CUARESMA:
CRISTO EN EL DESIERTO
"La Cuaresma es un tiempo muy específicamente destinado al
desierto. Es un tiempo de desierto. Tal vez la imagen que mejor exprese la
Cuaresma sea esa: el desierto. De algún modo los cuarenta días que dura la
Cuaresma provienen de esos cuarenta días que Cristo estuvo en el desierto, que
a su vez proceden de otros muchos cuarenta que han ido jalonando la vida del
pueblo de Dios en su larga historia.
Un número de
intensidad y un número que alude a lo arduo... como fueron arduos los cuarenta
años del desierto de Israel. Por eso la Cuaresma como tiempo de desierto obliga
al cristiano a pensar el misterio del desierto. A poner foco en qué sea el
desierto, en el sentido espiritual, ciertamente, no en la materialidad…Como que
la materialidad del desierto sea la gramática, por decir así, la simbología que
está queriendo expresar eso otro que nos importa, el desierto espiritual…
Y es muy valioso
notar la ambivalencia, el doble valor, que tiene el desierto en la Escritura,
sobre todo, y en la tradición cristiana. Desierto está aludiendo al mismo
tiempo, bajo signos contrarios, a algo muy bueno y algo muy malo. Y eso es muy
curioso ya de entrada, encontrar una realidad que diga a la vez algo muy bueno
y algo muy malo.
En realidad hay muchas imágenes en la Escritura de este doble
signo: el agua expresa la muerte, el ahogar infinidad de cosas y quedar
anegados y negados por esta abundancia de agua… como ocurre en el Diluvio con
Noé y al mismo tiempo la misma realidad, el agua, expresa la vida, torrente de
vida... todo lo que crece al lado del agua, fructifica; también el fuego,
cuando en la simbología se ve el fuego hay que mirar dos veces, porque puede
ser el fuego del infierno o el fuego del espíritu, el mismo fuego, el mismo
signo...
Y esto tiene un porqué, no es simplemente porque faltan símbolos
y entonces se ven obligados a usar el mismo para cosas tan opuestas, sino
porque lo opuesto de una realidad mala es esa misma realidad en su mayor valía.
Es decir, hay realidades espirituales que mal vividas son un infierno y bien
dirigidas son un Pentecostés y por eso es importante mantener el mismo signo
para expresar que esta realidad, que estas llamas, pueden ser llamas de
infierno o llamas de Dios…según como lo viva la misma realidad…
Muy interesante para la vida espiritual en general saber que
casi todos los grandes tópicos de la vida interior son de doble signo: son
cielo o infierno, son cielo e infierno, a veces en una superposición de
vivencias que a la vez nos sumergen en el infierno y nos hacen ver el cielo…La
oración, por ejemplo…¿ qué es la oración…? sino una experiencia a veces
tremenda porque Dios nos pone delante de la brutalidad de nuestro pecado, y al
mismo tiempo es consuelo, es gracia, es cielo… Bien, el desierto tiene esa
misma característica de ambivalencia.
Y en definitiva
el gran camino a hacer en la Cuaresma es pasar de un desierto de infierno a un
desierto de cielo, que es lo que va a hacer Cristo en este primer domingo de
Cuaresma, donde justamente el Cristo del desierto, el Cristo tentado y
triunfador sobre la tentación en el desierto, es, por decir así, el compás
inicial de este tiempo para marcarnos el todo, de toda la Cuaresma.
Cristo en el desierto expresa el paso, la conversión de un
desierto maligno a un desierto paradisíaco. El desierto en el origen caído del
hombre, en el origen de la historia del hombre envuelto en el pecado, es una
realidad tremenda… Es el ámbito, el nido de los demonios… Es justamente la zona
liberada, por decir así. Dios, que deja los desiertos para las huestes del mal,
como no sabiendo donde botarlos, como residuos que no se sabe donde echar… Se
expulsa a los demonios a habitar los desiertos.
Esto está manifestado de mil formas en el Antiguo Testamento, y
no sólo en el Antiguo Testamento, en mil escritos antiguos de la humanidad
entera… E incluso hoy hay desiertos, zonas donde jamás ha entrado un crucifijo,
un Evangelio, donde jamás ha entrado un sacerdote ni un cristiano, donde no ha
entrado jamás ni una gota de agua bendita… Son nidos de demonios. Eso es el
desierto como primera realidad. Y ese es nuestro desierto interior como primera
realidad.
Una zona
devastada, una zona inerte, una zona sin Dios ni nada…Es lo que la Escritura va
a expresar en incontables veces como un ámbito, una atmósfera poblada de
aullidos…va a decir: el desierto poblado de aullidos…aullidos de las huestes
del mal y aullidos propios…en eco a todo ese mal externo e interno…
A ese desierto se interna nuestro Señor. Por nosotros. Para
librar una batalla por nosotros…El Señor va al desierto por mí, así como muere
en la cruz por mis pecados… Como San Pablo, hay que poder reescribirlo a ese
nosotros como por mí para que el ‘nosotros’, ese colectivo amorfo, no le haga
perder fuerza, vigor…de algo tan personal como que alguien ha dado la vida por
mí. Cristo murió por mí…esa expresión de San Pablo tan bien puesta…
Murió por mí…Es caer en la cuenta de lo absolutamente
intransferible de un gesto que Otro hizo por mí. Eso que hay que poder hacer
por la salvación en general, por la muerte de cruz en el Gólgota, hay que poder
hacerlo sobre cada uno de los gestos y palabras y opciones y decisiones que ha
hecho nuestro Señor.
Las hace por mí, no las hace por Él, Cristo no hace nada por Él,
en la acepción de para Él. Es imprescindible entender esto porque si no se
instala una idea de un Cristo que hace las cosas un poco por autorealización
suya, en definitiva un Verbo eterno que se hace hombre para sumar experiencias
inéditas… No, monstruosa cristología, y no sólo monstruosa y divagante, sino
perversa, porque diluye la motivación central con que Cristo, el Dios eterno,
el Hijo eterno, todo ese movimiento encarnatorio que hace y que padece, lo hace
por mí, lo hace en una misión, en una operación comando para rescatarme del
mal. No es para hacer turismo exótico en tierras lejanas.
Y esto hay que
poder aplicarlo, hoy, puntualmente, en estos inicios de la Cuaresma, al
desierto, al Cristo del desierto.
¿A qué va Cristo al desierto…? Cristo va al desierto a enfrentar
el desierto mío, mi desierto. No va a prepararse para su misión, como se puede
escuchar en más de un canal…sí, se fue cuarenta días para prepararse, para
preparar sus discursos, para armar un poco el Sermón de la montaña… Cristo es
Dios. Cristo es Dios. No necesita preparar ningún Sermón de la montaña… Cristo
está siempre de misión, siempre lanzado a una operación de rescate de mi mismo…
Y por eso se
interna a este desierto de signo negativo, a este desierto que es el hábitat de
los demonios. No va al desierto, en definitiva, para vencer Él personalmente
las tentaciones que a Él personalmente le infringiera el demonio, Satán. Si no
que va al desierto para reconquistar el desierto, va al desierto para
domesticar el desierto. Va al desierto para hacer posible este cambio de signo
del desierto. Va al desierto para transformar, para ese milagro que es
absolutamente genial, que es transformar el desierto en un vergel.
Eso hace Cristo durante cuarenta días y cuarenta noches. No son
las tinajas de agua convertidas en vino. No son los ojos ciegos transformados
en ojos videntes. No son las piernas del tullido que pueden andar. Es algo de
una escala absolutamente superior. Es transformar lo inerte, lo absolutamente
vacío, lo que no tiene vida, bajo ningún aspecto, ni natural ni sobrenatural,
lo que no tiene esperanza, lo que no tiene posibilidad de nada, en un vergel,
en una sobreabundancia de verdor, de color, de vida.
Eso que nos dijo el domingo pasado, ‘mirad los lirios del campo,
mirad los pájaros del cielo’, es posible porque Él transformó el desierto, el
baldío humano, el desierto universal de la humanidad, en un paraíso, en un
Edén, posible de cultivar lirios y de cobijar pájaros...
Cristo va al
desierto para realizar esta mutación, esta transformación, que no es gratuita,
nada es gratuito en la vida del Señor, todo lo paga, todo lo conquista a fuerza
de sangre propia. Es parte de su gallardía, es parte de su nobleza. Cristo no
transforma las cosas, como decían los Evangelios apócrifos, que tomaba un poco
de tierra, soplaba y hacía pajaritos, no… Cristo jamás abusa de su divinidad.
Se toma, justamente, muy en serio el camino de abyección, el camino de
anonadamiento que ha asumido con la encarnación.
Y por eso su lucha en el desierto es real. No es una puesta en
escena. Son cuarenta días y cuarenta noches de lucha real contra esa inmensa
legión de demonios… No es uno, no son dos, no son diez, son legiones de
demonios que habitan esas tierras desoladas. Y allí Cristo los enfrenta…los
enfrenta en un sentido que se nos escapa, porque no enfrenta la tentación como
nosotros, desde nuestra debilidad, desde nuestra pobreza, sino desde su
poderío, ciertamente.
De hecho, todos
los demonios saben que se están enfrentando al Hijo de Dios. Y que en
definitiva nada pueden contra Él más que molestar, más que intentar un pacto,
una negociación, un trato, y por eso aparece Satán el último día, intentando
hacer un trato, con aquél que está por usurparle su último bastión, su última
trinchera, el desierto.
Y por supuesto no hay trato. Cristo ha ido al desierto para
devolvernos el desierto. Cristo ha ido al desierto para plantar su baluarte,
para plantar su estandarte en el centro de ese desierto poblado de aullidos,
que ya no sería nunca más un desierto poblado de aullidos, sino el lugar del
cambio, el lugar angélico, el lugar de los otros ángeles, no los caídos, los
fieles, los siervos de Dios, que son los que aparecen al final de Evangelio.
Huyen, escapan en retirada masiva los ángeles caídos y entran en escena los
ángeles de Dios”.
Padre Diego de
Jesús.
Desgrabación de Escuela de Oración.
Monasterio del Cristo Orante. Marzo,
2017.
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