Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

29 de febrero de 2016

LA CRUZ DE MATARÁ

UNA VENERABLE RELIQUIA ARGENTINA

La CRUZ DE MATARÁ es un testimonio histórico excepcional de la Evangelización del norte argentino.




La Cruz de Matará es una talla en madera de mistol (árbol de la familia del quebracho) de dos maderos trasversales (el vertical de 47 cm y el horizontal de 17 cm.) ensamblados y unidos por dos clavos de madera. La parte inferior del madero mayor se angosta a medida que se avanza hacia su base, que se encuentra bastante desgastada porque, en su momento, estuvo calzada en un pedestal, hoy extraviado. 

Es un testimonio maravilloso de la evangelización realizada por los abnegados misioneros jesuitas en el norte de la Argentina (en la actual provincia de Santiago del Estero) y una clara muestra de la creatividad de los religiosos, que plasmaron en este pequeño madero la Catequesis que enseñaban.


Dos de esos misioneros destacados fueron  el Padre Alonso Barzana o Barcena, jesuita conocido como el “apóstol de Perú”, que pasó por Matará misionando toda esa zona; el otro fue San Francisco Solano, quien recorrió Santiago del Estero entre 1592 y 1593. Un fruto ubérrimo de este trabajo apostólico es la Sierva de Dios Sor María Antonia de la Paz y Figueroa, nacida en Santiago del Estero en 1730 y fundadora de la Santa Casa de Ejercicios de Buenos Aires, próximamente Beata de la Iglesia, por decisión del Papa Francisco.






La figura de esta Cruz fue la tapa del Misal Romano editado en 1982 por la Conferencia Episcopal Argentina.


Debe su nombre a los Matarás, una tribu de naturales que habitaba una zona ubicada al sudeste de Santiago del Estero (Argentina), por entonces capital del Tucumán. Se estima que la cruz fue tallada alrededor del año 1594 (año que puede deducirse de los símbolos grabados en la misma) por los jesuitas que evangelizaron a los matarás, para transmitirles la Buena Noticia de manera gráfica, dado que ellos eran analfabetos, o por alguno de los naturales.





Ubicación de Matará, al noroeste de Añatuya


Esta Cruz pasó de mano en mano durante varias generaciones hasta dar por fin con la familia de don Amelio Sosa Ruiz, que la recibió en herencia y la mantuvo en custodia por años.
 

En el año 1961 se crea la diócesis de Añatuya, a la cual pertenece hoy el territorio que habitaron los Matará, y su primer Obispo monseñor Jorge Gottau, entró en conversaciones con la mencionada familia para volver al culto de la añeja reliquia. La Cruz estuvo entronizada en la Catedral de Añatuya, en espera de que se construyese un templo en el pueblo actual de Matará (1100 habitantes) para albergar la Cruz, y hubiese allí sacerdotes permanentes, para reintegrarla a su lugar de origen. Finalmente, la iniciativa se cumplió y el mismo prelado fue el encargado de trasladar el tesoro a su ancestral terruño. Una réplica de la Cruz de halla en la Catedral de Santiago del Estero




Catedral de Santiago del Estero

COMPENDIO CATEQUÉTICO
Y EXPRESIÓN ARTÍSTICA NOTABLE

Puede encontrarse en la Cruz de Matará una visión altamente unificada, sea en cuanto a la teología y descripción de la Pasión del Señor, como así también una expresión artística notable. El tallado de la Cruz es la manifestación de un autor anónimo que da testimonio de la ardua labor realizada por los misioneros jesuitas en la región del río Salado.
Sin duda, esta Cruz, tenía un propósito catequético. Sirvió y ayudó, en su tiempo a difundir la fe entre todos los pueblos semi-sedentarios indígenas de esa región, a saber, el pueblo de Matará y otros asentamientos indígenas cercanos, que habitaban el primitivo territorio de Santiago del Estero (regiones del Salado y Chaco-santiagueño).
Este retablo que es la Cruz de Matará, es como un resumen de la enseñanza católica.




EXPLICACIÓN DE SUS GRABADOS TALLADOS

Podemos dividir la Cruz en cinco partes:

La primera, en el extremo superior, posee tres signos identificados con la A, la O y una M de mayor tamaño. El conjunto ha sido interpretado comparando a la A  (3) con la letra “alfa” y la O (4) con la “omega”, principio y fin de todas las cosas en tanto la M es la inicial de un nombre que, sin ninguna duda es “Matará”. Le sigue debajo un número romano correspondiente al “1” y una cruz griega y a continuación, siempre en línea descendente, la palabra ATA en mayúsculas, y en minúsculas lo que parecen ser una “r” y una “a” con otro motivo que aún no ha sido descifrado. El conjunto, en su totalidad, vuelve a referirse a “Matará” (2) seguido por los números 1, 5, 9 y otro indescifrable (1) que indicarían el año de la cruz o el comienzo de la evangelización en aquella región: 1594. También parece observarse una cruz griega en este sector (13).

La segunda parte está tallada sobre el madero horizontal y en ella destaca la figura del Señor crucificado (de la cintura hacia arriba) (8) que se completa en el madero mayor con el resto del cuerpo. Su cintura es sumamente estrecha, el tórax se ensancha y sus brazos se extienden hacia arriba en evidente posición de haber sido clavado. La cabeza está coronada por espinas y se halla enmarcada por una aureola claramente perceptible. Una falda recubre al Señor desde la cintura y sus pies se hallan sobre lo que parece ser un soporte.

En la tercera parte, a la izquierda del Señor, siempre en el madero menor, figura un cometa, que es la Estrella de Belén (7) con la luna (6) y el sol (5), evidenciando la primera la muerte del Salvador en plena Pascua y el segundo, símbolo primario de la vida, la luz y la fuerza, cualidades que caracterizaron a Jesucristo, "el sol que nace de lo alto".

En la cuarta, a la derecha del travesaño, es decir, del madero menor, se observa el martillo (14) con el que Cristo fue clavado y un cáliz sobre el que descansa una pequeña cruz o dos espigas atravesadas, con una hostia, símbolos indiscutidos de la Ultima Cena y la Santa Misa (9).

Finalmente la quinta parte, en el extremo inferior del madero vertical, presenta cuatro segmentos bien diferenciados, el primero aquel en el que se observan los cordeles (11), la lanza (7), la escalera (18) y los clavos (15) utilizados para flagelar a Jesús, atravesarle su pecho, bajarlo de la cruz y crucificarlo; el segundo el que nos muestra al gallo (10) que cantó dos veces cuando la negación de Pedro bajo el cual parecen encontrarse los dados (12) con los que la soldadesca romana se repartió las vestiduras del Señor; el tercero, aquel en el que aparece una figura femenina con rasgos e indumentaria española que simboliza a la Virgen María (16) al pie de la Cruz y el cuarto en el que se observan cuatro lenguas de fuego (19) bajo la cual destaca una extraña figura vestida aparentemente con plumas(20) que podría representar a un cacique en actitud de súplica, con los brazos cruzados sobre su pecho. El conjunto simboliza a un jefe tribal implorando a María Santísima su intercesión para salir del Purgatorio (las cuatro lenguas de fuego) y la salvación de su alma a través del martirio de Cristo.



El Mensaje de la Cruz de Matará



Corría el año 1594 (1), cuando un grupo de misioneros jesuitas llegó al actual territorio de Santiago del Estero, a orillas del Río Salado, donde vivía una tribu de indígenas llamados Matará (2).

Lo primero fue ganar su confianza para poder conquistar sus corazones. Luego hubo que aprender su lenguaje para poder comunicarse con ellos y hablarles de Jesucristo. Pero ¿cómo podían hacer para que estas personas pudieran recordar el Mensaje, si no sabían leer ni escribir? Era preciso encontrar un lenguaje que fuese común a ambos, para poder inculturar la  Buena Nueva que venían a anunciar. Y así, nació la idea de “escribir” el Evangelio en la Cruz de Matará.

Les dijeron que les venían a hablar de Aquel que es el principio y el fin de todo, el Alfa (3) y el Omega (4). Les venían a hablar de Dios, el que había creado todo por amor. El creó el sol (5) y la luna (6), y puso las estrellas (7) en el cielo.

Les contaron cómo los hombres se habían alejado de Dios, y cómo éste había enviado a su hijo único, Jesucristo (8), para salvarlos. Les contaron de su nacimiento en Belén, de la estrella (7) que guió a los magos, y cómo Jesucristo había pasado por el mundo haciendo el bien, obrando prodigios y milagros.

También les hablaron de la Última Cena, y de cómo Jesús nos había dejado el gran regalo de su Cuerpo y Sangre hechos pan y vino en la Eucaristía (9), antes de ser hecho prisionero. Les hablaron de Pedro, y de cómo lo había negado tres veces antes de que cantara el gallo (10).
Les contaron cómo Jesucristo fue conducido ante Pilatos, quien lo mandó a azotar (11), y cómo los soldados lo despojaron de sus vestiduras y sortearon (12 = dados) su manto.

También les contaron que fue condenado a morir en la Cruz (13), y cómo con martillo (14) y clavos (15), fueron clavados sus manos y pies en ella. Les hablaron también de su Madre, la Virgen María (16) que lo había acompañado fiel hasta el final en todos sus sufrimientos, hasta que,  no resistiendo más su maltratado cuerpo, entregó su alma y murió. La luna llena (6) de la Pascua judía fue testigo de la muerte del Hijo de Dios.

Les contaron cómo poco después, un soldado le atravesó el costado con una lanza (17) para comprobar si efectivamente había muerto y cómo bajaron (18) su cuerpo de la cruz para sepultarlo.
También les hablaron de cómo tres días después, Jesucristo resucitó glorioso de entre los muertos para librar a la humanidad de las llamas (19) del infierno que se había ganado al alejarse de Dios, y cómo podían ellos, los Matará (20), hacer suya esa salvación aceptando y honrando a Jesucristo como Dios y Salvador.

       





26 de febrero de 2016

EXHORTACIÓN A LA CONVERSIÓN Y A LA PENITENCIA

LA PARÁBOLA DE LA HIGUERA SIN FRUTOS

El Señor nos invita a dar frutos dignos de penitencia, especialmente en esta Cuaresma del Año Jubilar de la Misericordia. 

De una homilía de San Agustín.





ANÁLISIS:

Amenazando con cortar la higuera estéril el Señor nos invita a dar frutos dignos de penitencia a fin de prepararnos para la vida eterna. Porque Él vendrá ciertamente  a juzgar a los hombres: todas las profecías que se han cumplido en Cristo no nos permiten dudar de que se cumplirá también lo que Él ha predicho sobre el juicio final.


REFLEXIÓN DE SAN AGUSTIN, doctor de la Iglesia
La higuera se refiere a la raza humana. No es extraño ver a la raza humana en la higuera: el primer hombre después de su pecado, ¿no cubrió su miembros con hojas de higuera? (Gen 3,7) Esos miembros honorables antes del pecado, se convirtieron para él en miembros vergonzosos. Antes del pecado nuestros primeros padres estaban desnudos y no se sonrojaban por ello. ¿Cómo iban a sonrojarse, si estaban sin pecado? ¿Acaso podían ellos tener vergüenza de las obras de su Creador? Ciertamente no, porque aún no habían corrompido la pureza con sus malas acciones, no habían todavía tocado el árbol del conocimiento del bien y del mal, que Dios les había prohibido tocar. Fue sólo después de haber pecado, comiendo de aquel “fruto”, que el hombre experimentó la esterilidad…
De este modo, la higuera estéril designa perfectamente a todos los hombres que rechazan constantemente dar frutos y por este motivo son amenazados, poniendo el hacha en las raíces de este árbol ingrato.
Pero el jardinero intercede, posponiendo la ejecución del hacha y tratando de aplicar un remedio eficaz al árbol enfermo. Este jardinero nos recuerda a todos los santos que oran en la Iglesia por todos aquellos que están fuera de la Iglesia.

Y, ¿qué piden ellos? «Señor, déjala por este año todavía», es decir, concede un tiempo de gracia, salva a los pecadores, salva a los incrédulos, salva a las almas estériles, salva a los corazones que no producen fruto… «Cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas.»
El Señor volverá a recoger frutos. ¿Cuándo? En el momento del Juicio, cuando vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. La higuera es salvada, como un tiempo de gracia, para que dé fruto. ¿Qué hemos de hacer mientras el Señor vuelve? La respuesta la podemos encontrar en la fosa cavada alrededor del árbol, que significa una exhortación a la humildad y a la penitencia. La fosa en efecto es cavada bajo tierra y allí se debe echar una buena parte de estiércol. El estiércol es sucio, pero hace fructificar. El estiércol hace referencia al dolor por nuestros pecados. Si somos llamados a hacer penitencia, hagámoslo con inteligencia y sinceridad, teniendo presente nuestra ignominia. A este árbol misterioso le es dicho: «Conviértete, porque el Reino de los Cielos ha llegado» (Mt 3,2).


25 de febrero de 2016

LA LITURGIA: SIGNO DE LAS REALIDADES CELESTIALES

LA BELLEZA EN LA LITURGIA: MANIFESTACIÓN DE DIOS

Es muy triste observar que, en algunas celebraciones litúrgicas, no se cuida la belleza como camino de evangelización y de alabanza a Dios.
La actual moda estética del feísmo y de lo vulgar y banal, no pueden incorporarse en la Liturgia ni en los lugares consagrados, ya que son medios que invitan a percibir la liturgia celestial.



La belleza es siempre manifestación de Dios, revelación de su Gloria y su Verdad, y, por tanto, lo que es realmente bello, es una vía de acceso a Dios: nos toca en lo más hondo, nos transciende, eleva el corazón a un gozo inexplicable. La belleza es una cualidad de Dios.
La Iglesia cuidó siempre de las artes, cultivó la belleza, como un camino de evangelización por un parte, y, por otra, como una alabanza a Dios. La belleza siempre es un anhelo en el corazón del hombre aun cuando no sepa reconocerlo o verbalizarlo.
La liturgia eclesial posee belleza en sí misma: es el Misterio de Dios dándose a través de los ritos sagrados, es la Presencia de Cristo glorificado que hace de la liturgia un nuevo monte Tabor de luz y transfiguración. Es la entrada de Cristo en nuestro espacio, en nuestro tiempo, en nuestra vida. En función de esto, la Iglesia preservó siempre la belleza en la liturgia, no admitiendo muchos elementos que podían desfigurarla, empobrecerla o afearla; empleó los mejores recursos (musicales, orfebrería, arquitectura, pintura, etc.) al servicio del culto divino; creó una atmósfera espiritual para la liturgia, con silencio y canto sagrado y espiritual, con incienso y cirios, con orden y decoro.
Quien iba a la iglesia a vivir la liturgia entraba en otro ámbito, tremendamente simbólico, había una transición, un cambio, de lo cotidiano y profano en que vivía a lo sagrado y celestial. La liturgia –y el mismo templo- eran anticipo del cielo, la nueva ciudad de Jerusalén arreglada como una novia para su Esposo; eran una imagen de la liturgia del cielo que describe el Apocalipsis. Nada de vulgaridad, nada de improvisación, nada de música o ritmo profano, nada de ropas comunes para los ministros del altar, nada debía estorbar ni disminuir la belleza y santidad de la liturgia rebajándola a lo vulgar, asimilándola a lo profano.
En el momento en que la liturgia se concibe sólo como discurso y didáctica, cuando se quiere asimilar e igualar a lo cotidiano (una mera comida de amigos o una reunión humana de los seguidores de Jesús de Nazaret), la liturgia pierde fuerza y se va banalizando; se hace insignificante, es decir, deja de ser signo de las realidades celestiales, se hace monótona y terrena. La necesaria sencillez (noble sencillez) se ha convertido en empobrecimiento de la liturgia. Se ha buscado sólo lo útil de la liturgia (en sentido secularizado) perdiendo la contemplación, la adoración, el silencio oyente, el canto noble que eleva.
No debemos olvidar que «la sagrada liturgia debe expresar de alguna forma la belleza divina, la infinita belleza divina, con la que mantiene una relación natural. A través de celebraciones bellas, dotadas de signos verdaderos, es la manera como la liturgia muestra la belleza infinita y orienta ‘religiosamente’ las almas a Dios» (FERNÁNDEZ, P., La sagrada liturgia, 196s).
Todo debe estar marcado por la belleza, alejándose de convertirse en algo empobrecido, irrelevante. Es el ámbito de lo divino y del encuentro con Dios.
* El templo, en su arquitectura, disposición y orden, debe transmitir el sentido de reverencia, adoración y amor, sin que parezca una sala de reuniones o un moderno auditorio, aséptico en líneas minimalistas en su construcción[1].
* El cuidado y reverencia de los sitios o lugares litúrgicos debe ser elocuente de lo que significan:
-el altar fijo, consagrado (no cualquier mesa), respetado[2];
-el ambón, lugar exclusivo de la Palabra divina, sin emplearlo para otros menesteres tales como las moniciones, avisos, devociones piadosas, etc [3].
-la sede, presidencia de Cristo-Cabeza por medio del sacerdote, y no un sillón arrinconado, semioculto en el presbiterio desde el que apenas se ve al sacerdote ni se puede predicar allí [4];
-la pila bautismal, hermosa, apta, capaz, fija, expresión de la dignidad del sacramento del Bautismo en su propia capilla, sin ser un recipiente portátil… etc.
* La belleza, igualmente, debe ser la nota del canto litúrgico en su música, estilo y letra (marcando su inspiración bíblica y litúrgica) desechando estilos y músicas vulgares que sólo aturden por su ritmo e instrumentos y letras que son sentimentales, no bíblicas.
* La belleza –signo de lo sagrado- en los elementos que se emplean en la liturgia y que crean una atmósfera de santidad:
-el corte, diseño y dignidad en los ornamentos litúrgicos[5];
-los manteles de altar[6];
-los vasos sagrados[7];
-candelabros y cirios en torno al altar[8];
-el discreto adorno floral (sin que sea una selva que impida la visión e incluso el paso por el presbiterio) [9];
-el incienso que se quema en honor de Dios y es expresión orante, etc.
Es un conjunto de elementos que convergen y que no pueden suprimirse o diseñarse como elementos vulgares, realmente feos, casi objetos de consumo en serie, sin arte ni belleza.
* La belleza es orden, decoro y dignidad, evitando extremos: ni rigidez ni vulgaridad desenfadada. La forma de desenvolverse en el altar sacerdotes y ministros, lectores y acólitos, etc., no puede ser de hieratismo forzado, rígido, pero tampoco un modo desenfadado, apresurado, rápido y sin devoción; las manos juntas, en forma de oración que ayuda al recogimiento, pero no los brazos cruzados; etc. Este decoro y dignidad lo marcan todo: la forma de extender las manos, las inclinaciones profundas, la manera cuidada de distribuir la sagrada comunión, la genuflexión pausada, etc.
Todo esto, y más elementos aún, es lo que se contiene en la afirmación de Benedicto XVI sobre la belleza en la liturgia:

«La relación entre el misterio creído y celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. En Jesús, como solía decir san Buenaventura, contemplamos la belleza y el fulgor de los orígenes. Este atributo al que nos referimos no es mero esteticismo sino el modo en que nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo, haciéndonos salir de nosotros mismos y atrayéndonos así hacia nuestra verdadera vocación: el amor… En el Nuevo Testamento se llega definitivamente a esta epifanía de belleza en la revelación de Dios en Jesucristo. Él es la plena manifestación de la gloria divina. En la glorificación del Hijo resplandece y se comunica la gloria del Padre (cf. Jn 1,14; 8,54; 12,28; 17,1). Sin embargo, esta belleza no es una simple armonía de formas; «el más bello de los hombres» (Sal 45[44],33) es también, misteriosamente, quien no tiene «aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres [...], ante el cual se ocultan los rostros» (Is 53,2). Jesucristo nos enseña cómo la verdad del amor sabe también transfigurar el misterio oscuro de la muerte en la luz radiante de la resurrección. Aquí el resplandor de la gloria de Dios supera toda belleza mundana. La verdadera belleza es el amor de Dios que se ha revelado definitivamente en el Misterio pascual.
La belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. El memorial del sacrificio redentor lleva en sí mismo los rasgos de aquel resplandor de Jesús del cual nos han dado testimonio Pedro, Santiago y Juan cuando el Maestro, de camino hacia Jerusalén, quiso transfigurarse ante ellos (cf. Mc 9,2). La belleza, por tanto, no es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación. Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción litúrgica resplandezca según su propia naturaleza» (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 35).

Javier Sánchez Martínez, sacerdote 



[1] “Las iglesias, por consiguiente, y los demás lugares, sean aptos para la realización de la acción sagrada y para que se obtenga una participación activa de los fieles. Los mismos edificios sagrados y los objetos destinados al culto divino sean, en verdad, dignos y bellos, signos y símbolos de las realidades celestiales” (IGMR 288).
[2] “Constrúyase el altar separado de la pared, de modo que se le pueda rodear fácilmente y la celebración se pueda realizar de cara al pueblo, lo cual conviene que sea posible en todas partes. El altar, sin embargo, ocupe el lugar que sea de verdad el centro hacia el que espontáneamente converja la atención de toda la asamblea de los fieles. Según la costumbre, sea fijo y dedicado” (IGMR 299).
[3] “La dignidad de la Palabra de Dios exige que en la iglesia haya un lugar conveniente desde el que se proclame, y al que durante la Liturgia de la Palabra, se dirija espontáneamente la atención de los fieles. Conviene que por lo general este sitio sea un ambón estable, no un simple atril portátil. El ambón, según la estructura de la iglesia, debe estar colocado de tal manera que los ministros ordenados y los lectores puedan ser vistos y escuchados convenientemente por los fieles. Desde el ambón se proclaman únicamente las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; también puede tenerse la homilía y proponer las intenciones de la Oración universal. La dignidad del ambón exige que a él sólo suba el ministro de la Palabra” (IGMR 309).
[4] “La sede del sacerdote celebrante debe significar su ministerio de presidente de la asamblea y de moderador de la oración. Por lo tanto, su lugar más adecuado es vuelto hacia el pueblo, al fondo del presbiterio, a no ser que la estructura del edificio u otra circunstancia lo impidan, por ejemplo, si por la gran distancia se torna difícil la comunicación entre el sacerdote y la asamblea congregada, o si el tabernáculo está situado en la mitad, detrás del altar” (IGMR 310); “El sacerdote, de pie en la sede o en el ambón mismo, o según las circunstancias, en otro lugar idóneo pronuncia la homilía; terminada ésta se puede guardar unos momentos de silencio” (IGMR 136).
[5] “Es conveniente que las vestiduras sagradas mismas contribuyan al decoro de la acción sagrada” (IGMR 335).
[6] “Por reverencia para con la celebración del memorial del Señor y para con el banquete en que se ofrece el Cuerpo y Sangre del Señor, póngase sobre el altar donde se celebra por lo menos un mantel de color blanco, que en lo referente a la forma, medida y ornato se acomode a la estructura del mismo altar” (IGMR 304).
[7] “En lo tocante a la forma de los vasos sagrados, corresponde al artista fabricarlos del modo que responda más a propósito a las costumbres de cada región, con tal de que cada vaso sea adecuado para el uso litúrgico a que se destina, y se distinga claramente de aquellos destinados para el uso cotidiano” (IGMR 332).
[8] “Colóquense en forma apropiada los candeleros que se requieren para cada acción litúrgica, como manifestación de veneración o de celebración festiva (cfr. n. 117), o sobre el altar o cerca de él, teniendo en cuenta, tanto la estructura del altar, como la del presbiterio, de tal manera que todo el conjunto se ordene elegantemente y no se impida a los fieles mirar atentamente y con facilidad lo que se hace o se coloca sobre el altar” (IGMR 307).
[9] “Los arreglos florales sean siempre moderados, y colóquense más bien cerca de él, que sobre la mesa del altar” (IGMR 305).


22 de febrero de 2016

NON PRAEVALEBUNT

EN LA FIESTA LITÚRGICA 

DE LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO


"Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no la derrotarán"

Un artículo publicado por el escritor Juan Manuel de Prada en el diario español ABC del día 25 de marzo de 2010, que sigue siendo muy actual, explica porqué la misión de la Iglesia no sucumbirá ni será derrotada, a pesar de las miserias de muchos de sus integrantes.



La Cátedra de Pedro, obra maestra de Bernini en la Basílica vaticana de San Pedro.
Sostienen la cátedra (silla) cuatro Padres de la Iglesia: de Oriente San Juan Crisóstomo y San Atanasio y de Occidente, San Agustín y San Ambrosio. 
Arriba el óculo con la paloma que representa al Espíritu Santo


        Escribía Chesterton que Cristo "no eligió como piedra fundamental al brillante Pablo ni al místico Juan, sino a un pescador, un colérico, un cobarde y, en una palabra, un hombre. Sobre esa piedra construyó su Iglesia; y las puertas del infierno no han prevalecido sobre ella. Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros fuertes". 


Sólo la Iglesia católica histórica fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible. 


Parece evidente que si Cristo hubiese querido elegir a un hombre sin tacha habría podido hacerlo; aunque, en honor a la verdad, ninguno de sus apóstoles puede considerarse un «hombre sin tacha»: el «místico Juan», por ejemplo, pecaba de vanidad, como demuestra el hecho de que solicitara sin rubor sentarse a la vera de Cristo en el cielo; y al «brillante Pablo» lo afeaba cierto apego a los títulos mundanos, pues en su seguimiento de Jesús no renunció a la ciudadanía romana. Y de ese apego que, en estricto sentido, contrariaba el designio de Cristo, que ordenaba «dejarlo todo», surgió un gran bien para la Iglesia, que fue la predicación a los gentiles.

La Iglesia, en efecto, ha contado desde el instante mismo de su fundación con la debilidad de los hombres; y la acción de la gracia ha inspirado a esos hombres débiles, aun cuando seguían aferrados a su debilidad, en misiones que han deparado un enorme bien a la Iglesia. 

Quizá el caso más evidente sea el de Alejandro VI, a quien siempre se ha considerado el prototipo de Papa corrompido, entregado a debilidades escandalosas que la literatura anticatólica ha divulgado hasta el hartazgo. Pero Alejandro VI fue el muñidor del Tratado de Tordesillas, que encomendó la evangelización del Nuevo Mundo a España y Portugal, quizá la empresa más gloriosa acometida por la Cristiandad. Parece evidente que Alejandro VI no era un «hombre sin tacha»; pero, con sus tachas a cuestas, la acción de la gracia actuó a través de él, convirtiéndolo en instrumento magnífico del designio divino. 

Que la Iglesia es -en palabras de San Agustín- «santa y meretriz» es algo que cualquier católico debería saber: santa por inspiración divina; meretriz porque esa inspiración se encarna en hombres débiles, corrompidos por flaquezas a las que no siempre saben renunciar. 

Y tal naturaleza inextricable adquiere mayor misterio cuando miembros de la Iglesia de probada flaqueza alumbran misiones que redundan en beneficio de la Iglesia; misterio que los enemigos de la Iglesia han aprovechado siempre para instilar el veneno del desaliento y la desafección entre los fieles. 

Que Alejandro VI, no fue un «hombre sin tacha» parece fuera de toda duda. Pero extender su tacha a la misión que alumbró sería tanto negar la acción de la gracia y la naturaleza misma de la Iglesia, que fue fundada sobre los hombros de «un pescador, un colérico, un cobarde y, en una palabra, un hombre». 

Los enemigos de la Iglesia, que niegan su inspiración divina (tal vez porque son quienes mejor la conocen), pretenden que los católicos olviden que la acción de la gracia actúa también sobre pescadores, coléricos y cobardes; en una palabra, sobre hombres débiles que cargan con una misión que pone a prueba sus fuerzas, que desafía sus fuerzas, que con frecuencia excede sus fuerzas; hombres, en fin, que a veces traicionan esa misión con sus actos, como Pedro traicionó a Cristo, después de haber sido elegido como piedra fundamental de su Iglesia. 

Los enemigos de la Iglesia saben, desde luego, cómo suscitar farisaicamente escándalo y desaliento entre los católicos; saben cómo instilar el veneno del orgullo puritano entre quienes fueron llamados, con sus flaquezas a cuestas, a una misión que excedía sus fuerzas. 

El día en que los católicos llegaran a creer que la misión de la Iglesia depende de su condición de «hombres sin tacha», las puertas del infierno habrían prevalecido.

21 de febrero de 2016

INVITACIÓN A SUBIR AL TABOR EN LA CUARESMA

BATALLA DEL MONTE TABOR

Meditación para el segundo domingo de Cuaresma del monasterio mendocino del Cristo orante.


El monte Tabor en la Baja Galilea (hoy Israel), a 17 km del Lago de Galilea, de 575 msnm.

“Vistámonos con la armadura de la Luz”

(Rom XIII, 12)


En variadas ocasiones ocurre que determinados diamantes de nuestra Fe presentan facetas encontradas, cuyos haces de luz se disparan de modo opuesto. La Iglesia, sabiamente, procura entonces desdoblar la atención a tales misterios en fiestas separadas, para que el cristiano pueda concentrarse en un solo foco de luz. De modo un tanto simplista cabría decir que casi todos los misterios de nuestra Fe tienen un lado cóncavo y otro convexo; o una cara luminosa y otra sombría, un canto áspero y otro aterciopelado.
Así contemplamos la Cruz tanto el Viernes Santo como en septiembre, para la fiesta de la Exaltación; o la Eucaristía en Jueves Santo y en Corpus Christi. Algo parecido ocurre con la Transfiguración del Señor, que tiene su fiesta exultante el seis de agosto y una faceta diferente en el corazón mismo de la Cuaresma, en su segundo domingo.
¿Por qué está la Transfiguración instalada en el vórtice del tiempo penitencial de la Iglesia? Me permito arriesgar una respuesta: se presenta como una estratagema bélica, como una aguda artimaña para el combate espiritual. La Iglesia nos avisó en el primer domingo de la Cuaresma: hay guerra. Y a la semana agrega: hay guerra y hay un plan de guerra. Presta atención, oh débil e inerme soldado, pues hay una estrategia para la lucha que se te presenta.
Para entender un poco de qué se trata, deberemos retroceder más de mil años de la escena de los cuatro viandantes que suben al monte Tabor en tiempos de Poncio Pilatos. Mucho antes incluso que el Pueblo de Dios (el primer Israel) lograra ser Nación. Corren los tiempos de los Jueces, esos justicieros del desierto, que por tribus, acaudillaban a sus clanes familiares en defensa de los enemigos. Josué había logrado instalar a Israel en la tierra prometida, pero no había unidad entre las tribus y abundaban focos de enemigos muy dispuestos a hacer frente al avance del Pueblo de Dios. Como si Dios le hubiera dicho: te entrego la Tierra Prometida, pero te la doy llena de enemigos adentro. Un poco como nos ocurre a nosotros, que por el Bautismo cruzamos ya el Mar Rojo y el Jordán y entramos a la Tierra de las Promesas, pero en medio de un gran desorden y sin haber logrado expulsar a tantísimos enemigos del interior del terruño conquistado.
En ese contexto hay que recordarla a Débora, inmensa mujer de Israel que supo hacer frente a los aguerridos cananeos, que superaban de modo incalculable —tanto en hombres como en armamento— al frágil grupo israelita. Y lo hace bajo una consigna escueta y aguda que devino legendario proverbio para Israel y ha de poder ser máxima y aforismo para el Nuevo Israel. Débora manda a un hijo de la tribu de Neftalí: “ve, sube al monte Tabor y reclútate allí”. El soldado respondió con timbre de sombras y figuras: “si vienes conmigo voy; si no vienes conmigo, no voy nada”. Débora insistió: “tú ve, sube, recluta y divisa; que yo iré contigo”.
El temible Sísara, rey cananeo, se organizó para el combate con sus novecientos carros de hierro, para ese juego de niños que sería enfrentarse al puñado de hirsutos israelitas, comandados por una frágil mujer —“Madre de Israel”—, que se limitaba a repetir a sus hijos “sube, recluta y divisa”. 
Y esa madrugada, Israel venció al inmenso ejército cananeo, sin más estrategia que haberlo podido divisar desde lo alto del Tabor pudiendo así descender sobre el enemigo y enfrentarlo en escaramuzas sucesivas, despistándolo de tal modo que las tropas de Sísara huyeron despavoridas.
Israel guardó memoria y celebró siempre el triunfo de la fragilidad sagaz sobre el poderío pesado y torpe, que tiene su paradigma en el imberbe David reventándole los sesos de un piedrazo al gigante filisteo. Israel guarda la consigna de la Mujer: sube, recluta y divisa. Y cita doce veces al monte Tabor, siempre con el trasfondo de esta batalla.
Hasta ahí, las sombras matutinas. Salteándonos el crístico mediodía, valga citar al paso otra sombra del misterio, ahora vespertina, ya en el ocaso final de la historia, cuando Napoleón, tras la conquista de Italia, se entusiasma con someter todo el Oriente, cruzando a Egipto, donde ha de vérselas no sólo con los ingleses sino con el temible y descomunal ejército otomano. Hoy día, quien buscara en libros o en la web “la batalla del monte Tabor” no encontrará las proezas de Débora sino el astuto triunfo napoleónico en 1799. Donde apenas dos mil hombres, subiendo al Tabor, pudiendo divisar con precisión las pertrechadas posiciones de los veinte mil turcos, logra descolocarlos y vencerlos. Ese día el tan genial como perverso Bonaparte no olvidó citar a Débora en su égloga post batalla. Una antigua mujer hebrea, del siglo XII antes de Cristo, había inspirado al más astuto de los guerreros modernos. La legendaria clave era sin más: subir, reclutarse de noche en lo alto, divisar a la aurora, y atacar.
Entre Débora y Napoleón, en el cenit de los tiempos, Jesucristo, el hijo de María, el Guerrero y Caudillo del Nuevo Israel, diseña y encarna la estrategema. Y convoca a sus soldados a subir el Tabor. Para allí recibir la Luz, “reclutar la Luz”, y revestidos de ella, como el guerrero de su coraza, bajar del Monte Santo a librar el buen combate.
Hay guerra. Y hay plan de guerra. Subamos ya también nosotros al Monte de la Fragilidad (eso significa Tabor), bajo la consigna de la Mujer vestida del Sol; reclutémonos en torno a la luz tabórica, vistamos la armadura de la luz y bajemos briosos a batallar. La voz —tan dulce como firme, tan suave como intensa— de la Generala, la Nueva Débora, la Virgen Santísima y Madre de Dios, llegue hoy a nuestros atontados oídos: ve!, sube!, recoge la Luz!, revístete de ella!, divisa al enemigo!, baja por él!
Oh timorato y acomplejado cristiano: sube ya la empinada cuesta del Tabor por el ayuno y la penitencia; recluta la luz del Transfigurado por la fervorosa plegaria; divisa al enemigo discerniendo en Dios sus posiciones; y baja y vence al Mal que hay en ti y fuera de ti con las lumbrosas armas de la Caridad. Que el que a lumbre mata, a lumbre muere, renaciendo al Reino de la Luz.


20 de febrero de 2016

INFINITAMENTE MISERICORDIOSO Y JUSTO

DIOS ES INFINITAMENTE MISERICORDIOSO Y JUSTO

Una reflexión cuaresmal de San Alfonso María de Ligorio



                        “El demonio lleva a los pecadores al infierno no con los ojos abiertos, sino cerrados: primero los ciega y recién después los lleva a sufrir eternamente en su compañía. Debemos, pues, si queremos salvarnos, orar continuamente a Dios con el Ciego del Evangelio: «Señor, ¡que yo vea!» Señor, ilumíname, haz que yo vea el camino que debo seguir para salvarme, y no permanecer engañado por el enemigo de mi salvación.
                        Para mejor conocer estos engaños, figurémonos un joven, que vive en el pecado esclavo del demonio, sin pensar jamás en su eterna condenación.
                        Hijo mío, le digo yo, ¿qué vida es esa que llevas?, ¿cómo puedes salvarte si sigues viviendo de ese modo? ¿No ves que caminas al infierno? Pero luego el demonio le dice por otro lado: ¿por qué te has de condenar? Sacia ahora tus pasiones, que después te confesarás, y así evitarás el peligro. Esta es la red con la que conduce el demonio tantas almas al infierno: «satisface tus pasiones, que después te confesarás». 

                        Te dices que ahora quieres cometer tal pecado y que después te confesarás. Dime: ¿cómo sabes que Dios te dará tiempo para confesarte después? Porque me confesaré presto, me dirás, antes que pase una semana. Y ¿quién te asegura una semana más de tiempo? Me confesaré mañana mismo, me responderás. Y ¿quién te asegura que vivirás mañana?
                        San Agustín dice que: «Dios no nos ha prometido el día de mañana, y que puede concederlo o negarlo».
                        ¡Cuántos se han retirado con salud a dormir por la noche, y han amanecido muertos a la mañana siguiente! Y ¿cuántos han muerto en el acto mismo de cometer el pecado, y han sido sepultados en el infierno? Si esto te sucediera a ti también, ¿cómo evitarás tu eterna condenación?
                        «Comete este pecado que después te confesarás». Éste es el engaño con que el demonio ha llevado al infierno millares de cristianos. Porque es difícil encontrar un cristiano tan desesperado que quiera su propia condenación. Todos cuantos pecan, pecan con la esperanza de confesarse; y ¡cuántos, o por no haber podido confesarse, o por no haber podido confesarse cual convenía, se han condenado!
                        «Pero Dios es misericordioso». Aquí tenéis tal vez el mayor engaño con que el demonio alienta a los hombres al pecado y a perseverar en él.
                        Dice un autor, que más almas conduce al infierno la falsa esperanza en la misericordia de Dios, que la justicia divina.
                        Y así sucede, efectivamente, porque confiando ciegamente muchos en la misericordia de Dios, siguen en la senda del pecado, y se condenan miserablemente. «Dios, dicen, es misericordioso». Lo es en verdad: nadie lo niega. Sin embargo, ¿cuántos  van al infierno cada día? Es misericordioso con los pecadores, pero solamente con aquellos que se arrepienten de haberle ofendido, y temen volverle a ofender. En cambio, con aquellos que abusan de su misericordia para ofenderlo más, es justo.
                        El Señor perdona los pecados, pero no puede perdonar la voluntad de pecar. San Agustín dice que, «el que peca con la idea de arrepentirse después de haber pecado, éste no se arrepiente, sino que se burla de Dios. Y san Pablo afirma que, «Dios no deja que se burlen de Él»
                        ¿Les parece, hermanos míos, fácil o difícil salvarse, si siguen ofendiendo a Dios después que los ha llamado tantas veces, y ha sido tan frecuentemente misericordioso con vosotros? Tú dices: «Puede ser que me salve a pesar de este pecado»; pero yo te respondo, que es gran necedad apoyar la salvación eterna en un “puede ser” tan peligroso. ¡Cuántos están ardiendo ahora en los infiernos por ese puede ser! ¿Acaso quieres acompañarlos en su desgracia?
                        Reflexionen bien y teman, que puede (esta Cuaresma) ser la última misericordia que Dios disponga para con vosotros.
San Alfonso María de Ligorio