Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

9 de septiembre de 2018

BENE OMNIA FECIT (Mc. 7,37)


 Filium Dei unigénitum. 
Et ex Patre natum ante ómnia saécula.
Deum de Deo, lumen de lúmine,
Deum verum de Deo vero

Reflexión sobre el texto evangélico en que se expresa que Jesucristo “todo lo hizo bien” con un relato poético a orillas del Mar de Galilea.




 “El sol se había puesto hacía ya un rato. Pero la penumbra resistía. Como esos calderones que no terminan de apagar su sonido. Era una apacible tarde de verano y estábamos los dos solos, sentados en la punta de uno de los tantos muelles del Mar de Galilea. Golpeteaba con cierto desdén el agua contra los palos del vacío embarcadero, que flameaban sus verdosas algas como estandartes. 

Un cuarto de hora atrás, cuando aún brillaba el sol sobre el agua, me había contado (con inusual detalle y demora) de una escena de su infancia, en ese mismo muelle, sentado allí, a los nueve o diez años, arreglando el mundo con su mejor amigo.

Me impresionó lo de “mejor”, mezcla de envidia y cierto escándalo de que el Amigo Universal pudiera tener predilecciones. 

Abundó en tantos detalles que casi pude ver allí, materializado a mi lado, un infante hebreo con sus rulos negros y sus ojos vivaces, moviendo ambas piernas en el vacío que separaba el entablonado del muelle del espejo de agua. Entre tantas pinceladas aludió a lo mucho que reían, lo cual hizo que cayera en la cuenta de lo poco que lo hacía ahora, de grande. 

Pero dijo entonces algo asombroso, que me descolocó por completo: que disfrutaba mucho haciendo mil detalles del cosmos para su amigo. O palabras a ese efecto. Y de hecho fue lo último que dijo; tras lo cual se quedó mudo, oteando el horizonte como recordando y saboreando todo aquello…

Aunque resultara una obviedad, no pude dejar de pensar: claro, también de Niño era la Sabiduría increada, el Logos eterno, el Hacedor continuo de todos los mundos, visibles e invisibles… con el redondo orbe en su diminuta Mano derecha.

Al cielo se le iban apagando sus últimos rosados y la lumbre estiraba más y más su delgadez, como un pianista que no levanta sus dedos del acorde para que la felpa no apague lo que conviene desliarse solo, en el estuario del silencio. 

Croan las ranas; cantan los grillos; gaviotas atrasadas apuran su retorno. El espejo de agua parece de cristal. Mil aromas —intensos, penetrantes— copan la escena: saben a hierbas silvestres, a flores del campo, a resina de cedro y a noche estival. Me llamó la atención la irrupción de los perfumes tan resuelta o programada, como la decidida entrada de actores en escena conforme lo indica el libreto. Pero en verdad fue recién cuando, sin aviso alguno, surgió el inmenso tambor de luna llena, rutilando en rojos y ocres, que lo miré a Él fijo; y luego a la luna; y luego a Él de nuevo. 

Se dio cuenta de que me había dado cuenta. 

Y apenas sonrió, sin distraer su ocupación. 

La gallarda goleta de marfil surcaba el escenario sideral como una lenta y solemne reina enjoyada; la facilidad de su hermosura era casi hiriente. Cuando la duplicó, exacta, en el espejo de agua, no resistí y rompí el feliz silencio para exclamarle ¡oh, Señor mío, qué bello… qué bellas son tus obras… Todo lo haces bien. Qué bien haces el día y qué bien haces la noche y qué bien que te sale ese compás de transición de lo diurno a lo nocturno, esa modulación de mayor a menor.

Algo dentro de mí se había desatado en alabanza incontenible. Pero, ¿era realmente por la hermosura de las cosas? Más bien, pienso a la distancia, estaba conmovido ante un hecho incontestable: el Señor lo estaba haciendo por mí, para mí. Como de Niño hacía pájaros y ranas, zorros y damascos, para complacer a su pequeño amigo.

—¡Hasta el modo sincopado con que conjugas el croar y el grillar…
 —el Señor se llevó, despacio, el dedo índice a los labios, pidiéndome en silencio, silencio. Y sentenció abreviado: 
—Hay un tiempo para contemplar y un tiempo para alabar lo contemplado.

En ese momento una inmensa garza, descolorida por la inminente noche, atravesó la oronda luna, en un aleteo tan pausado que me temí que el tiempo hubiera modificado su curso o velocidad. 

Si bien ambos estábamos, casi hombro con hombro, mirando hacia el mismo horizonte, me resultaba irresistible, cada vez que entraba en escena una nueva obra de arte, virar noventa grados mi atención para mirarlo; para mirar al Hacedor haciendo, al Creador creando. 

Virar, para mirar los “y vio Dios…”. 

La Encarnación había anudado en tan apretado ñudo el Logos a su Carne, que cada cincelada eterna hacía eco en los gestos humanos del Artesano palestino. Era muy sobrio en esto, como si “se le escapara” la innecesaria expresión humana de una actividad tan divina. Pero, qué hermoso era pescarlo en eso, moviendo apenas los labios, o un dedo de la mano, o un hombro o una ceja… como un director con sutileza marca el ingreso de los oboes.

—¿Es ininterrumpida esa labor? ¿No fatiga? —me animé, contraviniendo el reciente pedido de silencio. No sabía bien ni qué le estaba preguntando, pero por una vez, por al menos una única vez, me parecía ver la posibilidad de entrarle en un tema del que jamás hablaba: su tarea creadora. ¿Cómo lo hacía?, ¿cuándo lo hacía? ¿por qué lo hacía?; y sobre todo: ¿por qué esa profusa exuberancia, esa prodigalidad tan… ¿exagerada, desmedida? No me hubiera animado a atosigarlo con todas esas preguntas, pero el sobrio “¿no fatiga?” tal vez alcanzara como pie para que el Señor se explayara.

Hizo un silencio y al rato, con voz muy condescendiente dijo sin más: 

—No, no fatiga. 

—Ah, claro; es propio de los sabios delegar; seguramente le confíes a tus ángeles muchas de las obras— lancé yo, intentando fogonear el tema.

Por primera vez desde que dejáramos de hablar de su infancia se volvió hacia mí y mirándome muy serio me dijo: 

—De ninguna manera. La Creación, que es Creación continua, no se delega; sale directa, sin intermediarios, de mis Manos.
Y, con cierta indignación (o vehemencia al menos), agregó subiendo el tono: —¡Ni un solo pétalo de la más diminuta flor del campo se diseña y esculpe fuera del Taller de mi Padre! ¡Ni una escama del pejerrey! Él trabaja y Yo también trabajo; ¡siempre!

Resonó ese “¡siempre!” como un trueno en el ocaso galileo. 

Un poco para reparar mi error y otro tanto porque persistía mi necesidad laudatoria, le dije de nuevo: —y todo les sale tan, pero tan bien, tan hermoso, tan perfecto…—y sin reparar en el término, rematé la aclamación con un peligroso: —abruma la belleza de tus obras.

—¿Qué es lo que te abruma de mis obras? —apuró, inquieto, pero sin objetar la expresión.

—No, no lo sé… Creo que no es tanto su perfección (aunque vaya si eso podría ser fuente de bruma), ni tu destreza ni tu talento… sino Tu motivación, Señor: ese esmerado empeño por galantear al Hombre, por impresionarlo.
Creo que me puse colorado al decir esto último; menos mal que me salió el genérico “hombre”, que velaba con cierta discreción la locura del Amor divino tan al descubierto. Y que haya dicho “esmerado” en vez de “desmesurado”, que es lo que en verdad pensé. La desmesura del amor que procura en todo el bien del amado: eso abruma.

—Por eso suelo bruñir el oro apagado; el del tigre y el de la marimoña. Por eso escondo el obsequio de galaxias enteras; por eso resguardo tantos prados floridos en montañeses valles perdidos, que jamás verá mi Amada; por eso, a miles de metros de profundidad, donde Ella, Paloma mía, jamás podría llegar, le regalo anémonas y corales, de un esplendor apabullante, sin que se entere… Vivo haciéndole, día y noche, regalos secretos, justamente, para no abrumarla… para no abrumarte.

Los mil colores de la tarde, apagados por el sol ausente, viraban todos a ese curioso sepia con que se uniforman todas las cosas a la luz de la luna.
El divino Hacedor, muy sentado en la punta del muelle, con sus piernas colgando y las manos sobre su falda, seguía dirigiendo la orquesta con la sutilidad de un espía extranjero.

Había yo reflexionado más de una vez sobre los “Y vio Dios que era bueno” del Génesis. Como sobre aquel “todo es para bien” de san Pablo… pero entre lo uno y lo otro se me revelaba hoy, al borde del Mar de Galilea, el vertiginoso presente vertical de un humanado Dios haciendo cada pluma del benteveo, allí, con las piernas colgando del muelle, como si éste fuera el bastidor del orbe o el torno del alfarero. 

Era el vertiginoso presente vertical de un Dios que no sólo “todo lo hace bien”, sino que *en todo hace el bien.* Un Dios que en todo nos beneficia, en todo nos favorece, en todo nos agracia. Sí: en todo.

Unos zorros aullaban no muy lejos. Venían a esta hora por las sobras de pescado, remanentes de la intensa jornada laboral. Sobre el plateado espejo de agua danzaban, como hadas, pequeñas libélulas. En medio del lago, una escueta embarcación pescaba sardinas al claro de luna. 

La noche no podía estar más linda, más apacible, más buena. 

Una brisa ligera seguía trayendo tomillos y verbenas en su aire. En eso se escucha a lo lejos un grito de júbilo: eran los pescadores, recogiendo una red rebosante de diamantados peces. Escamas plateadas por la luna refractaban miles de lumbres danzantes… 

Y el Maestro volvió a hablarme:

—No son sólo “las cosas” lo que Dios hace bien; también “los hechos” salen de nuestro mismo taller de divina Orfebrería. Todo cuanto ocurre ha sido minuciosamente labrado, ¡cincelado a Mano!, para conquistar el corazón del hombre. Para “impresionarlo”, como te gusta decir.

—¿De verdad “todas”? — lo apuré, sin ánimo desafiante, pero reclamando una confirmación de ese “todo” caído de sus labios. 

—Sí; todo.— dijo, rotundo.
Y agregó: —Toda clase de cosas, como con buen gusto se ha dicho. Lo cóncavo y lo convexo, lo claro y lo oscuro, los otoños y primaveras, las pruebas y los consuelos: todo cuanto ocurre es adorable, pues todo sale de las Manos de Aquel lo hace todo bien y para bien.

Un gozoso silencio nos envolvió a ambos. Esto último, que había volcado con tanta naturalidad, era abrumador y tremendo. Una cosa era admirarse ante el plumaje del colibrí y otra muy distinta era aceptar como venida de Su autoría.
 Pensé de inmediato en mi pecado; en mis muchos pecados; y en la miseria humana universal… pero el Señor estaba ya inhalando, en señal de que se venía una nueva bocanada de sapiencia: 

—*No sólo hago cosas nuevas; también hago nuevas todas las cosas.* Modelo cada mota de materia, pero, ¡no menos!, esculpo el tiempo— y mirándome, me sonrió en evidente signo de haber presenciado mi último pensamiento.

Lo que sigue es complicado. Pues se me quedó mirando con una peculiar intensidad: una fuerza generadora salía de sus ojos y no pude más que estar seguro de que estaba obrando intensamente en mí. Taciturno, me taladraba con sus ojos, como un soplete horadando en la fragua. 

Me ruboricé de nuevo y agaché la cabeza.

Y fue entonces, en el medio de aquella noche amable más que la alborada, que en un instante fui invadido o embargado por una suerte de inocencia… si es que acierto a decirlo de algún modo. Como si un divino Dedo hubiera atravesado mis entrañas destrabando todas mis sorderas. Como si mi barro hubiera sido amasado de nuevo con aguas de la Boca de Dios y puesto de nuevo, como arcilla blanda, sobre el torno del Alfarero…

Conmovido, me volví hacia Él… y allí vi que las mismas piernas colgando del muelle, encogidas, le pertenecían ahora a un Niño de diez años, de negros rulos y ojos vivaces. Me mostró alegre todos sus dientes y pasó su brazo por mi espalda hasta estrechar mi hombro derecho.

Me di cuenta recién entonces que yo tenía su misma edad… 

No recuerdo bien si se lo dije o tan sólo lo pensé, pero como agua límpida y fresca brotó a borbotones de mis honduras: 

—No sé cómo lo haces… pero qué bien que lo haces, y cuánto bien que me haces, Dios y Señor mío.

Volvió a cruzarnos una bocanada intensa de tomillo, mientras las libélulas continuaban su danza sobre el espejo de agua. El Niño infatigable seguía regenerando el orbe, que reposaba entero sobre la palma de su Mano.

Su Madre, preocupada, nos llamó con voz firme a ambos desde el comienzo del muelle, con sus brazos en jarra, meneando la cabeza en muestra de enfado.

Al instante corrimos ambos hasta su regazo”.


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