Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

11 de marzo de 2017

TIEMPO DE DESIERTO

CUARESMA:
CRISTO EN EL DESIERTO




"La Cuaresma es un tiempo muy específicamente destinado al desierto. Es un tiempo de desierto. Tal vez la imagen que mejor exprese la Cuaresma sea esa: el desierto. De algún modo los cuarenta días que dura la Cuaresma provienen de esos cuarenta días que Cristo estuvo en el desierto, que a su vez proceden de otros muchos cuarenta que han ido jalonando la vida del pueblo de Dios en su larga historia.

Un número de intensidad y un número que alude a lo arduo... como fueron arduos los cuarenta años del desierto de Israel. Por eso la Cuaresma como tiempo de desierto obliga al cristiano a pensar el misterio del desierto. A poner foco en qué sea el desierto, en el sentido espiritual, ciertamente, no en la materialidad…Como que la materialidad del desierto sea la gramática, por decir así, la simbología que está queriendo expresar eso otro que nos importa, el desierto espiritual…

Y es muy valioso notar la ambivalencia, el doble valor, que tiene el desierto en la Escritura, sobre todo, y en la tradición cristiana. Desierto está aludiendo al mismo tiempo, bajo signos contrarios, a algo muy bueno y algo muy malo. Y eso es muy curioso ya de entrada, encontrar una realidad que diga a la vez algo muy bueno y algo muy malo.

En realidad hay muchas imágenes en la Escritura de este doble signo: el agua expresa la muerte, el ahogar infinidad de cosas y quedar anegados y negados por esta abundancia de agua… como ocurre en el Diluvio con Noé y al mismo tiempo la misma realidad, el agua, expresa la vida, torrente de vida... todo lo que crece al lado del agua, fructifica; también el fuego, cuando en la simbología se ve el fuego hay que mirar dos veces, porque puede ser el fuego del infierno o el fuego del espíritu, el mismo fuego, el mismo signo...

Y esto tiene un porqué, no es simplemente porque faltan símbolos y entonces se ven obligados a usar el mismo para cosas tan opuestas, sino porque lo opuesto de una realidad mala es esa misma realidad en su mayor valía. Es decir, hay realidades espirituales que mal vividas son un infierno y bien dirigidas son un Pentecostés y por eso es importante mantener el mismo signo para expresar que esta realidad, que estas llamas, pueden ser llamas de infierno o llamas de Dios…según como lo viva la misma realidad…

Muy interesante para la vida espiritual en general saber que casi todos los grandes tópicos de la vida interior son de doble signo: son cielo o infierno, son cielo e infierno, a veces en una superposición de vivencias que a la vez nos sumergen en el infierno y nos hacen ver el cielo…La oración, por ejemplo…¿ qué es la oración…? sino una experiencia a veces tremenda porque Dios nos pone delante de la brutalidad de nuestro pecado, y al mismo tiempo es consuelo, es gracia, es cielo… Bien, el desierto tiene esa misma característica de ambivalencia.

Y en definitiva el gran camino a hacer en la Cuaresma es pasar de un desierto de infierno a un desierto de cielo, que es lo que va a hacer Cristo en este primer domingo de Cuaresma, donde justamente el Cristo del desierto, el Cristo tentado y triunfador sobre la tentación en el desierto, es, por decir así, el compás inicial de este tiempo para marcarnos el todo, de toda la Cuaresma.

Cristo en el desierto expresa el paso, la conversión de un desierto maligno a un desierto paradisíaco. El desierto en el origen caído del hombre, en el origen de la historia del hombre envuelto en el pecado, es una realidad tremenda… Es el ámbito, el nido de los demonios… Es justamente la zona liberada, por decir así. Dios, que deja los desiertos para las huestes del mal, como no sabiendo donde botarlos, como residuos que no se sabe donde echar… Se expulsa a los demonios a habitar los desiertos.

Esto está manifestado de mil formas en el Antiguo Testamento, y no sólo en el Antiguo Testamento, en mil escritos antiguos de la humanidad entera… E incluso hoy hay desiertos, zonas donde jamás ha entrado un crucifijo, un Evangelio, donde jamás ha entrado un sacerdote ni un cristiano, donde no ha entrado jamás ni una gota de agua bendita… Son nidos de demonios. Eso es el desierto como primera realidad. Y ese es nuestro desierto interior como primera realidad.

Una zona devastada, una zona inerte, una zona sin Dios ni nada…Es lo que la Escritura va a expresar en incontables veces como un ámbito, una atmósfera poblada de aullidos…va a decir: el desierto poblado de aullidos…aullidos de las huestes del mal y aullidos propios…en eco a todo ese mal externo e interno…

A ese desierto se interna nuestro Señor. Por nosotros. Para librar una batalla por nosotros…El Señor va al desierto por mí, así como muere en la cruz por mis pecados… Como San Pablo, hay que poder reescribirlo a ese nosotros como por mí para que el ‘nosotros’, ese colectivo amorfo, no le haga perder fuerza, vigor…de algo tan personal como que alguien ha dado la vida por mí. Cristo murió por mí…esa expresión de San Pablo tan bien puesta…

Murió por mí…Es caer en la cuenta de lo absolutamente intransferible de un gesto que Otro hizo por mí. Eso que hay que poder hacer por la salvación en general, por la muerte de cruz en el Gólgota, hay que poder hacerlo sobre cada uno de los gestos y palabras y opciones y decisiones que ha hecho nuestro Señor.

Las hace por mí, no las hace por Él, Cristo no hace nada por Él, en la acepción de para Él. Es imprescindible entender esto porque si no se instala una idea de un Cristo que hace las cosas un poco por autorealización suya, en definitiva un Verbo eterno que se hace hombre para sumar experiencias inéditas… No, monstruosa cristología, y no sólo monstruosa y divagante, sino perversa, porque diluye la motivación central con que Cristo, el Dios eterno, el Hijo eterno, todo ese movimiento encarnatorio que hace y que padece, lo hace por mí, lo hace en una misión, en una operación comando para rescatarme del mal. No es para hacer turismo exótico en tierras lejanas.

Y esto hay que poder aplicarlo, hoy, puntualmente, en estos inicios de la Cuaresma, al desierto, al Cristo del desierto.

¿A qué va Cristo al desierto…? Cristo va al desierto a enfrentar el desierto mío, mi desierto. No va a prepararse para su misión, como se puede escuchar en más de un canal…sí, se fue cuarenta días para prepararse, para preparar sus discursos, para armar un poco el Sermón de la montaña… Cristo es Dios. Cristo es Dios. No necesita preparar ningún Sermón de la montaña… Cristo está siempre de misión, siempre lanzado a una operación de rescate de mi mismo…

Y por eso se interna a este desierto de signo negativo, a este desierto que es el hábitat de los demonios. No va al desierto, en definitiva, para vencer Él personalmente las tentaciones que a Él personalmente le infringiera el demonio, Satán. Si no que va al desierto para reconquistar el desierto, va al desierto para domesticar el desierto. Va al desierto para hacer posible este cambio de signo del desierto. Va al desierto para transformar, para ese milagro que es absolutamente genial, que es transformar el desierto en un vergel.

Eso hace Cristo durante cuarenta días y cuarenta noches. No son las tinajas de agua convertidas en vino. No son los ojos ciegos transformados en ojos videntes. No son las piernas del tullido que pueden andar. Es algo de una escala absolutamente superior. Es transformar lo inerte, lo absolutamente vacío, lo que no tiene vida, bajo ningún aspecto, ni natural ni sobrenatural, lo que no tiene esperanza, lo que no tiene posibilidad de nada, en un vergel, en una sobreabundancia de verdor, de color, de vida.

Eso que nos dijo el domingo pasado, ‘mirad los lirios del campo, mirad los pájaros del cielo’, es posible porque Él transformó el desierto, el baldío humano, el desierto universal de la humanidad, en un paraíso, en un Edén, posible de cultivar lirios y de cobijar pájaros...

Cristo va al desierto para realizar esta mutación, esta transformación, que no es gratuita, nada es gratuito en la vida del Señor, todo lo paga, todo lo conquista a fuerza de sangre propia. Es parte de su gallardía, es parte de su nobleza. Cristo no transforma las cosas, como decían los Evangelios apócrifos, que tomaba un poco de tierra, soplaba y hacía pajaritos, no… Cristo jamás abusa de su divinidad. Se toma, justamente, muy en serio el camino de abyección, el camino de anonadamiento que ha asumido con la encarnación.

Y por eso su lucha en el desierto es real. No es una puesta en escena. Son cuarenta días y cuarenta noches de lucha real contra esa inmensa legión de demonios… No es uno, no son dos, no son diez, son legiones de demonios que habitan esas tierras desoladas. Y allí Cristo los enfrenta…los enfrenta en un sentido que se nos escapa, porque no enfrenta la tentación como nosotros, desde nuestra debilidad, desde nuestra pobreza, sino desde su poderío, ciertamente.

De hecho, todos los demonios saben que se están enfrentando al Hijo de Dios. Y que en definitiva nada pueden contra Él más que molestar, más que intentar un pacto, una negociación, un trato, y por eso aparece Satán el último día, intentando hacer un trato, con aquél que está por usurparle su último bastión, su última trinchera, el desierto.

Y por supuesto no hay trato. Cristo ha ido al desierto para devolvernos el desierto. Cristo ha ido al desierto para plantar su baluarte, para plantar su estandarte en el centro de ese desierto poblado de aullidos, que ya no sería nunca más un desierto poblado de aullidos, sino el lugar del cambio, el lugar angélico, el lugar de los otros ángeles, no los caídos, los fieles, los siervos de Dios, que son los que aparecen al final de Evangelio. Huyen, escapan en retirada masiva los ángeles caídos y entran en escena los ángeles de Dios”.

Padre Diego de Jesús.
Desgrabación de Escuela de Oración.
Monasterio del Cristo Orante. Marzo, 2017.


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