos como señores.

        Tal vez la nota crucial del hidalgo es que sabe celebrar. El primer diente de un hijo, la cosecha del viñedo, la amistad, el amor correspondido, el triunfo de una guerra o los Misterios de Dios. Como decía Braulio Anzoátegui, la Liturgia cuando bien celebrada es “la cortesía del alma” y cuando no, “el más abyecto guarangaje”. Como se queja Bernárdez de las traducciones argentinas del Evangelio donde lo popular se torna chabacano y lo sencillo, plebeyo y vulgar.

        En fin: el hombre hidalgo, apretando en una sola dicción todo este ramillete de condiciones, es medularmente aplomado. Y sea tal vez ese pondus, esa gravitas, la nota central y configurativa de todo lo demás dicho.

        Esta nobleza obliga. Pero obliga por sí misma; no funda su obligatoriedad fuera de sí, en normas extrínsecas, en convenciones arbitrarias. Esta nobleza obliga en el ser. Obliga con el peso del ser.

        Y para mejor ilustrarlo, digámoslo ahora de modo inverso: vulgar en definitiva es el hombre asfixiado en la diminuta coyuntura por lo superfluo; vulgar es el hombre marcado por la liviandad (en su porte y en sus juicios y en todo lo liviano que pueda darse entre ambos); vulgar es el apegado a lo transitorio, el que hace culto a la sustitución constante. Vulgar es quien denota una inclinación adictiva al cambio y la novedad. Vulgar es el que prefiere el fatuo neologismo o el vidrioso barbarismo al peso del lenguaje sólido; la voz casual al timbre grave; la expresión histriónica e invertebrada al robusto “sí, sí; no, no” de Nuestro Señor. El hombre vulgar grita pero no canta; arenga pero no proclama; viaja pero no peregrina; es fiestero pero no sabe celebrar; conoce la carcajada mas no la calma y feliz sonrisa. El hombre vulgar traga pero no degusta; consume información y repele la formación. Maneja datos, jamás poesía. Lo desvela el provecho y la ventaja. Lo rige lo funcional, lo utilitario, las aplicaciones: jamás, la gallarda gratuidad. Se obsesiona por estar a la altura del tiempo y de los hechos, no del ser y lo eterno. Le inquieta hasta el insomnio el parecer de los demás, su aplauso y aprobación. Todo lo mide, todo lo recuenta, todo lo calcula. El hombre vulgar, en razón de su liviandad, es intrínsecamente inquieto, agitado, nervioso, y es esa la exacta nota contraria al pondus del hombre aplomado.

        Cuando en estas décadas de nefasta disolución (religiosa y cultural) se ha dicho en un lenguaje coloquial que el problema de la progresía es, básicamente, que es una “grasada”, aunque parezca un poco banal el juicio (y ramplona la expresión), hay que reconocer que hay miga en el asunto. No es un frívolo comentario snob. Sólo importará, por supuesto, entender todo lo que acabamos de distinguir más arriba. Pero sí, hay miga: pues lo que han devastado y demolido los ideólogos del populismo religioso es, en definitiva, una grandeza, una finura, un donaire, una cortesía que nos viene de Cristo. Progresía que infecta con idéntica efectividad a estamentos sociales de lo más variados, como lo hace cualquier virus. Así, una fe mundanizada, por mucha zona residencial que ostente, es inexorablemente grotesca, burda, vulgar. (Digamos también: progresía que viene en doble formato: el de vanguardia y el otro, que progresa con retraso, conservando la penúltima moda, y por tanto, la penúltima vulgaridad).

        La decadente cultura actual y sus derivados ideológicos filtrados en la Iglesia, no sólo no cultivan la hidalguía sino que hacen una explícita y punzante vindicación de la vulgaridad; una empecinada apología de lo ordinario, de lo prosaico, de lo feo, de lo berreta si me permiten el brulote. Mezclándolo astutamente con la evangélica y necesaria opción preferencial por los pobres.

        Curiosamente, a ninguna madre de nuestro querido monasterio en Gualtallary se le ocurriría darle de mamar a su bebe en Misa. Ni se le pasa por la cabeza. Sólo una forzada (e ideologizada) promoción de lo vulgar podría imponerlo. Como que esta hidalguía espiritual hacía que hasta el más indocto gustara decir: “Lázaro sal fuera” o “mirad los lirios del campo”… cuando ahora se intenta imponer el “Lázaro salí para afuera”, “Miren los lirios”. Como el “no conozco varón” viró en un bizarro “no tengo relaciones”… y no frenarán hasta no alcanzar el tan pretendido “Hola María, llena sos de gracia” para el Avemaría. Y todo bajo el escueto y falaz argumento de que lo vulgar acerca lo divino, lo pedestre honra la Encarnación, lo ordinario rompe con una religión de élites… convencidos de que lo cortés quita lo valiente y quita incluso lo piadoso y creyente.

        Todo el empeño por “arrancar de la vulgaridad” se ve así constantemente impedido por estas legiones populistas abocadas a “arraigar en la vulgaridad”.


        Hay una elegancia, una excelencia, una alteza que procede de lo Alto y que se expresa en todo: en Misa, en el arreglo floral de la mesa dominguera, en el estilo de vacaciones, en el sonido con que suena mi celular, en la forma en que estiro la mano para saludar, en la manera en que rezo el Angelus, en que agarro los cubiertos, en el uso de emoticones o modismos del lenguaje y en un sinfín de asuntos más. En todo, o en casi todo, reluce la alcurnia divina, en palacio o en ranchito, en barrio cerrado o en precario, en catedrales o capillas de adobe. Y su triste inversa: en todo, o en casi todo, reluce la vulgaridad y el plebeyismo de quien reniega de la estirpe divina, ya en palacio o en rancho, en barrio cerrado o precario, en catedrales o capillas rurales. Lo mismo da.

        Aunque la frase de Dostoyevski circula mucho y ha ganado ciudadanía, alguien tendrá que atreverse en algún momento a hacer pública su espejada verdad: la vulgaridad perderá al Mundo.


Monasterio del Cristo Orante, Gualtallary, Mendoza
13. III. 2017


TIEMPO DE DESIERTO

CUARESMA:
CRISTO EN EL DESIERTO




"La Cuaresma es un tiempo muy específicamente destinado al desierto. Es un tiempo de desierto. Tal vez la imagen que mejor exprese la Cuaresma sea esa: el desierto. De algún modo los cuarenta días que dura la Cuaresma provienen de esos cuarenta días que Cristo estuvo en el desierto, que a su vez proceden de otros muchos cuarenta que han ido jalonando la vida del pueblo de Dios en su larga historia.

Un número de intensidad y un número que alude a lo arduo... como fueron arduos los cuarenta años del desierto de Israel. Por eso la Cuaresma como tiempo de desierto obliga al cristiano a pensar el misterio del desierto. A poner foco en qué sea el desierto, en el sentido espiritual, ciertamente, no en la materialidad…Como que la materialidad del desierto sea la gramática, por decir así, la simbología que está queriendo expresar eso otro que nos importa, el desierto espiritual…

Y es muy valioso notar la ambivalencia, el doble valor, que tiene el desierto en la Escritura, sobre todo, y en la tradición cristiana. Desierto está aludiendo al mismo tiempo, bajo signos contrarios, a algo muy bueno y algo muy malo. Y eso es muy curioso ya de entrada, encontrar una realidad que diga a la vez algo muy bueno y algo muy malo.

En realidad hay muchas imágenes en la Escritura de este doble signo: el agua expresa la muerte, el ahogar infinidad de cosas y quedar anegados y negados por esta abundancia de agua… como ocurre en el Diluvio con Noé y al mismo tiempo la misma realidad, el agua, expresa la vida, torrente de vida... todo lo que crece al lado del agua, fructifica; también el fuego, cuando en la simbología se ve el fuego hay que mirar dos veces, porque puede ser el fuego del infierno o el fuego del espíritu, el mismo fuego, el mismo signo...

Y esto tiene un porqué, no es simplemente porque faltan símbolos y entonces se ven obligados a usar el mismo para cosas tan opuestas, sino porque lo opuesto de una realidad mala es esa misma realidad en su mayor valía. Es decir, hay realidades espirituales que mal vividas son un infierno y bien dirigidas son un Pentecostés y por eso es importante mantener el mismo signo para expresar que esta realidad, que estas llamas, pueden ser llamas de infierno o llamas de Dios…según como lo viva la misma realidad…

Muy interesante para la vida espiritual en general saber que casi todos los grandes tópicos de la vida interior son de doble signo: son cielo o infierno, son cielo e infierno, a veces en una superposición de vivencias que a la vez nos sumergen en el infierno y nos hacen ver el cielo…La oración, por ejemplo…¿ qué es la oración…? sino una experiencia a veces tremenda porque Dios nos pone delante de la brutalidad de nuestro pecado, y al mismo tiempo es consuelo, es gracia, es cielo… Bien, el desierto tiene esa misma característica de ambivalencia.

Y en definitiva el gran camino a hacer en la Cuaresma es pasar de un desierto de infierno a un desierto de cielo, que es lo que va a hacer Cristo en este primer domingo de Cuaresma, donde justamente el Cristo del desierto, el Cristo tentado y triunfador sobre la tentación en el desierto, es, por decir así, el compás inicial de este tiempo para marcarnos el todo, de toda la Cuaresma.

Cristo en el desierto expresa el paso, la conversión de un desierto maligno a un desierto paradisíaco. El desierto en el origen caído del hombre, en el origen de la historia del hombre envuelto en el pecado, es una realidad tremenda… Es el ámbito, el nido de los demonios… Es justamente la zona liberada, por decir así. Dios, que deja los desiertos para las huestes del mal, como no sabiendo donde botarlos, como residuos que no se sabe donde echar… Se expulsa a los demonios a habitar los desiertos.

Esto está manifestado de mil formas en el Antiguo Testamento, y no sólo en el Antiguo Testamento, en mil escritos antiguos de la humanidad entera… E incluso hoy hay desiertos, zonas donde jamás ha entrado un crucifijo, un Evangelio, donde jamás ha entrado un sacerdote ni un cristiano, donde no ha entrado jamás ni una gota de agua bendita… Son nidos de demonios. Eso es el desierto como primera realidad. Y ese es nuestro desierto interior como primera realidad.

Una zona devastada, una zona inerte, una zona sin Dios ni nada…Es lo que la Escritura va a expresar en incontables veces como un ámbito, una atmósfera poblada de aullidos…va a decir: el desierto poblado de aullidos…aullidos de las huestes del mal y aullidos propios…en eco a todo ese mal externo e interno…

A ese desierto se interna nuestro Señor. Por nosotros. Para librar una batalla por nosotros…El Señor va al desierto por mí, así como muere en la cruz por mis pecados… Como San Pablo, hay que poder reescribirlo a ese nosotros como por mí para que el ‘nosotros’, ese colectivo amorfo, no le haga perder fuerza, vigor…de algo tan personal como que alguien ha dado la vida por mí. Cristo murió por mí…esa expresión de San Pablo tan bien puesta…

Murió por mí…Es caer en la cuenta de lo absolutamente intransferible de un gesto que Otro hizo por mí. Eso que hay que poder hacer por la salvación en general, por la muerte de cruz en el Gólgota, hay que poder hacerlo sobre cada uno de los gestos y palabras y opciones y decisiones que ha hecho nuestro Señor.

Las hace por mí, no las hace por Él, Cristo no hace nada por Él, en la acepción de para Él. Es imprescindible entender esto porque si no se instala una idea de un Cristo que hace las cosas un poco por autorealización suya, en definitiva un Verbo eterno que se hace hombre para sumar experiencias inéditas… No, monstruosa cristología, y no sólo monstruosa y divagante, sino perversa, porque diluye la motivación central con que Cristo, el Dios eterno, el Hijo eterno, todo ese movimiento encarnatorio que hace y que padece, lo hace por mí, lo hace en una misión, en una operación comando para rescatarme del mal. No es para hacer turismo exótico en tierras lejanas.

Y esto hay que poder aplicarlo, hoy, puntualmente, en estos inicios de la Cuaresma, al desierto, al Cristo del desierto.

¿A qué va Cristo al desierto…? Cristo va al desierto a enfrentar el desierto mío, mi desierto. No va a prepararse para su misión, como se puede escuchar en más de un canal…sí, se fue cuarenta días para prepararse, para preparar sus discursos, para armar un poco el Sermón de la montaña… Cristo es Dios. Cristo es Dios. No necesita preparar ningún Sermón de la montaña… Cristo está siempre de misión, siempre lanzado a una operación de rescate de mi mismo…

Y por eso se interna a este desierto de signo negativo, a este desierto que es el hábitat de los demonios. No va al desierto, en definitiva, para vencer Él personalmente las tentaciones que a Él personalmente le infringiera el demonio, Satán. Si no que va al desierto para reconquistar el desierto, va al desierto para domesticar el desierto. Va al desierto para hacer posible este cambio de signo del desierto. Va al desierto para transformar, para ese milagro que es absolutamente genial, que es transformar el desierto en un vergel.

Eso hace Cristo durante cuarenta días y cuarenta noches. No son las tinajas de agua convertidas en vino. No son los ojos ciegos transformados en ojos videntes. No son las piernas del tullido que pueden andar. Es algo de una escala absolutamente superior. Es transformar lo inerte, lo absolutamente vacío, lo que no tiene vida, bajo ningún aspecto, ni natural ni sobrenatural, lo que no tiene esperanza, lo que no tiene posibilidad de nada, en un vergel, en una sobreabundancia de verdor, de color, de vida.

Eso que nos dijo el domingo pasado, ‘mirad los lirios del campo, mirad los pájaros del cielo’, es posible porque Él transformó el desierto, el baldío humano, el desierto universal de la humanidad, en un paraíso, en un Edén, posible de cultivar lirios y de cobijar pájaros...

Cristo va al desierto para realizar esta mutación, esta transformación, que no es gratuita, nada es gratuito en la vida del Señor, todo lo paga, todo lo conquista a fuerza de sangre propia. Es parte de su gallardía, es parte de su nobleza. Cristo no transforma las cosas, como decían los Evangelios apócrifos, que tomaba un poco de tierra, soplaba y hacía pajaritos, no… Cristo jamás abusa de su divinidad. Se toma, justamente, muy en serio el camino de abyección, el camino de anonadamiento que ha asumido con la encarnación.

Y por eso su lucha en el desierto es real. No es una puesta en escena. Son cuarenta días y cuarenta noches de lucha real contra esa inmensa legión de demonios… No es uno, no son dos, no son diez, son legiones de demonios que habitan esas tierras desoladas. Y allí Cristo los enfrenta…los enfrenta en un sentido que se nos escapa, porque no enfrenta la tentación como nosotros, desde nuestra debilidad, desde nuestra pobreza, sino desde su poderío, ciertamente.

De hecho, todos los demonios saben que se están enfrentando al Hijo de Dios. Y que en definitiva nada pueden contra Él más que molestar, más que intentar un pacto, una negociación, un trato, y por eso aparece Satán el último día, intentando hacer un trato, con aquél que está por usurparle su último bastión, su última trinchera, el desierto.

Y por supuesto no hay trato. Cristo ha ido al desierto para devolvernos el desierto. Cristo ha ido al desierto para plantar su baluarte, para plantar su estandarte en el centro de ese desierto poblado de aullidos, que ya no sería nunca más un desierto poblado de aullidos, sino el lugar del cambio, el lugar angélico, el lugar de los otros ángeles, no los caídos, los fieles, los siervos de Dios, que son los que aparecen al final de Evangelio. Huyen, escapan en retirada masiva los ángeles caídos y entran en escena los ángeles de Dios”.

Padre Diego de Jesús.
Desgrabación de Escuela de Oración.
Monasterio del Cristo Orante. Marzo, 2017.