El ayuno no es un «residuo» de una práctica religiosa de los siglos pasados, sino que es también indispensable al hombre de hoy, a los cristianos de nuestro tiempo.
San Juan Pablo II, Papa, en su Catequesis del 21 de marzo de 1979, se
refiere a la importancia del ayuno en el tiempo de Cuaresma.
Dominio
de sí, no ser esclavo de las pasiones o de la sociedad consumística, no vivir
sólo de sensaciones o placeres, abstenerse de estar atado a estímulos banales,
renuncia y mortificación. Estar unido a Cristo en su Pasión y Muerte redentora
implica acompañarlo en su dolor y sufrimiento. Hacer crecer el “hombre interior”
y los valores espirituales permanentes.
«¡Proclamad el ayuno!» (Jl 1,14).
Son las palabras que
escuchamos en la primera lectura del Miércoles de Ceniza. Las escribió el
profeta Joel, y la Iglesia, en conformidad con ellas, establece la práctica de
la Cuaresma, disponiendo el ayuno.
La finalidad de este período
particular en la vida de la Iglesia es siempre y en todas partes la penitencia,
es decir, la conversión a Dios. En efecto, la penitencia, entendida como
conversión, esto es, metánoia, forma
un conjunto que la tradición del Pueblo de Dios, ya en la Antigua Alianza, y
después el mismo Cristo ha vinculado, en cierto modo, a la oración, a la
limosna y al ayuno.
¿Por qué al ayuno?
En este momento nos vienen a la mente las palabras con que Jesús respondió a
los discípulos de Juan Bautista cuando le preguntaban: «¿Cómo es que tus discípulos no ayunan?» Jesús les contestó: «¿Por ventura pueden los compañeros del
novio llorar mientras está el novio con ellos? Pero vendrán días en que les
será arrebatado el esposo, y entonces ayunarán» (Mt 9,15). De hecho, el
tiempo de Cuaresma nos recuerda que el esposo nos ha sido arrebatado.
Arrebatado, arrestado, encarcelado, abofeteado, flagelado, coronado de espinas,
crucificado... El ayuno en el tiempo de Cuaresma es la expresión de nuestra
solidaridad con Cristo. Tal ha sido el significado de la Cuaresma a través de
los siglos, y así permanece hoy:
«Mi amor está crucificado y no existe en mí más el fuego que desea las cosas materiales», como escribía el obispo de Antioquia, Ignacio, en la Carta a los romanos (Ign. Antioq., Ad Romanos VII 2).
Actitud cristiana en la
civilización del consumo
Es necesario dar una respuesta más amplia, para que quede clara la relación entre el ayuno y la «metanoia», esto es, esa transformación espiritual que acerca el hombre a Dios. Trataremos, pues, de concentrarnos no sólo en la práctica de la abstinencia de comida o bebida –efectivamente, esto significa el ayuno en el sentido corriente–, sino en el significado más profundo de esta práctica que, por lo demás, puede y debe a veces ser sustituida por otras. La comida y la bebida son indispensables al hombre para vivir, se sirve y debe servirse de ellas; sin embargo, no le es lícito abusar de ellas de ninguna forma.
El abstenerse, según la
tradición, de la comida o bebida tiene como fin introducir en la existencia del
hombre no sólo el equilibrio necesario, sino también el desprendimiento de lo
que se podría definir actitud consumística. Tal actitud ha venido a ser en
nuestro tiempo una de las características de la civilización, y en particular
de la civilización occidental. ¡La actitud consumística! El hombre orientado
hacia los bienes materiales, múltiples bienes materiales, muy frecuentemente
abusa de ellos.
Cuando el hombre se orienta
exclusivamente hacia la posesión y el uso de los bienes materiales, es decir,
de las cosas, también entonces toda la civilización se mide según la cantidad y
calidad de las cosas que están en condición de proveer al hombre, y no se mide
con el metro adecuado al hombre. Esta civilización, en efecto, suministra los
bienes materiales no sólo para que sirvan al hombre en orden a desarrollar las
actividades creativas y útiles, sino cada vez más... para satisfacer los
sentidos, la excitación que se deriva de ellos, el placer momentáneo, una
multiplicidad de sensaciones cada vez mayor.
A veces se oye decir que el
aumento excesivo de los medios audiovisuales en los países ricos no favorece
siempre el desarrollo de la inteligencia, particularmente en los niños; al
contrario, tal vez contribuye a frenar su desarrollo. El niño vive sólo de
sensaciones, busca sensaciones siempre nuevas... Y así llega a ser, sin darse
cuenta de ello, esclavo de esta pasión de hoy. Saciándose de sensaciones, queda
con frecuencia intelectualmente pasivo; el entendimiento no se abre a la
búsqueda de la verdad; la voluntad queda atada por la costumbre a la que no
sabe oponerse.
De esto resulta que el
hombre contemporáneo debe ayunar, es decir, abstenerse no sólo de la comida o
bebida, sino de otros muchos medios de consumo, de estímulos, de satisfacción
de los sentidos. Ayunar significa abstenerse, renunciar a algo.
Renuncia y mortificación
3. ¿Por qué renunciar a
algo? ¿Por qué privarse de ello? Ya hemos respondido en parte a esta cuestión.
Sin embargo, la respuesta no será completa si no nos damos cuenta de que el
hombre es él mismo también porque logra privarse de algo, porque es capaz de
decirse a sí mismo: No. El hombre es un ser compuesto de cuerpo y alma.
Algunos escritores
contemporáneos presentan esta estructura compuesta del hombre bajo la forma de
estratos; hablan, por ejemplo, de estratos exteriores en la superficie de
nuestra personalidad, contraponiéndolos a los estratos en profundidad. Nuestra
vida parece estar dividida en tales estratos y se desarrolla a través de ellos.
Mientras los estratos superficiales están ligados a nuestra sensualidad, los
estratos profundos, en cambio, son expresión de la espiritualidad del hombre,
es decir, de la voluntad consciente, de la reflexión, de la conciencia, de la
capacidad de vivir los valores superiores.
Esta imagen de la
estructura de la personalidad humana puede servir para comprender el
significado para el hombre del ayuno. No se trata aquí solamente del
significado religioso, sino del significado que se expresa a través de la así
llamada «organización» del hombre como sujeto persona. El hombre se desarrolla
normalmente cuando los estratos más profundos de su personalidad encuentran una
expresión suficiente, cuando el ámbito de sus intereses y de sus aspiraciones
no se limita sólo a los estratos exteriores y superficiales, unidos a la
sensualidad humana. Para favorecer tal desarrollo, debemos a veces
desprendernos conscientemente de lo que sirve para satisfacer la sensualidad,
es decir, de los estratos exteriores superficiales. Debemos, pues, renunciar a
todo lo que los «alimenta».
He aquí brevemente la
interpretación del ayuno hoy día.
La renuncia a las
sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la comida y bebida, no
es un fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo, allanar el camino para
contenidos más profundos de los que «se alimenta» el hombre interior. Tal
renuncia, tal mortificación debe servir para crear en el hombre las condiciones
en orden a vivir los valores superiores, de los que está «hambriento» a su
modo.
He aquí el significado
«pleno» del ayuno en el lenguaje de hoy. Sin embargo, cuando leemos a los
autores cristianos de la antigüedad o a los Padres de la Iglesia, encontramos
en ellos la misma verdad, expresada frecuentemente con lenguaje tan «actual»
que nos sorprende. Por ejemplo, dice San Pedro Crisólogo: «El ayuno es paz para el cuerpo, fuerza de las mentes, vigor de las
almas» (Sermo VII: de ieiunio 3), y más aún: «El ayuno es el timón de la vida humana y rige toda la nave de nuestro
cuerpo» (Sermo VII: de ieiunio 1).
San Ambrosio responde así a
las objeciones eventuales contra el ayuno: «La carne, por su condición mortal,
tiene algunas concupiscencias propias: en sus relaciones con ella te está
permitido el derecho de freno. Tu carne te está sometida (...): no seguir las
solicitaciones de la carne hasta las cosas ilícitas, sino frenarlas un poco
también por lo que respecta a las lícitas. En efecto, el que no se abstiene de
ninguna cosa lícita, está muy cercano a las ilícitas» (Sermo de utilitate
ieiunii III, V, VII). Incluso escritores que no pertenecen al cristianismo
declaran la misma verdad. Esta verdad es de valor universal. Forma parte de la
sabiduría universal de la vida.
El dominio de nuestro
cuerpo
Ahora ciertamente es más
fácil para nosotros comprender por qué Cristo Señor y la Iglesia unen la
llamada al ayuno con la penitencia, es decir, con la conversión. Para
convertirnos a Dios es necesario descubrir en nosotros mismos lo que nos vuelve
sensibles a cuanto pertenece a Dios, por to tanto: los contenidos espirituales,
los valores superiores que hablan a nuestro entendimiento, a nuestra
conciencia, a nuestro «corazón» (según el lenguaje bíblico). Para abrirse a
estos contenidos espirituales, a estos valores, es necesario desprenderse de
cuanto sirve sólo al consumo, a la satisfacción de los sentidos. En la apertura
de nuestra personalidad humana a Dios, el ayuno –entendido tanto en el modo
«tradicional» como en el «actual»–, debe ir junto con la oración, porque ella
nos dirige directamente hacia Él.
Por otra parte, el ayuno,
esto es, la mortificación de los sentidos, el dominio del cuerpo, confieren a
la oración una eficacia mayor, que el hombre descubre en sí mismo.
Efectivamente, descubre que es «diverso», que es más «dueño de sí mismo», que
ha llegado a ser interiormente libre. Y se da cuenta de ello en cuanto la
conversión y el encuentro con Dios, a través de la oración, fructifican en él.
Resulta claro de estas
reflexiones nuestras de hoy que el ayuno no es sólo él «residuo» de una
práctica religiosa de los siglos pasados, sino que es también indispensable al
hombre de hoy, a los cristianos de nuestro tiempo. Es necesario reflexionar
profundamente sobre este tema, precisamente durante el tiempo de Cuaresma.
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