La
identidad de la escuela católica
En la
actualidad existe una confusa concepción de lo que significa la escuela
católica. Muchas veces se escucha que ella ya no tiene cabida en un mundo
pluricultural y panreligioso, y se afirma la necesidad de transformar la
escuela católica en una escuela neutra o laica, que es lo mismo que decir "una escuela irreligiosa".
Conferencia inaugural de Monseñor
Héctor Aguer, arzobispo de La Plata en el Congreso Provincial de Educación
Católica de Entre Ríos. Concepción del Uruguay, 25 de abril de 2013.
Me han
pedido que les hable sobre la identidad de la escuela católica; sólo puedo
ofrecerles unos módicos apuntes. El lema que encabeza el Documento Base para
orientar la reflexión define a la escuela católica como comunidad educativa,
discípula y misionera, y los dos ejes del argumento propuesto hablan
explícitamente de la identidad de la escuela y del educador. La identidad de
una cosa, de un ser, significa y expresa la afirmación de su esencia, de su
naturaleza, de aquello que lo determina y lo constituye con propiedad; en una
persona podríamos decir que la identidad es su personalidad, el conjunto de
cualidades originales que la caracterizan y distinguen de otra, y análogamente
esta descripción vale para una comunidad.
Identidad escolar
Si se trata
de definir la identidad de la escuela católica hay que pensar en dos
dimensiones: en lo que es propio de ella en cuanto escuela y en lo que la
identifica como católica. En la escuela se instruye en los saberes elementales;
a este propósito solía decirse que los saberes elementales son leer, escribir y
calcular. Pero estos saberes reflejan una cultura, son factores de un saber más
amplio y profundo; por eso se afirma actualmente que en la escuela se efectúa
la transmisión crítica de la cultura. La cultura es el estilo de vida común que
caracteriza a un pueblo, el modo particular como en él los hombres cultivan su
relación con la naturaleza, entre sí mismos y con Dios, que se transmite a
través del proceso de tradición generacional y se va formando y transformando
en base a la continua experiencia histórica y vital del pueblo mismo. En esta
descripción, en la que recojo expresiones consagradas por el magisterio de la
Iglesia, se puede advertir lo que implica la transmisión cultural que ha de
verificarse en la escuela. ¿Qué es lo que niños y adolescentes aprenden en
ella? Para desarrollar su ser personal y llevarlo a su plenitud necesitan
adquirir una visión, una comprensión del mundo y de la compleja realidad social
en la que viven, a través de conocimientos, competencias y hábitos.
La tarea propia de la escuela
según su identidad no es sólo instruir, cumpliendo los programas de enseñanza
obligatoria, sino educar, transmitir y ayudar a cultivar el arte de vivir en el
mundo junto con los otros, descubriendo las reglas del mismo y haciendo
propios los instrumentos necesarios para participar de modo consciente y
responsable de la vida social. El aspecto crítico de la transmisión cultural
que debe protagonizar la escuela se refiere al discernimiento, al juicio sobre la verdad, la bondad y la
belleza de las cosas, a la renovación de la tradición en la continuidad de las
generaciones, y también a la actualidad en la que se cumple el proceso
educativo que ha de verse como un tiempo oportuno que corresponde atender o
aprovechar.
Identidad católica de la escuela
La escuela católica realiza plenamente la identidad de toda
institución escolar; si no es en verdad escuela no
puede ser escuela católica; pero la dimensión católica no se yuxtapone, no se añade
como un pegote o una decoración superficial a la dimensión escolar. Dicho con
otras palabras: no basta
para transformar en católica una escuela el suplemento de la enseñanza
religiosa o de la catequesis sumado como accidente a los diseños curriculares
que impone el Estado.
La finalidad de la escuela católica –y el fin es la esencia, la
identidad– es la evangelización, es decir la transmisión de la fe y de la visión cristiana del
mundo; la misión de la escuela católica es la misión de la Iglesia, porque la
escuela católica es la Iglesia en función de educar. Digamos de paso que
la inclusión del subsistema educativo eclesial en el único sistema nacional de
educación pública no debe llamar a confusión y mucho menos introducir
ambigüedad alguna en la definición de nuestra identidad.
La transmisión de la fe incluye los contenidos de conocimiento,
las verdades en que se espeja y articula la Verdad que es Cristo, Pensamiento y
Palabra de Dios, y la experiencia del encuentro con él, experiencia de gracia,
de amor y de gozo. La inteligencia, la voluntad y los sentimientos del hombre
quedan transformados por la luz y la fuerza de la fe. Cito al respecto un
pasaje sencillo y bello del Documento de Aparecida: la meta que la escuela católica se
propone, respecto de los niños y jóvenes, es la de conducir al encuentro con
Jesucristo vivo, Hijo del Padre, hermano y amigo, Maestro y Pastor
misericordioso, esperanza, camino, verdad y vida, y así, a la vivencia de la
alianza con Dios y con los hombres. Lo hace, colaborando en la construcción de
la personalidad de los alumnos, teniendo a Cristo como referencia en el plano
de la mentalidad y de la vida. Tal referencia, al hacerse progresivamente
explícita e interiorizada, le ayudará a ver la historia como Cristo la ve, a
juzgar la vida como Él lo hace, a elegir y amar como Él, a cultivar la
esperanza como Él nos enseña (336).
Como es
fácil advertir, la transmisión de la fe así entendida no se realiza sólo
mediante la enseñanza religiosa escolar y la catequesis, con los momentos
sacramentales correspondientes. La síntesis buscada entre la fe y la vida se
realiza de hecho en una matriz cultural, y por lo tanto es inseparable de otra
aspiración: la síntesis entre la fe y la cultura, entre el conocimiento de la
revelación de Dios en Cristo, tal como nos la propone la Iglesia, y todos los
saberes humanos, todas y cada una de las disciplinas del currículo. Podemos
entonces afirmar que la transmisión de la fe implica la evangelización de la
cultura y que la transmisión crítica de la cultura que se realiza en la escuela
católica supone el momento dialéctico de su evangelización. ¿Qué significa este
planteamiento? Las verdades y valores del Evangelio interpelan la cultura de un
pueblo, la purifican de sus errores y antivalores, asumen todo lo bueno que hay
en ella, lo potencia, completa y transfigura, lo cristianiza desde su raíz.
De
este modo, las disciplinas
que se cultivan en la escuela y la constelación de valores que se intenta vivir
e inculcar en ella se ordenan a Cristo, a recapitular todo en Cristo. Éste es
el punto clave de la identidad de la escuela católica. La claridad del
ideal, que debe reflejarse en los proyectos institucionales, curriculares y
pastorales, lo mismo que la rectitud de intención continuamente renovada, son
imprescindibles, pero sostener de hecho una identidad vivida reclama un
esfuerzo generoso de perseverancia, paciencia y amor.
Dos aspectos complementarios
Señalo dos
aspectos complementarios en los que se manifiesta la identidad católica de la
escuela. El primero ha sido aludido ya al mencionar la transmisión de la fe y
la evangelización de la cultura: me refiero al propósito de brindar una educación integral.
Este concepto de educación integral aparece –aunque sin la explicación
necesaria que incluye la dimensión religiosa– en la Ley de Educación Nacional
actualmente vigente. Por educación integral entendemos el desarrollo de todo el
hombre en sus dimensiones física, intelectual, volitiva, en sus sentimientos,
en el conocimiento y vivencia de la fe. La formación cristiana tendría que
ayudar al alumno a fijarse como objetivo llegar a ser la persona que Dios
quiere; subrayamos entonces la importancia del cultivo de ciertas actitudes
humanas fundamentales que permiten asumir subjetivamente los valores del
Evangelio y forjarse una
personalidad cristiana. No hay que olvidar que la gracia supone la
naturaleza y a la vez la eleva y la sana.
Nunca será suficiente insistir en el ejercicio recto de la razón,
orientado desde la infancia a la búsqueda de la verdad en apertura a la
realidad total, así como a la formación de la voluntad en la recta aspiración
al bien y al amor a la justicia.
La educación de los
sentimientos otorga calor y vida al proceso formativo y adquiere un relieve
especial en los años de la adolescencia, cada vez más anticipada, y en las
situaciones tan frecuentes de vulnerabilidad y carencias familiares. Vale decir
una palabra sobre el desarrollo físico, muchas veces descuidado, que es un
valor en sí mismo y también un medio de armonía personal y de crecimiento
espiritual. Así como en algunas épocas se olvidaba o valoraba menos la
dimensión corpórea, hoy en día las tendencias materialistas y hedonistas de la
cultura vigente fomentan el narcisismo juvenil y el abandono al dominio de los
instintos y promueven formas enfermizas de relación con el propio cuerpo. La
educación física merece una atención especial y una mejor integración en el
conjunto del proyecto que evite cualquier posible desequilibrio, por defecto o
por exceso. Todas estas son realidades humanas fundamentales a las que puede
aportar una justa y actualizada orientación la pedagogía cristiana.
El
segundo aspecto complementario es la relación estrecha entre educación y autoeducación, entre formación y
autoformación. Quiero decir que el proceso educativo no puede realizarse
sino con la plena participación activa del mismo sujeto: nadie de niño se hace
hombre perfecto si no se forma él mismo; se requiere, por tanto, un estado de
continua actividad frente al educador, de interacción con él. El educador, por
su parte, no sólo debe esmerarse en el arte de suscitar la atención, el interés
y la responsabilidad del alumno, sino que también debe recordar que siempre
actúa en concurrencia con otros en la tarea de educar. Éste es un principio
básico de una sana filosofía de la educación, que con mayor razón vale para la
educación cristiana, que es una educación en la libertad y para vivir en la
libertad de los hijos de Dios.
La escuela católica como comunidad
Ahora deseo abordar la identidad de la escuela católica desde su
definición como comunidad
educativa. Este nombre o título se ha hecho común para designar a
nuestras instituciones de enseñanza; encierra un ideal precioso que invita a
una continua y laboriosa edificación y verificación en la realidad. Toda
escuela es una comunidad, o debe serlo; se pone en juego aquí una dimensión
humana fundamental que, en ese sentido, no puede faltar para el pleno
desarrollo de los procesos educativos.
Pero en el caso de la escuela católica el valor comunitario se refiere a su personalidad
eclesial; ella es una comunidad cristiana, una comunidad de la Iglesia.
Éste es su ideal y su vocación.
Como decíamos antes, la escuela católica es la Iglesia en función
de educar, al servicio de las familias y de toda la comunidad nacional. La
comunidad educativa la integran todos: representantes legales, directivos,
maestros y profesores, el personal auxiliar y los alumnos, en quienes los
vínculos afectivos tienen que alimentar una progresiva conciencia de
pertenencia. La comunicación que
es propia del trato asiduo, del lugar y la tarea compartidos, resulta
instrumental respecto de la comunión de
fe y caridad que constituye la comunidad cristiana.
Lo común en ella son los
bienes espirituales dispensados en la Iglesia, que nos unen a Cristo y
en él nos constituyen al modo de un cuerpo, como miembros los unos de los
otros.
La identidad de la escuela católica en cuanto comunidad educativa
eclesial queda afianzada cuando se ha creado en ella un ambiente tal que en la
cotidianidad de la tarea propia de cada uno de sus miembros ellos crecen en su
adhesión a los valores del Evangelio, en su condición de discípulos de Cristo y
en su conciencia misionera en el mismo espacio escolar y en su proyección más
allá de esos límites.
Ambiente –decimos– que
etimológicamente significa “lo que rodea”, el conjunto de condiciones, el
clima, la atmósfera que va rodeando a sus integrantes, que incorpora de un modo
a la vez suave y poderoso a los nuevos que llegan y que tiende a expandirse y a
atraer.
La identidad católica de la
escuela es su eclesialidad, la conciencia compartida de ser Iglesia, la
alegría de pertenecer a ella y el compromiso consiguiente de participar en su
misión con el propio testimonio de vida. El círculo de la comunidad educativa
se abre para abarcar a las familias, a través de la pertenencia de sus hijos, y
se proyecta hacia el entorno social.
La eclesialidad de las comunidades educativas se hace efectiva
según diversas tipologías: colegios parroquiales, colegios congregacionales,
colegios privados reconocidos como católicos, pueden realizar diversamente las
características de la comunidad cristiana, pero en todos los casos debe tenerse
muy en cuenta que la Iglesia mora en un lugar y que en ese lugar ella convoca a
sus hijos en la asamblea eucarística. Estoy aludiendo discretamente a la misa
dominical y a los problemas que plantea, según las tipologías mencionadas, el desarrollo del itinerario
sacramental. La
cuestión acerca de la Eucaristía me parece fundamental; ¿cómo puede hablarse
sin ella de comunidad eclesial, de comunidad cristiana? En todo caso el
centro de referencia será siempre el obispo y la diócesis.
Identidad del educador
Me llamó la
atención, en el Documento Base preparado para este Congreso Provincial, que se
habla en primer lugar, y ampliamente, de la identidad del educador cristiano,
de su vocación, y luego se trata acerca de la identidad de la escuela. Este
orden, correctamente elegido, sugiere que la identidad católica de la escuela
como comunidad educativa –una identidad real, podríamos decir, no meramente
nominal– depende de la identidad de los educadores, de todos los miembros de
esa comunidad, que en diverso grado están implicados en la común misión de
educar.
Todos coadyuvan a plasmar y sostener un ambiente educativo
cristiano. El documento de la Santa Sede sobre El laico católico testigo de la fe en la escuela se
refiere a la condición y la tarea del educador católico en términos de
testimonio y ministerio; la profesionalidad necesaria, que debe ser objeto de
una autoexigencia, está asumida en la vocación sobrenatural propia de un
cristiano. Como laico, es decir, miembro del pueblo de Dios, y en cuanto
educador, participa en la
misión santificadora y educadora de la Iglesia.
Estas características valen proporcionalmente para cuantos
trabajan en la escuela, pero el analogado principal es el docente, maestro o
profesor, que está en contacto directo y personal con los alumnos. La tradición
pedagógica de la Iglesia valora singularmente al educador; y reconoce que la
calidad de su enseñanza no depende sólo y principalmente de su pericia
didáctica, sino de la cultura de la cual su tarea concreta se nutre y sobre
todo de su compromiso con la Verdad.
Esta
expresión compromiso
con la Verdad debe entenderse en sentido plenario: se refiere
a la adhesión personal de fe, al conocimiento y aceptación de la doctrina
católica y de una visión del mundo a la luz de la fe, al sentido y la vivencia
de la comunión eclesial, al testimonio de vida en la escuela y fuera de ella, a
la generosa dedicación a
comunicar una paideia,
una cultura cristiana.
Este conjunto de notas constituye el sostén de la autoridad del
educador católico; esas características, unidas a las demás condiciones
personales, otorgan prestigio moral a la tarea desarrollada en la escuela.
No hará falta entonces imponer a los gritos la propia autoridad,
aun en las circunstancias difíciles en que se ejerce muchas veces la actividad
educativa. La camaradería entre los educadores –digamos mejor la amistad
cristiana, la caridad efectiva vivida en la escuela– las instancias
institucionales de coordinación, la presencia y el servicio pastoral del
sacerdote, deben ayudar a cada uno a crecer espiritualmente y a fortalecer la
vocación educativa.
A
la escuela católica la hacen, fundamentalmente, los educadores católicos.
Pensando en el futuro, se hace urgente poner una atención principal en nuestros
institutos de formación docente en los que debe forjarse la identidad del
educador católico. En este campo la Iglesia reivindica la libertad que le
corresponde, amparada por nuestra Constitución, que en la actualidad corre el
riesgo de verse limitada por una presencia invasiva de los organismos
estatales. En efecto, los sucesivos documentos producidos por el Instituto
Nacional de Formación Docente, convertidos en resoluciones por el Consejo
Federal de Educación, concretan un movimiento de concentración unitaria, una
propensión a restringir la legítima diversidad curricular y con ella nuestra
posibilidad de formar docentes católicos en todas las disciplinas.
Debemos permanecer alertas, dispuestos a mantener siempre un
diálogo respetuoso y sincero con las autoridades, acompañado de un ejercicio
confiado de la libertad, a la que no podemos renunciar. El futuro de la escuela
católica en la Argentina depende de esta libertad.
Pensando en ese futuro deslizo una sugerencia: promover entre
nuestros jóvenes, alumnos de nuestros colegios, la vocación del maestro
cristiano; es decir, la profesión docente presentada no como una “salida
laboral” –que puede no resultar atractiva– sino como una misión eclesial, una
dedicación eximia del laico católico para el servicio de la sociedad argentina
en la educación de las nuevas generaciones.
La familia educadora
La primera
de las tres áreas temáticas elegidas para este Congreso se refiere al papel de
la familia en la educación. Me detengo ahora en algunas consideraciones sobre
el tema.
Los niños
que llegan a nuestras escuelas proceden de un mundo previo al escolar; es el de
la familia, que ya ha marcado, para bien o para mal, su vida personal, la
relación con ellos mismos y con los otros, y ha forjado su mirada sobre la
realidad. Se entra en el mundo a través de una familia, y este principio tiene
vigencia tanto respecto de los valores cuanto de las carencias.
Como es sabido, la subjetividad se forma inicialmente en la
relación con los padres, con el cuidado y la ternura que ofrece la madre y con
la autoridad del padre que hace crecer en un proceso de identificación que
orienta hacia el ideal.
No es preciso insistir acerca de las sombras que recaen
hoy en día sobre la realidad de la familia, especialmente en lo que hace al
cumplimiento de su misión educativa, como efecto de múltiples causas. La
cuestión que se plantea a la escuela católica es ayudar a las familias de sus
alumnos a desarrollar una cultura educativa. Los padres necesitan
frecuentemente ilustración y apoyo respecto de principios y decisiones
elementales para la formación de sus hijos, sobre cómo proceder con ellos en
las distintas edades y en determinadas circunstancias. Existe mucha confusión y
reina un considerable desconcierto, no sólo aquí, sino también en países que
podrían exhibir siglos de experiencia cultural y educativa.
Menciono un caso curioso, casi extravagante: una periodista
norteamericana, Suzanne Evans, acaba de publicar un libro titulado Maquiavelo para madres. Máximas sobre
un eficaz gobierno de los hijos. Desesperada por no poder controlar
a cuatro niños pequeños, dio por casualidad con un ejemplar de El Príncipe y
descubrió en la obra del célebre florentino que con una combinación de astucia,
coerción y autoridad sus problemas quedarían resueltos. Su consejo es que no
hay que darles a los hijos todo lo que quieren, sino dejar que conquisten con
esfuerzo las cosas que desean y así comprendan lo que éstas valen; que
disciplina, límites y respeto de las normas no son malas palabras, sino que
designan instrumentos que sirven para crecer bien. Consejos que los padres
anteriores al mayo francés del 68 ponían en práctica sin estudiar pedagogía.
Nuestros educadores conocen seguramente a alguna mamá que no sabe qué hacer con
su hijita de seis años.
Familia y escuela
Al recibir a
un alumno, la escuela recibe a una familia, una realidad social que tiene ya su
historia y que se encuentra sometida a cambios y posibles alteraciones. Los
estudios e investigaciones más recientes destacan que es imposible ofrecer a
los chicos un buen itinerario formativo escolar sin contar con la participación
de los padres, en diálogo de colaboración con ellos.
Para implementar una
corresponsabilidad educativa entre la escuela y la familia hay que superar
diversos escollos, por ejemplo el desentendimiento por parte de los padres de
la marcha del proceso educativo y la acentuada delegación a la escuela de la
tarea de educar; la neutralidad o indiferencia respecto de los valores de los
que la escuela es portadora y transmisora; en el otro extremo de las actitudes
posibles, hay que registrar la excesiva intromisión de los padres, la
incomprensión e incluso la violencia con que interpelan a los docentes
y, lo que es peor, la mezcla de desidia y prejuicio para complacer
siempre a los hijos.
Hay que reconocer asimismo las fallas de las instituciones
escolares que no perciben a los padres como sujetos idóneos que contribuyen a
que ellas perfilen mejor su papel educativo, la desconfianza mutua entre padres
y docentes, la culpabilización recíproca por el fracaso de los alumnos; en
suma, la ausencia de la debida coordinación entre los dos mundos, teniendo en
cuenta que, como suele decirse, la escuela educa mientras instruye y la familia
instruye mientras educa. No es fácil encontrar y asumir instrumentos aptos para
poner en ejercicio la necesaria corresponsabilidad, pero los directivos y los
docentes deben reconocer que esa relación es una dimensión crucial de su propia
profesión, que implica una tarea fatigosa pero imprescindible.
Con cercanía afectuosa y mucha paciencia hay que ayudar a las
familias a superar su posible marginalidad educativa; si ella no se aprecia a
sí misma como educadora, la escuela sí debe considerarla como un factor
fundamental y puede aspirar a enriquecer a la comunidad educativa con el aporte
familiar.
La misión evangelizadora que le cabe a la escuela en favor
de la familia no puede verificarse si no se produce un acercamiento cordial y
si éste no perdura a través de los años, desde el nivel inicial hasta el fin
del ciclo secundario cuando se presenta esta oportunidad, como ocurre en
nuestras instituciones en la mayoría de los casos.
Contenidos, tiempos, proyecciones
Para
concluir, unas breves consideraciones sobre tres puntos que merecerían un
amplio desarrollo.
La identidad de la escuela
católica depende de la catolicidad de la enseñanza impartida en ella. Me
refiero en primer término a la enseñanza religiosa escolar y a su complemento
catequístico, que deben ocupar un lugar principal en el currículo. Sería bueno
recordar que la primera ley entrerriana de educación, reglamentaria de la
Constitución Nacional, establecía en su primer artículo: Será obligatoria en toda la Provincia
la instrucción primaria de lectura, rudimentos de aritmética y de religión,
para todos los niños varones de 7 a 14 años, y mujeres de 6 a 12.
Se refería, obviamente, a las escuelas estatales.
Aún después de la imposición del laicismo en el orden nacional, en
las escuelas podía enseñarse religión fuera del horario curricular, como
todavía se hace en muchos lugares. Pero la pretensión de que la enseñanza
religiosa o la catequesis escolar sean desplazadas fuera del currículo en las
escuelas católicas es absolutamente inaceptable y puede ser calificada como un
verdadero atropello a la libertad.
Por otra parte, la catolicidad de la enseñanza en nuestras
escuelas no se reduce a la transmisión de los contenidos de la fe en una
materia específica curricular, sino que requiere que en todas las asignaturas
del currículo se refleje la visión
cristiana del mundo y del hombre. Para asegurarlo es necesario practicar
una relectura católica de los programas oficiales en orden a evitar las
posibles contradicciones entre los contenidos que se presentan como
obligatorios y la doctrina de la Iglesia, especialmente en áreas tan sensibles
como Ciencias Naturales, Biología, Historia y en aquellos temas transversales
en los que se expone el sentido de la sexualidad, la familia y la vida. El
mismo cuidado ha de ponerse en la elección de los textos; como subsidio en este
campo, el Consejo Superior de Educación Católica ha auspiciado la edición de
textos adecuados para las áreas de Lengua, Ciencias Naturales, Biología y
Ciencias Sociales, además de la serie completa de Enseñanza Religiosa Escolar.
En los últimos años se ha
intentado alcanzar la meta de 180 días de clase. Indudablemente, la duración
del año escolar no es indiferente para el logro de objetivos propuestos y de
los frutos del itinerario educativo. Pero en la escuela católica habría que
valorar mejor el tiempo y los tiempos de la educación; quiero decir las
oportunidades, ocasiones o coyunturas que se ofrecen, o pueden ser halladas por
la creatividad de los educadores para la formación integral de los niños y
adolescentes. En mi opinión, la tarea de la escuela católica no puede quedar
encerrada en el horario curricular, tiene que abrirse a otras actividades
complementarias que hagan de ella un verdadero hogar para los alumnos. Existen
experiencias valiosas que ocupan, por ejemplo, los sábados, e intentos exitosos
de superar el equívoco y a veces el funesto ritual de los viajes de egresados
para proponer programas que aúnen el esparcimiento y la sana diversión al
deporte, el conocimiento del país y las obras de solidaridad. Nos corresponde
también desempeñar un papel en la educación de los jóvenes en el auténtico
sentido de las fiestas.
Por
último, una palabra acerca de la presencia de la comunidad educativa en su
entorno social. También este aspecto responde a la identidad de la escuela
católica: el bien espiritual y cultural que se cultiva en ella es difusivo de
sí, tiende a la expansión. En el ámbito de la educación superior se requiere
actualmente el desarrollo de un área de extensión en cada universidad que
complete las tareas de investigación y de docencia. La escuela se proyecta
espontáneamente en el pueblo, en el barrio de la ciudad, si vive en plenitud su
condición de comunidad eclesial; puede hacerlo en interacción con otras
instituciones de la sociedad civil. Una mediación en cierto modo connatural
pueden ofrecerla las familias, sobre todo integradas en las uniones de padres,
que hasta no hace mucho fueron florecientes y estuvieron organizadas en el
nivel diocesano y nacional. La participación de los alumnos en muchas de esas
actividades, como el cultivo de la música, del teatro y otras artes, las
iniciativas misionales y solidarias, son parte importante de su formación para
la vida cristiana y el servicio a la sociedad; constituyen una base para su
posterior participación como ciudadanos en la búsqueda del bien común.
Vale para la
escuela católica lo que el Documento de Aparecida dice de la Iglesia, a saber:
que está llamada a
reflejar la gloria del amor de Dios, que es comunión y así atraer a las
personas y a los pueblos hacia Cristo (151)
+
Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata, Argentina
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