Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

24 de septiembre de 2018

LA IGLESIA ANTE EL MUNDO


CINCO PELIGROS PARA LA IGLESIA

Del libro “NO ANTEPONER NADA A CRISTO”
del Cardenal Carlo Cafarra



1º) La  alternativa a una “Iglesia sin doctrina” no es una “Iglesia pastoral” sino una “Iglesia del arbitrio y esclava del espíritu del tiempo”. “Praxis sine theoria caecus in via” (la práctica sin la teoría es como un ciego en el camino) decían los medievales.

Este peligro es grave, y si no se derrota, causa daños gravísimos a la Iglesia, al menos por dos razones:

  • -         La primera es que al ser la doctrina sagrada nada menos que la divina Revelación del plan divino sobre el hombre,  si la acción de la Iglesia no está arraigada en ese plan, ¿qué puede la Iglesia decirle al hombre?
  • -         La segunda razón es que cuando la Iglesia no se protege ante este peligro, corre el riesgo de respirar el “dogma central del relativismo”


En lo que respecta al culto que debemos a Dios y la atención que debemos al hombre, es indiferente lo que pienso de Dios y del hombre (la “cuestio de veritate” se convierte en una cuestión secundaria)


2º) El segundo peligro es olvidar que la clave interpretativa de toda la realidad, y en especial de la historia humana, no está dentro de la misma historia. Es la fe. San Máximo el confesor considera que el verdadero discípulo de Jesús piensa en todas las cosas por medio de Jesucristo, y a Jesucristo por medio de todas las cosas.

Un ejemplo de la actualidad lo pinta claramente: el ennoblecimiento de la homosexualidad a la que asistimos en Occidente no hay que interpretarlo y juzgarlo como criterio con la corriente hoy dominante en nuestro medio o el valor moral de respeto que se debe a cada persona. El criterio debe ser la doctrina sagrada sobre la sexualidad, el matrimonio y el bimorfismo sexual humano. La lectura de los signos de los tiempos debe ser una tarea teologal y teológica,


3º) El tercer peligro es el primado de la praxis, peligro de origen marxista. Me refiero al primado fundacional: “el fundamento de la salvación del hombre es la fe en el hombre no su acción”. Lo que debe preocupar a la Iglesia no es, en primer lugar, la cooperación con el mundo en grandes procesos operativos para alcanzar objetivos comunes . La infatigable preocupación de la Iglesia debe ser que el mundo crea en Aquél que el Padre envió para salvar al mundo.

El primado de la praxis lleva a lo que un pensador del siglo pasado llama “la dislocación de las personas divinas” y entonces la segunda persona divina no es el Verbo sino el Espìritu Santo.


4º) El cuarto peligro, muy unido al anterior, es la reducción de la propuesta cristiana a una exhortación moral. Es el peligro pelagiano, que San Agustín llamaba el horrendo veneno del cristianismo. Esta reducción tiene el efecto de hacer que la propuesta cristiana sea aburrida y repetitiva. Sólo Dios y su acción es siempre imprevisible, y de hecho el centro del cristianismo no es la acción del hombre sino la acción de Dios.


5º) El quinto peligro es el silencio sobre el Juicio de Dios, por medio de una predicación de la misericordia divina, hecha de tal modo que corre el riesgo de hacer desaparecer, de la conciencia del hombre que la escucha, la verdad de que Dios juzga al hombre.



Invitación a salir de la anti-construcción de lo humano


EL ARTE DE VIVIR
Frente a mundo secularizado, que vive como si Dios no existiera, en el que la corrupción de las costumbres se hace evidente, es necesario volver a pensar en los contenidos esenciales de toda evangelización

Memorable conferencia del cardenal Joseph Ratzinger durante el jubileo de los catequistas y profesores de Religión celebrado el 10 de diciembre de 2000 en Roma, en el Jubileo de los catequistas (Año Santo Universal)

Cuatro notas acerca de los contenidos esenciales de la evangelización

1.  Conversión
Conviene, ante todo, tener presente que el Antiguo Testamento y el Nuevo son inseparables. El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de san Juan Bautista: “Convertíos”. No se puede llegar a Jesús sin el Bautista; no es posible llegar a Jesús sin responder a la llamada del Precursor; más aún, Jesús asumió el mensaje de Juan en la síntesis de su propia predicación: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). La palabra griega para decir “convertirse” significa: cambiar de mentalidad, poner en tela de juicio el propio modo de vivir y el modo común de vivir, dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar ya simplemente según las opiniones corrientes.
Por consiguiente, convertirse significa dejar de vivir como viven todos, dejar de obrar como obran todos, dejar de sentirse justificados en actos dudosos, ambiguos, malos, por el hecho de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; por tanto, tratar de hacer el bien, aunque sea incómodo; no estar pendientes del juicio de la mayoría, de los demás, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva.
Todo esto no significa moralismo. Quien reduce el cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo: el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús y, por tanto, con Dios. Quien se convierte a Cristo no quiero tener autonomía moral, no pretende construir con sus fuerzas su propia bondad.
“Conversión” (metánoia) significa precisamente lo contrario: salir de la autosuficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia, la necesidad de los demás y la necesidad de Dios, de su perdón, de su amistad. La vida sin conversión es autojustificación (yo no soy peor que los demás); la conversión es la humildad de entregarse al amor del Otro, amor que se transforma en medida y criterio de mi propia vida.
Aquí debemos tener presente también el aspecto social de la conversión. Ciertamente, la conversión es ante todo un acto personalísimo, es personalización. Yo renuncio a “vivir como todos”; ya no me siento justificado por el hecho de que todos hacen lo mismo que yo, y encuentro ante Dios mi propio yo, mi responsabilidad personal.
Pero la verdadera personalización es siempre también una socialización nueva y más profunda. El yo se abre de nuevo al tú, en toda su profundidad, y así nace un nuevo nosotros. Si el estilo de vida común en el mundo implica el peligro de la despersonalización, de vivir no mi propia vida sino la de todos los demás, en la conversión debe realizarse un nuevo nosotros del caminar común con Dios.
Anunciando la conversión debemos ofrecer también una comunidad de vida, un espacio común del nuevo estilo de vida. No se puede evangelizar sólo con palabras. El Evangelio crea vida, crea comunidad de camino. Una conversión puramente individual no tiene consistencia.

2.  El Reino de Dios    

En la llamada a la conversión está implícito, como su condición fundamental, el anuncio del Dios vivo. El teocentrismo es fundamental en el mensaje de Jesús y debe ser también el núcleo de la nueva evangelización. La palabra clave del anuncio de Jesús es: reino de Dios. Pero reino de Dios no es una cosa, una estructura social o política, una utopía. El reino de Dios es Dios.
Reino de Dios quiere decir: Dios existe, Dios vive, Dios está presente y actúa en el mundo, en nuestra vida, en mi vida. Dios no es una “causa última” lejana. Dios no es el “gran arquitecto” del deísmo, que montó la máquina del mundo y así estaría fuera. Al contrario, Dios es la realidad más presente y decisiva en cada acto de mi vida, en cada momento de la historia.
En su conferencia de despedida de su cátedra en la universidad de Münster, el teólogo Juan Bautista Metz dijo cosas que nadie se imaginaba oír de sus labios. Antes había enseñado antropocentrismo: el verdadera acontecimiento del cristianismo sería el giro antropológico, la secularización, el descubrimiento de la secularidad del mundo. Luego enseñó teología política, la índole política de la fe; la “memoria peligrosa”; y, finalmente, la teología narrativa.
Después de este camino largo y difícil, hoy nos dice: si verdadero problema de nuestro tiempo es “la crisis de Dios”, la ausencia de Dios, disfrazada de religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teo-logía, hablar de Dios y con Dios.
Metz tiene razón. Lo “único necesario” (unum necessarium) para el hombre es Dios. Todo cambia dependiendo de si Dios existe o no existe. Por desgracia, también nosotros, los cristianos, vivimos a menudo como si Dios no existiera (si Deus non daretur). Vivimos según el eslogan: Dios no existe y, si existe, no influye. Por eso, la evangelización ante todo debe hablar de Dios, anunciar al único Dios verdadero: el Creador, el Santificador, el Juez (cf. Catecismo de la Iglesia católica).
También aquí es preciso tener presente el aspecto práctico. No se puede dar a conocer a Dios únicamente con palabras. No se conoce a una persona cuando sólo se tiene de ella referencias de segunda mano. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a orar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida también la evidencia de su existencia. 

Por eso son tan importantes las escuelas de oración, las comunidades de oración. Son complementarias la oración personal (“en tu propio aposento”, solo en la presencia de Dios), la oración común “paralitúrgica” (“religiosidad popular”) y la oración litúrgica. Sí, la liturgia es ante todo oración: su elemento específico consiste en que su sujeto primario no somos nosotros (como en la oración privada y en la religiosidad popular), sino Dios mismo. La liturgia es actio divina, Dios actúa y nosotros respondemos a la acción divina.
Hablar de Dios y hablar con Dios deben ir siempre juntos. El anuncio de Dios lleva a la comunión con Dios en la comunión fraterna, fundada y vivificada por Cristo. Por eso la liturgia (los sacramentos) no es un tema adjunto al de la predicación del Dios vivo, sino la concretización de nuestra relación con Dios.
En este contexto desearía hacer una observación general sobre la cuestión litúrgica. Con frecuencia nuestro modo de celebrar la liturgia es demasiado racionalista. La Liturgia se convierte en enseñanza, cuyo criterio es que la entiendan. 

Eso a menudo tiene como consecuencia la banalización del misterio, el predominio de nuestras palabras, la repetición de una serie de palabras que parecen más inteligibles y más gratas a la gente. Pero esto es un error no sólo teológico, sino también psicológico y pastoral. La ola de esoterismo, la difusión de técnicas asiáticas de distensión y de auto-vaciamiento muestran que en nuestras liturgias falta algo.
Precisamente en el mundo actual necesitamos el silencio, el misterio supraindividual, la belleza. La Liturgia no es una invención del sacerdote celebrante o de un grupo de especialistas. La Liturgia –el rito– se ha desarrollado en un proceso orgánico a lo largo de los siglos; encierra el fruto de la experiencia de fe de todas las generaciones. 

Aunque los participantes tal vez no comprendan todas sus fórmulas, perciben su significado profundo, la presencia del misterio, que trasciendo todas las palabras. El celebrante no es el centro de la acción litúrgica; no está delante del pueblo en su nombre propio, no habla de sí y por sí, sino in persona Christi. Lo que cuenta no son las cualidades personales del celebrante, sino sólo su fe, en la que se debe reflejar Cristo. “Conviene que él crezca y yo disminuya” (Jn 3, 30).

3.  Jesucristo

Con esta reflexión el tema de Dios ya se ha extendido y concretado en el tema de Jesucristo. Sólo en’ Cristo y por Cristo el tema de Dios se hace realmente concreto: Cristo es el Emmanuel, el Dios con nosotros, la concretización del “Yo soy”, la respuesta al deísmo. 


Hoy es muy fuerte la tentación de reducir a Jesucristo, el Hijo de Dios, sólo a un Jesús histórico, sólo a un hombre. No se niega necesariamente su divinidad, pero con ciertos métodos se destila de la Biblia un Jesús a nuestra medida, un Jesús posible y comprensible en los parámetros de nuestra historiografía. Pero este “Jesús histórico” es una elaboración, la imagen de sus autores y no la imagen del Dios vivo (cf. 2 Cor 4, 4 s; Col 1, 15). El Cristo de la fe no es un mito. El así llamado “Jesús histórico” es una figura mitológica, inventada por diversos intérpretes. Los doscientos años de historia, del “Jesús histórico” reflejan fielmente la historia de las filosofías y de las ideologías de este periodo.
En los límites de esta conferencia me es imposible tratar los contenidos del anuncio del Salvador. Sólo quisiera aludir brevemente a dos aspectos importantes. El primero es el seguimiento de Cristo. Cristo se presenta como camino de mi vida.
Seguimiento de Cristo no significa imitar al hombre Jesús. Ese intento fracasaría necesariamente; sería un anacronismo. El seguimiento de Cristo tiene una meta mucho más elevada: identificarse con Cristo, es decir, llegar a la unión con Dios. Esa palabra tal vez choque a los oídos del hombre moderno. Pero, en realidad todos tenemos sed de infinito, de una libertad infinita, de una felicidad ilimitada. Toda la historia de las revoluciones de los últimos dos siglos sólo se explica así. La droga sólo se explica así. El hombre no se contenta con soluciones que no lleguen a la divinización. Pero todos los caminos ofrecidos por la “serpiente” (cf. Gn 3, 5), es decir, la sabiduría mundana, fracasan. 

El único camino es la identificación con Cristo, realizable en la vida sacramental. Seguir a Cristo no es un asunto de moralidad, sino un tema “mistérico”, un conjunto de acción divina y respuesta nuestra.
Así, en el tema del seguimiento se encuentra presente el otro centro de la Cristología, al que quería aludir: el misterio pascual, la cruz y la resurrección.
De ordinario en las reconstrucciones del “Jesús histórico” el tema de la cruz carece de significado. En una interpretación “burguesa” se transforma en un accidente de por sí evitable, sin valor teológico; en una interpretación revolucionaria se convierte en la muerta heroica de un rebelde.
La verdad es muy diferente. La cruz pertenece al misterio divino; es expresión de su amor hasta el extremo (cf. Jn 13, l). El seguimiento de Cristo es participación en su cruz, unirse a su amor, a la transformación de nuestra vida, que se convierte en nacimiento del hombre nuevo, creado según Dios (cf. Ef 4, 24). Quien omite la cruz, omite la esencia del cristianismo (cf. 1 Cor 2, 2).

4.  La vida eterna

Un último elemento central de toda verdadera evangelización es la vida eterna. Hoy, en la vida diaria, debemos anunciar con nueva fuerza nuestra fe. 


Aquí quisiera sólo aludir a un aspecto a menudo descuidado actualmente de la predicación de Jesús: el anuncio del reino de Dios es anuncio del Dios presente, del Dios que nos conoce, que nos escucha; del Dios que entra en la historia para hacer justicia. Por eso, esta predicación es anuncio del juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. 

El hombre no puede hacer o dejar de hacer lo que le apetezca. Será juzgado. Debe rendir cuentas. Esta certeza vale tanto para los poderosos como para los sencillos. Si se respeta, se trazan los límites de todo poder de este mundo. Dios hace justicia, y en definitiva sólo él puede hacerla. Nosotros lograremos hacer justicia en la medida que seamos capaces de vivir en presencia de Dios y de comunicar al mundo la verdad del juicio.
Así el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de las conciencias, es un contenido central del Evangelio y es realmente una Buena Nueva. Lo es para todos los que sufren por la injusticia del mundo y piden justicia. Así se comprende también la conexión entre el reino de Dios y los “pobres”, los que sufren y todos los que viven las bienaventuranzas del sermón de la Montaña. Están protegidos por la certeza del Juicio, por la certeza de que hay justicia.
Este es el verdadero contenido del artículo del Credo sobre el juicio, sobre Dios juez: hay justicia. Las injusticias del mundo no son la última palabra de la historia. Hay justicia. Sólo quien no quiera que haya justicia puede oponerse a esta verdad. Si tomamos en serio el juicio y la grave responsabilidad que de él brota para nosotros, comprenderemos bien el otro aspecto de este anuncio, es decir, la redención, el hecho de que Jesús en la cruz asume nuestros pecados; que Dios mismo en la pasión de su Hijo se convierte en abogado de nosotros, pecadores, y así hace posible la penitencia, la esperanza al pecador arrepentido, esperanza expresada de modo admirable en las palabras de san Juan: “Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (Jn 3, 20). Ante Dios tranquilizaremos nuestra conciencia, independientemente de lo que nos reproche.
La bondad de Dios es infinita, pero no la debemos reducir a un empalago sin verdad. Sólo creyendo en el justo juicio de Dios, sólo teniendo hambre y sed de justicia (cf. Mt 5, 6), abrimos nuestro corazón, nuestra vida, a la misericordia divina. No es verdad que la fe en la vida eterna quite importancia a la vida en la tierra. Al contrario, sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida en la tierra es grande y su valor inmenso.
Dios no es el rival de nuestra vida, sino el garante de nuestra grandeza. Así volvemos a nuestro punto de partida: Dios. Si consideramos bien el mensaje cristiano, no hablamos de un montón de cosas. El mensaje cristiano es en realidad muy sencillo: hablamos de Dios y del hombre, y así lo decimos todo.


15 de septiembre de 2018

IUXTA CRUCEM JESU MATER EJUS


MATER DOLOROSA
(15 de septiembre)

Altar de la Virgen de los Dolores en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, 
con su clásico manto negro bordado


La Iglesia, con la sabiduría de siglos de su depósito litúrgico, conmemora hoy a la Virgen María acompañando a su Hijo en su dolor.

Lo hace al día siguiente de la Exaltación de la Santa Cruz, como insinuando el papel de correndentora de la Madre de Dios.

Esta devoción mariana tiene un sólido sustento bíblico, desde aquella profecía del anciano Simeón, cuando le dice a María que “una espada atravesará tu corazón…” (cfr. Lc, 2, 35)

La Salve Regina lo expresa con sublimes palabras: "Ad te suspiramus gementes et flentes in hac lacrimarum valle..."

La tradicional piedad española la recuerda como la Virgen de los Dolores, también es conocida como Virgen de la Amargura, Virgen de la Piedad, Virgen de las Angustias o La Dolorosa.

En Argentina, muchos templos están dedicados a estos nombres, y varios pueblos y ciudades la tienen como patrona. La ciudad de Dolores en la provincia de Buenos Aires y Villa Dolores en Córdoba hacen alusión a este santo apelativo.

La devoción popular ha compuesto un septenario de oración, acompañando a María en sus siete dolores que narran los Evangelios:

1. La Profecía de Simeón ya comentada (Lc. 2, 32-35)
2. La Huida a Egipto (Mt. 2, 13-15)
3. La pérdida del Niño Jesús en el Templo (Lc. 2, 43-45)
4. El encuentro de María con su Hijo en el Vía Crucis.
5. Al pie de la Cruz en la crucifixión de su Hijo (Jn.19, 17-39)
6. En el descendimiento de la Cruz (Mc. 15, 42-46)
7. En el entierro de Jesús (Jn. 19, 40-42)

Mater dolorosa

Ora pro nobis!


El arte de todos los tiempos ha representado a la Madre dolorosa con rasgos inolvidables.
Cuatro ejemplos de los muchísimos:
La Dolorosa en la entrada de la Basílica del Valle de los Caídos, en Cuelgamuros, Madrid.


Los siete dolores de la Virgen (de Tempesta), en la Basílica romana de San Stefano Rotondo del Monte Celio del siglo V.



Reverso de la medalla milagrosa, que tiene la Cruz redentora, el monograma de María y, entre otros símbolos, el corazón traspasado de la Madre.





9 de septiembre de 2018

BENE OMNIA FECIT (Mc. 7,37)


 Filium Dei unigénitum. 
Et ex Patre natum ante ómnia saécula.
Deum de Deo, lumen de lúmine,
Deum verum de Deo vero

Reflexión sobre el texto evangélico en que se expresa que Jesucristo “todo lo hizo bien” con un relato poético a orillas del Mar de Galilea.




 “El sol se había puesto hacía ya un rato. Pero la penumbra resistía. Como esos calderones que no terminan de apagar su sonido. Era una apacible tarde de verano y estábamos los dos solos, sentados en la punta de uno de los tantos muelles del Mar de Galilea. Golpeteaba con cierto desdén el agua contra los palos del vacío embarcadero, que flameaban sus verdosas algas como estandartes. 

Un cuarto de hora atrás, cuando aún brillaba el sol sobre el agua, me había contado (con inusual detalle y demora) de una escena de su infancia, en ese mismo muelle, sentado allí, a los nueve o diez años, arreglando el mundo con su mejor amigo.

Me impresionó lo de “mejor”, mezcla de envidia y cierto escándalo de que el Amigo Universal pudiera tener predilecciones. 

Abundó en tantos detalles que casi pude ver allí, materializado a mi lado, un infante hebreo con sus rulos negros y sus ojos vivaces, moviendo ambas piernas en el vacío que separaba el entablonado del muelle del espejo de agua. Entre tantas pinceladas aludió a lo mucho que reían, lo cual hizo que cayera en la cuenta de lo poco que lo hacía ahora, de grande. 

Pero dijo entonces algo asombroso, que me descolocó por completo: que disfrutaba mucho haciendo mil detalles del cosmos para su amigo. O palabras a ese efecto. Y de hecho fue lo último que dijo; tras lo cual se quedó mudo, oteando el horizonte como recordando y saboreando todo aquello…

Aunque resultara una obviedad, no pude dejar de pensar: claro, también de Niño era la Sabiduría increada, el Logos eterno, el Hacedor continuo de todos los mundos, visibles e invisibles… con el redondo orbe en su diminuta Mano derecha.

Al cielo se le iban apagando sus últimos rosados y la lumbre estiraba más y más su delgadez, como un pianista que no levanta sus dedos del acorde para que la felpa no apague lo que conviene desliarse solo, en el estuario del silencio. 

Croan las ranas; cantan los grillos; gaviotas atrasadas apuran su retorno. El espejo de agua parece de cristal. Mil aromas —intensos, penetrantes— copan la escena: saben a hierbas silvestres, a flores del campo, a resina de cedro y a noche estival. Me llamó la atención la irrupción de los perfumes tan resuelta o programada, como la decidida entrada de actores en escena conforme lo indica el libreto. Pero en verdad fue recién cuando, sin aviso alguno, surgió el inmenso tambor de luna llena, rutilando en rojos y ocres, que lo miré a Él fijo; y luego a la luna; y luego a Él de nuevo. 

Se dio cuenta de que me había dado cuenta. 

Y apenas sonrió, sin distraer su ocupación. 

La gallarda goleta de marfil surcaba el escenario sideral como una lenta y solemne reina enjoyada; la facilidad de su hermosura era casi hiriente. Cuando la duplicó, exacta, en el espejo de agua, no resistí y rompí el feliz silencio para exclamarle ¡oh, Señor mío, qué bello… qué bellas son tus obras… Todo lo haces bien. Qué bien haces el día y qué bien haces la noche y qué bien que te sale ese compás de transición de lo diurno a lo nocturno, esa modulación de mayor a menor.

Algo dentro de mí se había desatado en alabanza incontenible. Pero, ¿era realmente por la hermosura de las cosas? Más bien, pienso a la distancia, estaba conmovido ante un hecho incontestable: el Señor lo estaba haciendo por mí, para mí. Como de Niño hacía pájaros y ranas, zorros y damascos, para complacer a su pequeño amigo.

—¡Hasta el modo sincopado con que conjugas el croar y el grillar…
 —el Señor se llevó, despacio, el dedo índice a los labios, pidiéndome en silencio, silencio. Y sentenció abreviado: 
—Hay un tiempo para contemplar y un tiempo para alabar lo contemplado.

En ese momento una inmensa garza, descolorida por la inminente noche, atravesó la oronda luna, en un aleteo tan pausado que me temí que el tiempo hubiera modificado su curso o velocidad. 

Si bien ambos estábamos, casi hombro con hombro, mirando hacia el mismo horizonte, me resultaba irresistible, cada vez que entraba en escena una nueva obra de arte, virar noventa grados mi atención para mirarlo; para mirar al Hacedor haciendo, al Creador creando. 

Virar, para mirar los “y vio Dios…”. 

La Encarnación había anudado en tan apretado ñudo el Logos a su Carne, que cada cincelada eterna hacía eco en los gestos humanos del Artesano palestino. Era muy sobrio en esto, como si “se le escapara” la innecesaria expresión humana de una actividad tan divina. Pero, qué hermoso era pescarlo en eso, moviendo apenas los labios, o un dedo de la mano, o un hombro o una ceja… como un director con sutileza marca el ingreso de los oboes.

—¿Es ininterrumpida esa labor? ¿No fatiga? —me animé, contraviniendo el reciente pedido de silencio. No sabía bien ni qué le estaba preguntando, pero por una vez, por al menos una única vez, me parecía ver la posibilidad de entrarle en un tema del que jamás hablaba: su tarea creadora. ¿Cómo lo hacía?, ¿cuándo lo hacía? ¿por qué lo hacía?; y sobre todo: ¿por qué esa profusa exuberancia, esa prodigalidad tan… ¿exagerada, desmedida? No me hubiera animado a atosigarlo con todas esas preguntas, pero el sobrio “¿no fatiga?” tal vez alcanzara como pie para que el Señor se explayara.

Hizo un silencio y al rato, con voz muy condescendiente dijo sin más: 

—No, no fatiga. 

—Ah, claro; es propio de los sabios delegar; seguramente le confíes a tus ángeles muchas de las obras— lancé yo, intentando fogonear el tema.

Por primera vez desde que dejáramos de hablar de su infancia se volvió hacia mí y mirándome muy serio me dijo: 

—De ninguna manera. La Creación, que es Creación continua, no se delega; sale directa, sin intermediarios, de mis Manos.
Y, con cierta indignación (o vehemencia al menos), agregó subiendo el tono: —¡Ni un solo pétalo de la más diminuta flor del campo se diseña y esculpe fuera del Taller de mi Padre! ¡Ni una escama del pejerrey! Él trabaja y Yo también trabajo; ¡siempre!

Resonó ese “¡siempre!” como un trueno en el ocaso galileo. 

Un poco para reparar mi error y otro tanto porque persistía mi necesidad laudatoria, le dije de nuevo: —y todo les sale tan, pero tan bien, tan hermoso, tan perfecto…—y sin reparar en el término, rematé la aclamación con un peligroso: —abruma la belleza de tus obras.

—¿Qué es lo que te abruma de mis obras? —apuró, inquieto, pero sin objetar la expresión.

—No, no lo sé… Creo que no es tanto su perfección (aunque vaya si eso podría ser fuente de bruma), ni tu destreza ni tu talento… sino Tu motivación, Señor: ese esmerado empeño por galantear al Hombre, por impresionarlo.
Creo que me puse colorado al decir esto último; menos mal que me salió el genérico “hombre”, que velaba con cierta discreción la locura del Amor divino tan al descubierto. Y que haya dicho “esmerado” en vez de “desmesurado”, que es lo que en verdad pensé. La desmesura del amor que procura en todo el bien del amado: eso abruma.

—Por eso suelo bruñir el oro apagado; el del tigre y el de la marimoña. Por eso escondo el obsequio de galaxias enteras; por eso resguardo tantos prados floridos en montañeses valles perdidos, que jamás verá mi Amada; por eso, a miles de metros de profundidad, donde Ella, Paloma mía, jamás podría llegar, le regalo anémonas y corales, de un esplendor apabullante, sin que se entere… Vivo haciéndole, día y noche, regalos secretos, justamente, para no abrumarla… para no abrumarte.

Los mil colores de la tarde, apagados por el sol ausente, viraban todos a ese curioso sepia con que se uniforman todas las cosas a la luz de la luna.
El divino Hacedor, muy sentado en la punta del muelle, con sus piernas colgando y las manos sobre su falda, seguía dirigiendo la orquesta con la sutilidad de un espía extranjero.

Había yo reflexionado más de una vez sobre los “Y vio Dios que era bueno” del Génesis. Como sobre aquel “todo es para bien” de san Pablo… pero entre lo uno y lo otro se me revelaba hoy, al borde del Mar de Galilea, el vertiginoso presente vertical de un humanado Dios haciendo cada pluma del benteveo, allí, con las piernas colgando del muelle, como si éste fuera el bastidor del orbe o el torno del alfarero. 

Era el vertiginoso presente vertical de un Dios que no sólo “todo lo hace bien”, sino que *en todo hace el bien.* Un Dios que en todo nos beneficia, en todo nos favorece, en todo nos agracia. Sí: en todo.

Unos zorros aullaban no muy lejos. Venían a esta hora por las sobras de pescado, remanentes de la intensa jornada laboral. Sobre el plateado espejo de agua danzaban, como hadas, pequeñas libélulas. En medio del lago, una escueta embarcación pescaba sardinas al claro de luna. 

La noche no podía estar más linda, más apacible, más buena. 

Una brisa ligera seguía trayendo tomillos y verbenas en su aire. En eso se escucha a lo lejos un grito de júbilo: eran los pescadores, recogiendo una red rebosante de diamantados peces. Escamas plateadas por la luna refractaban miles de lumbres danzantes… 

Y el Maestro volvió a hablarme:

—No son sólo “las cosas” lo que Dios hace bien; también “los hechos” salen de nuestro mismo taller de divina Orfebrería. Todo cuanto ocurre ha sido minuciosamente labrado, ¡cincelado a Mano!, para conquistar el corazón del hombre. Para “impresionarlo”, como te gusta decir.

—¿De verdad “todas”? — lo apuré, sin ánimo desafiante, pero reclamando una confirmación de ese “todo” caído de sus labios. 

—Sí; todo.— dijo, rotundo.
Y agregó: —Toda clase de cosas, como con buen gusto se ha dicho. Lo cóncavo y lo convexo, lo claro y lo oscuro, los otoños y primaveras, las pruebas y los consuelos: todo cuanto ocurre es adorable, pues todo sale de las Manos de Aquel lo hace todo bien y para bien.

Un gozoso silencio nos envolvió a ambos. Esto último, que había volcado con tanta naturalidad, era abrumador y tremendo. Una cosa era admirarse ante el plumaje del colibrí y otra muy distinta era aceptar como venida de Su autoría.
 Pensé de inmediato en mi pecado; en mis muchos pecados; y en la miseria humana universal… pero el Señor estaba ya inhalando, en señal de que se venía una nueva bocanada de sapiencia: 

—*No sólo hago cosas nuevas; también hago nuevas todas las cosas.* Modelo cada mota de materia, pero, ¡no menos!, esculpo el tiempo— y mirándome, me sonrió en evidente signo de haber presenciado mi último pensamiento.

Lo que sigue es complicado. Pues se me quedó mirando con una peculiar intensidad: una fuerza generadora salía de sus ojos y no pude más que estar seguro de que estaba obrando intensamente en mí. Taciturno, me taladraba con sus ojos, como un soplete horadando en la fragua. 

Me ruboricé de nuevo y agaché la cabeza.

Y fue entonces, en el medio de aquella noche amable más que la alborada, que en un instante fui invadido o embargado por una suerte de inocencia… si es que acierto a decirlo de algún modo. Como si un divino Dedo hubiera atravesado mis entrañas destrabando todas mis sorderas. Como si mi barro hubiera sido amasado de nuevo con aguas de la Boca de Dios y puesto de nuevo, como arcilla blanda, sobre el torno del Alfarero…

Conmovido, me volví hacia Él… y allí vi que las mismas piernas colgando del muelle, encogidas, le pertenecían ahora a un Niño de diez años, de negros rulos y ojos vivaces. Me mostró alegre todos sus dientes y pasó su brazo por mi espalda hasta estrechar mi hombro derecho.

Me di cuenta recién entonces que yo tenía su misma edad… 

No recuerdo bien si se lo dije o tan sólo lo pensé, pero como agua límpida y fresca brotó a borbotones de mis honduras: 

—No sé cómo lo haces… pero qué bien que lo haces, y cuánto bien que me haces, Dios y Señor mío.

Volvió a cruzarnos una bocanada intensa de tomillo, mientras las libélulas continuaban su danza sobre el espejo de agua. El Niño infatigable seguía regenerando el orbe, que reposaba entero sobre la palma de su Mano.

Su Madre, preocupada, nos llamó con voz firme a ambos desde el comienzo del muelle, con sus brazos en jarra, meneando la cabeza en muestra de enfado.

Al instante corrimos ambos hasta su regazo”.


4 de septiembre de 2018

LA MAYOR AMENAZA A LA PAZ


SANTA TERESA DE CALCUTA 

(1910-1997)




La fundadora de las Misioneras de la Caridad (las religiosas que visten como hábito un sari indio, blanco y azul) recibió el Premio Nobel de la Paz en el año 1979.

El 17 de octubre de ese año, en el Palacio Real de Oslo, al recibir esta distinción de manos del Rey Olaf V de Noruega, pronunció un valiente discurso, que fue muy criticado por los poderosos medios internacionales.

Ese día dijo: 

Muchas personas están muy preocupadas por los niños en India, por los niños en África, donde muchos mueren de desnutrición y de hambre, pero millones están muriendo deliberadamente por el aborto. Y ese es el mayor destructor de la paz hoy”.

Su confianza en la Divina Providencia era admirable, y repetía:

A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota».

Santa Teresa de Calcuta
Ora pro nobis!



1 de septiembre de 2018

LA HISPANIDAD

CERCANOS A LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE COVADONGA
Como canta el Himno asturiano a la Santina, ella es la “Bendita Reina de nuestra montaña, que tiene por trono la Cuna de España”



Un lúcido artículo publicado hoy por el ABC de Madrid, que explica los grandes problemas de la España de hoy, y también de Latinoamérica. No es “políticamente correcto”, pero presenta verdades que hoy se obnubilan. Si se olvidan las raíces, se pierde la identidad y su resultado será la nada.



LA HISPANIDAD
Por Juan Manuel de Prada (ABC Madrid- 1 de septiembre de 2018)
En su más reciente libro, “La Hispanidad como problema” (Historia, cultura y política), publicado por el Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II, Miguel Ayuso dedica un capítulo a analizar el caso del filósofo agnóstico Manuel García Morente (1886-1942), discípulo de Ortega y Gasset y miembro de la Institución Libre de Enseñanza, quien en abril de 1937, hallándose en París (huido de la barbarie del Madrid republicano, aunque era hombre leal a la República), se convirtió a la fe católica mientras escuchaba por la radio el oratorio La infancia de Cristo, de Berlioz. Fue (como el propio García Morente explicó) un «hecho extraordinario», una arrolladora irrupción de la gracia que transformaría por completo su vida.
Ayuso nos señala que, siendo esta fulminante conversión religiosa de García Morente un hecho fuera de la común, todavía resulta más significativo comprobar cómo, al recuperar la fe, un hombre que se había formado en un ambiente liberal y europeísta se convierte de inmediato en un denodado defensor de la Hispanidad. 
A la luz nueva de la fe, García Morente descubre que en la postura europeísta y liberal se esconde, bajo disfraces y perifollos diversos, una intención profundamente antiespañola. Y las obras que a partir de este momento y hasta su prematura muerte escriba se dedicarán a resaltar la inspiración religiosa que conforma España, así como a rechazar el ideal europeizador.
Así podrá escribir García Morente en “Ideas para una filosofía de la historia de España”: «En la nación española y en su historia la religión católica no constituye un accidente, sino el elemento esencial de su historia misma. Intentemos representarnos la historia de España sin incluir como elemento esencial el catolicismo. No podemos. (…) Algunos pretenden negarlo. Pero será porque desean personalmente la descristianización de España a sabiendas de que lo de esta descristianización resultase ya no sería propiamente España, sino otra cosa, otro ser, otra nación; o, más propiamente aún, nada».
La Hispanidad, como encarnación de esta visión histórica de España, sería, a juicio de Ayuso, una subsistencia de la Cristiandad, que había quedado herida de muerte por la Reforma protestante. Si Europa se convierte desde entonces en el paisaje de la ruptura, España se mantuvo durante siglos como una comunidad de fe, con una concepción arraigadamente comunitaria de la política, cada vez más recluida geográficamente, a medida que sus enemigos la hostigaban.
Como afirma Miguel Ayuso, «europeizarse ha significado para los españoles, hasta fecha bien reciente, incluso hasta hoy, rendirse, reconocer el curso equivocado de su Historia y, consiguientemente, descristianizarse». Así se explicaría que España, mientras fue España (no sólo la España peninsular, sino también y muy especialmente las Españas de allende el océano, a las que Ayuso dedica un luminoso y provocador capítulo en su libro), se resistiese con uñas y dientes a la imposición de regímenes constitucionales de base contractualista.
Porque, frente a lo que quiere cierto catolicismo pompier, la Hispanidad no es un mero concepto cultural y espiritual. Como Ayuso nos enseña en este perspicaz ensayo, es también un concepto político -vivo hoy como una semilla de mostaza en el corazón de los patriotas, dispuesto a convertirse mañana en árbol frondoso- que se confronta con la mentalidad racionalista y europeizante que creó los Estados modernos y también, por supuesto, con un nuevo orden que pretende subsumirlos en engendros como la Unión Europea.
Engendros frente a los cuales los patriotas españoles debemos seguir vindicando siempre la unión de las «ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda».